Lola

Lola


PRIMERA PARTE » I

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I

 

UNA mujer llega al aeropuerto de Palma. Acaba de descender del avión y está avanzando entre una oleada de viajeros. Es una mañana de invierno. Una de aquellas mañanas todavía soleadas, con un sol apagado que no daña los ojos y que todo lo ilumina. A esta hora el aeropuerto está lleno de gente. No son las colas y la vorágine de la temporada alta, sino un ritmo más tranquilo de pasajeros que van y vienen. Parece algo desconcertada. Observa a los demás y da cuatro pasos, después, se detiene. Se queda quieta un rato y, de vez en cuando, hace un gesto de impaciencia.

Lleva un vestido oscuro que ciñe su cuerpo sin dibujar pliegues ni sombras, rectísimo, hasta los tobillos. El pelo, liso y oscuro, le cubre el inicio de los hombros. Lleva unas gafas de sol como una máscara, que se destacan sobre la palidez de su piel y que, al ocultarle los ojos, subrayan la forma de sus labios algo desdibujados. No se adivina ningún rictus de sonrisa, pero sí un gesto nervioso, casi imperceptible, en la comisura izquierda: el latido de un músculo que desentona con la rigidez de sus facciones. Si no fuera por este temblor, visible tan sólo por un observador atento, su figura evocaría las estatuas de sal o las piedras de los caminos.

A su alrededor, un bullicio de movimientos y conversaciones. Nadie se detiene a contemplarla, ninguna mirada recorre aquella palpitación en el nacimiento de su labio, ni su perfil, cincelado, cómo esculpido en metal. Eso la tranquiliza durante un momento. Tiene la sensación de que todavía dispone de un paréntesis de calma. En la zona de llegadas reina una cierta confusión. Con la maleta en el suelo, las manos en el fondo de los bolsillos y el gesto indeciso, observa a los que la rodean. Primero con inseguridad, después sorprendida por un escenario desbordante de vida. Ella, que viene de muy lejos, no puede resistirse a la visión de unos rostros llenos deprisa, donde acechan un montón de historias venturosas o desgraciadas. Qué más da. Siempre le ha gustado asomarse al mundo, observarlo desde un rincón, convertida en una presencia minúscula: unos ojos detrás de los cristales.

Ve un hombre sin dientes que cojea, vencido por la artrosis. Muestra una mirada desconfiada en un rostro cubierto por unas líneas finísimas, como cortes de navaja o gajos de luna. Detrás, dos pasos más allá, le sigue una mujer. Parece un animal sumiso tras de su amo. Estrecha una bolsa bajo su brazo —debe de llevar los cuatro cuartos que han reunido para el viaje—y tiene el codo doblado contra su pecho, muy apretado; da la sensación de llevar su vida dentro del portamonedas de plástico. No muy lejos, una pareja se está abrazando. Parecen felices porque han vuelto a encontrarse, ¡quién sabe cuántos días después de haberse separado! La chica, con falda y el pelo muy corto, sonríe sólo para los ojos de él, que la están contemplando. Han olvidado las maletas en el suelo, algo más allá, muy cerca de aquel hombre que, ataviado pulcramente, está hablando por un teléfono móvil. Levanta la voz y gesticula, aunque sólo ella se da cuenta y piensa en lo absurdo de manotear ante un aparato telefónico, esforzarse por dotar a las palabras de un énfasis inútil.

No le gustan los gestos redundantes, innecesarios, porque hace ya mucho tiempo que aprendió a reprimir sus propios gestos. Se acostumbró a ser parca en palabras y austera con las manos, que antes siempre volaban. La quietud de su cuerpo contrasta con el desasosiego que empieza a dominarla por dentro. Se pregunta si debió de equivocarse cuando escribió la hora de llegada de su vuelo. Pero recuerda perfectamente la carta, incluso guarda una copia en algún lugar de la cartera, arrugada pero exacta. «Llegaré a las once y cuarenta», decía. El avión ha sido de una puntualidad casi excesiva. Quizá es mejor que él no haya llegado todavía, disponer de un rato para tranquilizarse, aprender a respirar acompasadamente, imaginarse un encuentro que querría sin visos de una teatralidad que, sólo con intuirla o imaginarla, le resulta molesta.

