Loki

Loki


Capítulo veinticinco

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El estanque especular de Freyja se onduló con el sonido de la llamada de Gjall. Pese a no ser del todo inesperada, se encontró consternada por la convocatoria. Toda vida estaba destinada a terminar algún día, lo sabía, y ni siquiera los dioses eran inmortales, pero el Ragnarok era diferente. No se trataba aquí del ciclo natural de la vida; era la muerte sin sentido de todas las cosas, el caos imponiéndose con fuerza a través de los Nueve Mundos. Terminaría con el equilibrio del universo y desterraría para siempre el orden para favorecer en su lugar un estado de confusión infinita. Los enemigos de los dioses no acababan de entender lo que lograban con el asalto de Asgard; o si lo hacían y aún así perseguían ese camino de destrucción, entonces habría que considerarlos como pura maldad.

Calmó las ondas como pudo y miró en la profundidades del estanque. Sólo conservaba la esperanza de encontrar una forma de evitar la innecesaria destrucción y la muerte que pronto lo pondría todo en peligro. No podía escuchar los sonidos —el estanque sólo le permitía contemplar imágenes—, pero las reverberaciones en el agua apuntaban a números incontables de zancadas atronadoras aplastando la tierra y propagando temblores y vacilaciones a través de Midgard.

Al dispersarse la neblina del estanque, el agua se convirtió en una ventana de cristal transparente hacia el mundo exterior: vio el movimiento de masas; vio a los gigantes —una legión tras otra de ellos— marchando hacia Bifrost.

Introdujo los dedos en el estanque y agitó el agua, alterando y disipando la imagen. Tanto ella como los demás en Asgard sabían que los hijos de Jotunheim se alzarían un día contra los dioses, lo que señalaría el Ragnarok. Contemplar la masa concentrada de Jotunheim avanzando como un todo era una visión terriblemente impresionante, pero, pese a todo, no era conocimiento nuevo.

Tampoco era impensable que ni siquiera una multitud como la de Jotunheim pudiera vencer a Asgard. Los gigantes se enfrentarían a legiones de einherjar, guerreros veteranos cuyo único propósito era combatir a los enemigos de los dioses durante el Ragnarok. Después de luchar sin fin, estarían ansiosos de que se les diera rienda suelta para derramar la sangre de enemigos auténticos. Las valkirias también estarían allí, descendiendo sobre sus corceles fantasmales y robando vida tras vida con sus espadas, feroces y espectrales. Los gigantes probablemente sabían poco acerca de ellas, y las damas guerreras les causarían sin duda bajas considerables, pues aunque los gigantes eran fuertes, estaban firmemente hechos de carne y sangre. Y luego, por supuesto, estaban los propios dioses.

Los Vanir tejerían hechizos como jamás se habían visto, provocando que algunos gigantes murieran a medio camino, que otros atacaran a sus propias filas, que la tierra misma se alzase contra ellos. Entonces los colosos se enfrentarían a sus enemigos más terribles, los propios Aesir, que acudirían cubiertos de acero brillante, cada dios un ejército en sí mismo. Arrasarían a los gigantes por miles, pero incluso entonces el resultado sería incierto, pues la masa de Jotunheim era vasta, temible su poder e intrépida la ira y la furia de su raza.

Pero había sin duda otros que buscarían la destrucción de Asgard. A medida que se arremolinaban las aguas adivinatorias de su estanque reflectante, Freyja entonó las runas sagradas que cambiaron la escena y le permitieron ver lo que hasta ahora estaba oculto.

Una vez más, la niebla del agua comenzó a limpiarse y calmarse, produciendo imágenes tanto de lugares como de épocas distantes. Ni siquiera la diosa Vanir tenía en algunas ocasiones la certeza de cuándo o de dónde procedían. Aveces no estaba siquiera segura de que la escena sucediera como se le mostraba. Sin embargo, por lo general había una verdad que extraer del estanque y ella no empeoraría las cosas por intentar verla.

