Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 19

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Juntamente con Lo, resolvimos que las dos direcciones postales indicadas al jefe de correos de Beardsley serían, después de nuestra partida, el correo de Wace y el de Elphinstone. A la mañana siguiente, visitamos la primera y debimos hacer una cola breve pero lenta. La impasible Lo estudió la galería de malhechores. El apuesto Bryan, castaño, tez blanca, tenía recomendada la captura por rapto. El

faux-pas de un viejo caballero de ojos tristes era violación de correspondencia, y como si eso no hubiera bastado, tenía la maldición de una joroba. Sullen Sullivan era objeto de una advertencia: se lo cree armado, y debe considerárselo muy peligroso. Quien desee hacer una película con mi libro, atribúyame una de esas cartas, mientras yo miro. Además, había una sucia instantánea de una niña perdida, catorce años, que llevaba zapatos pardos la última vez que fue vista. Por favor, informar al sheriff Buller.

He olvidado cuáles eran mis cartas. Para Dolly había su informe escolar y un sobre muy especial. Lo abrí deliberadamente y examiné su contenido. Deduje que hacía lo previsto, que a ella no pareció importarle y se dirigió hacia el mostrador de los periódicos, que estaba cerca de la entrada.

«Dolly-Lo: Bueno, la representación ha sido todo un éxito. Los tres cazadores se quedaron inmóviles, quizá un poco drogados por Cutler, sospecho, y Linda sabía todo su papel. Estuvo bien, actuó con vivacidad y dominio, pero le faltó un poco de

sensibilidad, de vitalidad contenida, ese encanto de

mi Diana —y del autor—. Pero a última hora el autor no pudo aplaudirnos, y la terrible tormenta eléctrica apagó nuestro modesto trueno de utilería. Ah, querida, cómo pasa la vida. Ahora todo ha terminado, la escuela, la representación, mis riñas con Roy, el parto de mamá (¡nuestro hijo, ay, no vive!)… todo parece ya muy remoto, aunque en realidad aún llevo las huellas de esos acontecimientos.

»Pasado mañana nos marchamos a Nueva York, y creo que no podré zafarme de acompañar a mis padres a Europa. Y tengo noticias aún peores. Dolly-Lo… Quizá no me encuentres en Beardsley cuando regreses. Entre una cosa y la otra, papá quiere que estudie un año entero en una escuela de París, mientras él y Fulbrigth pasean.

»Como era de esperar, el pobre Poeta tropezó en la escena III, al llegar a esa jerigonza en francés. ¿Recuerdas?

Ne manque pas de dire à ton amant, Chimène, comme le lac est beau, car il faut qu’il t’y mène. ¡Vaya con la cosa!

Qu’il t’y… ¡Qué destrabalenguas! Bueno, pórtate bien, Lolita. Cariños de tu Poeta, y recuerdos al gobernador. Tu Mona. P. D. Por un motivo u otro, mi correspondencia es severamente registrada. De manera que ten paciencia hasta que te escriba de Europa». (Nunca lo hizo, que yo sepa. Estoy demasiado cansado hoy para analizar el elemento de misteriosa sordidez contenido en esa carta. Mucho después la encontré guardada en uno de los libros de viaje, y la presento aquí

à titre documentaire. La he leído dos veces).

Levanté los ojos de la carta y me disponía a… Lo había desaparecido. Mientras yo estaba abstraído en la perversidad de Mona, Lo se había encogido de hombros para esfumarse. «¿Ha visto usted a…?», pregunté a un jorobado que barría el piso cerca de la entrada. Sí, la había visto, el viejo libertino. Suponía que Lo había visto a un amigo, pues había salido corriendo. También yo corrí. Me detuve… no podía haber visto a nadie… Volví a correr. Volví a detenerme. Por fin había ocurrido. La había perdido para siempre.

En años posteriores me pregunté por qué no se marchó para siempre ese día. ¿Era la atracción ejercida por sus nuevos vestidos de verano, encerrados en mi automóvil? ¿Era un movimiento prematuro de un plan general? ¿Era sencillamente porque, pensándolo bien, podía utilizarme para llevarla hasta Elphinstone —el término secreto de su viaje—? Solo sé que entonces estaba seguro de haberla perdido para siempre.

