Lola

Lola


PRIMERA PARTE » III

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III

 

PAU ve un rostro que no coincide con el de la fotografía. Aquella que ha sacado de un cajón del escritorio y que lo ha acompañado en el asiento contiguo durante el viaje. La que ha ido contemplando de vez en cuando a lo largo de los últimos veinte años. Conserva una copia exacta grabada en la mente y la ha adaptado al perfil que lo espera en la entrada de casa, pero la superposición de una imagen —la del recuerdo— con la otra —la de la realidad— no encaja. Las facciones que recuerda tenían la redondez de la adolescencia: unas mejillas regordetas y unos labios carnosos, los ojos risueños. Ahora ve un rostro de pómulos pronunciados, con unas líneas de expresión acentuadas por el cansancio o el desencanto, no sabría decirlo. La mirada es grave, como un pozo que nos atrae con un temblor de agua profunda; la sonrisa se adivina algo forzada.

No se sorprende al comprobar la transformación. En el fondo quizá la esperaba y temía que la figura del presente pudiera decepcionarlo. Es tan difícil competir con la percepción que alguien tiene del propio pasado. En su recuerdo, las imágenes se mezclan. No sólo se trata de la fotografía, sino de cómo era antes él mismo. Sabe que su rostro de veinte años atrás no es el que ha visto hoy en el retrovisor, mientras estaba conduciendo. Tampoco en este caso ha habido coincidencia, sino una impresión de desajuste.

La Águeda de hoy le recuerda la adolescente que conoció. Aún tiene los gestos de entonces, que parecen estar dudando constantemente. La movilidad de unos ojos que todo lo interrogan; la cintura, fina como una caña, y una sensación de desamparo. Sigue presente una parte de cada uno de los elementos que la definían, aunque el resultado total, no sabe por qué razón, sea distinto. Se pregunta si será una cuestión de proporciones, de sutilezas.

En la entrada se ha encontrado con Mireia y Águeda, de pie, una junto a la otra. Ha visto cómo Miquel se retiraba con una leve inclinación de cabeza, sin palabras, y la escena le ha parecido falsa. Un juego del pensamiento que pretende engañamos. Debe de ser la combinación de ambas figuras lo que le sorprende. Hasta hace poco, Águeda era la mujer del pasado y Mireia la del presente. Recordar a la primera suponía canalizar la añoranza de un tiempo y de un mundo. Vivir con la segunda significaba tener los pies en el suelo un día sí y otro también. Ahora intenta sonreír y dice:

—Bien venida.

Se abrazan. A ella le resulta extraño este cuerpo que la contiene toda entera. La escena es algo forzada, inoportuna. Hay la voluntad de reprimir la turbación del encuentro. A fin de cuentas, sienten una cierta desconfianza mutua que los obliga a controlar oportunamente el exceso de emoción. Cada uno piensa que no debe excederse porque los desequilibrios suelen ser desafortunados. El propio esfuerzo da rigidez a sus movimientos y al abrazo. Parecen dos autómatas jugando a encontrarse con sus torpes movimientos. Todo sucede en pocos segundos. Águeda dice: —Ha pasado mucho tiempo.

—Sí. Tendremos que contamos media vida.

—Lamento que no nos hayamos encontrado en el aeropuerto. Has hecho el viaje en vano.

—Siento que hayas tenido que venir sola a casa. ¿Te resulta extraña?

—Acabo de llegar. Todavía no he visto nada. La verdad es que me siento cansada. Demasiadas novedades, seguramente.

—Ahora tenemos mucho tiempo para digerirlas. —Pau se deja llevar por una sensación muy parecida al entusiasmo—. Espero que hayas venido para quedarte una larga temporada. O, mejor aún, definitivamente.

Mireia, que ha contemplado la escena sin intervenir, algo incómoda también, ha hecho un gesto de impaciencia —contrae un poco los labios y los ojos—, demasiado sorprendida para conseguir disimular la sensación de disgusto. Agueda no se da cuenta y responde con media sonrisa, casi como si se disculpara.

—No creo que sea posible.

—¿Qué quieres decir?

—Mi estancia no será larga. Algunas semanas, quizá. Un par de meses, como mucho.