Las aguas se oscurecieron al formarse la escena. Freyja frunció el ceño un instante antes de entender que era la imagen de un lugar lóbrego y que el estanque en sí no había oscurecido. Dentro de la negrura había un número incontable de círculos blancos. Flotaban misteriosamente en movimientos espasmódicos, a veces deteniéndose un momento para aparecer de repente arriba o abajo, a veces acelerando. Todos se movían aproximadamente en la misma dirección, pero competían por su posición en el río de oscuridad. Así era como ella los veía: círculos blancos flotando en un río negro.

Mientras los miraba, se percató de otros movimientos que a veces iban acompañados de breves destellos blancos —aunque no eran circulares— y siempre por debajo de los innumerables círculos flotantes. Mirando más profundamente pudo distinguir líneas y arrugas en los círculos. Le perturbó descubrir que eran caras demacradas y fantasmales y que los cuerpos miserables y podridos a los que pertenecían estaban instalados en la oscuridad inferior, que comenzó a desarrollarse para que pudiera ver las formas desgarbadas entre sus sombras.

Dentro del estanque, hasta donde podía ver, se extendían los ejércitos de Niflheim, más vastos incluso que la masa que se aproximaba constantemente desde Jotunheim. Se concentró en la imagen y la amplió para ver de cerca los rostros y los cuerpos individuales de la estantigua, que avanzaba lenta e implacable. En sus facciones había un hambre que le repugnaba.

Algunos de los muertos estaban cubiertos de carne podrida, mientras que otros eran poco más que osamentas; algunos no tenían miembros; otros no eran más que una casa de huesos con una fina capa de piel parda estirada con fuerza sobre ella. La mayoría habían sido ancianos cuando murieron, reclamados tranquilamente en sus camas. Los más inquietantes eran los pequeños, que Freyja no había distinguido al principio: miles y miles de ellos tambaleándose hacia adelante y atrás con rostros que asomaban muy por debajo de la línea general de los círculos fantasmales. Otros gateaban. Y algunos ni siquiera podían hacerlo, sino que simplemente se impulsaban hacia delante, arrastrando sus vientres vacíos por el suelo frío de Niflheim.

Pese a que Freyja había visto morir a un sinfín de niños y lo había aceptado como parte del ciclo de las cosas, se sintió horrorizada ante aquellos pequeños demonios arrancados de los pechos de sus madres para ser arrojados a la oscuridad y tristeza de Niflheim, donde tendrían que lidiar con todas las demás almas miserables que permanecían en el vacío y la desesperación de ese mundo. No podía negar la injusticia de un universo que denegaba a los seres humanos hasta la más mínima oportunidad en la vida, pero también sabía perfectamente que no había ningún árbitro de la justicia.

Mientras miraba a aquel ejército maldito que se aproximaba pesadamente hacia Asgard con la única intención de propagar la muerte y la destrucción, sintió una punzada por la crueldad del destino que primero sesgaba la vida a un bebé para luego enviar su sombra a matar y destruir.

Harta de la imagen, metió la mano en el estanque y lo removió, alterando los círculos fantasmales y creando imágenes grotescas y distorsionadas donde el negro se mezclaba con el blanco y las caras se alargaban hasta romperse. La escena desapareció.

Se echó hacia atrás y sintió una desesperación que amenazaba con apoderarse de ella. Los gigantes serían reforzados por los ejércitos de Niflheim, compuestos por todos los seres de los Nueve Mundos que habían muerto a lo largo de la historia, y aquellos enormes números se encontrarían pronto en los campos de Asgard para lanzar un sangriento ataque contra los dioses. Aunque eran poderosos, Freyja no sabía si los dioses serían capaces de derrotar a todas las fuerzas combinadas que se habían acumulado en su contra. Todos habían temido la venida del Ragnarok y habían conservado la esperanza de que se evitaría, pero al parecer no sería así.

