Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 22

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La cabina de dos cuartos que habíamos reservado en un alojamiento de Elphinstone resultó pertenecer al tipo de construcciones de luciente pino que tanto gustaba a Lo en los días de nuestro despreocupado viaje anterior. ¡Oh, qué diferentes eran las cosas ahora! Después de todo… Bueno, en verdad… Después de todo, señores, se hacía cada vez más evidente que todos esos detectives idénticos en automóviles cambiantes eran ficciones de mi manía de persecución, imágenes tautológicas basadas en la coincidencia y el parecido casual. Soyons logiques, decía la parte gálica de mi cerebro, y desarraigaba la noción de un viajante de comercio o un gángster de comedia, chiflado por Lolita, que me perseguía y burlaba y sacaba no poco provecho de mis extrañas relaciones con la ley. Recuerdo que hasta desarrollé una explicación de la llamada telefónica desde «Birdsley»… Pero si podía olvidar a Trapp, si había olvidado mis convulsiones en el jardín de Champion, no podía hacer lo mismo con la angustia de saber a Lolita tan inasequible, tan remota y adorada en las vísperas de una nueva etapa, cuando mis alambiques me decían que dejaría de ser una nínfula, que dejaría de torturarme.

En Elphinstone me aguardaba una nueva preocupación, abominable, perfectamente gratuita y amorosamente preparada. Lo había permanecido silenciosa y hosca durante la última etapa —doscientas millas montañosas, incontaminadas por huellas gris-humo o bandidos zigzagueantes—. Apenas miró la famosa roca de forma curiosa y espléndido rubor que se destacaba sobre las montañas y que había sido el punto de partida hacia el nirvana para una corista temperamental. La ciudad había sido recién construida, o reconstruida, sobre el chato suelo de una meseta a siete mil pies de altura. Pronto habría de aburrir a Lo, esperaba, y zarparíamos hacia California, hacia la frontera mexicana, hacia bahías míticas, desiertos con pitas, espejismos. José Lizarrabengoa, como recordarán ustedes, había planeado llevarse a su Carmen a los États Unis. Conjuré un partido de tenis en Centroamérica, en el cual participaban brillantemente Dolores Haze y varias campeonas de colegios californianos. Los viajes de buena voluntad y deporte. ¿Por qué suponía yo que seríamos felices en el extranjero? Un cambio de ambiente es la falacia tradicional sobre la cual descansan los amores —y los pulmones— condenados.

La señora Hays, una viuda vivaz, enrojecida como un ladrillo y con ojos celestes que dirigía el alojamiento, me preguntó si acaso era yo suizo, porque su hermana se había casado con un profesor de ski suizo. Sí, lo era, mientras que mi hija era medio irlandesa. Firmé, la señora Hays me dio la llave y una sonrisa trémula y, aún sonriendo, me indicó dónde estacionar el automóvil. Lo bajó y se estremeció ligeramente: el luminoso aire del crepúsculo era decididamente fresco. No bien entró en la cabina, se arrojó en una silla ante una mesa de juego y apoyó la cabeza en el ángulo de su brazo doblado. Dijo que se sentía muy mal. Mientes, pensé; mentiras para evitar mis caricias. Yo me sentía apasionadamente abrasado; pero ella empezó a sollozar con insólita intensidad cuando intenté mimarla. Lolita enferma. Lolita moribunda. ¡Le ardía la piel! Le tomé la temperatura por vía oral, y después consulté una fórmula borroneada en una libreta. Después de reducir laboriosamente los grados Fahrenheit —incomprensibles para mí— a los íntimos grados centígrados de mi niñez, encontré que tenía 40,4 grados, cosa que por fin significaba algo. Sabía que las nínfulas histéricas pueden pasar por todas las temperaturas, inclusive las que exceden un límite fatal. Y le habría dado un vaso de vino caliente con canela y dos aspirinas, le habría besado sin más la frente ardorosa, si tras un examen de su encantadora úvula —uno de los tesoros de su cuerpo— no hubiera advertido que estaba demasiado roja. La desvestí. Su aliento era agridulce. Su rosa parda sabía a sangre. Temblaba de la cabeza a los pies. Se quejó de una dolorosa rigidez de las vértebras superiores y yo pensé, como todo padre norteamericano habría hecho, en la poliomielitis. Abandonando toda esperanza de contacto sexual, la envolví en una manta y la llevé al automóvil. La amable señora Hays había avisado al médico, mientras tanto. «Tiene usted suerte de que haya ocurrido aquí», me dijo: no solo el doctor Blue era el mejor hombre del distrito, sino que el hospital de Elphinstone era todo lo moderno que podía imaginarse, a pesar de su capacidad limitada. Perseguido por un Erlkonig heterosexual fui hacia allí, deslumbrado por un crepúsculo real y guiado por una mujeruca, una bruja portátil —quizá hermana de Erlkonig— a quien me había recomendado la señora Hays y a la que nunca volvería a ver. El doctor Blue, cuya ciencia era sin duda infinitamente inferior a su reputación, me aseguró que era un virus infeccioso, y cuando aludí a su grippe relativamente reciente, dijo lacónicamente que ese era otro cantar. Había tenido en sus manos cuarenta casos parecidos. Todo eso sonaba como la «calentura» de los antiguos. Me pregunté si debía mencionar, con una risilla, que mi hija de quince años había tenido un accidente sin importancia al trepar un cerco con un amigo, pero sabiéndome borracho decidí posponer la información hasta que fuera necesaria. Dije a un esperpento rubio que oficiaba como secretaria, que mi hija tenía «prácticamente dieciséis años».

