Loki

Loki


Capítulo uno

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Capítulo uno

Con el miedo marcado en el rostro, un criado ojeaba furtivamente a Loki mientras le conducía por las escaleras en espiral de Valaskjalf, el salón de Odín. Loki conocía los rumores que circulaban a lo largo de Asgard sobre sus métodos y que hasta sirvientes tan humildes como aquél habían oído, pero ¿qué pensaba el insensato que iba a hacer? ¿Apuñalarlo en las costillas de camino a una audiencia con el Padre de Todo? Aunque tal ignorancia le ofendía, jamás mataría deliberadamente a un siervo del Alto.

Por supuesto el criado no sabía aquello y Loki le dedicó una sonrisa malévola cuando volvió a mirarle de reojo. El criado aceleró el paso subiendo las escaleras y, al llegar arriba, abrió precipitadamente la puerta, apartándose del camino del dios y manteniendo la cabeza gacha. Loki entró en la sala sin pensar más en él.

Odín permaneció de espaldas, contemplando la amplia extensión de Asgard a través de la ventana, mientras Loki se aproximaba.

—Padre de Todo, ¿me has hecho llamar? —dijo Loki.

No hubo respuesta. Loki se acercó más.

—¿Altísimo? —dijo.

—Veo que has vuelto de Jotunheim. —Odín no se volvió—. ¿Tuviste éxito?

—Sí, Padre de Todo. Mjolnir ha regresado a las manos de su legítimo dueño. —Era extraño contarle a Odín noticias que ya conocía, pensó Loki, pero siempre ocurría lo mismo con el Alto.

—Cuéntame cómo fue lo del gigante.

Se aproximó al Padre de Todo, que seguía mirando por el ventanal. Todavía no le había dedicado ni una sola mirada. Pero a Loki no le importaba. Odín sostenía sobre sus hombros el peso de los Nueve Mundos y no se podía pretender que se desentendiera del destino de la creación por un saludo ritual. Además, Odín era el Padre de Todo, el Alto, y estaba más allá de los criterios que pudieran aplicarse al resto.

—¿Desde que Thor descubrió que le faltaba su martillo?

—No. Comienza a partir de la transformación.

Loki asintió:

—Pronuncié las runas sagradas y vi cómo el Tronador cambiaba ante mí: su barba se diluyó hasta desaparecer, su piel se suavizó, sus caderas se ensancharon y duplicó su altura.

—¿Quién le confeccionó la ropa?

—Fue Sif, Padre de Todo. No resultó complicado ampliarlas para que se ajustasen a las nuevas hechuras de Thor.

—¿Cómo reaccionó?

Loki sonrió al recordarlo. Era un espectáculo que tardaría en olvidar, y estaría encantado de rescatarlo de vez en cuando para recordarle la humillación a Thor.

—Sus ojos ardieron como relámpagos, Padre de Todo. Su rabia sólo se contuvo al recordarle que pronto tendría su martillo en la mano. Desde el principio había sido favorable a un ataque contra los gigantes, pero cedió cuando le convencí de que nunca recuperaría a Mjolnir de donde estaba escondido y de que la muerte de los gigantes provocaría que permaneciera oculto para siempre. Pero no le alegró casarse con un fornido hijo de Jotunheim.

Odín asintió sin dejar de mirar por la ventana. Si encontraba divertida la historia, no lo demostró.

—¿Y tu propia transformación?

—Un mero engaño, por supuesto, como la de Thor. Pero también aumenté de tamaño y me vestí con uno de los trajes de Sigyn. La ira de Thor no me permitía disfrazar su voz, por lo que tuve que asistirle en calidad de criada para hablar por él. Aunque habría asistido de todos modos: no me hubiera perdido el banquete de boda.

—¿Cuándo apareció el martillo?

—Tardó algún tiempo, Padre de Todo. El gigante quería contentar a su nueva esposa, así que encargó que le llevaran los mejores platos. Le sorprendió el apetito de Thor, que se tragó nueve bandejas rebosantes de carne y las bajó con nueve grandes cuernos de hidromiel.

—Pero ¿no sospechó del hechizo?