Con el peso aplastante de la desesperación, se levantó y dio media vuelta para irse.

Se giró al captar con el rabillo del ojo un destello. El estanque se arremolinaba, volviéndose carmesí y naranja, alternando y cambiando tonalidades que se mezclaban y separaban. Se tiñó por completo de colores, pero había algo más: comenzó a irradiar calor, algo que nunca antes había hecho. Incluso el calor parecía contener algo más, algo siniestro que ella no sabía nombrar.

La terrible curiosidad venció a la aprensión que sentía. Se acercó. El estanque seguía girando cada vez más agitado. Aparecieron dos puntos de color rojo, ambos juntos y aproximadamente del mismo tamaño y forma pero aparentemente hechos de llama. Crecieron en tamaño e intensidad como si fueran ojos que se hubieran abierto. De hecho, se sentía como si la estuvieran mirando. Pero más allá había una presencia maligna, una entidad de otro lugar que le devolvía la mirada a través del agua.

Sintió el miedo atenazándola. Su estanque nunca había sido utilizado por nadie salvo ella y sólo bajo sus órdenes. Odín era capaz de comunicar de vez en cuando algún gesto o mirada a través de las imágenes, pero aún así estaba claro que sólo era consciente de ser observado; no intentaba controlar las visiones mismas ni podría haberlo hecho. Aquel ser del otro lado que utilizaba el agua para observarla irradiaba un ansia de destrucción. Un apetito destructivo más intenso de lo que ella hubiera sentido jamás.

Freyja trató de alejarse, obligando a su cuerpo a que se marchara, pero estaba como atado al estanque y a la fuerza magnética del ser. Abrió la boca para pronunciar las runas sagradas, pero ningún sonido escapó de sus labios. El pánico empezó a atravesarla cuando una tercera mancha roja apareció, por debajo y entre los dos ojos, y se intensificó cuando se alargó hasta adquirir las dimensiones de una boca. Una sonrisa malévola grabada en lo que parecía ser un rostro de llamas.

Tensando los músculos intentó forzar la voz para susurrar las palabras que acabarían con la visión del estanque. No sabía si el hechizo funcionaría incluso si pudiera decirlo, pero el poder de aquella entidad estaba goteando desde el estanque, reptando hacia sus aposentos, por lo que sintió la urgencia de evitar que cruzara hacia Asgard. No estaba segura de si lo estaba imaginando o no, pero le parecía como si el estanque se estuviera hinchando. Tuvo la certeza cuando vio los delgados hilillos de agua que se extendían por el borde y avanzaban hacia ella dispuestos en tonalidades cambiantes de naranja, rojo y amarillo.

Un gemido quedo, apenas detectable pero lleno de amenaza, coincidió con el avance de las hebras de agua. El gemido creció mientras reverberaba a través de su cuerpo, dejando en su interior ecos que empezaron a agitarla, restos del sonido que la llenaron de dolor como pequeños gusanos que perforaran su carne.

La imagen del rostro del estanque se había ido aclarando y, al hacerlo, las llamas se habían oscurecido para parecerse más a la carne. En el momento en que reconoció aquel rostro experimentó una oleada de fuerza que le permitió liberarse del cautiverio del estanque. Pronunció rápidamente las runas pues sintió aquella presencia intentando atraparla otra vez. Las hebras inquisitivas habían perdido su cohesión, y el agua, ahora libre del control del ser, se derramaba por el suelo de piedra.

Freyja se incorporó y huyó de la habitación mientras el estanque se oscurecía y las imágenes desaparecían, dejando sin embargo un residuo que mancharía cualquier imagen que le siguiera. No importaba, pues sabía que jamás usaría el estanque de nuevo, no sólo por haber albergado a una presencia maligna sino porque nunca habría otra oportunidad para ello. El tiempo era breve e incluso ahora el Ragnarok se cernía sobre ellos.

