Lola

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PRIMERA PARTE » IV

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IV

 

LA habitación verde más de veinte años atrás: un espacio muy quieto. A Agueda siempre le había gustado refugiarse en ella. Al principio porque era el único lugar donde podía escapar de los juegos de los primos; después, cuando se convirtió en una adolescente de piernas largas, porque aquellas paredes le permitían respirar. Todo esto era antes de que ocurrieran los hechos que motivaron su marcha, cuando los días transcurrían tranquilamente, y se imaginaba una existencia permanentemente sólida, como la de aquellos tala votes adonde iban corriendo a esconderse y que parecían torreones sin grietas erigiéndose en la llanura. Una vida algo aburrida, con una soñolencia que no paralizaba demasiado.

Los días transcurrían uno tras otro cual idénticas hileras de hormigas. Cada uno disponía del mismo tiempo y espacio que los tíos habían establecido para los tres. La casa era la gran protagonista, convertida en un escenario de dimensiones inalcanzables. Durante toda su infancia, la vio como una fortaleza protectora. Ella estaba dentro acompañada de las cosas conocidas, el resto del mundo quedaba fuera. A su lado, en el epicentro del círculo, estaban los tíos y los primos, pero también la glorieta del jardín, las arcadas del porche, los rincones con pasillos y escaleras, y la habitación que era del mismo color de las hojas.

Después llegó a pensar que los extremos se tocan. Fue cuando perdió la paz. Como nunca había hecho nada para ganar aquella tranquilidad de cuerpo y espíritu sino que la consideraba algo natural que formaba parte del orden lógico de su mundo, pronto se sintió perdida. Incapaz de retener un bien que escapaba de sus manos, sin poder hacer nada para impedirlo, sólo supo reducir los límites del círculo. Invadida por una desconfianza que hasta entonces había ignorado, expulsó a los tíos y los primos, y sólo dejó en él los espacios secretos de la casa. Todos menos uno: la habitación donde nunca más pudo dormir.

Los cambios se produjeron en pocos meses. Antes, sin embargo, hubo años enteros de fotografías y medias palabras, de juegos infantiles y preguntas que no obtuvieron respuesta. Nada la inquietaba demasiado porque vivía en un lugar seguro. La solidez de las paredes calmaba sus dudas sobre el pasado y dotaba de cuerpo, presencia y voz a las figuras de los viejos álbumes. Con eso tenía suficiente. Cada vez que alguien le hablaba de su madre —lo que no sucedía con demasiada frecuencia— recordaba el rostro de los retratos. Un rostro siempre joven y sonriente.

La muerte significaba una fotografía. Era así de sencillo y poco doloroso. Observaba aquellos álbumes donde una mujer joven sonreía, y aquella imagen significaba no existir o existir sólo en el recuerdo, poca cosa. Por eso le gustaba volver las hojas y ver en ellas aquellos ojos que se parecían a los suyos y que nunca hacían preguntas. En realidad, era ella la que interrogaba a los demás. Durante años se dedicó a investigar el pasado. Hacía preguntas al tío cuando lo encontraba de buen humor, a la tía, que le respondía nerviosa y cambiante como el viento, e incluso a Miquel, que hacía muchos años que conocía aquella familia. Nunca sacó nada en claro respecto a los hechos que precedieron su llegada al mundo. La única respuesta eran los álbumes, unos trozos de cartón donde siempre aparecían las mismas escenas. El resto era una vieja historia hecha de verdades a medias y de alguna mentira que le contaron en el pueblo. La gente comentaba esta historia de vez en cuando y, aunque todo el mundo callaba al advertir su presencia, ella recogía los fragmento«y les daba color. A partir del comentario de uno o de la confidencia de otro, con las cuatro frases que robaba de una conversación escuchada al azar, reconstruía lo que debió de suceder y llenaba los espacios en blanco de cada silencio.

Los tíos le dijeron que su madre murió joven, poco después de nacer ella. Hablaban de una larga enfermedad, pero no contaban muchas cosas más. Los detalles debía descubrirlos ella sola. Quizá en el álbum donde había una imagen exacta de ella. Una imagen algo amarillenta a causa del tiempo, tintada con los colores de las sombras, que servía para explicarle cómo había sido. Una figura que sólo quería decir muerte pero que todavía mostraba, a pesar de los años y del color amarillo del papel, unos ojos casi tan llenos de dudas como los suyos.