¡Mientras yo no miraba, se la llevaron! Insistí en vano para que me permitieran pasar la noche en un colchón, en cualquier escondrijo de ese maldito hospital. Subí una escalera constructivista, traté de localizar a mi amada para decirle que le convendría estarse callada, si se sentía tan mareada como todos nosotros. En un momento dado, fui terriblemente grosero con una enfermera muy joven, de carrillos hinchados y partes glúteas superdesarrolladas y con deslumbrantes ojos negros. Me enteré que tenía origen vasco. Su padre era un pastor importado, un instructor de perros ovejeros. Al fin volví al automóvil y me quedé allí no sé cuántas horas, acurrucado en la oscuridad, perplejo por esa nueva soledad mía, mirando boquiabierto ya el edificio del hospital, confusamente iluminado, cuadrado y bajo entre los muchos jardines de su cuadra, ya a las estrellas y los bordes serrados de la haute montagne donde en ese instante el padre de Mary, el solitario Joseph Lore, soñaba con Oloron, Lagore, Rolas —que sais-je!— o con seducir a una oveja. Esos fragantes pensamientos vagabundos siempre han sido un solaz para mí en momentos de insólita desazón, y solo cuando a pesar de libaciones harto generosas me sentí entumecido por la noche infinita, pensé en volver al alojamiento. La vieja había desaparecido y no conocía muy bien el camino. Amplios senderos de granza atravesaban soñolientas sombras rectangulares. Percibí lo que parecía la silueta de una horca en lo que parecía el patio de una escuela; en otra cuadra surgió del abovedado silencio el pálido templo de una secta local. Al fin encontré la carretera y después el alojamiento, donde millones de insectos revoloteaban en torno al letrero de neón: «Totalmente ocupado». A las tres de la mañana, después de una de esas intempestivas duchas calientes que solo ayudan a fijar la desesperación y el cansancio, me tendí en la cama de Lo, que olía a castañas y rosas, a menta, a ese delicado y peculiar perfume francés que le había permitido usar hacía poco. Solo entonces fui capaz de asimilar el hecho de que por primera vez en dos años estaba separado de mi Lolita. Simultáneamente se me ocurrió que su enfermedad era como el desarrollo de un tema que tenía el mismo gusto y el tono que la serie de impresiones vinculadas que me habían atormentado y maravillado durante nuestro viaje. Imaginé a ese agente secreto, o amante secreto, o alucinación, o lo que fuere, rondando el hospital… Y la aurora apenas «había entibiado sus manos», como dicen las espigadoras de lavanda en mi tierra natal, cuando me sorprendí tratando de volver a entrar en esa cárcel y llamando a sus puertas, verdes, sin haber desayunado, sin tener donde sentarme, desesperado.