—No, Padre de Todo. Ni tampoco ningún otro de los gigantes presentes. Estaban demasiado ansiosos por ver lo que querían ver y tal vez demasiado confiados tras el robo de Mjolnir.

—Pensaban marchar sobre Asgard utilizando el propio martillo de Thor contra nosotros.

—Como diga, Padre de Todo. Pero no llegó a suceder. El gigante cubrió de regalos a Thor, que los apartó como sólo una esposa fastidiosa puede hacer. El gigante reservó el martillo como regalo final, sin duda pensando que el arma más temible de la creación la impresionaría. Fue su último error.

—¿Pudo contenerse hasta entonces?

—Sí, Padre de Todo, aunque aparecieron relámpagos en sus ojos y se avecinó tormenta en su frente. Un poco más y no sé si Thor hubiera logrado controlar su furia.

—Y entonces se habría perdido todo.

—Como diga, Padre de Todo. —Loki no estaba seguro de que fuera cierto, pero nunca cuestionaría abiertamente el juicio de Odín.

—¿Qué sucedió cuando trajeron el martillo?

—Cuando se lo colocaron delante, le cruzó la cara una sonrisa. Vi cómo la sonrisa del gigante también se ensanchaba, satisfecho al fin de haber podido complacer a su prometida. Pero no le duró. En el momento en que Thor asió a Mjolnir por el mango y lo levantó, la ilusión desapareció. Si hubieran tenido tiempo, los gigantes se habrían sorprendido, pero Thor no les dio ninguna oportunidad. Hizo girar a Mjolnir y despedazó a todos los colosos de la sala. De no haberme apartado, también hubiera sido su víctima.

Odín asintió solemne antes de levantarse despacio. Encaró a Loki y le puso una mano en el hombro.

—Lo has hecho bien, hijo mío. Si no fuera por tu astucia, Asgard podría haber caído ante los Hijos de Jotunheim.

Cuando Odín bajó la mirada hacia él, Loki notó las arrugas de su rostro y se dio cuenta de lo mucho que el Padre de Todo había envejecido desde su primer encuentro. Todavía lo recordaba, a pesar de ser una imagen lejana o incluso el recuerdo de un recuerdo. Fuera lo que fuese, allí estaba el rostro —más joven—, observándole con la misma expresión que había visto originalmente hacía tantos eones. Era su primer recuerdo y casi podía sentir los trapos que lo envolvían mientras contemplaba la cara de quien lo había rescatado cuando sus padres fueron asesinados por los gigantes.

—Gracias, Padre de Todo. Aunque será mejor si evito a Thor durante un tiempo. Sólo espero que la satisfacción de recuperar a Mjolnir le haga olvidar que tuvo que convertirse en la novia de un gigante para conseguirlo.

Odín sonrió ligeramente, un espectáculo poco común.

—El episodio se olvidará con el tiempo. Conténtate con haber servido a Asgard; ningún otro podría haberlo hecho.

Loki se inclinó y Odín se volvió hacia la ventana, contemplando nuevamente Asgard. Terminada la audiencia, Loki se retiró de la sala y caminó deprisa a través de los pasillos y las escaleras sinuosas de Valaskjalf.

Aunque el resto de los Aesir no le daría importancia a lo que había hecho en beneficio de Asgard, el Padre de Todo reconocía su contribución. Por el momento era suficiente.

En lo profundo de la casa de las tormentas, Thiazi sentía cómo las olas del caos le golpeaban, causándole dolores que le oprimían las entrañas y le forzaban a doblarse mientras agonizaba. Durante un instante el dolor se atenuó, pero volvió más fuerte y Thiazi cayó al suelo acurrucado en posición fetal esperando a que pasara.

El caos que lo inundaba era más intenso que cualquiera que hubiera encontrado. Su propia energía caótica se había alzado instintivamente en respuesta a la primera oleada de poder, y había alzado una defensa que fue destrozada casi al instante, atravesándolo con ráfagas de dolor. Mientras yacía en el suelo de piedra apretando los dientes, dispuso su energía para reducir las defensas —poco a poco para no ser ahogado por el asalto— hasta que pudiera entretejerla con el caos que lo agredía.

