Lola

Lola


PRIMERA PARTE » II

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II

 

—HUELE a sol y a tierra mojada. Esta noche deben de haber caído cuatro gotas porque el aire parece ligero y tiene rastros de broza, el cielo está más limpio y azul, con alguna que otra nube que no estorba. El taxi ha dejado la autopista atrás. Está avanzando por una carretera secundaria llena de curvas. Se adentra en la parte más escondida de la isla, en dirección a los pueblos del interior, donde la vida todavía transcurre lentamente. Atrás ha dejado un cruce de caminos con unos indicadores que señalan los nombres donde confluyen calles y plazas, casas de piedra e iglesias con campanarios. Vistos de lejos, todos estos pueblos parecen idénticos: el mismo color de piedra, las mismas casas silenciosas con sus persianas verdes cerradas, los mismos cafés de la carretera o la plaza donde media docena de viejos ociosos juegan a cartas, el mismo alboroto del día de mercado, las mismas campanas que tocan a muerto o a misa, las mismas sombras de mujeres hablando en los portales o mirando desde el otro lado de los cristales, con batas floreadas y alpargatas de un color indefinible.

La casa se levanta cerca de la entrada del pueblo. Un camino que se desvía de la carretera doscientos metros antes de las primeras construcciones, conduce a ella. Es un sendero polvoriento, con los bancales de piedra y no muy frecuentado, que llega hasta las barreras. Al otro lado, una senda de cipreses que crecen uno junto a otro, con las hojas de un verde espeso y áspero. Al fondo, la fachada con el patio y un almez. Ha pedido al taxista que se detenga al final del camino y el hombre hace una maniobra que la deja de espaldas al pueblo, justo delante de la avenida de cipreses. Antes de recorrerla, se da la vuelta una vez más. No sabe si con la intención de retrasar un poco más el regreso. Quizá sólo quiere contemplar las casas y el campanario, y respirar hondo.

Ve que el hombre gira el volante y sitúa el coche en dirección contraria, nuevamente hacia el pueblo. Parece molesto a causa de los rastros de barro en la carrocería. Son salpicaduras de la tierra mojada, allí donde la lluvia se filtra, que se esparcen por las ruedas y los bajos del vehículo. Ella permanece quieta con la maleta al lado y una mano en la reja de hierro, a punto de abrirla. De repente, se oye un mido seco. Con el guardabarros, el taxi ha golpeado un conejo que estaba cruzando el sendero en un mal momento. Él no hace caso, sólo emite una exclamación medio contenida, un taco, y al final, un acelerón. El animal ha quedado a un lado del camino con el vientre abierto y los intestinos desperdigados sobre la tierra esponjosa. La visión de la sangre la asusta. Pálida, observa aquellos despojos y las viejas imágenes del miedo parecen regresar. Aquellas que se apresura a ocultar en un rincón recóndito pero que, a veces, estallan de repente. Cierra los ojos y, sin querer, su pensamiento retrocede en el tiempo.

Había una habitación sin puerta ni ventanas. Las paredes se cerraban a su alrededor como una losa. Con su cuerpo encogido dibujando un ángulo bajo las sábanas, sentía un peso encima. También había una cama que de tan enorme parecía una isla. Las sábanas eran cordilleras blancas, las almohadas se levantaban como picos nevados, y la lámpara era un punto de luz que caía directamente desde el techo, rojo sangrante de sol poniente. Era un paisaje habitado: dos cuerpos lo poblaban de silencios. Ella y otro. Había algún que otro mueble irrelevante, en el suelo un vaso lleno de alcohol y un par de revistas, un fondo de voces que le hicieron compañía hasta que se dio cuenta de que surgían de un aparato de radio, las gafas en la mesilla de noche y la ropa interior en una banqueta. Después, fragmentos de conversación:

—Te dije que no debías quedarte dormida.

—Tenía tanto sueño...

—¿Sueño? ¡Excusas!

—No pretendo disculparme. Me he dado cuenta en el último momento, justo cuando se me estaban cerrando los ojos. La percepción del sueño es agradable. He pensado que oiría cuando llegaras, que el ruido de las llaves en la cerradura o tus pasos me despertarían.

—Pero no ha sido así.

—No.