En un juego de contrastes y curiosas coincidencias, Pau esboza una expresión decepcionada y Mireia, a su vez, una de descanso. Ninguno de los dos lo disimula, mientras Águeda los mira como ausente. Pau sigue insistiendo:

—Tendremos que convencerte para que cambies de idea. Entre todos lo conseguiremos, estoy seguro.

Los huéspedes hace rato que están comiendo. Desde donde se encuentran oyen el alboroto de las conversaciones, el ruido de platos de fondo, alguna sonrisa algo improcedente. Hoy por la noche esperan la llegada de una nueva pareja de clientes. Llegarán más tarde, cuando Mireia haya tenido tiempo de recuperarse del encuentro y de pensar media docena de veces que, afortunadamente, las semanas pasan deprisa; cuando Pau haya sopesado cada uno de sus gestos y respire tranquilo, todavía incrédulo, y cuando Águeda, con la maleta llena y el corazón encogido, se haya instalado por fin en la habitación verde.

Hace una semana que Emma y Xavier están en el hotel. Como cada año, van allí a pasar sus vacaciones. Son clientes habituales de la casa desde que, hace algunos inviernos, fueron casualmente a pasar un par de días. Desde entonces eligen esta estación para visitar la isla. Han comprendido que es la mejor época del año si lo que quieren es alejarse de la vorágine turística y descubrir rincones secretos, pueblos donde la vida tiene ritmos propios, paisajes desnudos. Viven en Barcelona y son actores.

Emma es una mujer tímida. Siempre ha preferido escuchar a los demás que tener que hablar ella. Sólo encuentra las palabras y los gestos cuando sube a un escenario o se pone delante de una cámara. Entonces se transforma y se crece como si fuera otra. Normalmente se caracteriza por la discreción y el afán de pasar inadvertida. Se gusta cuando puede vestirse con una piel que no es la suya, tomar la voz de una vida imaginada y convertirse en un personaje de fábula. Entonces todo cambia, olvida la inseguridad con que pisa el mundo y su paso se hace firme. Se llena de aire los pulmones, hincha el pecho y saca fuera todo lo que está incubando por dentro y que nunca se atreve a descubrir. Es como si buceara en el fondo de sí misma, en un océano inmenso. O como si penetrara en un pozo donde habitan vivencias y recuerdos para extraer su esencia y convertirla en vida ajena. «Voy reciclando todo cuanto he vivido —piensa a menudo—, y tengo la sensación de no haber sabido aprovecharlo. Extraigo los restos como si fueran trocitos de vidrio y de papel y los transformo en una materia nueva.

Es alta y tiene el pelo largo, de un color entre miel y naranja. Cumplió veintiséis años la semana anterior, justo antes de venir a Mallorca, y hace siete que vive con Xavier. Su relación es un juego de equilibrios: él tiene la seguridad que le falta a ella. En cambio Emma siempre ha conseguido tranquilizarlo cuando el mundo se viene abajo, lo que sucede con relativa frecuencia. Es una historia hecha de costumbres y de complicidades, más supuestas que ciertas. Como ella calla con frecuencia, él debe interpretar sus silencios. A veces acierta, otras se equivoca. Xavier es charlatán por naturaleza y tiene una evidente facilidad para relacionarse con la gente, y gracias a ello a menudo Emma se ahorra situaciones incómodas. Tiene la sensación de que la vida es más sencilla si él se halla cerca.

Se conocieron en la Rambla, en la época en que ella hacía de estatua de sal los sábados. Estudiaba en el Institut del Teatre, y los fines de semana intentaba ganarse algún dinero. Se levantaba temprano y se recogía el pelo en una cola; después se vestía con una túnica blanca que había confeccionado con dos sábanas, se cubría con talco y se pintaba la cara y las manos con pintura, también de color blanco. Los medios eran escasos y había que aguzar la imaginación si quería conseguir buenos resultados. En aquel magnífico escenario, entre ríos de gente, jaulas de pájaros y quioscos, colocaba el taburete de madera y hábilmente se subía en él mientras con un dedo sujetaba el extremo de la sábana. Sus ojos eran lo único que parecía vivo mientras todo su cuerpo permanecía inmóvil durante largo tiempo, expuesto ante los que pasaban por allí. Tenía que conseguir una concentración absoluta para mantener aquella quietud. Desde lo alto del taburete miraba el mundo segura, con el aire estupefacto de la mujer en plena metamorfosis, antes de convertirse en una estatua de sal. Era la esposa de Lot, sorprendida al constatar que sus miembros adquirían una consistencia salina.

