Loki

Loki


Capítulo veintiséis

Página 42 de 45

Capítulo veintiséis

Los dos ejércitos, uno inmensamente superior al otro en número, se dispusieron frente a frente en una llanura esmeralda. Tyr no podía creer que existieran tantos gigantes: se extendían hasta donde alcanzaba la vista, masa tras masa, cada uno al menos el doble de alto que Thor y muchos tan grandes que hasta el propio Tronador apenas medía lo que sus pulgares.

Los ejércitos de Asgard estaban silenciosos y melancólicos, observando a sus enemigos a través del campo con rabia y resignación. Una vez que la batalla estuviera en marcha, dejarían volar los cantos de guerra y gritos de furia, pero, por el momento, reinaba el silencio. Los ejércitos de Jotunheim, como salvajes que eran, se entregaban en cambio con entusiasmo al comportamiento ruidoso y burlón. Se trataba tan sólo del preludio, de un intento de intimidar, por lo que no avanzaron todavía. Pero pronto lo harían y la sangre teñiría el campo de escarlata.

Aunque sabía que era imposible, Tyr buscó entre las filas cualquier signo de Fenrir. No lo vio, pero eso no quería decir que no estuviera allí. Sin embargo, no sentía la presencia de la bestia, y estaba bastante seguro de que la sentiría si el lobo estuviera cerca. Necesitaba encontrarse con ese enemigo en el campo de batalla y mataría a la totalidad de Jotunheim para llegar a él si era necesario. Ya no podía descansar sabiendo que Fenrir estaba en algún sitio burlándose de él y mofándose de su vieja herida.

En los momentos anteriores al comienzo de la carga sobre los ejércitos de Asgard se hizo súbitamente el silencio entre los gigantes. Los dioses y sus aliados mantuvieron su posición con firmeza, empuñando el acero, sabiendo que las primeras filas de colosos serían las primeras de muchas en morir a sus manos. Era posible que hubieran superado al retén de Heimdall, pero ahora tenían delante a los dioses de la guerra y no tardarían en averiguar lo que significaba enfrentarse a ellos.

A medida que el ejército gigante se acercaba, Tyr notó algo en el cielo, justo por encima de la franja de árboles, que llamó parcialmente su atención a pesar de la inminente amenaza de los colosos. Era un brillo en el aire, seguido de la materialización de la nave más grande que había visto en su vida, flotando en lo alto, en la brisa. Todos los allí convocados se detuvieron un instante, incluso los gigantes, mientras el barco se hacía más plenamente corpóreo. Tyr sintió que lo recorría una mezcla de rabia y angustia: de pie al timón estaba Loki, aunque tenía algo distinto, y junto a él había un lobo enorme.

Había crecido mucho desde la última vez que Tyr lo había visto, pero aún así era, sin lugar a dudas, la misma bestia que había masticado su mano hacía muchos años. Tyr cerró más fuerte su puño y apretó la mandíbula. En aquellos últimos segundos antes del choque violento de los ejércitos, su sed de sangre se multiplicó por diez.

El breve respiro ante la aparición de la nave concluyó cuando los gigantes volvieron a la carga. Una oleada de temor recorrió los ejércitos de los dioses cuando todos los muertos provenientes de Niflheim cayeron en cascada de la nave justo en medio de ellos mientras la ola de gigantes se estrellaba contra las primeras filas.

El torrente de muertos fantasmales parecía interminable, pero las huestes combinadas de los einherjar y las valkirias les plantaron batalla. Las sombras del inframundo se abalanzaron sobre todos los rivales que encontraron, superando su falta de habilidad con la fuerza aplastante de sus números. Cada einherjar era acosado por diez o más de aquellas almas muertas que les arañaban, mordían y golpeaban con todas las armas que tenían, desde cuchillos y palos hasta hachas e incluso con los huesos desnudos de sus dedos. Se defendieron ferozmente: cada uno de los guerreros escogidos a mano para Odín estaba acostumbrado al dolor y a la lucha gracias a la implacable rutina de batallar, morir y resucitar para luchar y perecer de nuevo. Escindieron las cabezas de las sombras con sus espadas, aplastaron sus cráneos y huesos con pesadas hachas a dos manos y con largas dagas les arrancaron las tripas que les quedaban.

