Lina

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16. El apartamento

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16. El apartamento

Endzela estaba preparando en la cocina del apartamento una cena para ella y François. El menú iba a consistir en jachapuri, satsivi con pollo y su postre favorito, gozinaki.

Estaba literalmente con las manos en la masa cuando sonó una llamada a través de Skype. Era su madre desde Georgia.

—¡Endzela! ¡Hija mía! —dijo en georgiano con el acento característico de Mtskheta-Mtianeti.

—¡Hola, mamá! ¿Otra vez de negro? Prometiste que te vestirías con otro color cuando me volvieras a llamar. Tienes que hacer un esfuerzo.

—A ver si para la próxima… Es que no me hago el ánimo.

—Bueno, seguiré insistiendo. ¿Está Vasyl contigo?

—Sí, y el abuelo.

La mujer se alejó de la pantalla para que su hija pudiera tener visión de los tres. A la joven le produjo pena verlos en aquel salón humilde de casa campesina que habían decorado entre las dos sin dinero, pero con ingenio. En cuanto pudiera, les compraría una casa.

El niño, al verla, corrió a besar el ordenador. Ella, emocionada, hizo lo mismo en el suyo.

—Te quiero, te quiero muchísimo. ¿Y tú? ¿Cuánto me quiere mi niño precioso?

Vasyl extendió los brazos en horizontal.

—¡Hala! ¿Tanto? —exclamó Endzela.

Él asintió categórico.

—¡Qué contenta estoy! Pues yo te quiero así.

Abarcó el máximo espacio posible con los suyos. Después, el abuelo, que desconfiaba de los chismes modernos, saludó a su nieta vociferando.

Ella rompió a reír al ver que su hijo se tapaba los oídos. «Siempre la misma escena».

—No grite, que se le va a salir un pulmón. ¿Cómo va usted de sus achaques? —le preguntó al anciano.

—Bien, la medicina que tomo me sienta a las mil maravillas. No me duele nada —dijo mostrándole una botella de aguardiente georgiano medio vacía.

—¡Abuelo! Eso es solo para las celebraciones.

—Cada día tengo algo que celebrar.

—Es peor que un crío.

De pronto, su hijo cruzó la pantalla de izquierda a derecha por delante del abuelo ejecutando de manera concienzuda una danza.

—¡Vasyl! ¿Estás aprendiendo a bailar Khorumi13?

—Era una sorpresa, mamaíta. El abuelo me está enseñando para que me acepten en la academia cuando cumpla los cinco —dijo deteniéndose un momento para mostrar la edad con los dedos de su mano.

—¡Qué orgullosa estoy de ti!

—¡Mira!

El niño quiso hacerle una demostración de su destreza como bailarín. El abuelo se unió a él.

Cuando, agarrados por los antebrazos, comenzaron a girar a toda velocidad, la madre y la hija se echaron las manos a la cabeza. La escena producía tanta ternura como susto.

—¡Es usted un temerario, padre! Cualquier día se le despegan las piernas del cuerpo.

Tras la exhibición, el hombre se dejó caer en el sofá casi sin aliento. Las mujeres aplaudieron a la singular pareja. Endzela mostró la masa del jachapuri a su madre para que le diera su opinión.

—Ya ha subido lo suficiente. ¿La mozzarella es fresca? —preguntó la mujer con desconfianza.

—Sí.

—¿Fresca de nevera de supermercado o fresca de animal?

—De las dos cosas, mamá.

La madre frunció el ceño en señal de desaprobación.

—Seguro que sabe a polvo de laboratorio. ¿Y el queso feta es bueno, lo has probado primero?

—Es normal, del que venden. No me cabe una granja en el apartamento.

—¿No tienes balcón?

—Mamá...

—Que no se te olvide nunca cómo se preparan nuestros platos. La comida georgiana es la mejor del mundo. Y no te lo digo porque yo sea de aquí.

—Claro, claro, eso no tiene nada que ver... Voy a cocinar satsivi con pollo y gozinaki exactamente como tú me enseñaste. Lo sé, las nueces en nuestro país son las más deliciosas del mundo; aun así, le encantará. Él no lo puede comparar con la auténtica comida nuestra. Nunca ha estado en Georgia.