En las impasibles montañas de color malva que rodeaban la ciudad parecían pulular Lolitas que jadeaban, trepaban, reían, jadeaban disolviéndose en su bruma. Una gran W hecha con piedras blancas en un talud empinado, en la alejada perspectiva de una calle diagonal, me pareció la inicial de Woe[11].

La nueva y hermosa oficina de correos de donde acababa de salir se alzaba entre un cinematógrafo dormido y una conspiración de álamos. Eran las 9 de la mañana. Estaba en la calle principal. Caminé por la acera observando la opuesta: era una de esas frágiles mañanas de principios del verano que dan belleza a todo, con destellos aquí y allá, en los vidrios de las ventanas, con cierta vacilación y desmayo ante la perspectiva de un mediodía intolerablemente tórrido. Crucé la calle y hojeé, por así decirlo, toda una cuadra: Farmacia, Terrenos en venta, Modas, Cafés, Artículos deportivos, Terrenos en venta, Muebles, Rosticería… Oficial, oficial, mi hija se ha escapado. Confabulada con un detective, enamorada de un chantajista. Saqué fuerzas de mi infinita desesperación. Atisbé en el interior de las tiendas. Pensé si debía interrogar a los pocos transeúntes. No lo hice. Me senté un momento en el auto estacionado. Revisé la plaza pública, por el lado este. Regresé a las Modas y los Artículos deportivos. Me dije con furioso sarcasmo —

un ricanement— que era absurdo sospechar de ella, que volvería dentro de un minuto…

Volvió.

Giré sobre mis talones y me quité de encima la mano que había apoyado sobre mi manga con una sonrisa tímida e imbécil.

—Sube —dije.

Obedeció. Yo seguí entrecruzando mis pasos, luchando con infinitos pensamientos, tratando de inventar algún modo de descubrir su duplicidad.

Al fin bajó del automóvil y volvió a mí. Mi sentido auditivo al fin logró registrar la presencia de Lo, y tuve conciencia de que me explicaba que se había encontrado con una antigua amiga.

—¿Sí? ¿Cuál?

—Una chica de Beardsley.

—Muy bien. Conozco todos los nombres de tu grupo. ¿Alice Adams?

—Esa chica no estaba en mi grupo.

—Bueno. Tengo una lista completa de los nombres. Dime el de esa amiga, por favor.

—No estaba en la escuela. No era más que una chica de Beardsley.

—Bueno. También tengo la guía telefónica de Beardsley.

—Solo sé su nombre de pila.

—¿Mary o Jane?

—No… Dolly, como yo.

—Un callejón sin salida… (el espejo contra el cual se rompe uno la nariz). Bueno, probemos por otro lado. Has estado ausente veinticinco minutos. ¿Qué se dijeron las dos Dolly?

—Fuimos a un bar.

—¿Y allí?

—Oh, tomamos un par de helados.

—Cuidado, Dolly, puedo comprobarlo, ¿sabes?

—Por lo menos, ella los tomó. Yo bebí un vaso de agua.

—Muy bien. ¿En aquel bar?

—Sí.

—Bueno, le preguntaremos al mozo.

—Espera un minuto. Pensándolo bien, creo que fue más allá, doblando la esquina.

—Iremos de todos modos. Entra, por favor. Bien, veamos (abrí una guía telefónica encadenada). Bibliotecas públicas… no, no es esto. Aquí está: Bares, Bar de la Colina, Bar Larkin… Y dos más. Es cuanto parece haber en Wace en materia de heladerías… al menos en la parte de comercios. Bueno, iremos a todos.

—Vete al diablo —dijo.

—Lo, las groserías no te llevarán a ninguna parte.

—Bueno —dijo—. Pero no me atraparás. Está bien, no tomamos un helado. No hicimos más que hablar y mirar vestidos en los escaparates.

—¿Cuáles? ¿Este escaparate, por ejemplo?

—Sí, este, por ejemplo.

—Oh, Lo… Veamos de cerca.