Las valkirias entraban y salían de acción sobre sus pálidos corceles, apareciendo en un lugar con una hoja brillante para cortar brazos, piernas o cabezas, y luego apareciendo con la misma rapidez en otra parte para apuñalar a un enemigo en su cuenca ocular, enorme y vacía. Casi todas se mantuvieron ilesas gracias a su velocidad, pero no siempre pudieron evitar las manos y las garras de los muertos que las buscaban incesantes. Las valkirias, una vez que se volvían corpóreas para golpear, resultaban ser vulnerables al contraataque. Algunas fueron asaltadas en mitad de un tajo, el brazo con el que manejaban la espada inmovilizado bajo el peso de veinte o más demonios que las arrastraron al suelo, tirándolas de sus monturas y acumulando sobre ellas brazos batientes y dientes afilados. Las que así cayeron no se levantaron de nuevo, y sus corceles, privados de la dirección de sus doncellas guerreras, también fueron arrastrados y mutilados sin piedad.

Los dioses estaban fuertemente presionados por la multitud de gigantes que se les venía encima y ni siquiera pudieron ver los estragos que tenían lugar detrás de ellos. Cada uno de los dioses ya se encontraba rodeado por decenas de gigantes a los que había matado, pero los que quedaban eran innumerables. Mantuvieron la línea con fiereza, apoyados desde atrás por los einherjar, que apuñalaban y golpeaban con la saña nacida de una eternidad de luchas sangrientas, y por las valkirias, que aparecían de repente gritando para enviar sus espadas sobre la carne de un gigante y luego desaparecían con la misma rapidez para atacar a algún otro.

La espada de Tyr cortaba sin piedad a través de las piernas de un coloso, gruesas como árboles, haciéndole caer tambaleante junto a docenas de sus parientes sobre un suelo de sangre y lodo. Con la velocidad del rayo y movimientos precisos enviaba la espada dentro y fuera de los cuerpos de los enemigos que se aproximaban mientras esquivaba con facilidad sus torpes ataques. Un gigante todavía más grande usó un tronco a modo de porra para golpearle. Él se colocó a su derecha y lo esquivó justo en el momento exacto. El árbol impactó a un gigante más pequeño directamente en el pecho, rompiéndole las costillas y enviándolo hacia atrás contra el suelo. Tyr lanzó un tajo alto y le arrancó la mano izquierda al gigante. Al grito de dolor y de ira le siguió una lluvia de sangre y la caída del tronco del árbol. El gigante se había estirado instintivamente, por lo que sus áreas vitales quedaron expuestas. Tyr apuñaló en la ingle a la criatura, que se dobló y cayó al suelo, sangrando y herida de muerte.

Oyó un gruñido detrás de él, un sonido más bestial que los producidos por los gigantes. Se dio la vuelta justo a tiempo, esquivando la acometida de una bestia salvaje de dientes afilados y rozándola con su espada, que dibujó una herida superficial en el bajo vientre de la criatura. Fue recompensado con un aullido de dolor y se giró una vez más, enfrentándose de cara a la bestia, deseoso de continuar con la lucha que había planeado durante tanto tiempo.

El ardor quedó rápidamente reemplazado por la decepción. Se trataba de una enorme criatura parecida a un lobo, con mandíbulas babeantes y músculos tensos bajo la piel manchada y negra, pero no era Fenrir.

Había oído historias sobre aquel engendro. Era Garm, una bestia inmunda que custodiaba la entrada —y la salida— de Niflheim. Criada por Hel, atacaba a cualquier cosa que pensara que podía matar, ya fuera dios o demonio. A medida que lo encaraba, las mandíbulas de la bestia se abrieron, derramando saliva caliente por el suelo. Se preguntó si habría alguna inteligencia tras aquellos ojos rojos, o si se trataba simplemente de pura hostilidad y rencor.

No tuvo mucho margen para reflexionar antes de que se lanzara contra él. Se hizo a un lado con destreza y anotó otro corte superficial en el sabueso. Por detrás, un gigante trató de agarrarlo y fue recompensado con su espada en la garganta, pero su atención se desvió lo suficiente para que Garm le hundiera las mandíbulas en la parte posterior de la pierna, haciéndole sentir rayos al rojo vivo atravesándole el cuerpo. Utilizando los enormes músculos de los hombros, Garm torció bruscamente la cabeza a la derecha y le arrancó a Tyr un trozo ensangrentado de pierna.