La palabra él disparó automáticamente todas las alarmas en la familia.

—¿Tienes novio? ¿Es serio, trabajador, honesto, te quiere? Ojalá tengas más suerte que con el anterior, hija mía. Ten cuidado, que tú eres muy inocente.

A la chica no le dio tiempo a responder. El abuelo, a pesar de estar sin resuello, se puso en pie con la ligereza de un chaval. La gravedad del asunto requería de una intervención inmediata. El mayor de sus temores estaba cerca de hacerse realidad.

—Si te casas con un extranjero, nunca volverás a vivir con nosotros. Trabajar fuera de manera provisional es una cosa y casarse, otra muy distinta. Tengo la solución. Mi amigo Nicolai se acaba de quedar viudo. Es un hombre de gran inteligencia, dueño de una ganadería tradicional que ahora llama ecológica para exportar productos al triple de su valor. Con él no te faltará de nada. A Vasyl le encanta estar allí. ¿Eh, bisnieto, a que te gusta ir a visitar a Nicolai?

—Sí... —respondió el niño con los oídos tapados.

—¿Lo ves? —dijo con firmeza antes de volver a sentarse.

—Ese hombre tiene ochenta años y unos cuantos animales. No maree a su nieta —replicó la madre.

Endzela introdujo el jachapuri en el horno mientras ellos discutían.

—Nicolai la respetará —lo oyó decir airado.

—Claro, no se tiene en pie —dijo la mujer riéndose.

Endzela describió a François con todo lujo de detalles para que se quedaran tranquilos. Tan solo omitió que él tenía otra pareja.

—Hija, ojalá te quiera de verdad y te haga feliz, que tú vales mucho.

El abuelo cabeceó preocupado.

—Endzela, hazme caso. Regresa. Mi amigo Nicolai tiene las vacas que dan más leche de la región. Un hombre que ordeña así de bien sabe hacer feliz a una mujer.

Su hija dio un respingo.

—¡Padre!

—Muuu, muuu... —dijo Vasyl.

Endzela iba a cuatro manos en la cocina. La madre no quiso seguir entreteniéndola. Nada le dolería más que ser la causante de un desastre culinario. Puso fin a la conversación ignorando las protestas del abuelo, que aún guardaba varios argumentos a favor de Nicolai.

Vasyl depositó un beso en su pequeña mano. Endzela hizo lo mismo.

—Uno, dos, tres… ¡Ahora!

Ambos soplaron deseando que el aire los transportara de un país a otro. Ella, conteniéndose las lágrimas, se despidió de todos.

François llegó malhumorado. Estaba metido en un buen lío. Había hecho de intermediario para venderle una pintura a un narco mexicano llamado Chulo Torres, una obra que también había cobrado a Théodore Dubois creyendo que este la iba a dejar en depósito, pero que ahora reclamaba. François sabía que la única forma de salir del paso era encargar una copia a un falsificador con todos los riesgos que ello conllevaba.

Endzela lo colmó de besos vestida con el color de los campos de lavanda belgas en primavera.

—¿Estás bien? Tienes mala cara —preguntó preocupada atribuyéndole su mal aspecto a un problema de salud. La georgiana jamás habría imaginado a François involucrado en ese tipo de operaciones.

—Necesito que me hagas un favor. ¿Tienes carné de conducir?

—Sí, aunque siempre voy en moto. Supongo que no se me habrá olvidado. ¿Por?

—Quiero que vayas en coche hasta Alemania y traigas algo.

—¿Hasta Alemania? Pero vendrás conmigo, ¿no?

François cabeceó.

—Es para más adelante. Alguien con pocos escrúpulos me la ha gastado y necesito que me ayudes sin hacer preguntas. ¿De acuerdo? ¿Harás eso por mí?

—Pero ¿es peligroso? Que yo tengo un hijo…

—No pasa nada. Yo jamás permitiría que te sucediera algo malo. Debo mantenerme al margen y solo confío en ti, ¿entiendes? Sé que nunca te fugarías con algo que no te pertenece por muy valioso que fuera.

—Oh, claro que no…

—Te amo, ¿sabes? Cada día más. Demasiado.

—Nunca es demasiado.

—Siempre lo es.

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