Limbo

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2. Eco, él » 7

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Por no contarle a Juan que había roto el pacto de clausura, le dije que había encontrado el CD Distortion en el cajón de mi mesilla de noche. El libro de huéspedes de mi habitación contaba con la firma de Stephin Me-rritt, compositor y cantante de The Magnetic Fields, de modo que tal embuste no resultaba del todo descabellado. En repetidas audiciones, estuvimos toda la mañana comparándolo con el original, que descargamos de varios portales de Internet, de pago, para asegurarnos la calidad del sonido. Salvo The Echo of the Stomach —que, lógicamente, no aparecía—, todas las canciones eran idénticas; iba a decir que eran «idénticas al original», pero el CD que yo había encontrado también era original. Lo comprobamos con el programa analizador de frecuencias de sonido: en la pantalla se dibujaban las mismas curvas en todas las grabaciones. Hecha esa primera y obligada comparación, nos dedicamos a escuchar repetidas veces The Echo of the Stomach, que, básicamente, consistía en una guitarra, arpegiada, con distorsión, y la voz de Me-rritt evolucionando hacia tonos sorprendentemente agudos para lo que es normal en su timbre. El conjunto, por decir algo aproximado, recordaba a un combo de The Jesús and Mary Chain, la guitarra de Andy Summers en su etapa en solitario y el saxo del primer John Zorn. Grandioso.

Tradujimos la letra:

El eco del estómago.

Hay una pantalla en el estómago.

Emite en dos canales.

El eco del estómago.

La flora del estómago son toallas de playa,

el sol ya no calienta,

mar en retirada,

se hace tarde, querido,

regresa pronto a casa,

se hace tarde.

El eco del estómago tiene hambre.

Emite en dos canales.

El eco del estómago.

Y durante toda la tarde no pudimos parar de leerla. La repetíamos en voz alta, sin música; creo que casi no nos atrevíamos a tararearla. En ocasiones, los grupos publican canciones secretas, que quedan para la posteridad como rarezas de coleccionista. En esos casos, tales temas, aunque sí se hallan en el disco, no aparecen listados en el índice, pero ésta aparecía explícitamente en la contraportada del CD, nada tenía de secreta, y, no obstante, una búsqueda en la Red de las palabras «Magnetic Fields The Echo of the Sto-mach» arrojaba una cifra de 0 hallazgos en cualquiera de los buscadores disponibles. Sabíamos perfectamente lo que aquello significaba: nuestro ejemplar era único. No es que respondiera a una edición limitada, ni que hubiera tan siquiera dos ejemplares en el mundo, no, sólo existía uno, y era el nuestro. Esto trajo consigo una sensación no experimentada por ninguno de los dos hasta entonces. Ante dos platos de arroz con tomate y huevos fritos, lo estuvimos comentando en la cena: no es que tuviéramos algo único como por ejemplo es único un dibujo garabateado en un papel, o un cuadro de tal o cual pintor, sino que teníamos un objeto único producido en serie, y tal contradicción nos resultaba totalmente desconcertante.

Esa noche, con la idea de encontrar una pista, un porqué, algo que explicara satisfactoriamente la existencia de la canción desconocida, hojeé el libro de firmas de huéspedes de mi habitación, pero en la página dedicada a The Magnetic Fields sólo aparecía una palabra, Distor-tion, y a su pie, la firma de Stephin Merritt, fechada en enero de 2007. Fue ésa una manía que repetí durante los días siguientes, dejar pasar los minutos mientras observaba la palabra Distortion, perfectamente caligrafiada, y más abajo, un poco más descuidada, la fecha y la firma de Merritt. Al mismo tiempo, siempre a mi derecha, el CD hallado. Una de esas noches creí encontrar una diferencia entre nuestro ejemplar y el comercializado. Ambas copias, sobre un fondo uniformemente rosa, exhiben el típico dibujo de icono de varón que hay en las puertas de los lavabos públicos. La diferencia radica en que en el disco normal el hombre está de frente:

y en el nuestro estaba de espaldas:

Mejor dicho, es imposible saber cuál está de frente y cuál de espaldas, o si los dos están de frente o los dos de espaldas, por lo que hay en esos dibujos una indeterminación inherente que convierte las dos portadas en algo también inherentemente distinto. Algo imposible de determinar. Un problema que carece de solución única.