Finalmente, el dolor disminuyó hasta ser un ruido sordo y Thiazi fue capaz de ponerse en pie. Tanteó el caos para averiguar a qué tipo de enemigo se enfrentaba. Jamás había sentido una energía bruta como aquélla, pero cuando envió zarcillos para examinar las oleadas de fuerza invisible se sorprendió al descubrir que no tenían intenciones agresivas. No estaba siendo atacado, como había pensado inicialmente, sino que las emisiones emanaban de forma natural de… algo con un poder mayor que nada que hubiera conocido.

Caminó a través de los pasillos serpenteantes de su fortaleza y subió escaleras en espiral hasta llegar a una alta torre desde donde podía divisar a cualquiera que estuviera acercándose. La fuerza del caos había sido tan vigorosa que esperaba encontrar un ejército de gigantes ígneos a su puerta o tal vez incluso a Surt, el Señor del Fuego, reclamando una faceta de sí mismo abandonada antes de la creación. Al principio no vio nada, algo más sorprendente y, de alguna manera, más inquietante.

Después de largo rato escrutando el camino que conducía hasta Thrymheim, vio una figura solitaria que se acercaba, tan lejana que era poco más que una mota. Apenas podía creerlo, pero las ondas que le habían derribado y cuya energía iba lentamente en aumento parecían emanar de esa única criatura. Siguió observando a la figura caminar con paso firme hacia las puertas de Thrymheim.

Se trataba de un gigante y, salvo por el caos que irradiaba, no parecía excepcional. Cuando se acercó a las puertas, desapareció de la vista de Thiazi, que continuó examinando la ruta y percibiendo el caos más intenso que nunca. Ya no sufría ningún tipo de dolor; hizo que su propio caos se enlazara con la energía del gigante, mucho más poderosa.

Sospechaba que aquel visitante no era plenamente consciente de su potencial. Thiazi pensaba que su propia capacidad para blandir el caos lo convertía en el más fuerte de Jotunheim, pero la energía que emanaba del gigante a las puertas hacía que la suya pareciera inexistente.

Miró hacia el puente del arco iris, que desde aquella distancia apenas podía intuirse. Los enemigos de los gigantes estaban sólo un poco más allá, pero quién sabía cuándo conducirían a sus legiones de guerreros no-muertos y damas fantasma a través del puente para asaltar Jotunheim. El barbirrojo, portador del martillo del rayo, había matado a cientos de gigantes, sacrificándolos sin consideración. Se había presentado sin otro motivo que sembrar el caos y no se marchó hasta que todos los gigantes a los que se enfrentó estuvieron muertos. Los otros dioses eran poco mejores y llegaría el día en el que marcharan sobre la tierra de los gigantes, como sabían todos los habitantes de Jotunheim.

Escuchó el retumbar de un puño en la madera de las puertas de la fortaleza. Sus siervos lo buscarían para preguntarle qué debían hacer y les ordenaría que dejaran pasar al visitante. Escucharía sus razones para venir a Thrymheim y encontraría la manera de utilizar su poder para ayudarle a destruir a los dioses.

Heimdall se despertó con el sonido de pisadas sobre Bifrost. Se levantó de la cama para mirar a través de la ventana; el puente del arco iris estaba a sólo un tiro de piedra de su fortaleza. Los que contaban cuentos sobre tales asuntos exageraban sus dotes para ver a grandes distancias y escuchar a cientos de leguas, pero sus sentidos eran indudablemente mucho más agudos que los de cualquier otro Aesir. Por ese motivo era su deber montar guardia en la entrada de Asgard.

Se volvió cuando oyó entrar a los sirvientes. Uno portaba una bandeja con bebida y comida mientras el otro traía diversas armas y una armadura: casi podían anticipar sus necesidades antes de que él mismo fuera consciente de ellas.

—¿Un intruso en Bifrost, mi señor?

—Eso parece.

Tomó una hogaza y un vaso de aguamiel de la bandeja, arrancó un pedazo de pan con los dientes y lo ayudó a bajar con un trago del dulce líquido viscoso. Su aliento formaba vapores helados en el aire glacial del castillo, pero el clima no le preocupaba. Estaba acostumbrado al frío y, al fin y al cabo, el invierno ya había comenzado. Puede que los mortales de Midgard imaginaran que el Alto Reino persistía en un verano eterno, pero los inviernos asgardianos no eran menos gélidos.