Tyr gritó, más de rabia que de sufrimiento, aunque le dolió casi tanto como cuando Fenrir le amputó la mano. Atacó, ignorando sus movimientos normalmente precisos y calculados a causa de la ira y la furia. La hoja falló, pero el puño destrozó el hocico del perro y varios dientes rotos cayeron al suelo. Garm no reaccionó ante el dolor. En cambio, apretó con fuerza la mandíbula tras situarla alrededor del brazo de su atacante. El perro oyó y sintió el crujido de los huesos cuando sus dientes se clavaron en la carne del brazo de Tyr.

Garm no abrió las mandíbulas, sino que torció de nuevo con fuerza cuello y cabeza, levantando a Tyr del suelo y lanzándolo a tierra. Atrapado bajo el sabueso con el antebrazo todavía en las fauces de hierro de la bestia, se vio obligado a recurrir a tácticas de fuerza bruta para liberarse. Golpeó al sabueso una y otra vez con el extremo de metal de su brazo manco y con toda la contundencia que pudo reunir. Al principio, los ataques sólo enfurecieron al perro, que sacudió a Tyr y le provocó dolores que le recorrieron el cuerpo cada vez más intensamente y que le hicieron difícil golpear a la bestia con toda su fuerza.

Al cabo, fue capaz de colocar su pie bajo el cuerpo de Garm y empujar hacia arriba. El perro, perdiendo su punto de apoyo, aflojó involuntariamente los músculos de la mandíbula. Tyr rodó y se colocó sobre la criatura y le rompió una y otra vez el extremo metálico de su brazo manco contra el lateral del rostro. Aún así la bestia no cedió y el rasguño de sus garras se hundió a través de la armadura y el pecho de Tyr, dejándole profundos surcos sangrientos.

Ambos rodaron por el suelo sin que Garm soltara el brazo de Tyr, que ya estaba a punto de partirse en dos por la intensa y aguda presión de las mandíbulas del sabueso. Sangrando profusamente por la herida y lleno de intensa agonía ante cada giro y movimiento, Tyr cambió de estrategia. En lugar de tratar de liberar su brazo de la mandíbula de Garm, comenzó a forzarlo dentro del hocico de la bestia.

Garm, sorprendido por ese cambio repentino, liberó un poco la presión en el antebrazo, aunque los afilados colmillos aún se mantuvieron firmes en la carne de Tyr. Con nervios de acero, Tyr se inclinó y metió el codo en la garganta de Garm. Juntó el peso de su cuerpo y toda la fuerza que pudo concentrar y se apoyó contra la tráquea de la bestia. Garm luchó salvajemente, hundiendo sus garras en Tyr y abriéndole surcos en la coraza y en el pecho, pero no pudo desembarazarse del dios o liberar la presión de su garganta.

Sangrando por las profundas heridas de su torso así como por los graves cortes de su ya inútil antebrazo, Tyr convocó cada pizca de energía que le quedaba y apretó aún más la garganta de Garm. Las convulsiones del sabueso aumentaron salvajemente durante unos instantes. Luego, el animal se calmó y finalmente se detuvo cuando la oscuridad desde donde había sido engendrado lo reclamó de nuevo.

Cubierto de sangre y sudor, más débil de lo que recordaba haber estado jamás, Tyr le abrió las fauces y retiró su brazo destrozado. Su mano colgaba lánguidamente al final y el hueso astillado y roto era visible en medio de carne desgarrada y sangre goteante.

Vio su espada tendida sobre el cadáver retorcido de un gigante y se acercó cojeando a reclamarla, sin entender que ya le era inservible. De pie sobre ella, se agachó para levantarla por instinto cuando la sombra cayó sobre él. Se giró para ver el ceño enojado de un gigante cubierto de sangre que aferraba un hacha enorme con cabeza de piedra. El hacha bajó demasiado rápido para que su cuerpo herido y exhausto pudiera esquivarlo. La cabeza de piedra encontró la carne y los huesos del dios con una fuerza irresistible y los aporreó hacia el suelo. Todavía algo consciente, Tyr volvió la cabeza y le pareció ver otro lobo en el borde de su visión, encaramado y observando con una sonrisa en su largo hocico. A continuación, el hacha cayó de nuevo sobre Tyr y borró su existencia de los Nueve Mundos.

