Lolita

Lolita


Segunda Parte » Capítulo 20

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Al permitir que Lolita estudiara arte escénico, había consentido —tonto enamorado— en que cultivara el desdén. Ahora descubría que todo no había consistido en aprender las respuestas a preguntas tales como: cuál es el conflicto básico en

Hedda Gabler, o cuáles son los puntos básicos de

El amor bajo los tilos, o analícense los sentimientos predominantes en

El jardín de los cerezos. En realidad, se trataba de aprender a traicionarme. Cuánto deploré entonces los ejercicios de simulación sensual que le había visto practicar tan a menudo en nuestra sala de Beardsley, cuando la observaba desde algún punto estratégico mientras ella, como un sujeto hipnotizado o el oficiante de un rito místico, acumulaba versiones sofisticadas de ficciones pueriles, pasando por las acciones mímicas de oír un lamento en la noche, ver por primera vez a una joven madrastra, paladear algo que odiaba, como la manteca, oler la hierba estrujada en un jardín profuso o tocar espejismos de objetos con sus manos esbeltas, diestras, de niña. Aún conservo entre mis papeles una hoja mimeografiada que sugiere:

Ejercicios táctiles: imagínese usted levantando y sosteniendo: una pelota de ping pong, una manzana, un dátil pegajoso, una pelota de tenis nueva, una patata caliente, un cubito de hielo, un gatito, un perrito, una herradura, una pluma, una antorcha.

Palpe con sus dedos las siguientes cosas imaginarias: un pedazo de pan, un pedazo de caucho, la sien dolorida de un amigo, una muestra de terciopelo, un pétalo de rosa.

Es usted una niña ciega. Acaricie el rostro de un joven griego, Cyrano, Santa Claus, un niño, un fauno riente, un extraño dormido, su padre.

¡Pero qué hermosa estaba en la ondulación de esos hechizos exquisitos, en el cumplimiento soñador de sus encantos y deberes! Durante ciertas noches intrépidas, en Beardsley, también le había pedido que bailara para mí con la promesa de algún regalo, y aunque esos saltos mecánicos de piernas abiertas se parecían más a los de un jugador de fútbol que a los movimientos lánguidos o briosos de una

petit rat parisiense, los ritmos de sus miembros no del todo núbiles me daban placer. Pero todo eso no era nada, absolutamente nada, comparado con el indescriptible rapto que me producían sus partidos de tenis, la sensación delirante de mecerme en el borde mismo de un orden y un esplendor celestiales.

A pesar de su edad avanzada, era más nínfula que nunca, con sus piernas y brazos color damasco, en su equipo de tenis para niña. ¡Alabados caballeros! Ningún mañana es aceptable si no es capaz de presentármela como era entonces, en aquel lugar de Colorado, entre Snow y Elphinstone, con todos esos detalles perfectos: sus pantalones cortos de niño, el talle esbelto, el diafragma color damasco, el pañuelo que le cubría los pechos y cuyas puntas subían y rodeaban el cuello para terminar detrás en un nudo colgante que dejaba ver sus omóplatos jóvenes, adorablemente dorados con su pubescencia y sus huesos encantadores, y la suave línea descendente de la espalda.

Su gorra tenía un botón blanco. Su raqueta me había costado una fortuna. ¡Idiota, triple idiota! Pude haberla filmado. Ahora estaría conmigo, ante mis ojos, en la sala de proyecciones de mi dolor y mi desesperación.

Solía esperar y relajar sus músculos durante un instante antes del «saque», y a menudo hacía rebotar la pelota o pateaba el suelo, siempre tranquila, siempre indecisa en cuanto al puntaje, siempre alegre, como pocas veces lo estaba en la vida oscura que llevaba en su hogar. Su tenis era el punto más alto a que podía llevar una criatura el arte de fingir, aunque me atrevería a decir que para ella era geometría misma de la realidad esencial.