En las fotografías aparecían otras personas al lado de aquella chica. Estaba la tía, rejuvenecida de repente, con un paraguas abierto o un libro entre sus manos porque no podía evitar sentirse tensa ante la cámara y necesitaba el contacto de algún objeto que la salvara de aquella proximidad. Era curioso que con los años no hubiera perdido la manía de encogerse ante las cámaras y, en cambio, no conservara ni una brizna de su encanto de antes. Le parecía una broma de mal gusto. Debió de haber un malentendido —tal vez se trataba de una bruja malvada, o quizá sorda— porque tan sólo le permitió eternizar el miedo que le producía un objetivo.

Aparecían también las amigas de las dos hermanas, unas esbeltas adolescentes convertidas hoy en floridas matronas. Estaban los abuelos con su rostro arrugado y los puños de la camisa o del vestido blanquísimos. También estaba el tío Martí, con su bigote recortado. Le gustaba el tío de antes. Le recordaba aquel soldadito de plomo que los primos guardaban entre sus juguetes, más tieso que un huso, con la mirada alerta.

En algunos de los retratos, el tío aparecía junto a su madre y su tía. Eran fotografías de grupo donde los tres parecían felices. Algunas estaban tomadas en el jardín de aquella misma casa, bajo las arcadas del porche. Siempre aparecía el mismo trozo de cielo, a veces nublado, otras muy despejado, y un sauce. Una vez, cuando era niña, se entretuvo en manchar las imágenes. Tuvo que preparar la operación con cuidado: espió los pasos del tío —aquel que no se parecía en nada al hombre del papel porque, estaba convencida, lo habían cambiado por otro, aunque nadie más que ella se hubiera dado cuenta del cambio—, abrió los cajones de la mesa de su despacho, donde nunca entraba porque a aquel sustituto no le gustaba que hurgaran en sus carpetas, y encontró el botecito de tinta negra, que de tan oscura se parecía a la sangre de la rodilla de Guillem el día en que cayó y dejó que la herida se secara ante sus ojos maravillados, hasta que el rojo se volvió oscuro a más no poder.

Cuando consiguió coger el bote de tinta y cerrar la puerta del despacho tras ella, se sintió feliz. Rápidamente subió la escalera y entró en el dominio polvoriento del desván. La luz entraba por unas ventanas de ojo de buey llenando el espacio de formas traslúcidas. Su tía decía que era pelusa flotando en el aire; ella sabía con toda seguridad que se trataba de fantasmas.

Antes de llenar los álbumes con círculos de tinta, quiso probar con sus manos: unos puntos pequeños que parecían pecas enormes. Eso era precisamente lo que quería: comprobar la consistencia de aquel líquido espeso, saber si era suficientemente denso como para borrar el rostro del soldadito de plomo. Sólo tuvo que buscar los retratos donde estaban los tres. En medio siempre estaba él, las dos hermanas, una a cada lado. Pensó que debía hacerlo con cuidado. No podía permitirse que una salpicadura ensuciara los ojos de su madre en los retratos. Nada debía desdibujar el contorno.

Sustituyó el rostro del tío por una mancha. Era como sí al acabarse el cuello, por encima de la camisa almidonada y justo debajo del sombrero, no hubiera más que una sombra. Sabía que era lo mejor. Cuando mirase los retratos, invertiría los papeles. A partir de aquel día, él sería el hombre que hacía mucho tiempo se había ido lejos, que daba que hablar a las mujeres del pueblo, que poblaba los silencios con miradas de reojo, y sus sueños con sospechas.

Cuando la tía descubrió su fechoría ya era demasiado tarde. Igual que la costra que se formó en la rodilla de Guillem, la tinta se había secado. Había sido un trabajo limpio, casi impecable, impropio de su mano, a menudo poco hábil. Desde entonces nadie se atrevió a mirarla con malos ojos. Sólo Guillem le habló de ello una vez, pocos meses antes de que ella se fuera, en una conversación que no repitieron nunca más.

—¿Por qué precisamente con tinta, Agueda?

—¿Qué quieres decir?

—Hay otras formas de borrar una cara y hacerla desaparecer de una fotografía.

—Tienes razón. Podría haber recortado su rostro con unas tijeras.

—Pero preferiste mancharlo.

—Pensé que si lo recortaba dejaría un vacío. Como si lo hubiera mutilado.

—¿Y no se trataba de eso?

—No. Tan sólo quería sustituirlo.

—¿Por quién?

—Por mi padre.