Todas las dudas sobre el final la abandonaron mientras corría por los pasillos vacíos de su fortaleza. Tenía que hablar con Odín, aunque tal vez él ya lo supiera. Pronto sería evidente para todo Asgard y después Vanaheim y Alfheim, seguidos por Midgard y sus reinos circundantes. Para cuando todos advirtieran lo que venía hacia ellos, sería demasiado tarde.

Había sido sorprendente ver el rostro en su estanque, y más aún sentir su influencia a pesar de la distancia entre ellos, pero lo más inquietante era el segundo rostro, el que ella siempre había temido que les condujera a la destrucción y al caos. Loki había parecido más seguro, más lleno de poder y de odio que nunca.

Más amenazante todavía que los ejércitos combinados de Jotunheim y Niflheim era la destrucción total que Surt representaba, aquel cuya existencia era en parte sólo leyenda. De alguna manera, Loki había hecho manifestarse a la leyenda y le había dado forma corpórea a una fuerza de la naturaleza. Todavía peor: Surt era poco más que una extensión del propio Loki y ahora, con ese poder en sus manos, su victoria bien podría ser inevitable.

Los siervos fueron convocados y enviados rápidamente a Odín. Se preguntó si alguno de aquellos preparativos serviría de algo. Cuando Loki entrara en Asgard portando el poder de Surt, era poco probable que nada llegara a sobrevivir.

Loki rebosaba de poder obsceno.

Estaba en el puente de un barco enorme que navegaba sin necesidad de agua o de viento, pues lo impulsaban las presencias fantasmales de los ejércitos de Niflheim. Se dirigía a Asgard.

Fenrir estaba junto a él. Loki podía sentir la ira que emanaba de su hijo, su deseo de vengarse de los que le habían hecho daño. Más abajo, se deslizaba con paso firme la enorme masa de Jormungand, cuyo estruendo y destrucción se propagaban a muchas millas de distancia en todas direcciones. La de los gigantes era una inteligencia básica, instintiva, llena de anhelo por la devastación de sus enemigos aunque no pudieran articularla en tales términos. La tercera hija de Loki permanecía en la fortaleza con Balder, su esclavo. Ella vería la batalla desde lejos, apreciando la muerte de cada dios que fuera enviado a Niflheim para ser su siervo.

Surt se revolvió en su interior, expectante ante la hecatombe venidera. Su único propósito era la destrucción y Loki podía sentirlo débil y vagamente, erizándose contra él, desesperado por romper el yugo con el que lo retenía. Si pudiera, destruiría todo lo que tocara. Loki lo mantendría a raya, lo utilizaría en contra de los dioses y, cuando ya se hubieran ido todos, lo dejaría suelto en Muspelheim, donde podría ser contenido. Sabía que no podía aferrarse a él para siempre, pero era lo suficientemente fuerte para poseerlo durante el tiempo que le llevara causar estragos entre los Aesir y sus aliados.

Los ejércitos de Niflheim —más numerosos incluso que los de Jotunheim— le presionaban con su ansia de sumar a otros a sus filas. Los había contenido a propósito, aumentando su lujuria ante la masacre que vendría y también haciéndola coincidir con el asalto de los ejércitos de Jotunheim.

Los dioses, poderosos como eran, no serían capaces de resistir todas las fuerzas alineadas en su contra. Pronto se pasearía por los campos sangrientos de Asgard, los Aesir muertos o moribundos a su alrededor, y su venganza estaría completa.

El exuberante prado entre Bifrost y las imponentes torres de Asgard estaba lleno a derecha e izquierda con los ejércitos de los Aesir, una línea clara de guerreros que marcaban el punto más allá del cual no tolerarían enemigos. Aquél era el lugar donde partirían cráneos, seccionarían extremidades y abrirían entrañas hasta que todos los que querían destruirles estuvieran muertos a sus pies.