No sabía por qué había escogido aquella figura. Seguramente le atraía la posibilidad de representar la sorpresa en grado puro, la sensación de la mujer bíblica al observar que iba perdiendo la vida y se convertía en una estatua de sal. Si alguno de los que hacían corro contemplándola se animaba a lanzar una moneda a su pañuelo, entonces ella tenía la oportunidad de interpretar su papel. Inclinaba la cabeza hacia atrás y fijaba la mirada en un punto lejano con una expresión de pesadumbre, como si no se resignara a obedecer los designios divinos. Debía de ser duro irse sola, salvarse de la destrucción mientras los demás pagaban su culpa. En una fracción de minuto, su rostro tenía que expresar un conjunto de sensaciones: la pena y el deseo de recuperar lo que veía escaparse, la sensación de pérdida, la curiosidad y la metamorfosis incipiente.

Una mañana soleada de sábado en la Rambla, Xavier salió a dar una vuelta hasta la plaza Real. Le gustaba recorrer la ruta, detenerse a comprar el periódico y observar el espectáculo que ofrecía la gente. Normalmente era un paseo agradable, a menudo lleno de sorpresas, porque observar a los demás siempre le había proporcionado ideas para sus personajes. Se paraba a contemplar cada situación y hacía recuento de las escenas como si estuvieran extraídas de un escenario, a punto para ser saboreadas. Las mejores eran las que formaban parte de la cotidianidad más estricta: el movimiento del cuerpo del hombre pidiendo el periódico en un quiosco, la energía de los brazos y los ojos de aquellos que discutían sobre el último partido de fútbol televisado, la inclinación de la chica que torcía un poco el cuello para oír el secreto que un joven le susurraba al oído. El recorrido era un largo aprendizaje que, por una parte, le divertía y, por la otra, le dejaba insatisfecho, como si nunca tuviera suficiente viendo fragmentos de historia o escuchando fragmentos de conversación.

Se detuvo a observar el círculo de gente que se había formado alrededor de Emma. No era demasiado amplio, tan sólo estaba integrado por algunos curiosos que contemplaban la estatua de sal y tiraban monedas a su pañuelo —un trozo de tela con las cuatro puntas dobladas y extendido sobre el suelo—. Lo sedujo aquel cuerpo tirante, aquellos brazos que tenían el impulso de quien pretende huir, una expresión tensa marcándose hasta en las venas más finas de su cuello, la fuerza de aquellos ojos. Un joven puso una moneda en el suelo, sobre el pañuelo, y de repente ella cobró vida. Era su momento de representación y quería aprovecharlo: inclinaba el cuello hacia atrás con un movimiento rotatorio de los hombros mientras daba impulso a su cuerpo, que estaba medio vuelto; el protagonismo de la cara incrédula primero, al descubrir la destrucción un poco a lo lejos, y la expresión de tristeza después. Todo en cuestión de segundos, visto y no visto, un juego que duraba demasiado poco.

Él se quedó formando parte del corro, y perdió la noción del tiempo. La gente que había a su alrededor fue cambiando muchas veces sin que se diera cuenta. Olvidó el paseo, la cerveza que había planeado tomarse en una terraza de la plaza Real, y todas las demás imágenes que habría podido grabar mientras se sucedían a su alrededor. La única que podía retener era la de la mujer blanqueada, cubierta con una sábana, de pie sobre un taburete. Xavier tiró todas las monedas que llevaba encima. Vació sus bolsillos y se entretuvo en observar cada una de las representaciones como si fuera única e irrepetible. Emma mantenía la inmovilidad representando su papel y, entonces, en cada vuelta, se recreaba como si desconociera el significado de la inercia y el agotamiento.