Su padre como un soldadito de plomo, joven y erguido. Lo veía en aquel mismo jardín, muy cerca de las dos hermanas: su tía con un objeto cualquiera entre las manos, su madre con los dedos desnudos, casi desvalidos, y la mirada llena de interrogantes. ¿O era ella la que estaba hecha de interrogantes? Unas dudas que nunca nadie había sabido aclararle, aunque todo el mundo parecía dispuesto a fruncir los labios cuando las manifestaba. Durante años los álbumes fueron el único patrimonio que consideró propio. Del desván, algunos bajaron a la habitación verde, cuando fue capaz de doblegar la voluntad de su tía, que aseguraba que tan sólo eran un montón de cartones. Con el tiempo, la tinta cambió ligeramente de color. Se hizo menos opaca y adquirió una tonalidad difícil de definir, como de ala de mosca.

Cuando pasaba sus hojas, se acordaba de la historia que había ido confeccionando a partir de recortes de conversaciones, frases robadas, silencios que aprendió a dotar de significado y, sobre todo, de miradas que espiaban sus pasos por las calles del pueblo con un gesto de pena al verla llegar de lo lejos.

Una historia que hablaba de dos hermanas: una se llamaba Agnès, la otra Margarida. Tenían el pelo casi blanco de tan rubio, y los ojos como medias lunas. Eran las hijas de la casa y sus padres, unos terratenientes ociosos, casi nunca les negaban un deseo y las criaron abúlicas y sonrientes. Poco después de haber nacido, con pocos años de diferencia, todo el mundo estuvo de acuerdo en asegurar que eran casi idénticas. Sin embargo, con el tiempo, las diferencias iniciales, que eran tan sólo de matiz, se fueron acentuando. Agnès era la mayor y tenía una cintura fina y unos huesos delicados; la cabellera era del color de la paja. Cuando tenía que decir algo importante, tosía un poco porque era aprensiva por naturaleza. Le gustaban los colores suaves, que no dañaban la vista, y tocaba diligentemente —que no significa con mucho arte— el piano. Estaba dotada para hablar sin levantar la voz, cocinar tartas de frutas en el homo de casa, y bordar pañuelos. No le gustaban los animales del jardín ni los rosales porque pinchan. Era poco habladora y no veía el mundo más allá de su nariz que, por cierto, arrugaba con frecuencia hacia arriba como si quisiera oler el horizonte.

A Margarida, el pelo se le fue oscureciendo lentamente. Como se pasaba demasiadas horas entre los sauces, la piel de sus manos y de la frente era ligeramente bronceada. Reía a menudo y entonces le aparecían unos hoyuelos en las mejillas, pero cuando lloraba, se le formaban unas arrugas entre las cejas que desaparecían más tarde. Era temperamental. Según los que la conocían, era indisciplinada y vehemente como una heroína de novela barata. La verdad es que no escuchaba a nadie, porque vivía al acecho, esperando la maravilla. Entretanto, le gustaba bailar y leía libros robados en el desván.

La maravilla que deseaba Margarida estaba hecha de música azul y tenía el color de los violines. Soñaba despierta y se dormía pensando en ella. No le había dado un nombre ni le otorgó unas formas precisas. A menudo, imaginaba que llegaría un día capaz de dotar de significado a todos los demás, que veía transcurrir lentamente, muerta de aburrimiento. Un día en que el tiempo, que renqueaba, no dispondría de suficientes horas para que pudiera saborearlas.

La metamorfosis no llegó con el novio, que era elegante y aburrido como un lirio. Se llamaba Martí, llevaba un reloj de oro en el bolsillo y fumaba puros. Se conocieron en el pueblo. Como cada domingo, Margarida había ido al oficio con sus padres; él espió sus pasos y sus ojos. A veces se preguntaba si debió de sonreírle sin querer o si, por una curiosa equivocación del destino, durante un instante llegó a confundirlo con alguna otra persona. En cualquier caso, la confusión no duró demasiado. Pronto descubrió que tenía agua en las venas y en el corazón. Un pequeño lago que nadie adivinaba a primera vista pero que debía de pesar mucho.

A Martí le preocupaban los libros de cuentas, que nunca llegaban a cuadrar, el precio del ganado y la mala educación de algunas criadas. Era un hombre de orden, que saboreaba las palabras antes de pronunciarlas, y que la hacía bostezar. Escuchándolo, se quedaba dormida lo que, en el fondo, le parecía un buen presagio porque ella siempre había padecido algo de insomnio. Desde que lo conoció, ya no se reía por cualquier tontería, circunstancia que los que la conocían interpretaban positivamente: por fin había sentado la cabeza.