El Tronador era un muro en sí mismo, apenas sin necesidad de ningún otro dios para mantener una línea contra los gigantes. Mjolnir brilló una y otra vez, dejando una estela de destrucción mientras surcaba a través de los cerebros de los gigantes, dejándolos caer al suelo y regresando a la mano de Thor justo a tiempo de romper piernas o aplastar costillas con movimientos arrolladores. Mientras luchaba, los truenos ensordecían a quienes lo rodeaban, desgarrando los tímpanos de amigos y enemigos por igual y haciendo volar las manos en agonía a ambos lados de la cabeza. Los rayos caían de las nubes, reventando los cuerpos de algunos y abrasando la carne de docenas.

Incluso sin Mjolnir, Thor era una fuerza formidable. Capturó la maza de un gigante en mitad de un golpe y lo tiró al suelo sin soltar el arma. Levantó a otros que intentaron atacarle y luego los arrojó contra sus camaradas. Los puños de Thor rompieron los huesos de los gigantes, sus botas abrieron anchos surcos en el suelo y sólo con sus gritos hizo temblar a sus enemigos. No tuvo que luchar demasiado antes de que los gigantes se preguntaran si era siquiera posible derrotarlo.

Cautivados por su radiante energía, los guerreros muertos de Niflheim lo buscaron. Al romper la rodilla de un gigante y golpearle con Mjolnir en la cabeza mientras yacía en el suelo, se vio superado por un enjambre de muertos. Se vertieron sobre él como el oleaje, por cientos, cada uno débil y frágil pero compensando sus naturalezas mezquinas con cifras brutales. Derribaron a Thor y continuaron acumulándose sobre él, cada adversario mordiendo, arañando y golpeando todo lo que podía alcanzar, incluyendo a los demás guerreros muertos. En aquel ataque frenético, Thor quedó enterrado bajo la avalancha de guerreros caducos.

Un estallido violento abrió un túnel a través de los muertos; las extremidades y la carne salieron disparadas al liberarse Mjolnir. Todo un lateral de la pila se desplazó entonces y los muertos se derramaron por el suelo, cada uno luchando infructuosamente por recuperar la posición. De todas partes surgían violentamente los troncos y las diversas partes del cuerpo, haciendo que temblara el túmulo montañoso.

Por último, la pila de guerreros de Niflheim fue desplazada hacia adelante y la mayoría de ellos se vino abajo. Thor era ahora visible y estaba desgarrando guerreros muertos con sus propias manos, olvidándose de los ataques que se le adocenaban. Mjolnir regresó a su mano y lo hizo volar de nuevo. Golpeó a decenas de guerreros, abriendo agujeros a través de sus cuerpos, que se desplomaban incapaces de levantarse.

Cuando una vez más Mjolnir volvió a estar en su poder, Thor lo sostuvo en alto y el rayo salió del martillo en múltiples arcos, alcanzando a decenas de guerreros, friendo su carne pútrida y desmembrando sus cuerpos. Cuando el humo se disipó, Thor estaba solo ante decenas de gigantes que todavía luchaban. Por primera vez tuvieron miedo.

El suelo se agitó y todos los que estaban cerca de Thor —decenas de gigantes y cientos de otros guerreros— fueron arrojados al suelo ante la fuerza del ataque. Durante un breve instante, el sol fue borrado del cielo por una enorme sombra que se cernía en las alturas. Thor se alzó rápidamente con la incertidumbre cubriendo su rostro una primera vez al girarse para ver el origen de la sombra.

Apenas tuvo tiempo para la impresionante visión de la descomunal serpiente antes de que se estrellara sobre él, atacándolo con las fauces primero y clavándolo en el suelo, que tembló varias leguas a la redonda y agitó el campo de batalla tan intensamente que todos los reunidos se preguntaron si realmente estaban experimentando el final en ese momento. Jormungand continuó hundiendo a Thor en la tierra, atrapado en la trampa de sus mandíbulas, hasta que la cola de la serpiente desapareció en el agujero que había creado.

Durante largos minutos, el campo de batalla se agitó como si sufriera un terremoto, arrojando a los combatientes al suelo igual que si fueran niños. El trueno rugió desde debajo de la tierra, aunque nadie sobre la superficie podía afirmar si era el propio Thor o era la presión brutal de la serpiente golpeando la roca y todo lo que yacía bajo la tierra de Asgard. La batalla prosiguió pero con inquietud. Los guerreros se enfrentaban a cada temblor subterráneo con la sospecha que en cualquier momento Jormungand podría alzarse del suelo y matarlos a todos a su paso.