Trató de vislumbrar al extraño desde la ventana; oía sus pisadas, pero todavía no podía distinguirlo. A menudo, durante sus rondas, veía amenazas donde no las había. Por eso asumió instintivamente que el desconocido era un intruso: opinaba que aquella actitud era preferible a quedar desprevenido por asumir intenciones pacíficas.

—Mi cuerno —dijo mientras un tercer siervo llegaba con Gjall, brillante y dorado sobre su caja. No se colocó apresuradamente la armadura, pero sí con la ligereza necesaria como para no perder tiempo. Después se ciñó la espada. También colgó a Gjall en su cinturón. Aunque rara vez lo necesitaba, no se iría sin él, pues ¿quién sabía cuándo marcharían los gigantes sobre Asgard?

Le preocupaba no haber podido distinguir aún al intruso. Algo iba mal, pero no sabía qué. Había seis pisadas individuales y por la marcha deducía que se trataba de un viajero solitario con un caballo a su lado. Los sonidos de sus pisadas parecían recios unas veces y ligeros otras, como si sus pesos se desplazaran a medida que se acercaban. Pensó que tal vez estuvieran despojándose de cargamento, pero no escuchaba ningún ruido que lo confirmara. Ignoró el enigma por el momento, abandonó la fortaleza y se dirigió al borde de Asgard, donde Bifrost descendía en arco hasta Midgard.

Heimdall se plantó en mitad del camino, en la ruta directa del desconocido y de su caballo. No tardó en verlos, pero la sensación de incomodidad no se mitigó. Aparecieron por donde había previsto basándose en los sonidos de su avance. A pesar de que todavía estaban a leguas de distancia, pudo confirmar que era un mortal solitario guiando un único caballo.

Había algo extraño en el viajero, aunque ya no detectaba ninguna anomalía en su modo de andar. Relajó un poco la guardia: si aquel mortal y su caballo eran una amenaza, al menos lo serían mucho menos que la atronadora masa de gigantes que un día esperaba que cayera sobre Asgard. No le cabía duda de que podría mantener a aquella única figura fuera de la tierra sagrada si era necesario.

Pasó un buen rato hasta que el viajero llegó hasta donde estaba, pero cuando lo hizo, Heimdall no apreció nada notable en él. Era fuerte, mas no de forma desmesurada, y lo mismo podía decirse de su montura. Se convenció de que su valoración original era deficiente, de que los muchos años vigilando el camino hacia Asgard le hacían ver amenazas donde no las había.

Sin embargo miró a ambos con cautela. Aunque el hombre parecía desarmado, llevaba sobre el hombro una bolsa en la que se podía oír el tintineo de unas herramientas: martillos, cinceles, cuñas y similares. El caballo iba igualmente cargado. El viajero —evidentemente un constructor— vestía con sencillez. Su rostro tenía las huellas de quien ha trabajado bajo un sol ardiente o con un viento helado golpeándole constantemente las facciones. Sus manos también eran ásperas: cuando juntaba los dedos era como si la arena le raspara la piel.

Al acercarse el maestro de obras y su caballo, Heimdall sintió una ligera alarma que desapareció en un momento. Notó como si algo bloqueara los rayos del sol y una sombra helada le enfriara la piel. Ignoró el pánico inexplicable y de nuevo centró su atención sobre el mortal.

Heimdall le saludó con la cabeza, y el constructor y su montura se detuvieron a una docena de pasos de él.

—¿Qué buscas en Asgard? —dijo, mirando atentamente al artesano. No apreciaba nada extraño en aquel hombre, que de hecho se veía casi dolorosamente normal, pero no renunciaba a la inquietante sensación de que allí había más de lo que saltaba a la vista. Sin embargo, era inconcebible que un enemigo pudiera ocultar de manera prolongada su verdadera naturaleza a Heimdall. Aunque su brazo de arma era fuerte, era su buen ojo lo que le convertía en el más adecuado para el puesto de guardián de Asgard. Si el constructor se escondía tras una máscara aparentemente inocente, Heimdall acabaría viendo a través de ella.