Era, en verdad, un hermoso espectáculo. Un joven atractivo estaba limpiando con una aspiradora un tapiz raído sobre el cual había dos figuras que parecían devastadas por una ráfaga de viento. Una estaba completamente desnuda, sin peluca ni brazos. Su estatura relativamente baja y su sonrisilla sugerían que, vestida, representaba —y representaría— una niña de la edad de Lolita. Pero en su estado actual carecía de sexo. Junto a ella, una novia velada, mucho más alta, perfecta e intacta, salvo la falta de un brazo. En el suelo, a los pies de esas damiselas, donde el joven trajinaba con su aspiradora, yacían tres brazos delgados y una peluca rubia. Dos de los brazos estaban retorcidos y parecían sugerir un crispado ademán de horror y súplica.

—Mira, Lo —dije serenamente—. Mira bien. ¿No es este un símbolo bastante bueno? Sin embargo —agregué mientras volvíamos al automóvil—, he tomado ciertas precauciones. Aquí (abrí delicadamente la guantera), en esta libreta, tengo anotado el número del automóvil de nuestro amigo.

Como buen asno que era, no lo había retenido. Cuanto quedaba de él en mi memoria era la letra inicial y la última cifra, como si todo el anfiteatro de seis signos hubiera estado dispuesto en arco cóncavo tras un vidrio coloreado, demasiado opaco para dejar traslucir las cifras centrales, pero sí lo bastante para descubrir las extremas: una P mayúscula y un 66. Debo mencionar estos detalles, porque de lo contrario el lector (¡ah, si pudiera visualizarlo como un estudioso de barba rubia y labios rosados que sorbe

la pomme de sa canne mientras hojea mi manuscrito!) podría no entender el sobresalto que tuve al advertir que la P había adquirido el polisón de la B y que el 6 había desaparecido. El resto, con borroneos que revelaban el precipitado empleo del extremo de goma de un lápiz, y con algunos números desfigurados o reconstruidos por una mano infantil, presentaba una maraña de alambre de púas para cualquier interpretación lógica. Todo cuanto sabía era el estado, un estado vecino al de Beardsley.

No dije nada. Volví a guardar la libreta, cerré la guantera, y salimos de Wace. Lo tomó algunas historietas del asiento posterior y, móvil-blusa-blanca, un codo bronceado fuera de la ventanilla, se concentró en la aventura trivial de un payaso. Tres o cuatro millas después de Wace, viré hacia la sombra de un terreno para pícnics donde la mañana había vertido su carga de luz sobre una mesa vacía. Lo miró con una tenue sonrisa de asombro, y sin decir una palabra, le di un tremendo revés que la alcanzó en el pómulo duro y cálido.

Y después el remordimiento, la punzante dulzura de la expiación entre sollozos, el amor rastrero, la desesperanzada reconciliación. En la noche aterciopelada, en el alojamiento Mirana (¡Mirana!), besé las plantas amarillentas de sus pies de uñas largas, me inmolé… Pero era inútil. Ambos estábamos señalados por el destino. Y pronto habría de iniciar otra clase de persecución.

En una calle de Wace, en sus arrabales… Oh, estoy seguro de que no fue una alucinación. En una calle de Wace, había distinguido el convertible rojo, o su hermano gemelo. En vez de Trapp contenía cuatro o cinco jóvenes ruidosos de varios sexos… pero no dije nada… Después de Wace se produjo una situación completamente distinta. Durante dos días, disfruté del énfasis mental con que me decía que nadie nos seguía ni nos había seguido nunca; después tuve la dolorosa conciencia de que Trapp había cambiado de táctica, que seguía detrás de nosotros, en tal o cual automóvil alquilado.