La claridad exquisita de todos sus movimientos tenía su equivalente audible en el puro sonido de cada golpe suyo. Cuando entraba en el aura de su dominio, la pelota se volvía más blanca, y su elasticidad más rica, y el instrumento de precisión que Lo empleaba sobre ella parecía desmedidamente prensil y deliberado en el momento de establecer contacto. Su estilo era, en verdad, una imitación perfecta de una campeona… sin ningún resultado utilitario. Como me dijo una vez Electra Gold —hermana de Edusa, una entrenadora maravillosamente joven—, mientras yo miraba jugar a Dolores Haze con Linda Hall (que le ganaba): «Dolly tiene un imán en el centro de su raqueta, pero ¿por qué diablos es tan cortés?». Ah, Electra, qué importaba eso, con semejante gracia… Recuerdo que en el primer juego ya me sentí inundado por una asimilación casi convulsiva y penosa de belleza. Lolita tenía un modo peculiar de levantar la rodilla izquierda doblada al iniciar el acto amplio y elástico del «saque», en el cual desarrollaba y suspendía al sol, durante un segundo, una trama vital de equilibrio entre pie en puntilla, axila prístina, brazo fulgurante y raqueta hacia atrás, mientras sonreía con dientes centelleantes al globo minúsculo, suspendido en lo alto, en el cénit del cosmos poderoso y lleno de gracia que había creado con el expreso fin de caer sobre él con un límpido zumbido de su látigo dorado.

Ese «saque» tenía belleza, precisión, juventud, una pureza de trayectoria clásica, y a pesar de su instantaneidad era muy fácil devolverlo, ya que en su vuelo largo y elegante no había el menor desvío.

Gimo de frustración cuando pienso que hoy podría tener inmortalizados en cintas de celuloide cada tiro suyo, cada hechizo… ¡Habrían sido tantos más que las instantáneas que quemé! Su voleo se vinculaba al «saque» como el envío a la balada; pues habían enseñado a mi chiquilla a dar unos rápidos pasillos hacia la red con sus pies ágiles, vivientes, calzados de blanco. Brazo e impulso eran indiscernibles: eran imágenes mutuamente reflejadas… mis entrañas aún se estremecen con esos estallidos reiterados por esos trémulos y los gritos de Electra. Una de las proezas de Dolly era un breve voleo que Ned Litman le había enseñado en California.

Prefería representar a nadar, y nadar a jugar al tenis; pero insisto en que si algo no se hubiera roto en su interior, por su relación conmigo —¡cómo no lo advertí entonces!—, la voluntad de ganar habría coronado su forma perfecta y habría sido una verdadera campeona. Dolores con dos raquetas bajo el brazo en Wimbledon. Dolores profesional. Dolores actuando como joven campeona en una película. Dolores y su marido-entrenador, el gris, humilde y silencioso Humbert.

No había en el espíritu de su juego nada avieso o torcido, a menos que consideráramos como un alarde de nínfula su alegre indiferencia por los resultados. Ella, tan cruel y astuta en la vida cotidiana, revelaba en sus «saques» una inocencia, una franqueza, una amabilidad que permitían a un jugador de segundo orden, pero resuelto, abrirse paso hacia la victoria por ineficaz que fuera. A pesar de su estatura baja, cubría con facilidad maravillosa toda la extensión de su mitad de la cancha cuando adquiría el ritmo del partido, y en la medida en que podía gobernarlo. Pero cualquier ataque repentino, cualquier súbito cambio de táctica por parte de su adversario la dejaban indefensa. Su segundo «saque» que, típicamente, era más fuerte y de estilo más firme que el primero (pues carecía de las inhibiciones características en los ganadores cautelosos) hacía vibrar las cuerdas de la red y rebotaba fuera de la cancha. La pulida gema de su envío era rechazada por un adversario que parecía tener cuatro piernas y blandir una paleta curva. Sus dramáticos reveses y encantadores voleos caían candorosamente a los pies del enemigo. Una y otra vez enviaba la pelota a la red, y fingía una alegre desesperación, asumiendo actitudes de ballet y sacudiendo sus mechones. Tan estériles eran su gracia y sus atajadas, que ni siquiera habría ganado a un jugador anticuado y jadeando como yo.