Unos puntos de rojo luminoso en las sábanas y en las paredes. Como si el sol se hubiera derramado o las salpicaduras de barro de cualquier camino se hubieran vuelto de color púrpura. Las imágenes, que se han ido superponiendo nítidas en su cerebro, empiezan a perder intensidad. Lentamente vuelve a adquirir conciencia del mundo, mientras comprende que está en Mallorca, apoyada en una reja de hierro, cerca de una avenida de cipreses. A punto de empezar una nueva existencia.

El taxi ya se ha ido cuando por fin se decide a abrir las barreras de entrada al jardín. Se pregunta cómo deben posarse los años en las cosas, transformándolas. Por suerte, la maleta tiene un par de ruedecitas y le resulta sencillo arrastrarla hasta la puerta principal. Es una hora quieta y callada. Sólo el jardinero, que está trasteando al sol, y la mujer que mira desde la persiana del primer piso, la ven llegar. El sonido del timbre anunciando su presencia, les devuelve definitivamente a la realidad. A ella y también a Mireia, que ha recompuesto el gesto y la sorpresa al bajar la escalera, pasar delante del espejo del comedor, echar una ojeada rápida a las mesas ya puestas y abrir la puerta.

La entrada es amplia, decorada con sobriedad y buen gusto: unas baldosas de color terroso y cortinas de lenguas, unas paredes con litografías de pinturas modernas, y unos sillones que invitan a descansar. Desde que Pau y Mireia se instalaron aquí, la casa ha sufrido muchos cambios. Han aumentado los espacios vacíos y la luz. Los muebles antiguos fueron restaurados y redistribuidos, abrieron las ventanas y blanquearon los techos. Se trataba de airear aquellos ambientes que olían a cerrado y estaban demasiado cargados. Mireia, que tenía veleidades de decoradora, se divirtió de lo lindo. Dedicó meses a elegir las telas para tapizar los sofás de caoba, sustituir los viejos cortinajes, llenos de polillas y descosidos, y vestir las camas con baldaquines. Combinó estampados y escogió los tonos justos. Predominaban los ocres, casi tostados, con algunas pinceladas de verde en la entrada, dorados en la sala principal, marrones en el comedor, y amarillos en las terrazas.

Se acababan de casar cuando Pau heredó la casa. Estuvieron a punto de venderla. Al principio porque se sentían incapaces de instalarse en ella, restaurarla y mantenerla. No sólo era un caserón enorme y destartalado, sino que hacía años que nadie lo cuidaba. Las plantas habían ido invadiendo el jardín, los árboles crecieron con un desorden que llenaba cada rincón con sombras alargadas, y la fuente no manaba desde hacía mucho tiempo. En la casa había goteras por doquier, las cañerías estaban atascadas y la humedad se había adueñado de las paredes. Incluso en verano hacía frío debido a la falta de ventilación y a aquella humedad perenne. Las chimeneas estaban llenas de hollín desde hacía tanto tiempo que, al encenderlas, Pau tuvo más de un ataque de tos. Casi llegaron a ponerse nerviosos.

Antes de iniciar la reforma, Mireia intentó convencerlo de poner la casa en venta. Habían recibido alguna oferta que ella habría aceptado sin reservas. Pero a Pau le costaba decidirse. A pesar de los tacos constantes y del malhumor que sentía al ver aquel desbarajuste, de la falta de incentivos por parte de la mujer y de la sensación de encontrarse en un callejón sin salida, dudaba. No era porque Agueda, Guillem y él mismo hubieran nacido allí, ni porque antes nacieron sus madres y los abuelos comunes. Ni tampoco porque hubieran pasado allí su infancia y su primera juventud. Ni siquiera porque, en aquella misma cama, la de la habitación principal, vio morir a su padre. No eran los recuerdos sino las imágenes del futuro lo que le asustaba. Le costaba concebir que un día, quizá en cuestión de pocos meses, al llegar al camino, justo antes del pueblo, tendría que volver atrás porque otros estarían ocupando aquel espacio que había sido suyo. Durante años, no se detuvo mucho en aquel lugar, pero ir allí siempre fue una opción. No estaba dispuesto a negársela para siempre.