Ahora ya puede buscarlo. Deben de haber pasado algunos minutos desde su llegada al aeropuerto. Ha perdido la cuenta mientras se esforzaba en acostumbrarse a la realidad. No tanto a la que la rodea, a pesar del interés de tantas escenas sucediéndose, sino a la que ella protagoniza: la del regreso. Por fin lo ha conseguido. Decide mirar a los hombres que están esperando 1a llegada de alguien, dispuesta a reconocerlo. Con un gesto, se quita las gafas. Sus ojos tiemblan un instante a causa de la luz, o del temor. Rápidamente se acostumbra a la luz del invierno isleño que entra por los cristales de la sala. Son unos ojos cansados e inmensos, rodeados por unos círculos profundos. Pestañean antes de iniciar la búsqueda y detenerse en los rostros de los que llegan o de los que ya están allí desde hace rato, de pie delante de ella. Ninguno de ellos ha hecho un solo signo de reconocimiento al verla, y eso la inquieta.

A algunos kilómetros del aeropuerto, por la autopista, circula el coche de Pau. Ha salido demasiado tarde de casa y teme que ella ya esté allí cuando él consiga llegar. Un hilillo de sudor ha empezado a abrirse camino por su rostro. Le impregna las sienes humedeciéndole el pelo y sigue descendiendo hasta el inicio del cuello. Siente su espalda empapada y su camisa se ha pegado a la tapicería del asiento del coche, que todavía huele a nuevo. No sabe si este sudor se debe al nerviosismo o a la impaciencia.

El tráfico es fluido. Con el pie en el acelerador y el corazón latiendo, se pregunta por qué regresa ella. Le cuesta creer que está a punto de volver a encontrarla después de tanto tiempo. A pesar de la carta que recibió hace algunos días, a veces piensa que está viviendo el producto de un sueño. Un sueño que lo transporta a los días lejanos de una infancia compartida en un pueblo que ignora si ella será capaz de reconocer. No es que haya habido grandes cambios, pero la distancia todo lo transforma, y quizá haya distorsionado el recuerdo de las altiplanicies amables, las calles empinadas, las plazas... Incluso su propio recuerdo. La idea lo sacude. ¿Qué percepción tendrá de las horas ya perdidas que compartieron? ¿Cómo las recordará? Teme que la imagen del pasado no coincida con la del presente, y se observa en el retrovisor, como si también él se viera por primera vez después de muchos días.

Tiene la misma frente ancha y los ojos cambiantes de entonces. Una mirada que puede hacerse gris como las nubes que oscurecen el cielo, o adquirir un color verde, casi marino. Unos labios finos, que no inspiran confianza cuando callan porque dibujan una línea estrecha, pero que se transforman en sonrisa cuando descubren unos dientes casi de anuncio publicitario. El contorno de las facciones se ha endurecido con el paso de los años. Su perfil es recortado y huraño: unas arrugas muy finas señalan con precisión el contorno de la boca y de los párpados; un gesto cansado se ha instalado en su rostro como un velo que le cubre entera la cara.

El examen en el espejo no calma la inquietud que ha empezado a invadirlo. Se pregunta cómo debe de ser la mujer a quien espera; probablemente una perfecta desconocida. Tal vez un atisbo de la chica que conoció y que vio crecer a su lado, cuando podía más la impaciencia por vivir y todo era nuevo, a punto de ser descubierto. Durante años no ha recibido más que escasas noticias de ella: algunas postales que guarda en un cajón y que no cuentan demasiadas cosas. Un par de frases sobre el paisaje de la fotografía, una expresión de afecto mesurado, y 1a firma. Nada que pudiera proporcionar indicios sobre su vida.

Lamenta haber llegado tarde a darle la bienvenida, pero la escena de la mañana ha retrasado su salida. Todo empezó la noche anterior, cuando Mireia lo miró de reojo, con aquellos ojos que con los años ha aprendido a conocer. Si los adivina insistentes, clavados en cada uno de sus gestos, entiende que algo está flotando cerca de él, todavía muy débil e inconsistente; una niebla incipiente que irá espesándose hasta cubrirlo todo: los muebles de la cocina, los pasillos, la escalera y su cama. Adivina el reproche en los ojos de la mujer e intuye lo que se avecina. El proceso siempre suele ser más o menos idéntico. Primero, aquella mirada que crece como neblina; más tarde, el silencio.

Los silencios de Mireia no conocen la calma y tampoco invitan al reposo. Se refugia en un mutismo que constituye un presagio del estallido posterior. Pau la imagina como un cordel que se tensa. Se estira hasta producirse un ruido sordo. Un sonido que recuerda los truenos aislados de una tormenta estival. Aunque después de ocho años de matrimonio ya debería estar acostumbrado, no lo ha conseguido del todo. Sabe que cuando la niebla asoma a sus ojos, Segará la torrentera.