Los padres celebraron la llegada del novio con grandes fiestas. La hermana le envidiaba las atenciones y los obsequios —un libro, un pañuelo de hilo, una caja de chocolates—. Así pues, se encontró sin darse cuenta con el futuro escrito. Nadie se atrevía a poner en duda que era la más afortunada del mundo. Cerraba los ojos y dejaba que las cosas pasaran como dictaban los demás, sin poner demasiados obstáculos.

Martí era aficionado a la fotografía. Tenía una máquina que envió a buscar fuera de la isla y que era la admiración de todo el mundo. Cuando descubrió que a Margarida le hacía gracia el aparato, se acostumbró a fotografiarla. Aquél fue el origen de los álbumes que había en el desván, y que acompañaron la infancia intrigada de Agueda. Muchos atardeceres. cuando todavía lucía el sol, jugaban a retratarse. Unas veces, con el vestido color hierba y los sombreros, otras con la actitud seria, como si percibieran lo que estaba por llegar o como si pudieran ver cuál iba a ser el futuro de aquellas imágenes enfocadas con un objetivo, todavía ciertas y vivas, pero pronto transformadas en papeles inútiles.

Había algunas donde aparecían los tres. Agnès y Margarida, una a cada lado, y Martí en medio. Casi todas estaban tomadas en el jardín, bajo las arcadas del porche o en la glorieta, cerca del tronco protector de los árboles, o junto a alguna de las ventanas que daban al patio. Tenían las miradas limpias, sin sombra de sospecha. En una, él inclinaba un poco la cabeza en dirección a Margarida mientras Agnès sujetaba un objeto cualquiera entre sus manos. A veces —quizá era un fallo causado por un exceso de luz—, Agnès observaba de reojo al prometido de su hermana, Margarida parecía a punto de perder la compostura o Martí esbozaba una sonrisa. Viéndolos cualquiera habría afirmado que eran felices.

La culpa la tuvieron los fuegos de Sant Feliu. O al menos eso es lo que aseguraron las mujeres del pueblo durante mucho tiempo. Lo decían en voz baja, cuando Agueda pasaba, y la saludaban con la sonrisa de quien esconde secretos, de quien sabe demasiado sobre la vida del otro y no lo cuenta porque no le apetece. Eran sonrisas de condescendencia y de lástima que forjaron la infancia de Águeda por aquellas calles.

Dicen que quien se acerca demasiado al fuego suele quemarse. Sobre todo si son los fuegos de artificio que llenan el cielo la última noche de fiesta. La gente subía a la plaza del pueblo. Había una iglesia con un campanario, cuatro bancos de madera y un café. Había una especie de cucuruchos blancos que empezaban a temblar cuando soplaba algo de viento porque, en verano, las noches suelen ser quietas. Los niños tomaban helados o se compraban globos. Los adolescentes se espiaban los ojos. Los mayores bebían cerveza o limonada.

El espectáculo del fuego era celebrado con exclamaciones y silencios que se sucedían a intervalos muy cortos: una expresión de sorpresa surgida de un coro de voces al ver las chispas que subían y que después se derramaban, tras los tejados; el mutismo de aquellos que callaban a la vez, fascinados por la explosión de luz. Habían ido a verlos desde que eran niñas. Las acompañaban sus padres, observadores sonrientes del entusiasmo de Margarida, que siempre corría a situarse en primera línea, y del temor de Agnès, que era algo miedica y se protegía los ojos para que no los hiriera ningún trozo de brasa.

Aquel año no fue muy distinto de los anteriores. Hubo, más o menos, los mismos rostros de siempre. Sólo faltaron los viejos que murieron durante el invierno porque había llegado su hora, y un joven que se ahogó en un pozo a principios de verano. Algunas niñas tenían las mejillas como manzanas maduras, y estrenaban falda. Había una joven embarazada que iba del brazo de un hombre, los borrachos de siempre y el señor rector, cada verano más abatido. Los únicos cambios importantes que se produjeron según los testigos fueron los siguientes: la presencia de Martí por un lado, y los mismos fuegos, pero más lúcidos que otras veces, por el otro. La razón era que los habían encargado a una nueva empresa de mucho renombre en la isla.