Cuando se hubo desprendido de los últimos veinte duros, Xavier experimentó una tristeza casi absurda. Mientras recuperaba la sensación de realidad pensó que el conjunto

 

era completamente ridículo. Miró a la gente con miedo de sentirse observado y, cuando hubo comprobado que nadie le hacía caso ni descubrió indicio alguno de burla, respiró profundamente y recuperó su autoestima. Durante los días que siguieron procuró no pensar demasiado en la chica, pero sus propósitos no se cumplieron y llegó a impacientarse. Regresó el sábado siguiente y, poco más o menos, las cosas ocurrieron igual que la primera vez. Así una semana tras otra, durante mucho tiempo.

En el comedor, Emma y Xavier ocupan una mesa cerca del ventanal. El cristal da a un porche de arcos curvados bajo el cielo, pero a esta hora no hay nadie afuera. Su primera semana de vacaciones ha pasado como un soplo. Ha sido sencillo adaptarse a una casa que conocían bien y que les permite recuperar la placidez. Han comido tordos con col y están esperando los postres: un pastel de nueces que la cocinera ha preparado muy de mañana. Xavier está fumando un puro y muestra una expresión de descanso en el rostro. En el fondo de la maleta todavía guarda los guiones que se ha traído para memorizar. Pertenecen a un proyecto de una serie televisiva que empezarán a rodar a su regreso a Barcelona. Piensa que tendría que empezar, pero no se decide porque la pereza se apodera de él. El cabello empieza a volvérsele gris y tiene un aire de desencanto que, a decir verdad, no sabe de dónde proviene pero que le gusta mantener porque intuye que le da cierto atractivo. Emma está distraída.

No advierten que acaban de entrar Agueda, Mireia y Pau. Los tres parecen llegar de lejos, como si les hubiera traído el mal tiempo. Agueda tiene la cara de quien ha recorrido un duro camino, y sus ojos lo confirman. Está cansada y por gusto habría preferido dormir un rato, pero Pau ha insistido en que comiera antes de subir —él no puede creer que esté en casa de nuevo, y no se resigna a separar se de ella tan rápidamente—. Despeinado, con cara de urgencia y el corazón que se acelera sin quererlo, conduce a las dos mujeres hasta la mesa.

Agueda dice:

—Mañana iré al pueblo. Supongo que no voy a reconocerlo.

—Te acompañaré. Me gustará volver a recorrer aquellas calles contigo.

—No quisiera ser un trastorno para vosotros. Deberíais seguir con vuestra vida de siempre. Seguro que tenéis muchas obligaciones y no quiero que perdáis el tiempo por mí. Además, me gusta la soledad.

—Mujer, tendremos que reencontramos nosotros también, ¿no lo crees así? Además, después de todos estos años, quiero saber si todavía eres la misma.

—No, no lo soy.

—¿Te acuerdas?

Pau saca la fotografía de su bolsillo. Es el rostro de la adolescente que se fue. Mireia la observa con atención, cada vez más nerviosa. Agueda alarga la mano y la toma con cierta reverencia. Por primera vez sonríe de verdad, con una expresión que suaviza la rigidez de sus facciones. Pregunta:

—¿Desde cuándo tienes esta fotografía?

—Desde que te fuiste. Ayer por la noche pensé que te gustaría verla.

—Pues has acertado: me gusta muchísimo.

Desde la mesa que ocupan se ve el jardín: los zarzales llenos de hojas oscuras, la fuente de piedra con cardenillo, y unos cipreses altísimos. No fue sencillo ordenar un espacio que había perdido el sentido de las proporciones y de la medida, después de tantos años de crecer a su antojo. Tuvieron que poner puntales para enderezar los troncos de los eucaliptos, cortar la hierba que crecía por doquier, y abrir caminos. A veces, el orden actual sorprende a Pau y a Mireia porque, con sólo cerrar los ojos, contemplan la imagen de un herbazal. Había un porche con arcos y una glorieta redonda con el cañamazo de madera. Tuvieron que reconstruir el armazón, aislar la construcción del viento del norte que en invierno sopla con fuerza, y cerrarlo con cristales. Por las columnas que sostienen este refugio, crece la hiedra. En el suelo, cubierto con guijarros que dibujan unas formas geométricas, hay macetas de hojas. En el centro, una mesa de mármol y hierro forjado, cuatro sillas y dos bancos pintados de verde.