Vender la casa no sólo habría significado borrar el pasado, sino renunciar al futuro con el que todavía se atrevía a soñar. Un futuro que significara recuperar los antiguos hábitos y el lugar que le pertenecía. No se trataba de hacer revivir formas de vida caducas, muertas desde hacía años, que formaban parte de un mundo que ya no existía, sino de adaptarlas al presente, reconvertirlas. Por eso la idea le pareció magnífica. Por un lado constituía la única forma de sobrevivir, por el otro, implicaba el regreso.

Decidió transformar la casa en un hotel. Una residencia de agroturismo, la llamaban. En realidad, un espacio cálido con muebles antiguos y lámparas de diseño, situado en un paraje tranquilo, a aproximadamente un par de kilómetros del pueblo. Un lugar donde los urbanitas estresa— dos pudieran refugiarse durante un fin de semana casi idílico, con puestas de sol a gusto del consumidor, noches estrelladas y música de grillos en verano, y fuego a tierra en invierno y, sobre todo, la posibilidad de volver a sentir el tiempo como un bien entre las manos. Cerca de allí había un jardín, terrazas con piscina y pistas de tenis; algo más lejos, caminos de cabras, bancales de piedra y un torrente. Disponían de habitaciones abiertas a los visitantes, un comedor con manteles de randas, salas de estar y espacios que daban al exterior, con unos ventanales y particiones de cristal por donde entraba a raudales la luz de la mañana.

Le costó convencer a Mireia. Poner en marcha aquella empresa no sólo implicaba invertir sus ahorros, sino pedir un crédito considerable. Suponía un riesgo y los primeros años fueron complicados. Después de las obras de restauración se quedaron con los bolsillos completamente limpios, y cada paso hacia adelante les parecía de hormiga. Llegaron a superar las dificultades. Primero empezaron a asomar la cabeza con timidez, intuyeron que la situación se estaba normalizando y volvieron a respirar, hasta que empezaron a saborear el éxito y a obtener beneficios del negocio. Entonces Mireia se tranquilizó.

Las tensiones de los primeros tiempos marcaron los inicios de su vida en común. Ella era impaciente y desconfiada por naturaleza. Pensaba que Pau actuaba irreflexivamente y no se fiaba de él ni de sus iniciativas. Revisaba hasta la última factura, convencida de que, sin su ayuda, nada llegaría a buen puerto. Al principio, a él le hacía cierta gracia su voluntad de controlarlo todo, seguro de que era una prueba de la implicación de su mujer en aquel proyecto común. En el fondo le agradecía que no hubiera puesto demasiadas pegas a llevar la reforma adelante. Se sentía deudor de los consejos y la colaboración recibidos.

Le parecía imposible que hubiera decidido secundarlo, aunque fuera con un entusiasmo mesurado.

Mireia no se apasionaba por demasiadas cosas y era difícil de entusiasmar. A menudo, observaba la vida como si quisiera quedarse al margen, interpretando el papel de quien contempla el movimiento de las piezas sin tomar parte en el juego. Coordinando su evolución desde la distancia, eso sí. Vivieron años de reproches y de caras largas cuando las cuentas no cuadraban. Aquel «ya te lo decía yo que eso era un disparate» aparecía implícito en todas las conversaciones, aunque nunca llegó a pronunciarse. Sus silencios estaban hechos de una materia sólida que Pau aprendió a sopesar y reconocer porque tuvo que convivir con ellos durante mucho tiempo.

Vivían una tregua después de muchas batallas. La experiencia de ocho años de matrimonio y un negocio compartido no había sido sencilla. Su relación nunca fue un camino hacia las estrellas. Ni siquiera una ruta llana y tranquila. Hubo veredas y curvas, un cierto entusiasmo inicial, un proyecto que vinculaba la ambición de ella a las necesidades de él, aquella dependencia mutua que dan los años vividos bajo un mismo techo, y las costumbres compartidas. Una lista suficientemente larga como para garantizar la continuidad de su historia, sobre todo en tiempos de vacas gordas.