Supongo que soy especialmente susceptible a la magia de los juegos. En mis sesiones de ajedrez con Gastón veía el tablero como un estanque cuadrado de agua límpida, como conchas extrañas y estratagemas rosadamente visibles en el fondo teselado que para mi ofuscado adversario era todo fango. De manera semejante, las primeras lecciones de tenis que yo había infligido a Lolita —previas a las revelaciones que se produjeron durante las grandes lecciones de California— subsistieron en mí como recuerdos opresivos y angustiosos, no solo porque Lo se mostraba irremediablemente, exasperadamente exasperada por cada sugestión mía, sino también porque la preciosa simetría de la cancha, en vez de reflejar las armonías latentes en ella se mezclaban de manera inextricable con la torpeza y lasitud de la reacia niña que yo no lograba adiestrar. Ahora las cosas eran diferentes, y ese día especial, en el puro aire de Champion, Colorado, en esa cancha admirable al pie de las escaleras de piedra que llevaban al hotel Champion, donde habíamos pasado la noche, sentí que podía descansar de la pesadilla de traiciones ignoradas en la inocencia de su estilo, de su alma, de su gracia esencial.

Golpeaba con fuerza y limpieza, con su habitual impulso sin esfuerzo, y me enviaba pelotas zumbantes en ritmo tan inalterable que reducía el movimiento de mis pies a un balanceo oscilante (los buenos jugadores entenderán muy bien esto). Mis «saques» más bien pasados —aprendidos de mi padre, que a su vez los había aprendido de Decugis o Borman, viejos amigos suyos y grandes campeones— habrían desconcertado por completo a mi Lo, de habérmelo propuesto. Pero ¿quién podía burlar a mi diáfana amada? ¿He dicho ya que su brazo tenía el 8 de la vacuna? ¿Que la quería desesperadamente? ¿Que tenía solo catorce años?

Una mariposa curiosa pasó entre nosotros.

Dos personas con pantalones de tenis (un tipo pelirrojo que era tan solo ocho años menor que yo, de brillantes tibias rosadas, quemadas por el sol, y una indolente chiquilla morena de boca malhumorada y ojos duros, unos dos años mayor que Lolita), aparecieron por algún lugar. Como suele ocurrir con los bisoños cuidadosos, llevaban las raquetas enfundadas y enmarcadas, y las sostenían no como si hubieran sido las prolongaciones cómodas y naturales de algunos músculos especializados, sino martillos, trabucos o taladros, o mis propios pecados agobiadores. Se sentaron un poco al descuido, junto a mi preciosa chaqueta, en un banco adyacente a la cancha, y empezaron a admirar muy vocalmente una serie de cincuenta tiros que Lo me ayudó inocentemente a prolongar, hasta que ocurrió un síncope en nuestra serie que la hizo gritar mientras su golpe fallido sacaba de la cancha la pelota, después de lo cual mi dorado juguete estalló en carcajadas.

Entonces sentí sed y me dirigí hacia el surtidor de agua. Allí se me acercó Rojo y con toda humildad sugirió un partido doble. «Me llamo Bill Mead, dijo, y ella es Fay Page, actriz. Maffy An Say», agregó señalando con su raqueta ridículamente enmarcada a la bruñida Fay, que ya conversaba con Doll. Estaba a punto de contestar «Lo siento» (pues odiaba que mi chiquilla se mezclara con chapuceros), cuando un grito notablemente melodioso desvió mi atención: un botones bajaba las escaleras del hotel hacia nuestra cancha y me hacía señales. Me llamaban desde larga distancia… un llamado tan urgente, en verdad, que no habían cortado la comunicación. Muy bien. Me puse la chaqueta (en el bolsillo pesaba la pistola) y dije a Lo que regresaría un minuto después. Lo recogía la pelota con su raqueta —estilo europeo que era una de las pocas habilidades aprendidas de mí— y sonrió… ¡me sonrió!