El jardín transmite una sensación de calma y, a menudo, los huéspedes salen a pasear por él. Resulta agradable descansar un rato y leer un libro o mantener alguna conversación. A Mireia siempre le ha producido cierto temor. A pesar de la belleza que se respira, esta sensación de orden que ha conseguido imponerle transpira demasiado la desproporción salvaje de cuando se instalaron. Le gusta controlar la situación, sentir que el lugar que habita es fácil de identificar y conocer palmo a palmo. Recuerda el estallido de verdes invadiendo la piedra del camino, que trepa por la fachada, asomando entre las tejas, muy cerca del cielo, o en las grietas de las baldosas, a ras de suelo. No puede evitar pensar que el jardín es como su vida, perfecta mientras transcurre dentro de los límites marcados, vulnerable si llega a perder las riendas.

Agueda sigue con la mirada fija en la fotografía. Parece contenta de haber recuperado aquella imagen del pasado, como si, sólo con verla, se hubiera convencido de que puede respirar tranquila. Sonríe contemplándola, y no repara en el hombre que acaba de entrar en el comedor y que les saluda con un movimiento de cejas antes de sentarse en una mesa individual, situada justó detrás de la suya.

Se llama Ignasi y es pintor. Tiene la piel grabada, como si conservara rastros de la viruela; su espalda es ancha. Una barba incipiente oscurece unas facciones llenas de movimiento que parecen interrogantes. Nació en Mallorca hace casi medio siglo, pero se fue cuando era muy joven: de repente, aprendió a volar. Corrió mundo durante una temporada hasta que finalmente se instaló en Berlín. De vez en cuando regresa a Mallorca. Dice que necesita llenar sus ojos de luz. Durante los inviernos berlineses llenos de niebla, con frecuencia recuerda el azul intenso de la isla. Entonces coge un avión e intenta recuperar los colores y las formas de la memoria porque no se fía del todo de su capacidad para evocarlos. Los necesita presentes, concretos, casi tangibles, al alcance de sus ojos. Después los traslada a la tela transformándolos en materia muerta, y regresa a Berlín.

Este invierno se ha instalado en la casa dispuesto a pasar algunos meses en ella. Compró un billete de avión de ida porque no le gusta hacer cálculos ni proyectos. Necesita sentir que posee todo el tiempo, sin unos límites establecidos por él mismo. Cuando se canse de esta inercia de días azulados y sin prisa, hará las maletas, recogerá sus pinturas y tomará el primer vuelo que salga hacia el norte. Mientras, repite cada día el mismo ritual: se levanta temprano, contempla el paisaje desde la ventana de su habitación, abierta al campo de par en par, pinta durante largo rato, come poco —dice que los atracones le hacen el trazo más lento— y, de vez en cuando, se bebe un vaso de vino tinto.

No habla demasiado. Mireia ha llegado a pensar que la gente le molesta porque es esquivo, casi arisco. Observador y curioso, contempla la vida sin participar en ella pero con toda la atención de sus sentidos, aguzados. Aunque no lo ha contado a nadie, se alimenta de rostros y paisajes, de la luz que se descompone sobre cada objeto, de la oscuridad que envuelve el mundo.

Ignasi se sienta en su mesa individual, muy cerca de la que ocupan ellos tres. Desde donde está, tiene una visión directa de Mireia, espía su expresión y su mirada. Puede ver a Agueda de perfil, con una parte del rostro que se dibuja nítida y la otra apenas insinuándose. De Pau, sólo distingue la espalda y capta el entusiasmo de su voz. La escena le ha resultado curiosa desde el principio. Mientras pasaba cerca de ellos ha captado en un instante la imagen de la fotografía. Pide un plato de carne a la brasa y una ensalada, mientras oye fragmentos de conversación. Dice Pau:

—Es el último retrato que te hiciste en esta casa, el mismo día que te fuiste. Pero tenemos muchos más de nuestra infancia porque he guardado los álbumes de fotografías. Quizá te gustará verlos.

Mireia replica:

—No la marees, hombre, ¿no ves que está cansada? Además, el tiempo casi ha borrado aquellas imágenes. Los álbumes no son más que un nido de polvo.