El invierno era la temporada más suave. El descenso del número de reservas permitía la puesta a punto de la casa para la temporada alta. La primavera y el otoño eran épocas muy buenas; en verano, la residencia estaba siempre llena. Había clientes que repetían su estancia y aparecían puntuales un año tras otro. Algunos llegaron a formar parte de aquel paisaje, y también de su mundo. Ellos vivían distraídos y contentos, cada uno con sus fijaciones: Mireia obsesionada en que el funcionamiento del hotel fuera lo más parecido posible al de un reloj con un engranaje perfecto; Pau se había construido un presente afortunado. A ella no le hacían falta muchas cosas para sentirse satisfecha. O al menos, ninguna que pudiera ser confesada. A él, en el fondo, sólo una. Un deseo que, durante años, pareció imposible: reunir pasado y presente. Reconocía que casi lo había conseguido. Sólo le faltaba una pieza en un escenario reconstruido a la perfección.

Mireia había visto salir el coche de Pau por la carretera. Desde el jardín lo siguió con la mirada hasta que lo vio desaparecer detrás de la última curva. Luego subió al piso de arriba. Llevaba un pantalón a rayas finas y una camisa azul. Su pelo, de color paja, dibujaba unos inicios de ondas que le cubrían las orejas pequeñas y la frente estrecha. Tenía los pómulos y la mandíbula pronunciados en un rostro de facciones algo angulosas; los dientes de ratón y los ojos casi del mismo color que la blusa. Después de cuarenta minutos de unos ejercicios gimnásticos que practicó con más energía que de costumbre, de una ducha rápida, una conversación con la cocinera para decidir los platos del día, otra con el jardinero y dictar una lista de encargos urgentes por teléfono, se dispuso a encargar que prepararan la habitación verde.

Lo había retrasado hasta el último momento. En realidad, no había demasiadas cosas que hacen airearla, quitar el polvo de los muebles —aquel polvillo debido a la falta de uso y la reclusión—, hacer la cama y poner toallas limpias en el lavabo. Se preguntó cuánto tiempo hacía que nadie la utilizaba. Seguramente desde el verano pasado no había dormido nadie en ella. De vez en cuando, limpiaban a fondo y volvían a cerrarla. Con un gesto de disgusto recordó la conversación de la mañana. Habría querido decirle algunas cosas a Pau, plantearle un par de preguntas y aclarar ciertos aspectos sobre la estancia de su prima. Saber hasta cuándo pensaba Agueda permanecer en aquella casa y cuáles eran las razones de su regreso.

Nunca habían hablado demasiado de ello. Su nombre era la referencia incómoda a un pasado que no nos pertenece. La idea le resultaba molesta. Suponía tener que admitir que la historia de aquella casa no tenía nada que ver con la suya propia, tener que reconocer que Pau tenía un derecho más antiguo: el que otorga vivir la infancia en un lugar determinado, haber crecido en él. Un derecho que compartía con Agueda pero no con ella. Aquellas paredes debían de estar llenas de recuerdos que nunca podría hacer suyos, de presencias que ambos primos vieron desfilar cuando todavía estaban vivas y que ahora sólo eran fantasmas, nombres sin rostro o, como mucho, álbumes de fotografías en el fondo de un cajón. Anécdotas sin ningún valor.

Cuando conoció a Pau, éste le hablaba a menudo de Agueda y de Guillem. Los mencionaba cuando le contaba su infancia en el pueblo, y también su primera juventud, que los tres compartieron allí. Ella, que no sentía demasiado interés por hurgar en el pasado, nunca le estimuló a explayarse en las confidencias. A veces incluso las cortaba de raíz asegurándole que conocía de memoria su colección de recuerdos. Con el tiempo llegaron a no hablar de la prima. Sólo la mencionaban al recibir una postal con un par de frases ilustrando la fotografía de un paisaje. Guillem, claro, era completamente distinto.

Todavía estaba arriba cuando oyó el timbre. Le había espiado los pasos desde que la vio salir del taxi, junto a las barreras. Con las persianas entreabiertas, oculta, intuyó que era Agueda y la vio recorrer el jardín. De lejos, una figura imprecisa y esbelta; de cerca, un rostro cansado. Se alegró un poco —con aquella alegría un tanto absurda y carente de razone»— cuando imaginó que Pau había llegado tarde a recibir la al aeropuerto. Entonces, bajó la escalera y abrió la puerta:

—Buenos días.

—Buenos días —dijo ella, intentando sonreír—. Me llamo Agueda. Soy la prima de Pau. No sé si debe haber habido alguna confusión. Quizá no recibisteis mi carta anunciando que llegaba hoy...