Formaban un corro: los padres, las hermanas y el novio. La gente que pasaba cerca de ellos los saludaba con respeto, con una media sonrisa o una inclinación de la cabeza. De vez en cuando alguien se detenía a charlar un rato con don Jaume, el padre de Agnès y Margarida, o con doña María Antonia, la madre. La compostura del principio dio paso a una actitud más relajada. Las risas y las conversaciones permitieron que Margarida se sintiera a sus anchas. La sensación de multitud le permitía respirar, momentáneamente a salvo de las miradas de unos, las recomendaciones de otros y la insistencia de Martí.

Anunciaron la traca y todo fueron carrerillas. Igual que en un corral de gallinas alborotadas, las muchachas y los jóvenes buscaban refugio en los portales o en las esquinas, unos lugares desde donde podrían contemplar el fuego y los cohetes sin quemarse. Aquella confusión de pasos y chillidos favorecía el desconcierto. Margarida se encontró sola en medio de la plaza, rodeada por una cortina de humo y cohetes silbando a su alrededor. Había avanzado un par de pasos para ver de cerca los últimos fuegos y no se dio cuenta de la huida de los demás. Todo sucedió en un instante y fue visto y no visto, como nacido de un sueño. Pronto el humo le impidió orientarse y dio algunas vueltas sobre sí misma sin salir del espacio entre dos baldosas, hasta que alguien le tendió la mano y la condujo a través de la humareda. Era una mano áspera, cuadrada, con las uñas algo ennegrecidas: era la mano de Rafel.

Rafel trabajaba con su padre. Cada verano iban todos de un pueblo a otro, recorriendo la ruta de fiestas. Tenían un pequeño negocio de fuegos de artificio y conocían la pólvora de cerca. Hacía muchos años, cuando era un muchacho que no llegaba a la altura de un perro sentado, había visto cómo un cohete le hacía saltar un dedo a su padre. Después de aquel susto, no volvió a sentir miedo. Era difícil de explicar. Era como si todos los fantasmas que poblaban su infancia hubieran emprendido el vuelo con aquel dedo desmochado, sin avisos. Con los años se acostumbró a pasar por todo tipo de situaciones. Sabía que los cohetes eran peligrosos y que nunca es bueno confiarse porque en cualquier momento pueden estallar. A veces volaban verticales hacia el cielo y todo parecía sencillo. También los vio romperse en mil pedazos o dar con una chispa de fuego en el ojo de alguien.

Era alto y vivaz como una jineta. Tenía el pelo liso que le cubría la frente y las orejas, la nariz algo pronunciada, la sonrisa sincera. Decían que había roto algunos corazones durante aquellos veranos de cohetes. Margarida no vio su rostro; sólo notó una mano sujetando la suya y conduciéndola entre círculos de humo. Salieron de la placita y se dirigieron a la esquina. Allí quiso darle las gracias, levantó la mirada hacia Rafel y quedó cautivada. Así es como sucedió: no hubo grandes palabras ni razones. Sólo sus ojos, que coincidieron. Ella tosió un rato, a causa del humo o de los nervios. Antes de soltarle la mano, él se entretuvo un poco, como si quisiera encontrar una excusa que le evitara tener que hacerlo. Ella no se dio cuenta de las uñas sucias ni de aquel pelo demasiado largo que le ocultaba la cara. Rafel tampoco advirtió que, con el ataque de tos, tenía la nariz enrojecida. Cada uno se llevó una imagen irreal del otro, pero no importaba. Se habían descubierto en medio de humaredas y eso justificaba el margen de error. Terminó la traca y se encendieron las luces. Algo más lejos, vio a sus padres, a la hermana y a Martí. Había pasado muy poco tiempo, pero fue suficiente para transformar su vida. Aquella vida que debía ser ordenada y feliz.

El día de Todos los Santos, el aniversario de don Jaume, Margarida huyó de casa y se fue con Rafel. La escapada duró exactamente dos años, seis meses y doce días. Durante este tiempo, la pareja malvivió en una pensión de Palma, cerca de la estación de tren. El seguía trabajando con su padre, y ella pasaba mucho tiempo sola entre cuatro paredes enmugrecidas, con una bombilla que daba una luz enfermiza, y una manta de cuadros sobre las rodillas. Siempre tenía frío, como si llevara el invierno muy dentro de sí. Por las mañanas, se recogía el pelo, se lavaba la cara y las manos y salía a andar un rato. Con frecuencia recorría las vías del tren con la mirada baja, fija en la trayectoria de los raíles. Era un camino lleno de piedras pequeñas, con hierbajos que crecían entre el hierro y una sensación de horizontalidad amiga. Si el sol calentaba, imaginaba que al volver a aquella habitación que era su casa, las cosas no serían tan duras. Si había nubes, recordaba su pueblo. Rafel era un hombre de pocas palabras. Lo descubrió cuando empezaron a vivir juntos. Había creído que todo sería coser y cantar, pero cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde.