Eso ocurrió el martes, y el miércoles o jueves Lo reaccionó maravillosamente, como la maravilla que era, a cierto «suero» (esperma de gorrión o ubre de mamífero). El doctor dijo que un par de días más… y andaría «brincando» de nuevo.

De las ocho veces que la visité, solo la última quedó nítidamente grabada en mi recuerdo. Fue toda una proeza para mí, porque ya me sentía roído por la infección que también había empezado a socavarme a mí. Nadie podrá saber qué esfuerzo tuve que hacer para llevar ese ramillete, esa carga de amor, esos libros que había comprado después de viajar sesenta millas: las Obras dramáticas de Browning, la Historia de la danza, Payasos y Golondrinas, El ballet ruso, Flores de la Montaña, Antología teatral, Tennis, por Hellen Wells, que había ganado el Premio Nacional para Cadetes a los quince años. Mientras trepaba hacia la puerta del cuarto privado de mi hija (trece dólares por día), Mary Lore, la enfermera bestialmente joven que me había tomado una manifiesta antipatía, apareció con una bandeja de desayuno, la depositó con un rápido ademán sobre una silla en el corredor y volvió a entrar en el cuarto meneando las nalgas —quizá para advertir a la pobre Dolores que su tiránico padre se acercaba con suelas de goma, libros y un ramillete: había compuesto este último con flores silvestres y hermosas hojas recogidas por mis propias manos enguantadas en un paso de la montaña, al amanecer (durante esa semana fatal apenas dormí).

¿Comería bien mi Carmencita? Eché una mirada a la bandeja. Sobre un plato manchado de huevo había un sobre arrugado. Había contenido algo, puesto que un lado estaba roto, pero no había dirección en él. Solo un presuntuoso dibujo heráldico con la inscripción «Hotel Ponderosa» en letras verdes. Después me entretuve en un chassé-croisé con Mary, que reapareció nuevamente —es maravillosa la rapidez con que se mueven y lo poco que hacen esas jóvenes enfermeras de grandes traseros—. Miró el sobre que había puesto nuevamente sobre el plato, alisado.

—Será mejor que no toque —dijo moviendo la cabeza en dirección al sobre—. Podría quemarse los dedos.

Contestarle estaba por debajo de mi dignidad. Todo cuanto dije fue:

Je croyais que c’était una cuenta, no un billet-doux

Después, entrando en el cuarto soleado:

Bonjour, mon petit.

—Dolores —dijo Mary Lore, que entró conmigo, se me adelantó, la gorda ramera, parpadeó y empezó a doblar muy rápidamente una frazada blanca—, tu papá cree que recibes cartas de tu amiguito. Soy yo —palmeándose con insolencia una crucecilla de oro que llevaba al pecho— quien las recibe. Y mi papá sabe tanto franchute como usted.

Salió del cuarto. Dolores, encendida y broncínea, con los labios recién pintados, el pelo cepillado, los brazos desnudos extendidos sobre el limpio cobertor, yacía inocentemente, sonriéndome a mí o a nada.

Sobre la mesa de luz, junto a una servilleta de papel y un lápiz, su anillo de topacio ardía al sol.

—Qué flores tan fúnebres —dijo—. Gracias lo mismo. Pero ¿quieres dejar de hablar en francés? Fastidias a todos.

Con su ímpetu habitual volvió a entrar la maldita enfermera. Olía a orín y ajos y llevaba el Desert News, que su paciente aceptó con presteza, ignorando los volúmenes suntuosamente ilustrados que le había comprado.

—Mi hermana Ann —dijo Mary (información de último momento con arrière-pensé)— trabaja en el Hotel Ponderosa.