—Sí, por supuesto que la recibimos. ¿Cómo te encuentras? Soy Mireia.

—¿Mireia? ¡Ah sí, claro! Discúlpame, aún estoy algo trastornada por el viaje.

—Te comprendo. Veinte años es mucho tiempo. Todo debe de resultarte demasiado nuevo. Pasa; puedes descansar un poco antes de que llegue Pau. Seguro que debe de haber llegado tarde al aeropuerto. Fíjate que he insistido para que saliera temprano esta mañana, pero no me ha hecho caso. Luego, siempre va con prisas.

La hace pasar a la entrada y le pide que se siente en un sillón. Le ofrece un café y se esfuerza en ser amable. Sin embargo, a pesar de su actitud correcta, mantiene un gesto distante, de cauta observadora. La otra parece confundida; se ha puesto una cucharilla de azúcar en el café que acaba de servirle y se lo bebe, contenta de tener algo entre las manos. Mireia le dice:

—Debes de encontrarlo todo muy distinto.

—Sí.

—La casa es prácticamente otra. Te darás cuenta cuando la recorras con tranquilidad. Durante estos años hemos tenido que trabajar duro. La hemos transformado toda.

—Es como si la viera por primera vez.

—Deben de ser muchas emociones en un solo día. La casa donde naciste, el pueblo... y yo misma —esbozó una sonrisa nerviosa—. Es curioso que todavía no nos hubiésemos conocido.

—Sí, es imperdonable.

Dos mujeres observándose mientras están sentadas una cerca de la otra. Ambas intentan sonreír pero no les resulta sencillo. Es como si no tuvieran muchas cosas de que hablar. Agueda está pálida, contrae las facciones, y sus cejas adoptan una forma que no la favorece demasiado. Mireia, que querría hacerle muchas preguntas pero no sabe por dónde empezar el interrogatorio, tiene los hombros rectos, casi rígidos, y la cabeza algo inclinada hacia atrás. Como quien no quiere la cosa, exclama:

—Después de tantos años debías de añorar la isla y el pueblo.

—Muchísimo —responde con una intensidad mal contenida.

—Así pues, has decidido tomarte unas buenas vacaciones. ¡Una magnífica idea!

—¿Vacaciones? No; no se trata exactamente de unas vacaciones.

—¿Ah, no?

—No —responde, dudando—. Quizá sería mejor definido como una retirada.

—¿Una retirada? ¿De qué?

—Del mundo.

La respuesta no ha gustado a Mireia. Esperaba una contestación más concreta y, a la vez —¿cómo lo diría?—, más tranquilizadora. Habría querido saber que su visita respondía al deseo de hacer un paréntesis en una existencia feliz que transcurría en otro escenario y con otra gente. Comprobar que era la consecuencia de una cierta curiosidad o del deseo de reencontrar el pasado durante algunos días. Nada definitivo ni importante. Por eso insiste, un tono de broma, intrascendente:

—Pretendes alejarte del mundo.

—Es lo que quisiera, al menos durante el tiempo que esté aquí.

—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Ya sabes que estás en tu casa.

—Gracias.

Las frases breves y las sonrisas amables contrastan con la expresión tensa de sus rostros. En la pared hay un reloj. Es muy antiguo y emite un sonido de campanas para anunciar las horas. Agueda dice:

—Recuerdo este reloj. Cuando era pequeña, si no podía dormir, me entretenía oyendo sus campanadas. Me hacían compañía.

—A mí, de noche, me molesta su sonido. Está lejos de nuestro dormitorio, pero desde la habitación verde se puede oír.

—¿Desde la habitación verde? ¿Os habéis acordado?

—Por suerte estaba libre. Si no, habría sido complicado que pudieras ocuparla.

—Claro.

Alguien llama a la puerta con suavidad. Animadas con la conversación, no han oído el ruido de pasos y ambas regresan a la realidad. Hasta ahora el encuentro ha consistido en una larga observación mutua. Cada una ha tenido tiempo de mirar a la otra y comprobar si lo que había imaginado en solitario coincide con su percepción del presente. Es decir, si lo que tiene delante coincide con las expectativas creadas. En el caso de Mireia, la situación es más difícil porque no hay sincronía entre su imaginación y sus deseos. Ha vivido una situación contradictoria, de lucha entre dos polos opuestos. Por una parte, se imaginaba una mujer dotada de todas las gracias. Esta es la conclusión a la que había llegado después de oír a Pau hablando de ella durante tantos años. El entusiasmo de él había activado los mecanismos de su capacidad para fabular. Sin embargo, por otra parte, siempre había deseado que la memoria del marido fuera un engaño o, cuando menos, que el tiempo se hubiera ocupado de trocar el referente real de aquel espejismo. Le habría gustado que los años la hubieran transformado hasta hacerla diferente, irreconocible.