Cerca de donde la serpiente se había clavado en el suelo surgió una violenta erupción de roca pulverizada que golpeó y mató a los combatientes más próximos e hirió a muchos otros. La siguió un gran penacho de polvo que oscureció la visión de todos en los alrededores inmediatos.

Cesó entonces la batalla, pues todo guerrero en el campo deseaba conocer el resultado de la lucha y si el Tronador había sido derribado al fin por la serpiente de Midgard. Los Aesir más próximos temían lo peor y valoraron las consecuencias de perder al guerrero más poderoso que habían visto los Nueve Mundos. Sus temores se hicieron realidad cuando el polvo y la suciedad se asentaron y se distinguió la cabeza de la enorme serpiente sobresaliendo del agujero que había creado, sin ninguna señal visible de Thor.

Los vítores de los gigantes eran ensordecedores y la trascendencia de la pérdida pesaba en el alma de los asgardianos restantes como una piedra de molino. Lucharían, y los gigantes y los guerreros muertos caerían por miles, pero, por primera vez, la derrota no era sólo una posibilidad remota.

Pero los vítores se calmaron cuando los ejércitos del caos no notaron ningún movimiento de la serpiente. Su cabeza tan sólo reposaba allí, sus ojos sin párpados, abiertos aunque inmóviles. Se hizo el silencio cuando la cabeza empezó a moverse ligeramente y quedó claro que el movimiento no nacía de su propia voluntad. Algo la movía y todos los reunidos allí cayeron entonces en la cuenta de que Jormungand ya no estaba viva.

Debajo de la cabeza había una figura diminuta, minúscula en comparación con el enorme reptil. Pero aquella figura alzaba los brazos con la serpiente sobre su cabeza y el destello blanquiazulado de un relámpago se veía en sus ojos.

Fue el turno de los vítores asgardianos y, aunque su número era mucho menor, el sonido que brotó de sus labios eclipsó completamente al de los gigantes.

Thor arrojó lejos la cabeza de la serpiente, evidenciando ahora su cuello torcido y el cráneo roto. Con Mjolnir todavía en su puño, el Tronador se tambaleó nueve pasos hacia adelante y luego se desplomó de bruces en el polvo y permaneció inerte.

El Tuerto estaba cerca; Fenrir podía sentirlo a través de la muchedumbre. El lobo había atravesado a los einherjar con furia, despedazando torsos y extremidades para dejar tras de sí un rastro de sangre y desmembración, mientras en su piel quedaba una capa resbaladiza de sangre. Sabía que el Tuerto estaría cerca de sus apreciados guerreros y si el lobo mataba suficientes, tal vez Odín lo buscaría para su pesar.

Al merodear por los campos ensangrentados, atacando a víctimas inocentes con sus mandíbulas de hierro cuando veía la oportunidad de matar a más de aquellos asgardianos, apareció súbitamente frente a él una doncella pálida, protegida con una armadura y blandiendo una espada ancha, que cargó con determinación contra su cabeza. Se agachó justo a tiempo y sintió el aguijón de la espada arrancándole la punta de una oreja.

Entonces Fenrir saltó como un resorte, más rápido de lo que debería ser capaz un animal de su tamaño, capturando a la doncella, desprevenida para el contraataque. Sus patas golpearon la coraza, tirándola del caballo, y sus descomunales mandíbulas se cerraron sobre la cabeza y partieron su cráneo como harían con un frágil huevo. Lo escupió y se volvió hacia el caballo asustado, desgarrando su garganta de un brutal mordisco. Los cadáveres del caballo y la doncella se desvanecieron en la nada mientras el lobo avanzaba a través del laberinto de muertos y curtidos guerreros.

Apartó un monte de gigantes exánimes con lanzas que sobresalían de sus gargantas y vio una figura demacrada y delgada que vestía de malla gris, tenía dos lobos a su lado y empuñaba una siniestra lanza de batalla que goteaba sangre coagulada. Parecía la muerte encarnada y Fenrir se preguntó cómo alguien podía rendir culto a aquel dios maligno que se aprovechaba de los débiles, que robaba bebés de los pechos de sus madres y que encadenaba y torturaba a los que amenazaban su tiranía. El Tuerto no iba a sobrevivir aquel día, pensó, y saboreó la idea de que sus mandíbulas pronto estarían en torno a su garganta.