Tarde para rectificar lo que había hecho y volver a escribir su vida.

Comían en un café, justo debajo de la fonda: una taza de caldo y un trozo de pollo, o un plato de legumbres y huevos escalfados. Por la noche sólo tomaban algo de fruta. A ella, sin embargo, la comida se le atragantaba. Rafel le contaba que en el trabajo había tenido que devolver el pedido de pólvora porque había llegado tan mojada que no servía ni para fajina, y todo por culpa de los proveedores, unos auténticos sinvergüenzas. O le repetía un chiste que había oído en el almacén y que le daba risa, mientras se le encendía el rostro, y ella pensaba que parecía un cohete y que iba a arder de un momento a otro; o le contaba que tenían mucho trabajo y que casi habían echado los hígados a causa de las carrerillas y las prisas. O le aseguraba que en un par de meses podrían levantar cabeza y alquilar un pisito con un excusado y una cocina. Decía una de estas cosas y se quedaba dormido como un tronco, boca arriba, y Margarida lo miraba a través de la oscuridad con aquellos ojos incrédulos que nunca había tenido hasta entonces.

Si pensaba en las primeras veces que se vieron, después de la noche de los fuegos de artificio, le parecía imposible. Era cuando él espiaba sus pasos, se hacía el encontradizo con ella, le sonreía de lejos. Un día la besó detrás de un bancal, a la salida del pueblo. Fue un beso de color azul y eso la decidió. Más tarde se preguntó cómo había podido engañarse de aquella forma. La primera noche en la fonda fue un infierno, pero se acostumbró a soportar su peso antes de verlo caer rendido y dormirse a su lado. Después la castigaba el insomnio, tan lleno de reproches y preguntas. No sabía qué era peor, si las convulsiones de aquel cuerpo dentro del suyo, aquellos movimientos producidos por las ganas y la prisa o la sensación de tener la noche entera por delante, en una soledad donde sólo había espacio para los ronquidos del otro.

Cuando supo que esperaban un hijo, Rafel no pareció muy contento. Tenían problemas económicos, y a duras penas llegaban a sobrevivir. Margarida se pasaba cada vez más horas sola en la pensión; él andaba a menudo por la taberna o la calle. Pensó en la posibilidad de caminar todo el día y toda la noche: recorrer las vías del tren y, antes o después, regresar a casa. Le gustaba observar el hierro, las piedras del suelo y la sombra verde que crecía por doquier.

Aquellos raíles eran su única salida, si era lo bastante valiente como para recorrerlos pacientemente, un paso tras otro, hasta que aparecieran en el horizonte las primeras casas del pueblo. Sólo así sería posible volver a ver el campanario, las calles empinadas y el contorno de las casas. Podría recorrer el sendero que conducía a la avenida de cipreses y respirar tranquila como si todo hubiera sido una pesadilla.

No fue necesario que se decidiera a emprender la ruta. Con la cabeza llena de vías de hierro y vagones de tren, casi sin palabras, observó que la actitud de Rafel se hacía cada vez más distante. De repente, sin previo aviso, desapareció. Se fue muy temprano, cuando el sol empezaba a asomarse a través de aquella rendija que era su ventana. Le dijo adiós con los dientes cerrados y la vista fija en las baldosas del suelo mientras cerraba la puerta con suavidad. Al mediodía, al ver que no llegaba, Margarida no salió de la habitación. Le daba pereza ir sola a la taberna y, además, no tenía dinero. Aquel día tampoco cenó y no durmió en toda la noche, espiando los ruidos de fuera, por si acaso oía sus pasos subiendo la escalera. No sabía si deseaba verlo aparecer o si, en realidad, rogaba para que se confirmaran sus sospechas. Se lo dijeron dos días después: no regresaría. Se había embarcado con un compañero del trabajo, decidido a poner distancia, sin más explicaciones. Cuando su padre fue a verla, la encontró sentada en la cama, con las persianas cerradas y la manta de cuadros sobre las rodillas.

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