Así sucedió la noche anterior. Se cruzaron miradas oblicuas, llenas de palabras no pronunciadas y después, aquel conocido silencio. Pero no quiso hacer caso. Estaba demasiado cansado y demasiado contento porque ella regresaba. Había dejado el coche listo para el día siguiente, y tenía la ropa sobre la silla, cerca del cabezal de la cama. Pau había tenido un día difícil: las horas de espera lo habían prolongado demasiado. Durante años se había imaginado la posibilidad de volver a encontrarla. Al principio lo deseó con fuerza; en los últimos tiempos, cuando consiguió acostumbrarse al presente, sólo de vez en cuando. Pensaba en ello sin querer, después de semanas o meses de olvido. Pero cualquier detalle, a veces el más insignificante, hacía renacer en él la memoria y la añoranza. Llegó a no saber muy bien cuál era el objeto de tanta nostalgia. ¿Aquella adolescente que se fue y que ahora debía de ser otra, transformada por la distancia y el tiempo? ¿O la propia juventud, unida a aquella chica a través del recuerdo? No lo sabía.

La noticia del regreso fue inesperada y feliz. Ignoró las preguntas de Mireia, la extrañeza de ella y la suya propia, y se preparó para recibirla. No hablaron demasiado de ello hasta que la noche anterior intuyó que se acercaba la bruma. Sin embargo, decidió hacer caso omiso de los indicios y se fue a la cama temprano, con aquella ilusión que no había recuperado desde niño, de que, si se dormía pronto, al cabo de un instante habría nacido el día.

A la hora del desayuno, Mireia inició la conversación sin demasiados preámbulos:

—¿Dónde piensas instalarla?

—¿Qué quieres decir? Creía que ya habíamos hablado de ello hace días. Te lo comenté al recibir su carta: dormirá en la habitación verde, la que da al jardín. Imaginaba que, a estas alturas, ya lo tendrías todo preparado.

—No entiendo cómo pretendes que esté en la mejor habitación. Una mujer que, después de tantos años, debe de ser una perfecta desconocida.

—No tengo tiempo ni ganas de discutir. En primer lugar, la habitación está vacía. Sabes que no duerme nadie allí. No supone, pues, ningún contratiempo que ella la ocupe. En segundo lugar, y esto es lo más importante, ésa era su habitación.

—¿Qué quieres decir?

—Simplemente, que siempre durmió en ella.

La habitación verde era grande y soleada. Los muebles eran antiguos, de madera, con los bordes algo descantillados. Una fina capa de polvo cubría los cristales del secreter y las mesillas de noche. No es que no se ocuparan de limpiarlos, sino que el desuso les daba un aire enrarecido, cubriéndolos de una pátina de polvo. Sólo muy de vez en cuando dormía alguien allí. De alguna forma, sin reconocerlo, Pau siempre intentó preservarla de los demás, como si la guardara para ella. En las cortinas, unos adornos de seda verde de la misma tonalidad que el sillón y, cerca de la ventana que daba al jardín, una lámpara. En el ambiente flotaba un cierto olor a azahar que seguramente venía de fuera —quién sabe de dónde lo traía el aire— o quizá nacía entre las sábanas.

Mireia se calló, y se tomaron el café deprisa. Él había conectado la radio para no tener que proseguir la conversación. Una voz daba las previsiones meteorológicas y anunciaba cielos cubiertos con amenaza de aguaceros. No obstante, la luz de la mañana contradecía aquellos pronósticos. Habían empezado las calmas de enero.

Se despidieron con un gesto y un beso rápidos. Mientras sacaba el coche del garaje, antes de irse, la vio de pie, en medio del jardín, con la vista perdida a lo lejos, en las casas del pueblo. Entonces Pau vio que llegaría tarde. Dio una ojeada al reloj y pisó a fondo el acelerador por las curvas de la carretera. Por segunda vez aquella misma mañana, volvió a poner en marcha la radio y se perdió en un torrente de palabras que no le interesaban lo más mínimo. Habría querido distraer su pensamiento y alejarlo de los interrogantes que lo asaltaban, insistentes.