El resultado de este primer encuentro es confuso. Mientras espiaba los pasos de Agueda desde la ventana se ha sentido aliviada. Aquella mujer de aspecto frágil que ha visto llegar de lejos no tiene nada de extraordinario. La ha observado mientras avanzaba, insegura, y esta indecisión ha acentuado sus propias seguridades. Después, cuando ha abierto la puerta y se han saludado, este sentimiento se ha hecho más firme. Ha sido capaz de mantener una apariencia de cordialidad porque ha tenido la certeza de que no tenía nada que temer de este rostro algo alargado, con unos ojos oscuros rodeados por unas ojeras que los desdibujan.

Pero muy pronto, aquella certeza inicial ha ido perdiendo fuerza. No habría sabido precisar cuándo ha empezado a tambalearse la impresión tranquilizadora de los primeros minutos. Quizá ha sido cuando los ojos han tomado la palabra, despabilándose de repente. O tal vez el encanto surge de algo menos concreto y menos tangible, de una forma de hablar y de mover las manos a la vez, como quien hace un sortilegio, aquel gesto de duda en los labios o su sonrisa. Es difícil explicar la capacidad de seducir, sobre todo cuando surge de una forma tan simple.

Pide permiso para entrar en la sala donde ellas se encuentran. Es un hombre delgado, como una caña seca. Tiene la piel cubierta de arrugas y unos ojos muy pequeños y muy azules, perdidos entre los pliegues de la cara. Las manos son ásperas; sonríe poco. Es el antiguo jardinero, que Pau ha vuelto a contratar al abrir el negocio. Nació en el pueblo y, hace muchos años, cuando todavía era un niño, lo enviaron a la casa para ganarse un jornal. En su casa eran seis hermanos y había mucha hambre. De niño trabajaba en el huerto ayudando a los payeses; de joven daba de beber a los animales, de adolescente descubrió los rosales y las clavelinas, los lirios y los crisantemos, la flor de jazmín.

Entra y se detiene en el umbral de la puerta, fija la mirada en el techo. Parece algo apocado hasta que Mireia habla:

—Buenos días, Miquel, dime.

—He oído decir que hoy llegaba la señora joven. He venido a saludarla, si no tiene inconveniente.

—¿Te acuerdas de Miquel?

Un rayo de luz cae verticalmente sobre la frente de Águeda. Se ha levantado de la silla y mira con una sonrisa al hombre que tiene delante. Después de un instante, le alarga los brazos con un gesto que quiere ser afectuoso. Lo observa en silencio e inclina algo más la cabeza. Las palabras de ella son cordiales:

—Veinte años es mucho tiempo, pero usted no ha cambiado mucho.

—Usted, en cambio, se fue cuando era una niña y vuelve convertida en una mujer.

—Una mujer que conserva en la memoria a todos los que conoció en esta casa.

—Muchos ya están muertos.

—Sí.

Agueda vuelve a bajar los brazos, que no han encontrado los de Miquel, y los deja caer, finos y largos, uno a cada lado del cuerpo. Se siguen mirando, ella con cierta timidez, él, respetuoso y distante. De fuera llegan rumores de conversaciones. Son los huéspedes del hotel dirigiéndose al comedor a la hora del almuerzo. El reloj da las dos, y la luz, aún intensa, entra por los ventanales. Los tres se levantan a la vez y se quedan callados, como si no tuvieran otra cosa que decirse o como si estuvieran dudando de algo. En este momento, el coche de Pau cruza la reja de hierro de la entrada. Se oyen ladridos de perros, el mido del motor y una exclamación lejana. No se sabe si procedente del hombre que vuelve o de algún ciclista que ha tropezado con los restos de aquel conejo muerto por un golpe seco contra el guardabarros de un taxi.

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