Al frente, en el centro exacto de la línea, estaba Odín, vestido con casco y malla grises, con Gungnir firmemente empuñada y con una capa del rojo de la sangre levantada tras él por el viento. Era el rostro sombrío de la muerte, más aún por su cuerpo esquelético. Sus cuervos sobrevolaban la zona, siendo sus ojos mientras esperaban a que los gigantes cruzaran Bifrost. Sus lobos aguardaban con impaciencia a su lado, deseosos de festín.

A su derecha, empequeñeciendo a todos los guerreros de los Aesir, estaba Thor, el Tronador. Tenía a Mjolnir agarrado en la mano y el relámpago crepitaba alrededor del poderoso martillo, como si el arma en sí anticipara la batalla que se acercaba. Los ojos de Thor estaban encendidos y brillaban con energía, su barba y su pelo rojos parecían hechos de fuego y su armadura daba la impresión de no poder contener su masa.

A la izquierda de Odín estaban el manco Tyr, con una espada en la mano que le quedaba y el escudo brillante atado al otro brazo, y Frey, vestido con una armadura de batalla Vanir pero con la espada todavía enfundada, más sereno y menos intensamente centrado, a diferencia de los Aesir a su alrededor. Junto a él estaba su hermana Freyja, vestida con una armadura similar pero con la espada desenvainada. Preparados para la batalla de manera tan similar, los gemelos eran difíciles de distinguir entre sí con sus delicadas facciones.

Distribuidos por toda la primera fila estaban los otros Aesir: Frigg, la madre de Balder y esposa de Odín; Magni y Modi, los hijos de Thor y Sif junto a la propia Sif; Ull el arquero, con su trabajado arco de tejo y sus flechas hechas con astas de hueso; Vali y Vidar, los hijos de Odín; Forseti, el hijo de Balder; Bragi, el poeta; Honir, liberado de su vínculo de guerra con los Vanir para fortalecer aún más los lazos entre los Vanir y los Aesir. Junto a ellos, cientos de asgardianos, cada uno diestro y feroz en la batalla, cada uno deseando derramar sangre gigante.

Detrás de las primeras filas de los dioses estaban los einherjar. Los guerreros grotescos ansiaban la sangre todavía más que sus señores. Desde el momento en que cada uno de ellos llegó a Valhalla no habían hecho más que luchar. Cada día una letanía de batalla donde se ensangrentaban entre sí en anticipación del Ragnarok. Cada noche una fiesta donde los que había sobrevivido al día elevaban copas y tazones por los caídos. Y cada mañana todos se levantaban, los que habían sobrevivido y los que habían muerto, para luchar de nuevo. El ciclo se repetía cada día y siempre con el Ragnarok en el horizonte. Para eso habían sido llevados a Valhalla. Saboreaban la idea de que por fin podrían saciar su sed con la sangre de los enemigos de los dioses.

La valkirias estaban por todas partes, fantasmagóricas como sus monturas, diseminadas entre las legiones de los einherjar. Las doncellas no permanecían en un solo lugar sino que desaparecían y reaparecían entre los ejércitos concentrados. Cada una estaba armada con una espada y un arco, y podían participar tanto en atroz combate cuerpo a cuerpo como sesgar al enemigo desde lejos con flechas espectrales.

Los Aesir estaban acompañados por los ejércitos de los Vanir, los dioses místicos de Vanaheim que en algún momento habían sido sus más acérrimos adversarios. Ahora los dos grupos, aliados incómodos durante mucho tiempo, habían dejado a un lado todo rencor por las viejas heridas y se habían unido para enfrentarse al enemigo común que los amenaza a ambos. Traían con ellos sus hechizos y brujería, su dominio de todos los seres vivos. Habían sido enemigos temibles; ahora serían igualmente devastadores como aliados.

