Lina

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15. El piano

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15. El piano

Fray Lucas iba de acá para allá afanado en la granja. Debía prestar atención para no tropezar, pues la alborotada comitiva de animales que lo acompañaba se interponía al buen tuntún en su camino haciéndole perder constantemente el equilibrio.

—Bendita insensatez…

En la destilería, los frailes entonaron el Ave María de Vavilov12. Fray Lucas se unió a ellos mientras trabajaba. Enseguida se dio cuenta de que le estaban dejando la voz solista. En la biblioteca, el guardián interrumpió su lectura encandilado. «¡Qué maravilla, Señor! Esa garganta está bendecida por Ti».

Le pareció que una nube pasajera se había detenido a escuchar y que la brisa contenía el aliento para que ningún sonido interfiriera en aquella célica voz. Lo único que se movía bajo el cielo azul claro era un objeto de color blanco que se aproximaba al convento. Fray Pedro se puso en pie nada más descubrirlo.

—¡Ya vienen! —anunció a los presentes.

El aviso de la campana rompió el encanto de la música. Fray Lucas miró la hora extrañado. «A fray Daniel se le debe de haber estropeado el reloj».

Al ver que los demás corrían hacia la puerta de entrada, salió.

—¿Sucede algo?

Los frailes se lanzaron miradas cómplices, pero ninguno soltó prenda. Fray Lucas tuvo la sensación de que era el único que desconocía lo que pasaba.

La furgoneta fue recibida con júbilo. De ella bajaron dos hombres fornidos. El guardián les ofreció ayuda.

—De momento no, gracias. Con que recen para que no nos despeñemos a la vuelta... Menudo caminito.

Cuando abrieron la parte trasera, a fray Lucas se le puso tal cara de estupefacción que los frailes sonrieron divertidos. Traían un viejo piano vertical.

—Cierra la boca, hermano, que te va a entrar una mosca —le susurró fray Bartolo.

El mexicano frotó sus ojos sin creer en lo que veía. «O lo estaba soñando o su mentor se había ido de la lengua con lo del piano. Este fray Simón…».

Fray Pedro le revolvió el cabello como a un niño chico.

—No está en muy buen estado. Ha sido una donación. Nosotros no tenemos dinero. Espero que suene decentemente.

—Al menos, mis dedos mantendrán la agilidad. No sé cómo agradecérselo.

—Yo sí: usándolo.

Colocaron el instrumento en una pequeña sala con vistas al claustro.

—Los días de buen tiempo, abriremos los ventanales y nos sentaremos en el patio a escucharte —dijo fray Pedro.

Fray Lucas se imaginó la escena: la coral, distribuida a ambos lados de las elegantes cristaleras. Tras ellos, el piano. «Gracias, Dios mío, por darme de nuevo la capacidad de deleitarte».

—Bueno, pruébalo...

—Sí, estamos expectantes.

Tras ajustar la banqueta, el mexicano unió sus manos en actitud devota.

—Señor, bendice mis torpes dedos y perdona los innumerables errores que van a cometer.

Nada más pulsar los primeros acordes, el viejo fray Miguel se santiguó con rictus doliente. Teclas que no sonaban, notas desafinadas, ruidos metálicos… Hacía falta un milagro para que aquello se transformara en música.

—¿Se puede reparar? —preguntó un hermano.

Fray Lucas negó con la cabeza.

—Costaría mucho dinero. Hay que cambiar piezas, cuerdas, teclas, macillos…

El guardián lamentó el fracaso. El joven necesitaba un empujoncito en el ánimo. Su cara huesuda y demacrada desmentía la entereza que aparentaba. Días atrás, fray Pedro había decidido pedir consejo a su homólogo mexicano.

—Un piano —había respondido el otro sin dudar.

—¿Lo toca? ¡Vaya sorpresa!

—Aprendió aquí. Es muy talentoso.

«Eso lo ayudará a mantenerse en pie cuando llegue lo que está por venir. Cuídemelo, Señor. Mire como amaneció el convento hoy. Espero que nadie viera lo que pegaron en la puerta. Lo quité rapidito. No comprendo lo que sucede. ¿Qué tenemos que ver nosotros con la desaparición de unos estudiantes? Me preocupa que tenga relación con lo de los documentos. Ilumíneme el sendero, Padrecito. Voy a oscuras por el margen de un río plagado de cocodrilos».

Fray Lucas despertó al día siguiente con una sensación de efervescencia. El hecho de tener un piano, aunque estuviera en malas condiciones, le hacía sentir menos extraño en aquel lugar. Tras el rezo de maitines, fue a dar un paseo con Canela. Cuando regresaron, el fraile se puso en cuclillas frente a él y le susurró al oído.

—Si te portas bien, te permito entrar conmigo y escucharme tocar.

El perro, aun sin comprender a qué se refería, puso su mejor cara por identificar aquel tono de voz con una propuesta interesante.

Una vez en la sala, se tumbó a su lado. A Fray Lucas le vino a la memoria una trastada de su infancia. Aprovechando que los frailes rezaban la tercia, había abierto las verjas de la granja y guiado a sus residentes hasta el piano.

—¿Sabes, Canela? Interpreté para ellos Golliwogg’s Cake Walk de Debussy. ¡La que se armó! Los patos dando vueltas en fila, las gallinas a lo loco cacareando, los perros ladrando...

El fraile rio al recordar cómo una gallina había puesto un huevo encima del piano.

—Benditos animales —dijo enjugándose risueño las lágrimas antes de colocar las manos en el primer acorde de la Sonata n.º 8 en la menor, KV 310, de Mozart.

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