Verdadero Proteo del camino, cambiaba de vehículo con asombrosa facilidad. Esa técnica suponía la existencia de garajes especializados en «pistas de automóviles», pero nunca pude descubrir las máquinas alquiladas. Al principio parecía inclinado al Chevrolet, empezando por un convertible verde-campo, pasando por un pequeño sedán azul-horizonte y desvaneciéndose en un gris-marea y un gris-naufragio. Después pasó a otras marcas y recorrió un pálido arco iris de matices, y un día me sorprendí tratando de discernir la sutil diferencia entre nuestro propio Melmoth azul-sueño y el Oldsmobile azul-celeste que había alquilado. Pero los grises eran su criptocromatismo preferido, y en pesadillas de agonía procuré en vano reconocer fantasmas como Chrysler gris-humo, gris-cardo, Dodge gris-francés…

La necesidad de estar constantemente al acecho de su bigotillo y su camisa abierta, o su bocha semicalva y sus anchos hombros, me impuso un estudio profundo de todos los automóviles del camino (trasera, delantera, flancos, de ida, de vuelta, cada vehículo que pasaba bajo el sol): el automóvil del tranquilo turista de vacaciones, con su caja de toallas de papel en la ventanilla trasera; la carrindanga a velocidad temeraria, llena de niños pálidos, con un perro lanudo que asoma la cabeza y un guardabarro abollado; el sedán tudor del soltero, atestado de trajes en perchas; el inmenso acoplado que se bambolea al frente, inmune a la fila india de furia hirviente que lo sigue; el automóvil con la joven pasajera elegantemente reclinada en medio del asiento delantero para estar más cerca del joven conductor; el automóvil que lleva en la capota un bote rojo invertido… El automóvil gris que aminora la marcha frente a nosotros, el automóvil gris que nos da alcance.

Estábamos en una región montañosa, en algún lugar entre Snow y Champion, y bajábamos una cuesta casi imperceptible cuando tuve una visión precisa de Trapp, el detective amante. La niebla gris que nos seguía se profundizó y concentró en la densidad de un sedán azul-zafiro. Y de súbito, como si el automóvil que yo manejaba respondiera a los jadeos de mi pobre corazón, empezamos a deslizarnos a uno y otro lado, con una especie de desesperado plap-plap-plap debajo de nosotros.

—Tiene una goma pinchada, amigo —dijo Lo alegremente.

Detuve la marcha… al borde de un precipicio. Lo se cruzó de brazos y apoyó el pie en el tablero. Yo bajé y examiné la rueda derecha. La base del neumático estaba vergonzosamente, horriblemente chata. Trapp se había detenido a varios metros. Su cara distante era una regocijada mancha grasienta. Esa era mi oportunidad. Caminé hacia él. Retrocedió un poco. Tropecé con una piedra… y tuve la sensación de una risa general. Entonces, un camión tremendo apareció detrás de Trapp y atronó junto a mí. Inmediatamente después lo oí emitir un bocinazo convulsivo y vi que mi propio automóvil arrancaba suavemente. Distinguí a Lo sentada en el volante. El motor andaba, sin duda (aunque recordaba haberlo apagado, sin haber aplicado el freno de emergencia). Y durante el breve lapso de fuertes latidos en que llegué a la máquina rugiente, que por fin se había detenido, comprendí que durante los últimos dos años la pequeña Lo había tenido tiempo de sobra para aprender los rudimentos automovilísticos. Cuando abría la puerta estaba completamente seguro de que había puesto en marcha el automóvil para impedir que me acercara a Trapp. Pero su ardid resultó innecesario, pues mientras la perseguía, Trapp había dado una vuelta completa y se había marchado. Descansé un instante. Lo me preguntó si no pensaba darle las gracias —el automóvil había empezado a deslizarse por sí solo y…—. Al no obtener respuesta, se concentró en el estudio del mapa. Bajé nuevamente y empecé la «ordalía de la rueda», como decía Charlotte. Quizá estaba perdiendo la cabeza.

Seguimos nuestro grotesco viaje. Después de una depresión desamparada e inútil, subimos y subimos… En una cuesta empinada me encontré detrás del camión gigantesco que nos había dado alcance. De su cabina partió un óvalo de papel plateado —envoltura ulterior de goma de mascar— y chocó contra nuestro parabrisas. Se me ocurrió que si perdía definitivamente la cabeza, acabaría matando a alguien. En realidad —espetó Humbert el impasible a Humbert el vacilante— sería muy astuto preparar las cosas… trasladar el arma de su caja al bolsillo…, para aprovechar el acceso de locura cuando se presentara.

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