Agueda responde como si hablara para sí misma:

—¡Hay tantas cosas que debo recuperar durante estos días! Tendré que dosificar los descubrimientos, aunque no sé si es posible ponerles límites.

Siente su cerebro y su cuerpo pesados. Además vive un sentimiento contradictorio: por una parte, tiene la sensación de haber llegado a un lugar donde encontrará el reposo que busca; por la otra, la invade el aturdimiento porque todo es demasiado nuevo. Mira a través del ventanal y ve a Miquel trajinando un carretón lleno de utensilios. Detiene el impulso de hacerle un gesto con la mano cuando se da cuenta de que el hombre no ha advertido su presencia. Les separa sólo un muro de cristal, pero parece distraído, como si estuviera muy lejos de allí. Vuelve a mirar a Mireia, que come deprisa, y evita los ojos de Pau, que le resulta algo molesto con tantas insistencias. No tiene demasiado apetito ni sabe qué decirles. Vuelve a coger aquel trozo de papel y lo levanta hasta la altura de sus ojos.

Ignasi puede distinguir perfectamente la imagen del retrato: la sonrisa de una adolescente con el pelo cayendo como una cortina sobre sus hombros, aquella forma almendrada de los ojos, los labios como arcos de violín. La mujer que sostiene la fotografía entre las manos se ha vuelto hacia donde se encuentra él. La parte de su cara oculta por las sombras se ilumina y así puede observarla toda entera. Lo que no era más que un perfil se ha transformado en una perspectiva con relieve.

La mujer y el retrato lo distraen del vaso de vino que estaba a punto de llevarse a los labios. En este momento, Emma y Xavier se levantan y recorren la media docena de pasos que separan el rincón donde han comido de la puerta. Cuando llegan a su lado, se detienen para saludarlo y él les sonríe con un gesto cordial. Aunque a Xavier no le gusta demasiado, hace tiempo que el pintor ha establecido una complicidad silenciosa con Emma. La compara con una hoja de árbol o una brizna de viento. Intuye que es una chica frágil, como también lo es la mujer que se sienta en la mesa de Mireia y Pau. Sin embargo, se trata de dos fragilidades distintas. La de Emma es la de la juventud —¿debería hablar en su caso de un exceso de juventud?—, la de Águeda es más difícil de definir. Observa en ella la inconsistencia de los que son débiles porque no tienen demasiadas certezas, y la expresión quebradiza del sufrimiento.

Se ha levantado algo de viento y los olmos del jardín tiemblan de frío. A Miquel, que acaba de guardar los útiles y el carretón, le parece que el cielo muestra indicios de lluvia. Por eso se retira. Ignasi también observa el cielo y se pregunta si el atardecer será breve, lleno de nubes. En la mesa de al lado han terminado de comer y los tres se han quedado callados. Pau juega con un pedazo de pan y lo desmigaja sobre el mantel cuando Águeda les pide que la disculpen.

Ha decidido subir a su habitación y descansar un rato. Mireia se ofrece a acompañarla. Su gesto decidido no admite discusiones y corta de raíz la propuesta de Pau de hacerle de guía. Se levantan de la mesa y, casi a la vez, lo hace el pintor. No queda nadie más en el comedor. Cerca del umbral se encuentran las miradas de los cuatro, y Pau aprovecha para hacer las presentaciones. Ella lo mira sin terminar de verlo del todo, tiene la sensación de que, en un período corto de tiempo, ha debido memorizar demasiadas caras. La de este hombre parece hecha de arcilla, marcada por muchos dedos.

Agueda sigue a Mireia por la escalera y los pasillos. Pasa delante de una hilera de puertas cerradas, pero no siente curiosidad por abrir ninguna de ellas. Está algo harta de descubrimientos y quiere estar sola. En el suelo de la habitación está su maleta. Se da cuenta apenas ha entrado en ella, al recorrer con la vista los muebles y los objetos: todo es exactamente igual a como esperaba encontrarlo. Quizá las dimensiones algo más reducidas, pues la distancia trastorna las medidas y las proporciones. Están los muebles, las cortinas entreabiertas delante de la ventana que da al jardín y, sobre todo, un silencio que invita a la reflexión.

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