Y sin embargo todos estos ejércitos juntos sólo equivalían a una pequeña parte de los ejércitos de Jotunheim. Incluso ahora podían oír a los gigantes pisando fuerte sobre Bifrost, fila tras fila de enormes e imponentes criaturas del caos con la intención de destruirlo todo a su paso. Un malestar silencioso se propagó brevemente por los ejércitos, sólo para ser reprimido por la tranquila y concentrada ferocidad de los Aesir en la vanguardia. Aquellos dioses eran las anclas de las que todos los demás dependían. Su firmeza prestaba fuerza a los que les rodeaban.

Los ejércitos estaban en silencio. El tiempo para el ruido y la batalla y la muerte llegaría pronto. Por ahora, se mantenían firmes y esperaban.

La marcha de pies colosales sobre Bifrost era todo lo que Heimdall podía oír mientras permanecía en el borde del puente, a la espera de los gigantes, junto a sus escasas docenas de sirvientes. Las espadas estaban desenvainadas y los rostros eran sombríos y decididos. Juntos, formaron un muro que separaba el extremo de Bifrost de la llanura que conducía a Asgard. Los gigantes tendrían que romper ese muro para tener acceso y Heimdall no permitiría que eso sucediera mientras tuviera aliento en el cuerpo.

Los llevaba viendo durante leguas, mucho antes incluso de poner un pie en Bifrost, pero, al ir cerrando la distancia una legión tras otra de gigantes, pudo apreciar lo grandes que eran. Y los números eran aún más desalentadores: al aparecer las primeras moles a la vista del retén de Heimdall, éste oyó jadeos apenas audibles de la boca de los valientes guerreros, y la procesión tortuosa de enemigos abarcaba tanto la totalidad del puente como la tierra que conducía a él. Heimdall ni siquiera sabía que existían tantos gigantes y, pese a su carácter intrépido, era intimidatorio pensar que marchaban sobre Asgard.

A medida que la primera ola se acercaba, se armó de valor y apretó más fuerte su espada. Fuera cual fuese el resultado, al menos demostraría ser una batalla para que la cantaran los escaldos.

Había espacio suficiente en Bifrost para que los gigantes marcharan en filas de a diez. Puesto que el pequeño grupo de Heimdall estaba distribuido como ellos, hombro con hombro en cuatro filas, para los gigantes sería difícil flanquearlos a menos que rompieran efectivamente a través de las líneas de guerreros. Aunque probablemente serían capaces de hacerlo, les costaría muy caro, pues sus hombres cavarían con acero la carne gigante.

Se preguntó si sería capaz de detener a todos los ejércitos allí, en Bifrost, destrozando la totalidad de Jotunheim en una batalla gloriosa que le ganaría la envidia de todos los Aesir. Sonrió ante la idea. Remover las entrañas de Thor con los celos y negarle un papel en esa batalla sería sumamente satisfactorio, pues siempre hubo competencia entre los Aesir para decidir quién era el guerrero más fuerte, audaz y feroz. Heimdall había presenciado la furia de Thor cuando se le impedía combatir, y tanto él como los demás se habían burlado bastante del Tronador. Si pudiera conseguirlo hoy…

Pese a lo divertida que era, descartó aquella idea. Si pretendía conservar su posición y mantener a los gigantes fuera de la tierra sagrada de Asgard, tendría que emplear toda su atención.

La primera línea de gigantes se acercaba. En su mayoría eran del mismo tamaño —al menos tan altos como un árbol—, pero había algunos que duplicaban esa altura y poseían además un aspecto todavía más bestial. Heimdall vio el peligro y examinó las caras de sus hombres.

—¡Manteneos firmes en la línea! —gritó—. ¡Mantened las filas selladas para que no puedan pasar! ¡Dejadme los grandes a mí! —Advirtió sus gestos serios y decididos y se giró hacia los gigantes. Se habían detenido, tomando la medida a la pequeña fuerza que se interponía entre ellos y Asgard. Estaban primitivamente armados con garrotes, martillos y puños desnudos, confiando en su tamaño descomunal para aplastar a sus enemigos. Heimdall observó las miradas de exceso de confianza: sonreían, se echaron a reír, e incluso señalaron con sorna a la pequeña fuerza que les hacía frente. Estaba claro que consideraban que aquélla era una batalla fácil y de conclusión inevitable.