Una terrible serenidad mantenía a flote mi corazón mientras seguía al botones al hotel. Para emplear un término en que descubrimiento, retribución, tortura, muerte, eternidad aparecen formulados en su expresión más simple y singularmente repulsiva, había ocurrido

eso. La había dejado en muy pobre compañía, pero eso poco importaba ahora. Lucharía, desde luego. Oh, lucharía. Lo destruiría todo antes de entregarla. Sí, esa fue toda una subida…

En el escritorio, un hombre de aire digno, nariz romana y, supuse, un pasado harto oscuro que habría sido digno de una investigación, me tendió un mensaje escrito de su puño y letra. Después de todo, no habían retenido la comunicación. La nota decía:

Señor Humbert: Ha llamado la directora de la

Birdsley (sic!) School. Residencia de verano: Birdsley 2-8282. Por favor, llamarla inmediatamente. Muy importante.

Me metí en una cabina, tomé una pastilla y durante unos veinte minutos bregué con los espectros del espacio. Poco a poco fue haciéndose audible un cuarteto de proposiciones. Soprano: no existía ese número en Beardsley; contralto: la señorita Pratt estaba en viaje a Inglaterra; tenor: la Beardsley School no había telefoneado; bajo: cómo podían haberlo hecho, si nadie sabía que ese día estaba yo en Champion, Colorado. Cediendo a mi insistencia, el romano se tomó el trabajo de averiguar si habían llamado de larga distancia. No existía tal llamado. No se excluía la posibilidad de una broma hecha desde un teléfono local. Le agradecí. Después de una visita al cuarto de baño burbujeante y de un rápido trago en el bar, inicié el regreso. Desde la primera terraza vi, a lo lejos, en la cancha de tenis que parecía la pizarra mal borrada de un niño, a la adorada Lolita que jugaba un partido en pareja. Se movía como un ángel en medio de tres monstruos boscianos. Uno de ellos, su compañero, al cambiar de lado la golpeó familiarmente en el trasero con su raqueta. Tenía una curiosa cabeza redonda y usaba pantalones incongruentemente oscuros. Hubo una momentánea confusión y el hombre, al verme, arrojó su raqueta —¡la mía!— y subió la cuesta. Agitaba puños y codos en una imitación que pretendía ser cómica de un par de alas, mientras subía con las piernas arqueadas hacia la calle, donde lo esperaba su automóvil gris. Un momento después él y el gris habían desaparecido. Cuando bajé, el trío restante recogía las pelotas.

Bill y Fay, ambos con aire muy solemne, sacudieron la cabeza.

Ese intruso absurdo se había entremetido para jugar un partido de parejas, ¿no es cierto, Dolly?

Dolly. El mango de mi raqueta conservaba aún una tibieza repulsiva. Antes de volver al hotel la empujé hacia un sendero semioculto por arbustos fragantes, con flores como humo, y estaba a punto de estallar en sollozos deliberados para arrancarla de su sueño imperturbable del modo más abyecto y aclarar así —no importa con qué viles medios— el espanto que me poseía, cuando nos encontramos tras la pareja convulsa de los Mead —la clase de personas que en las viejas comedias aparecen en lugares idílicos—. Bill y Fay se doblaban de risa; habíamos llegado al final de una broma privada. No importaba en absoluto. Hablando como si de veras no importara, y pretendiendo que la vida seguía devanando sus placeres consabidos, Lolita dijo que tenía ganas de ponerse el traje de baño. Pasó el resto de la tarde en la piscina. Era un día espléndido. ¡Lolita!

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