Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 21

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«¡Lo, Lola, Lolita!». Me oigo llamar desde una puerta hacia el sol, en la acústica del tiempo, tiempo abovedado, enriqueciendo mi llamado de reveladora ronquera con tal ansiedad, pasión y dolor, que habrían logrado abrir el cierre relámpago de su mortaja de nylon, de haber estado muerta. ¡Lolita! Al fin la encontré sobre el cuidado césped de una terraza. Había salido antes de que yo estuviera listo. ¡Oh, Lolita! Jugaba con un maldito perro que no era yo. El animal, un terrier de mala muerte, soltaba, volvía a atrapar y apretaba entre sus dientes una pelota roja y mojada. Dio con las patas delanteras unos cuantos botes sobre el elástico césped y después se alejó. Yo solo quería comprobar dónde estaba Lo —no podía nadar con mi corazón en ese estado, pero eso a quién le importaba— y allí la veía, envuelta en mi bata. Dejé de llamarla. Pero de pronto, me impresionó algo peculiar en sus movimientos, mientras en su breve traje de baño rojo hacía ademán de arrojar a uno u otro lado la pelota. Había un éxtasis, una embriaguez en sus juegos, que excedía con mucho la alegría. Hasta el perro parecía perplejo por la extravagancia de sus reacciones. Fue una suave mano sobre mi pecho mientras observaba lo que ocurría. La piscina azul turquesa, a cierta distancia del parque, no estaba ya en su extremo sino dentro de mi tórax y mis órganos nadaban en ella como en el mar azul de Niza. Uno de los bañistas acababa de salir de la pileta y semioculto por la sombra ramificada de los árboles, permanecía inmóvil, asiendo las puntas de la toalla que le rodeaba el cuello y siguiendo a Lolita con ojos ambarinos. Así permaneció, en el camouflage de sol y sombra, desfigurado por el claroscuro y por su propia desnudez, con el pelo negro y mojado, o lo que subsistía de él, pegoteado en la redonda cabeza, el bigotillo convertido en un tizne húmedo, la lana de su pecho extendida como un trofeo simétrico, el ombligo palpitante, las piernas hirsutas y cubiertas de gotas luminosas, sus pantalones de baño rígidos negros empapados, henchidos y tensos sobre el gran bulto toruno de su bestialidad invertida y escindida como un escudo acolchado. Y mientras miraba a su cara oval y atezada, comprendí que si algo había reconocido en él era el reflejo de la actitud de mi hija: la misma beatitud, la misma expresión, aunque horriblemente desfigurada por su masculinidad. También comprendí que la niña, mi niña, se sabía observada, que gozaba con la lujuria de esa mirada y hacía alarde de risas y jugueteos, la perra inmunda y adorada. Como perdió la pelota al querer atraparla, cayó de espaldas, pedaleando con sus jóvenes piernas obscenas en el aire. Hasta mí llegó el almizcle de su excitación. Entonces vi, petrificado por una especie de sagrada repulsión, que el hombre cerraba los ojos y descubría sus dientes pequeños, horriblemente pequeños y uniformes, mientras se apoyaba en un árbol donde pululaban una multitud de Príapos moteados. Inmediatamente después ocurrió una transformación maravillosa. Ya no fue un sátiro, sino un primo suizo de buen natural y un poco ridículo, el Gustave Trapp que he mencionado hace poco y que solía compensar sus «borracheras» (bebía cerveza con leche, el puerco) con prodigiosos levantamientos de pesas que lo hacían temblar y resoplar a la orilla de algún lago, con su traje de baño —por lo demás muy completo— que dejaba airosamente un hombro al descubierto. Este otro Trapp me distinguió desde lejos y restregándose el cuello con la toalla, se volvió con falsa despreocupación hacia la pileta. Como si el sol se hubiera retirado del juego, Lo abandonó su actividad, ignorando la pelota que el terrier había dejado ante ella. ¿Quién podrá saber las angustias producidas en un perro por nuestros juegos discontinuos? Empecé a decir algo, pero me senté en el césped con un dolor monstruoso en el pecho y vomité un torrente de cosas verdes y negras que no recordaba haber comido.

Vi los ojos de Lolita: más que asustados, parecían calculadores. Le oí decir a una amable señora que su padre tenía un ataque. Después yací largo rato en una chaise longue, tragando vaso tras vaso de gin. A la mañana siguiente, me sentí lo bastante fuerte como para seguir el viaje (cosa que años después ningún médico quiso creer).

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