Pobre Barba Azul. Cuánta brutalidad. Est-ce que tu ne m’aimes plus, ma Carmen? Nunca me había querido. En ese instante supe que mi amor era desesperado… y supe también que las dos muchachas conspiraban, tramaban en vasco o en zemfiriano, contra mi amor desesperado. Más aún, diré que Lo hacía doble juego, puesto que también engañaba a la tonta y sentimental Mary, a quien habría dicho, tal vez, que quería irse a vivir con su encantador tío, y no con su padre, cruel y melancólico. Otra enfermera, que nunca identifiqué, y el idiota de la aldea —que acarreaba camisolas y ataúdes hasta el ascensor— y los imbéciles pájaros verdes en una jaula de la sala de espera… todos conspiraban en esa sórdida trama. Supongo que Mary creía que el profesor Humbertoldi, padre de comedia, se oponía a los amores entre Dolores y el sucedáneo de su padre, el rollizo Romeo (porque tú eras más bien grasiento Romeo, a pesar de toda esa «nieve» y ese «juego de goce»).

Me dolía la garganta. Permanecí frente a la ventana, tragando, contemplando las montañas, la romántica roca alta en el cielo sonriente y conspirador.

—Carmen —dije (solía llamarla así, a veces), saldremos de esta ciudad horrible no bien te levantes.

—Entre paréntesis —dijo la gitanilla levantando las rodillas y volviendo otra página—, necesito todos mis vestidos.

—… porque, en realidad —continué—, no tenemos nada que hacer aquí.

—No tenemos nada que hacer en ninguna parte —dijo Lolita.

Me eché en un sillón de cretona, abrí el atractivo libro sobre botánica, e intenté, en el zumbido febril del cuarto, identificar mis flores. Resultó imposible. Al fin sonó en algún punto del pasillo una campanilla musical.

No creo que hubiera en ese ostentoso hospital más de media docena de pacientes (tres o cuatro eran maniáticos, según me había informado Lo, alegremente). El personal no tenía demasiado trabajo, pero, también por mera ostentación, las ordenanzas eran rígidas. También es cierto que yo iba en las horas prohibidas. No sin un imperceptible dejo de soñadora malice, la visionaria Mary (la próxima vez habría une belle dame toute en bleu flotando a través del Cañón Rugiente) me tomó de una manga y me hizo salir. Le miré la mano. La dejó caer. Mientras salía, mientras salía por mi propia voluntad, Dolores Haze me recordó que a la mañana siguiente debía llevarle… No recordaba dónde estaban las diversas cosas que necesitaba…

Ya fuera del alcance de mi vista, mientras la puerta se movía, se cerraba, se había cerrado, gritó:

—Tráeme la valija nueva gris y el baúl de mamá.

Pero a la mañana siguiente yo temblaba y me emborrachaba y moría en la cama del alojamiento, que Lo había usado unos minutos apenas, y lo mejor que podía hacer era enviar dos envoltorios por medio del beau de la viuda, un camionero robusto y amable. Imaginé a Lo mostrando sus tesoros a Mary… Sin duda, deliraba un poco… y al día siguiente, más que un cuerpo sólido, seguía siendo una vibración, pues cuando miré por la ventana del cuarto de baño hacia el terreno adyacente, vi la hermosa y joven bicicleta de Lo afirmada sobre sus soportes, con la rueda delantera desviada, como siempre y un gorrión sobre el asiento. Pero era la bicicleta de la dueña. Sonreí apenas, sacudí la cabeza ante mis pobres y tiernas imaginaciones, y volví bamboleándome a la cama; allí me quedé quieto como un santo —¡Santo, Dios! Mientras Dolores en un resplandor de sol, lee historias divertidas en su revista de cine— representado por numerosos especímenes dondequiera que Dolores se posara, y en la ciudad se celebraba alguna festividad local, a juzgar por los fuegos de artificio, verdaderas bombas que explotaban sin cesar; y a la una menos cinco de la tarde oí el susurro de unos labios junto a la puerta entreabierta de mi cabina, y después una llamada.

Era el grandote de Frank. Permaneció enmarcado en el vano de la puerta, una mano sobre la jamba, inclinándose un poco adelante.

Cómo está. La enfermera Lore llamaba por teléfono. Quería saber si yo estaba mejor y si iría esa tarde.