Se encargaría primero de los lobos. Una presión rápida rompería la columna vertebral y después lanzaría sus cuerpos flácidos a los montículos de cadáveres a su alrededor. Luego trataría con El Tuerto y tendría siempre cuidado de su lanza. No subestimaría a ese dios: Fenrir se movería con cuidado, golpeándolo en el momento justo, eviscerándolo y engullendo sus entrañas mientras poco a poco moría a sus pies.

El dios le hizo frente. Sus lobos gruñeron y adoptaron una actitud salvaje, preparados para saltar a la orden de su amo. El Tuerto hizo algo extraño: colocó una mano sobre uno, calmándolo, y habló en voz baja al otro. Los lobos dejaron de gruñir y súbitamente se alejaron de su lado, desapareciendo en medio del caos que les rodeaba.

Cauteloso por si volvían, Fenrir avanzó lentamente mientras tomaba la medida al dios. El Tuerto simplemente se quedó allí, con la lanza apuntando hacia arriba y la base apoyada en el suelo a sus pies. Parecía completamente indefenso ante cualquier ataque.

Fenrir le gruñó:

—Mueres hoy.

—Sí —respondió.

Atento ante un posible truco, olfateó el viento para ver si alguno de los otros Aesir estaba cerca, planificando un ataque, y decidió que aunque fuera una trampa, un ataque rápido seguía siendo la mejor manera de abatir a Odín. Incluso si su carga inicial no tenía éxito, quedaría en una posición ventajosa y quizá quienquiera que esperara atacarle sería menos agresivo si estaba tan cerca de su líder. Apoyando sus garras sobre la hierba resbaladiza, se precipitó dando un salto hacia adelante.

El Tuerto cayó bajo su peso como un viejo arrugado. Sorprendido de que no hubiera ningún contraataque, Fenrir dudó durante el menor de los instantes, dándose de repente cuenta de que ése podría haber sido su plan, que podría haber sido atraído tan cerca para que Odín pudiera atravesarle con la lanza o lidiar con él mientras sus aliados le atacaban desde sus escondites.

Pero en ese breve instante de pausa y arrepentimiento no pasó nada. El dios estaba tendido bajo el lobo: sus patas contra el pecho y su aliento ardiente en el rostro. Por más perplejo que estuviera, no era capaz de ver ninguna razón por la que no debiera proseguir su ataque. Sus mandíbulas se cerraron en torno a la garganta de Odín y le arrancó un pedazo sangriento con una rápida sacudida de los músculos de su poderoso cuello.

El dios gimió de dolor y sus ojos le dieron vueltas en la cabeza, pero no ofreció resistencia. Mantuvo los brazos extendidos en el suelo, en una pose casi incitante. Desatado por el deseo de sangre, sus fauces se sumergieron de nuevo, destrozando la malla y abriendo surcos en el torso. La piel se rasgó, las costillas se partieron y la sangre le brotó por todas partes, pero aún así el Tuerto no intentó resistir o suplicar siquiera por su vida.

Envalentonado y frenético, Fenrir redobló sus esfuerzos, abriendo al dios en canal y engullendo grandes pedazos de él allí mismo, en medio del campo de batalla. Cuando hubo terminado, la vida casi había desaparecido del dios, y la mayoría de sus entrañas estaba ahora dentro del lobo. Sin embargo, a pesar de que no duraría mucho, persistía en él una pequeña chispa de vida.

Fenrir le miró a los ojos. Odín musitó algo, pero el lobo no pudo oírlo. Más confundido que saciado, la venganza, que tanto tiempo había anhelado, se tornó amarga sin darse cuenta. Se volvió y dejó al viejo idiota morir solo.

Montada sobre Sleipnir, Freyja se encontró en la base de Yggdrasil. Estaba confundida y angustiada: no quería abandonar la batalla y dejar a los suyos a su suerte frente a los ejércitos del caos. Si a pesar de la aplastante adversidad se pudiera alcanzar la victoria, todos serían necesarios para entregar su último aliento defendiendo Asgard. Si tuvieran que perder, entonces quería morir con ellos, no escapar como una cobarde de la muerte y la destrucción. Ella no era uno de los Aesir, pero eso no quería decir que se escabullera de una batalla, y Odín lo sabía.

Todo iba tan bien como se podía esperar, probablemente porque ella parecía una amenaza menor que los Aesir, lo que jugaba a su favor, ya que era capaz de utilizar su magia para atacar desde lejos sin que sus enemigos se dieran cuenta de que era ella la que atacaba. Dejad que Thor y Tyr atrajeran a los gigantes con sus diestras armas; ella les ayudaría a matarlos sin que siquiera se dieran cuenta de que estaban siendo ayudados.