En el aeropuerto sigue el trajín de pasos. Hace un rato que ella ha llegado y nadie estaba esperándola. Está segura: ninguno de los rostros que pasan por su lado es el de Pau. Al principio se esforzaba en disimular que estaba observando. Miraba de reojo a los hombres que la rodeaban, preguntándose si le resultaría fácil reconocerlo. ¿Era posible que lo hubiese pasado de largo sin darse cuenta? Lo ignora, y la duda le preocupa un poco porque todo es demasiado nuevo. Se siente como si, después de muchos años, volviera a estrenar la vida. Mira al cielo azul, que se perfila al otro lado de los cristales que dan a la calle, el jaleo de voces dispares que se encuentran, y todos aquellos desconocidos.

Sigue andando hacia adelante, con una cierta vacilación, y, de repente, se da cuenta. Ha sido casi sin querer, al apartarse el pelo, mientras componía el cuello de su vestido. Sus manos han topado con la cadena, y es como si el metal quemase. Es curioso —pensará más tarde— cómo nos acostumbramos a las cosas. Hace tantos años que lleva aquel colgante que, inadvertidamente, ha llegado a formar parte de su cuerpo. No siente su peso ni su tacto. Hasta ahora tampoco había advertido su presencia que, en cuestión de minutos, adquiere forma y relieve. Con la punta del dedo recorre los diminutos eslabones de la cadena hasta llegar al portarretratos. Es pequeño, como una cajita de oro: un camafeo que cuelga de su cuello y descansa en el pecho, entre la ropa.

Estrecha su puño en torno a la joya y tensa el rostro. La rigidez de sus rasgos, aquella inexpresividad deliberada que ha conseguido mantener, desaparece. El rubor ardiente en las mejillas, la mirada palpitante, la indecisión hecha gesto. Se siente como si hubiera subido a un escenario y todos los ojos estuvieran pendientes de ella, adivinando lo que esconde. Centenares de miradas escrutando su pasado.

En el portarretratos, una fotografía. El retrato de un rostro que conoce muy bien y que no volverá a ver. Seguro que, si se esforzara, podría dibujarlo con los ojos cerrados. Sin embargo, no va a hacerlo. Ni siquiera intenta abrir la cajita para contemplarlo de nuevo. Poco a poco, el miedo desaparece de sus ojos y nace en ellos una expresión decidida. Todavía están presentes la desconfianza y la duda, pero también la seguridad de saber qué va a hacer con el indicio inoportuno. Abre la cadena que rodea su cuello y la joya resbala hacia abajo cayendo por su pecho, que intenta acogerla sin conseguirlo, hasta que finalmente la recupera en la palma de su mano. La cierra alrededor de la joya, aprisionándola. Todo transcurre rápidamente: una ojeada, la aproximación a la papelera más próxima, el gesto de tirar la joya al fondo del todo, y un rostro con una expresión de descanso, de alivio. No obstante, al mismo tiempo, se apodera de ella el sentimiento de haber perdido algo que formaba parte de su piel —el mismo tipo de des— protección que nos invade al separamos de un objeto que habíamos llegado a confundir con nuestro cuerpo—: la percepción de la desnudez.

Mientras, Pau se está acercando cada vez más al lugar donde ella le espera. En el asiento lateral se encuentra una carpeta de cartón. La cogió la noche anterior con el deseo de llevársela. Estaba en el fondo del último cajón de su escritorio, que mantiene cerrado con llave, como un secreto. La ha abierto mientras estaba parado en el semáforo de la salida del pueblo. Contiene una fotografía de ella, la última que se hizo antes de irse. El papel se ha puesto amarillento con el paso del tiempo. Se ve un fondo de jardín descuidado y umbrío, el de la casa donde vivió y que sin duda encontrará transformada. En el primer plano, su cuerpo adolescente y unos ojos que ríen. Más lejos, las sombras de los árboles y la fachada.

Mira la fotografía de reojo, como si quisiera interrogarla. Más de veinte años de ausencia lo separan de la chica que aparece perfilada. Recuerda cómo era cuando todavía no había visto el mundo por un agujero, encerrada en el pueblo donde nació: el entusiasmo y la vacilación de sus gestos, el movimiento todavía inseguro de quien siente que los miembros de su cuerpo tienen vida propia y crecen desordenadamente al margen de su voluntad. Unas piernas interminables y un corazón quebradizo como un hilo; los ojos, invadiendo entera su cara. Cuando piensa en ello, se da cuenta de que ha olvidado muchas cosas del tiempo que compartieron. Ha borrado los hechos más destacados, como las razones que la empujaron a querer irse lejos o sus palabras en el momento de la despedida. Seguramente se debe a que la memoria es selectiva y se entretiene en burlarse de aquellos que se empeñan en recuperarla. Recuerda minucias sin importancia, detalles de una cotidianidad lejana que huelen a cerrado, pero que le gusta evocar. Por ejemplo, aquella mañana nublada de su último aniversario en Mallorca. Ella cumplía dieciséis años y maldecía aquel cielo cubierto. Aún podría dibujarlo: las cuatro gotas de la fachada, la hiedra manchada por las gotas, la tierra mojada y la decepción en sus ojos. Poco tiempo después, se fue.