Sin previo aviso, soltaron gritos de guerra que sacudieron el cielo y se lanzaron al ataque, blandiendo armas y puños en alto. El grupo de Heimdall se mantuvo firme y esperó el ataque.

La primera oleada de gigantes encontró el acero furioso de los asgardianos y la sangre salpicó al aire y bajó de nuevo como una espesa lluvia roja. La primera línea fue empujada hacia atrás por los golpes de puños y garrotes de los gigantes. Varios hombres cayeron, pero las filas de atrás subieron rápidamente y llenaron los agujeros, manteniendo la formación. Los hombres, aunque irremediablemente superados en fuerza y número, compensaban sus deficiencias con furia y destreza.

Las primeras filas de asgardianos mutilaron piernas de gigantes con tajos amplios; las filas traseras apuñalaban las entrañas por medio de golpes cortos y rápidos; las manos y los dedos eran amputados al tratar de agarrar y aplastar a los molestos insectos que los desafiaban. El impulso inicial de los gigantes los había llevado adelante con fuerza, y habían logrado que la línea de los de Asgard retrocediera, pero donde ésta resistía se convertía en un ensamblaje de puñaladas y acero mordiente que hacía sangrar allí donde golpeaban sus docenas de aguijones.

Los gigantes trataron de retroceder, pero la fuerza de los cuerpos que empujaban detrás los devolvía a la línea mientras las espadas y hachas continuaban cortando y sajando todo lo que tocaban. Al caer, algunos rugiendo y gritando de dolor y amarga frustración, crearon una barrera para los que estaban detrás, y los asgardianos fueron capaces de utilizar esos cadáveres gigantes como barreras desde las que atacar. El fervor de los asgardianos aumentó al caer gigante tras gigante, y sus hojas mordieron más profundo, golpearon más fuerte y cortaron más rápido. Ese furor encolerizó a los gigantes que aún no habían logrado llegar a ellos pero que podían ver a esas pequeñas criaturas arrasando a sus hermanos. Redoblaron sus esfuerzos para alcanzarlos, empujando así cada vez más a los gigantes del frente entre los dientes lacerantes de los asgardianos.

Heimdall vigilaba a los más grandes mientras derribaba adversario tras adversario. Avanzaba y tiraba los cuerpos caídos a un lado, haciendo hueco para los demás. Había matado ya a dos de los más colosales, pero había muchos más atrás que podían alcanzar o incluso pasar por encima de los de la primera línea para meterse entre las filas asgardianas.

Cortó el brazo a un gigante por el codo y luego le hundió la espada en el costado hasta la empuñadura. Se roció de sangre mientras sacaba la espada y la criatura cayó sobre la pila de gigantes muertos. Heimdall sintió el suelo retumbar cerca y se volvió para enfrentarse a la amenaza, pero era demasiado tarde. El gigante lo recogió brutalmente con su mano tosca, haciéndole sentir y oír cómo se le rompían las costillas. Luego se lo llevó a la boca, decidido a comérselo o simplemente a partirlo por la mitad.

Luchó por soltar el brazo del arma del abrazo y, cuando el gigante se lo acercó a las fauces, lo apuñaló directamente en el ojo con su espada recién liberada. La criatura gritó e instintivamente dejó caer a Heimdall, pero él se aferró al acero con una mano mientras se daba la vuelta y lo agarraba también con la otra. El gigante se sacudió violentamente y tropezó con los cadáveres de los caídos mientras Heimdall colgaba de la espada todavía incrustada en el ojo.

El coloso se desplomó de bruces y el impacto le introdujo el acero profundamente en el cerebro, matándolo al instante. Heimdall, sin embargo, quedó atrapado debajo y se estrelló contra el suelo, soportando el peso del enorme cadáver. Tras largos minutos, siguió sin levantarse.

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