—¿Han terminado las guerras? —preguntó el constructor.

—¿Por qué es asunto tuyo?

El constructor no respondió directamente y miró más allá de Heimdall, como si pudiera ver las altas torres de Asgard desde donde estaba, una hazaña que nadie podía llevar a cabo salvo Heimdall y tal vez Odín.

—¿Asgard sigue en pie?

Parecía que ya sabía la respuesta a esa pregunta; la desconfianza natural de Heimdall estaba demostrando ser correcta.

—Asgard se sostiene bien. —Hizo una breve pausa, como si el recuerdo de la destrucción provocada en tierra sagrada le causara un dolor físico—. Hay trabajo que hacer, pero hará falta algo más que trucos de magia —asqueado, estuvo a punto de escupir las palabras— para derribarlo.

El artesano asintió como reconociendo la verdad de la afirmación de Heimdall.

—¿Y el muro que la rodea? ¿Sigue en pie?

—¿Quién eres tú para preguntar eso? —Heimdall estaba perdiendo la paciencia—. Aclara tu propósito ahora o vuelve por donde has venido.

El constructor no se dejó intimidar por la amenaza. Ya fuera un hombre con una valentía poco común o un loco, Heimdall había decidido que, en cualquier caso, no iba a pasar. Si trataba de abrirse camino no podría culpar a nadie salvo a sí mismo por su cabeza perdida.

—Vengo a reconstruir el muro de Asgard —dijo simplemente.

Heimdall se rió, en voz baja al principio y luego más fuerte a medida que consideraba la absurda propuesta.

—¿Reconstruir el muro de Asgard? ¿Tú? —Se rió más fuerte—. Vuelve a Midgard y trabaja de sol a sol el resto de tu miserable vida construyendo chozas y tallando lápidas.

El constructor se mantuvo firme e inamovible ante la burla y Heimdall dejó rápidamente de reír al oír aleteos. Alzó la vista para ver a los cuervos de Odín sobrevolando la zona. Las aves planearon en círculos muy por encima de Heimdall y luego regresaron a Asgard. El mensaje de Odín era claro.

—Parece que el Alto quiere verte en audiencia.

Heimdall dejó entrever un atisbo de confusión que pronto desapareció. Si Odín decretaba que se dejara entrar en Asgard a ese mortal para perseguir su ridículo objetivo, ¿quién era él para cuestionarlo? La sabiduría de Odín era eterna y obviamente consideraba adecuado permitir su paso.

Al ver al artesano guiar su caballo hacia el final de Bifrost, Heimdall concluyó que la anomalía que no había podido identificar en el constructor era la razón por la que el Padre de Todo quería que se aceptara su entrada. Se contentó pensado en la sabiduría del Padre de Todo, que los mantenía a salvo de la maldad que supuraba desde Jotunheim, donde los gigantes buscaban continuamente la muerte de los dioses y del orden que éstos llevaban a los Nueve Mundos.

El sonido de la hierba helada aplastada bajo los pies del maestro de obras se debilitaba poco a poco mientras Heimdall lo veía a lo lejos, disminuyendo de tamaño con cada paso que daba, una duda persistente que se desvanecía casi por completo.

El mensaje del Padre de Todo le llegó cuando hacía frente a una docena de criados en el patio. Tyr estaba desarmado salvo por sus puños, mientras que los guerreros se le acercaban con espadas y hachas para tratar de herirle.

Era lo suficientemente rápido como para evitarlos, pero lo que le servía no era tanto la velocidad como su capacidad de anticipación: leía los gestos y los giros de sus atacantes, el movimiento de los ojos que delataba sus intenciones. Al acercarse uno de los criados, lo cogió del brazo de la espada en mitad de un ataque y lo arrojó contra otros dos, derribando así a los tres. Hizo la zancadilla a un cuarto y se inclinó ante la torpe embestida de un quinto, haciéndole caer al suelo. Tras algunos ataques diestros y paradas, todos sus contrincantes estaban desarmados o en el suelo, o bien en ambas situaciones.

Cogió una espada caída y se acercó al hombre más cercano. Sostuvo la punta sobre su pecho.