Odín había sido insistente. Lo había encontrado de repente junto a ella, durante una pausa en los combates a su alrededor. Había aparecido de la nada; Freyja ni siquiera sabía que estaba cerca.

Tomando su brazo suavemente, le había dicho:

—Sleipnir vendrá por ti. Tienes que ir con él.

Ella le había mirado con extrañeza.

—¿Dónde? ¿Por qué tengo que ir con tu caballo? —Supuso que era una estrategia de batalla y haría lo que él dijera, pero ansiaba conocer la razón para preparar mejor sus hechizos y ataques.

—Te llevará a Yggdrasil. Entrarás en el árbol y esperarás allí. Sabrás cuándo es hora de irse.

No podía creerlo.

—¡No puedo abandonar la batalla, mi señor! Estoy ayudando de maneras que nuestros enemigos ni siquiera sospechan. ¡Tenemos que estar todos aquí para ganar esta batalla! ¡La pérdida de mi brujería podría ser devastadora!

Odín la miró solemnemente, con calma.

—La batalla se perderá. Es un final inevitable. Eso no es lo importante. —La agarró suavemente del hombro—. Tienes que sobrevivir y hay otro que también debe sobrevivir. Cuando Sleipnir venga por ti, ve con él.

Incluso allí, en medio de toda la sangre y el caos, era imposible negar una orden del Alto. Freyja asintió sin decir palabra, cerrando los ojos por un momento. Cuando los abrió, vio que miraba por encima de su hombro.

—¿Qué es? ¿Qué es lo que ves?

—Mi muerte —dijo. Ella se giró para mirar, sin encontrar nada, y cuando se volvió de nuevo, Odín había desaparecido.

Sleipnir apareció poco después de la muerte de Thor. Como había prometido, se montó rápidamente en él. Sleipnir se marchó, impulsado por sus ocho poderosas patas, más deprisa de lo que cualquier ser viviente del campo de batalla pudiera correr.

Había visto a Yggdrasil desde lejos muchas veces, pero eran pocas las ocasiones que había estado cerca. Su asombroso tamaño producía un grito lleno de admiración incluso en alguien que, como Freyja, había existido durante millones de años. De pie en la base del Árbol del Mundo apenas podía ver otra cosa de tan abrumadoramente inmenso como era. Pensó en lo que debía ser para una pulga estar en la base de una montaña, pero se dio cuenta de que incluso esa comparación era insuficiente para apreciar la colosal naturaleza del árbol.

Desmontó y Sleipnir se detuvo un momento antes de volverse y galopar, dejando un penacho de polvo a su paso. Freyja se dirigió hacia el árbol.

Yggdrasil pareció encogerse mientras se acercaba. La corteza asumía las dimensiones normales de un gran árbol y sin embargo también conservaba de alguna forma su tamaño ilimitado. Ella no se lo cuestionó sino que simplemente alargó una mano para tocar la corteza caliente, que pulsaba de manera no muy diferente a lo que cabría esperar del cuerpo de un ser vivo. También irradiaba una sabiduría silenciosa, una inteligencia primitiva que era inconfundiblemente distinta de todo lo que había experimentado antes.

Estaba intimidada por ese ente —porque sin duda era un ente— más viejo que los mismísimos Nueve Mundos. Yggdrasil hacía que incluso Odín pareciera joven y temerario. Sin embargo, también la atraía: sentía como si tuviera una cualidad ancestral que indicara crianza y… ¿amor? ¿Era ésa la sensación que irradiaba el árbol? No lujurioso, sino paternal, un sentimiento de protección total y seguridad.

Freyja se sintió impulsada hacia el árbol. Su mano se fundió con él, arrastrándola despacio hacia adentro. Podría haber resistido, pues no era un tirón obstinado sino más bien una marea cálida que la empujaba tiernamente. Ella no resistió la llamada y dio un paso adelante, aceptando la suave atracción. Vio cómo desaparecía su brazo, completamente sumergido en la madera del árbol. Luego dio otro paso y su cuerpo entero fue engullido. Su último pensamiento fue el vago reconocimiento de otro antes de que su conciencia fuera subsumida por el Árbol del Mundo.

Ir a la siguiente página

Report Page