A veinte pasos, Frank parecía una montaña de salud. A cinco, como ahora, era un mosaico rubicundo de cicatrices; había sido despedido a través de una pared; pero a pesar de sus muchas heridas, era capaz de manejar un camión tremendo, de pescar, cazar, beber y retozar alegremente con las damas que encontraba junto al camino. Ese día, ya porque fuera una gran festividad o porque deseara entretener a un hombre enfermo, se quitó el guante que solía usar en la mano izquierda (la que tenía apoyada en el marco de la puerta) y reveló al fascinado doliente no solo la falta completa del cuarto y quinto dedos, sino también una muchacha desnuda, con pechos cinabrios y triángulo de tinta china, pulcramente tatuada en el dorso de su mano mutilada; el índice y el dedo medio eran las piernas, mientras el puño llevaba su cabeza coronada de flores.

Oh, delicioso… reclinada contra el marco, como un hada traviesa…

Le pedí que dijera a Mary Lore que me quedaría la tarde entera en la cama y en algún momento del día siguiente me pondría en contacto con ella, si me sentía bastante polinesio.

Advirtió la dirección de mi mirada e hizo que la cadera derecha de la mujercita se meneara amorosamente.

—Formidable —asintió el grandote Frank.

Palmeó el marco de la puerta y se llevó silbando mi mensaje. Por la tarde, seguí bebiendo y a la mañana la fiebre había desaparecido. Aunque me sentía blando como un sapo, me puse la bata roja sobre el pijama amarillo maíz y me dirigí a la cabina telefónica. Todo andaba bien. Una voz enérgica me informó que sí, que todo andaba bien: habían dado de alta a mi hija el día anterior; a eso de las dos, su tío, el señor Gustave, había ido a buscarla con un cachorro de cocker spaniel y una sonrisa para todos y un Cadillac negro, y había pagado la cuenta de Dolly en efectivo, y les había dicho que me dijeran que no me preocupara, que me cuidara, que ellos se marchaban al rancho del abuelo, según lo convenido.

Elphinstone era, y espero que lo sea todavía, una ciudad pequeña y atractiva. Se extendía como una maquette, con sus arbolitos de paño verde y sus casas de tejados rojos sobre el valle.

Creo que ya he hablado de su escuela modelo y de su templo y de sus espaciosas manzanas rectangulares, algunas de las cuales, cosa extraña, no eran sino insólitos terrenos de pastoreo con un mulo o un unicornio pastando en la bruma matinal del reciente julio. Muy divertido: durante una vuelta que hizo gemir la granza rocé el automóvil estacionado y dije (telepáticamente, espero) a su dueño gesticulante que regresaría después, dirección: Bird School[12] Bird, New Bird. El gin mantenía en vilo mi corazón pero nublaba mi cerebro, y después de algunos lapsos comunes en las secuencias de los sueños, me encontré en la mesa de entradas, tratando de golpear al médico y aullando a personas escondidas debajo de sillas y clamando por Mary, que, afortunadamente, no estaba presente. Manos poderosas me asieron por la bata y arrancaron el bolsillo. Creo que me había sentado sobre un paciente calvo de cabeza atezada (a quien había confundido con el doctor Blue) que al fin se levantó diciendo con un acento ridículo: «Bueno, ¿quién es aquí el neurótico?». Después, una enfermera flaca y seria se presentó ante mí, con siete libros hermosos, hermosos y una manta exquisitamente doblada, y me pidió un recibo. Y en el súbito silencio advertí la presencia de un policía, al cual me señalaba el dueño del automóvil dañado. Firmé dócilmente el simbólico recibo entregando así a Lolita a todos esos gorilas. ¿Qué otra cosa podía hacer? Un paso en falso… y habría tenido que explicar toda una vida de crimen. De modo que simulé que volvía en mí de una ofuscación. Pagué al dueño del automóvil lo que consideré justo.

Al doctor Blue, quien entonces me daba un apretón de manos, hablé con lágrimas en los ojos del alcohol con que sostenía demasiado generosamente un corazón fatigado, pero no necesariamente enfermo. Ante el hospital en general me disculpé con tal arrebato que casi me abatió, si bien añadí que no estaba en muy buenos términos con el resto del clan Humbert. A mí mismo me susurré que todavía tenía mi revólver, que todavía era un hombre libre…, libre para rastrear a los fugitivos, libre para destruir a mi hermano.

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