Recuerda el olor que desprendía su pelo y que, en ocasiones, él vuelve a recuperar. También recuerda el ruido de pasos en el pasillo y aquel gesto suyo, cuando se enfadaba, de arrugar ligeramente la nariz y medio cerrar los ojos; aquellos atardeceres eternos de los veranos de la infancia y k>s crepúsculos de invierno en que llenaban de dibujos los cristales de las ventanas, con la sombra de un dedo sobre tos rastros del aliento. Soplaban encima para que se cubrieran de bruma y, después, escribían su nombre en ellos: Águeda.

Agueda se fue de la isla hace veinte años. Los días que precedieron a su marcha pasaron como un soplo. Lo recuerda perfectamente: el alboroto de la casa, la entrada llena de maletas, el trastorno de los preparativos y una cierta prisa que no acabó de comprender. Ellos, que nunca se impacientaban demasiado, organizaban su marcha. La habitación verde con las ventanas abiertas de par en par, aquella última mañana. La polvareda de un coche en la calle y un sentimiento de incredulidad que sólo el paso del tiempo atempera. La vio por última vez en la puerta de la casa. Llevaba un vestido que nunca antes le había visto y que la hacía más alta y seria, transformándola. Después transcurrió rápida la vida: los años de estudios fuera, los amigos, Mireia y la casa. Todo como una sucesión de anécdotas. No habían tenido hijos, y vivieron muchos días de lluvia: la de enero como llovizna de agua menuda; la de agosto, un aguacero que dura poco.

Las cosas reales, las que han vivido, no han tenido muchos puntos de coincidencia con las que habían proyectado. Se preguntaba si siempre ocurre así. Soñar que haremos esto y lo de más allá en un futuro desdibujado que nunca llega; la sensación de levantar castillos en el aire o torres de papel. Una junto a otra, hileras de cartas formando triángulos exactos, tejados de cartón aguantando el equilibrio de otros trozos de papel apoyándose en la ingravidez del aire, hasta que todos acaban cayéndose en un soplo. En el pueblo todo el mundo creía que él era un hombre afortunado. Debía de serlo si tenía en cuenta el próspero negocio que le proporcionaba fortuna y buena reputación. Levanta las cejas ante el retrovisor y acelera.

En el aeropuerto hace frío. O, cuando menos, ella lo siente así mientras espera. Se ha alejado algo del lugar donde reposa el camafeo, entre papeles, plásticos y restos de cigarrillos. Decide acercarse a una cabina telefónica y marcar un número que conoce de memoria. Dice:

—Soy yo. Hace un rato que he llegado al aeropuerto de Palma; el vuelo ha sido perfecto. (Pausa.) Sí, también pensaba que lo mejor era no llamarte, pero no he podido resistirme. No había nadie esperándome y he empezado a hacerme preguntas. Debe de ser el cansancio o la impaciencia que me invaden. Discúlpame, sé que has hecho mucho por mí. (Pausa.) Hace sol y el cielo está muy claro e intenso; esta sala está llena de gente. Todavía no sé nada. Tenía miedo de no saber reconocerlo y he decidido fijarme en los hombres que estaban esperando a alguien, pero no está aquí. (Pausa.) Sí, claro, te escribiré. Te contaré todo lo que haga, y lo que vea. Supongo que todo será nuevo para mí, pero no importa. (Ultima pausa.) Quiero darte las gracias de nuevo. No, no me interrumpas, por favor. Sabes cuánto ha significado tu ayuda, hiciste que viera todo más claro y que encontrara la única salida posible. No lo olvidaré... Hasta pronto, pues. Recibirás noticias mías.

Cuelga el auricular con media sonrisa y vuelve a mirar a su alrededor. Esta vez sin nada de disimulo. Sale del aeropuerto con el paso seguro. Fuera, la intensidad de la luz la deslumbra. No es capaz de distinguir los contornos y perfiles que llenan la acera y la calle porque el sol entra en sus ojos como una lluvia de resplandor. Con un gesto maquinal vuelve a colocarse las gafas.