—No ha ido bien —dijo.

Orn se enjugó el sudor de la frente.

—No, mi señor. No ha ido bien.

Tyr clavó la espada en el suelo y ayudó a levantarse a Orn. Los demás sirvientes se incorporaron, recuperaron las armas y algunos atendieron las heridas.

—Mi señor, conoce nuestros planes antes de que los ejecutemos. No es una batalla justa. —Orn liberó su acero de la tierra. El tono de su voz no era el de una queja, sino el de quien simplemente expone un hecho. Los demás asintieron y lanzaron un gruñido de acuerdo.

Tyr reconoció la verdad de las palabras de Orn aunque sólo fuera para sí mismo. Era cierto que ni una docena de ellos podría aspirar a ganarle. Su destreza en combate era legendaria y ninguno de los Aesir podía igualar su habilidad con la espada. Sólo Thor era rival para él en el campo de batalla y únicamente por su poder y su fuerza bruta. Nadie podía igualar al Tronador en eso, pero tampoco había dudas en términos de pura habilidad con el acero.

—No hay justicia en la guerra —dijo Tyr—. En un campo de batalla no haréis frente a otros con vuestra misma y exacta destreza.

—Pero usted es un Aesir, mi señor —dijo Geir—. Tampoco haremos frente a los que son como usted.

—Es cierto, mi señor —agregó Orn—. Ni siquiera estando desarmado podemos competir con su velocidad o con su fuerza.

Tyr frunció el ceño.

—¿Cuál será tu excusa cuando los gigantes marchen sobre nosotros? ¿Son demasiado grandes?

—Pero mi señor —dijo Kjallar, otro de sus criados—, los gigantes al menos son fáciles de golpear. Apenas podemos verle moverse. ¿Cómo podemos golpearle si sus movimientos son más rápidos que nuestros ojos?

Tyr suspiró.

—Si quisiera quejas tendría aquí a las mujeres.

Sus sirvientes, avergonzados ante la ligera reprimenda, dejaron de protestar.

—Sois guerreros capaces, pero vuestras habilidades de observación son nefastas. No os he derribado por ser más rápido o más fuerte, sino porque anticipé vuestros torpes ataques. Vuestros gestos y miradas os delatan.

Geir le miró desconcertado.

—¿Cómo, señor? Apenas pensaba antes de abalanzarme.

—Cada uno de vuestros movimientos os traiciona. Un paso aquí, un vistazo allí. Y me atacáis como individuos, no como grupo. Así jamás me pondréis una mano encima.

Sus hombres se miraron con culpabilidad en los ojos. Todos reconocieron la verdad en los consejos de su señor.

—Ahora me atacaréis de nuevo, pero esta vez coordinaréis vuestros ataques. Mirad rápido a vuestro alrededor y anticipad lo que va a hacer quien está a vuestro lado y quien está al lado suyo. No esperéis a que termine una acción antes de lanzaos al ataque. Y cuando ataquéis, leed los movimientos de los que os rodean y ajustad el plan según avance la batalla.

Los guerreros se miraron entre sí tratando de leer las intenciones de los demás sin desvelar las suyas a Tyr.

Sabían que era poco probable que pudieran tocarle y mucho menos vencerle, pero al menos demostrarían que habían escuchado sus lecciones.

Un criado que corría hacia él paró el ataque. Tyr alzó la mano y los guerreros se detuvieron. Algunos evidenciaron su alivio al evitar otra paliza.

—Mi señor, el Padre de Todo os reclama. —El siervo estaba sin aliento tras la carrera para entregar el mensaje—. Se ha convocado un concilio en Gladsheim. Hay un desconocido.

Miró atentamente al criado. Parecía agitado.

—¿Qué se sabe de ese extraño?

—Poco, mi señor, salvo que se trata de un maestro de obras. Ha venido solo excepto por su montura.

Tyr despidió a sus hombres con un gesto.

—Manda un mensaje y di que voy de camino —dijo al sirviente, que hizo una profunda reverencia y volvió rápidamente por donde había venido.

Tyr se acarició la barba, preguntándose qué presagiaba aquella noticia y por qué era tan importante como para reunir a los dioses en Gladsheim para escucharla.

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