Sin la protección de las paredes y los cristales del edificio, tiene la sensación de que el ajetreo se va multiplicando. El aire esparce los ecos de las palabras y los pasos. La conversación telefónica ha sido una inyección de optimismo. Sabe que sus efectos no van a durar mucho porque la distancia los irá amortiguando hasta hacerlos desaparecer, y tiene que aprovechar esta sensación de placidez momentánea. Una percepción que le permite respirar profundamente y contemplar el mundo. A su lado, una hilera de coches y autocares. De ellos desciende gente con maleta», bolsas y paquetes. Algunos sonríen, otros tienen una mirada grave o un rictus amargo. El asfalto huele a alquitrán y es de un negro reluciente, recién tintado.

También están los turistas de piel muy blanca y pelo muy rubio, las guías de estos turistas con carteles anunciando agencias de nombre alemán, y niños observando el espectáculo con un pastel que hace rato han olvidado en su mano, distraídos por el movimiento, mientras los chorreos de nata embadurnan sus dedos y vestidos. Están un vendedor de lotería repitiendo el número de la suerte con una voz monótona y, a decir verdad, poco convincente, como si ni él mismo tuviera demasiada confianza, y una pareja que discute con gestos encendidos. Un rastro de odio aparece en los ojos de él; una chispa de resentimiento en la mirada de la mujer. Un día, hace mucho tiempo, debieron de quererse. También una señora que lleva un perro en un canasto, dispuesta a embarcarlo en el avión. El animal y su propietaria tienen las facciones casi calcadas: la misma mirada estúpida y el morro algo salido, como si quisieran olerlo todo.

Piensa que será un consuelo poderle escribir, contarle cada descubrimiento de un tiempo que imagina escaso, dibujar con palabras la gente que se va a encontrar, las conversaciones que tendrá que escuchar, los paisajes. Hace años que no le resultan fáciles las palabras. Se ha acostumbrado a observar a los demás sin participar demasiado en lo que contempla. En su vida no hay mucho espacio para diálogos. Le resultan más atractivos los silencios. Cuando observa, todo se transforma: existe la posibilidad de narrar sólo aquello que intuye; la opción de transformar el mundo e invertir sus signos. Puede detenerse en cualquier detalle huidizo que haya visto pasar cerca de ella sin haber tenido tiempo de capturarlo, y alargarlo, eternizándolo. Tiene la oportunidad de abreviar otros, aquellos demasiado tristes o molestos, diluirlos hasta hacerlos tan pequeños que resulten imperceptibles.

Tiene prisa. Está algo cansada de moverse en el terreno de las hipótesis y las dudas. Ha pasado demasiados días preguntándose cómo será todo, intentando dar un rostro a los nombres que encontrará en la isla, una configuración a cada rincón del paisaje. La invade un cierto nerviosismo que no había experimentado hasta ahora. No puede perder más tiempo. Un poco más allá ve una retahíla de taxis aparcados. Sus conductores están sentados en el interior del vehículo o hacen corro mientras esperan a los clientes. No es temporada alta y el trabajo en Palma escasea.

Un coche ha aparcado en doble fila al otro extremo de la calle. De él sale un hombre que parece aturdido. Cruza la calzada poniéndose la gabardina de cualquier manera, con aquel desorden que siempre acompaña sus movimientos.

Hace algo de viento, a pesar del sol amable. Avanza con el gesto decidido y los ojos interrogantes, preguntándose qué va a decirle para justificar su retraso. «Encontrarte ha sido como vivir un sueño de niños. Esas escenas en que te ves a ti mismo a cámara lenta. Quieres correr, pero tus piernas no responden y el reloj te traiciona.»

Ella camina por la acera, la maleta en una mano y la mirada fija en la hilera de taxis. Pau se acerca a donde ella se encuentra. Tan sólo los separan cincuenta pasos, y muchos rostros: los turistas rubios y sus guías, los niños, el vendedor de lotería, la pareja que hoy se odia y ayer se quiso, la mujer con el perro. También un grupo de viajeros de la tercera edad, estudiantes, viajantes de comercio y señores con teléfonos móviles. Por fin están muy cerca el uno del otro. Se acercan un poco más, ya casi podrían abrazarse. Pero el instante vuela deprisa y cada uno sigue su camino: ella abre la puerta de un taxi y entra en él; Pau se da la vuelta y sigue su camino hacia el interior del aeropuerto. Ha pasado de largo por su lado. Las puertas automáticas se abren delante de él, y luego se cierran. Nadie se da cuenta de lo sucedido, ni siquiera ellos. No se han reconocido.

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