Ese pensamiento comenzó a repetírseme cada noche, ya en la cama. Después cerraba el libro de firmas de huéspedes e intentaba dormir. Otras veces, por desviar mi atención, encendía de nuevo la luz y leía un trozo del único libro que había llevado, La exhibición de atrocidades, de, lo he dicho, el británico J. G. Ballard. En concreto, leía el capítulo «Tolerancias del rostro humano», que me gustaba mucho porque posee subcapítulos con títulos como «La muerte del afecto» o «La épica de seis segundos». Después cerraba el libro, apagaba la luz, y me llenaba de orgullo pensar que ese colchón había sido ocupado por el mismísimo Merritt. Me preguntaba si el hueco que mi cuerpo creaba en el látex sería parecido al hueco creado por el cuerpo de Merritt. Entendí que no. Soy más alto y delgado que él, pero ello no impedía que tal pensamiento no me dejara conciliar el sueño hasta muy entrada la noche. Imaginaba el colchón vacío, y en él los huecos creados por el cuerpo de Merritt. El hueco de Merritt atravesado en la cama, el hueco de Merritt perpendicular a la cabecera, el hueco de Merritt de medio lado, muy hondo por la propia naturaleza de la postura fetal, el hueco de Merritt con las piernas rectas, el hueco de Merritt dibujando una diagonal, el hueco de Merritt boca abajo, fotogramas sucedidos en secuencias cada vez más rápidas, que tenía ya memori-zadas. Conseguía conciliar el sueño, sí, pero duraba poco, a lo sumo una hora, para despertarme siempre antes del amanecer, y entonces miraba la puerta, siempre miraba la puerta, cerrada, y el picaporte metálico con forma de pera, y no podía evitar pensar en aquel cuento de Juan Benet en el que un viajante de comercio llega por la noche a una población de montaña, en Región, España, alumbrada únicamente por un casquillo de bombilla que cuelga en mitad de la plaza, y continúa camino hasta que poco después de haber dejado atrás las últimas casas del pueblo encuentra una vivienda con un rótulo que dice: Camas, y se detiene, y es el único huésped, y el dueño le da la llave, habitación n.° 9, y le dice: «Si desea usted algo no tiene más que llamar al timbre; yo acudiré enseguida», y el viajero se duerme pero algo le despierta, no tarda en oír susurros y bisbíseos de mujeres, parecen venir de su propia habitación, y cesan en cuanto enciende la luz, proceso que se repite toda la noche sin que ese viajante tenga arrojo suficiente para levantarse ni para apretar el timbre de pera que alertaría al dueño, quien al día siguiente le recrimina que no le llamara para acudir en su ayuda, que ya se lo había dejado bien claro la noche anterior: «Si desea usted algo no tiene más que llamar al timbre; yo acudiré enseguida», y pasan los años y el viajante prospera y se hospeda en un hotel cerca del lago Constanza, región alemana de Baden-Würtemberg, y el suceso de aquella noche, remoto en su memoria y prácticamente olvidado, se reproduce: los árboles del jardín parecen bisbisear, los animadores del hotel parecen estar despiertos, oye voces en su habitación, junto a la cama, las piscinas chapotean y susurros de mujeres llenan la estancia con una verosimilitud que no deja dudas, y esta vez sí, sin el arrojo de años atrás, desgastado por el miedo y los kilómetros de carretera, aprieta el timbre que da aviso a la camarera y aguarda su llegada, y oye pasos más allá de la puerta, y reconoce entonces las pisadas de aquel a quien años atrás no pidió ayuda aun habiendo sido de buena fe ofrecida, y es en ese momento cuando se da cuenta de que aquella antigua deuda no está saldada porque no han prescrito las condiciones entonces establecidas; en efecto, sabe que el dueño de aquella pensión regresa, está regresando a cumplir lo pactado, y entonces el viajante, sentado sobre la almohada, retrocediendo y apretando la espalda contra la pared, reconoce la mano de aquel posadero y su figura de cartón piedra «por la lenta manera con que hizo girar el picaporte», termina asegurando el cuento, y yo, en mi habitación, despierto ya antes del amanecer, con la vista fija en la puerta, no podía dejar de recordarlo, y pensaba que en cualquier momento observaría el giro de picaporte que me indicaría que alguien olvidado en un subcompartimento de mi memoria regresaría a saldar alguna deuda contraída, y mi cabeza entraba entonces en una segunda fase de especulaciones, constituidas por dos posibilidades: podría ser el mismo Merritt quien regresase, celoso de su colchón y de su mapa de huecos en el látex, suplantado por el mapa de los míos, celoso de que cada noche yo me apropiara de lo que habían sido sus desvelos, sus acordes y estructuras sonoras, sus peculiares sonidos y, en suma, los secretos de esa magna obra que es Distortion —ilegítima apropiación redondeada por el hallazgo del único CD que existe con la rareza The Echo of the Stomach—, e imaginaba entonces que el pomo describía una rotación completa y él abría la puerta —su cráneo cubierto con una gorra de golf, su zamarra, que le da ese aspecto de carne picada y posteriormente empacada, su barba de cuatro días y sus ojos, más celestes aún en la oscuridad— para sin dar un paso más allá del umbral decirme: «Si deseabas algo sólo tenías que haber llamado al timbre; yo hubiera acudido en tu ayuda», o podría ser el mismísimo J. G. Ballard, fallecido poco tiempo atrás, quien, lentamente y sin retórica, como cualquiera de sus frases, hiciera girar el picaporte, pero ¿para qué vendría J. G. Ballard a verme?, ¿qué intenciones podría tener ese caballero inglés para acudir a mi puerta en mitad de una desapacible noche bretona?, y entonces mi cabeza, metida ya en subbucles especulativos, no encontraba respuestas satisfactorias, ¿acaso vendría a mí por haber utilizado fragmentos de su Exhibición de atrocidades como material de canciones, y así decirme: «Si deseabas algo sólo tenías que haber llamado al timbre; yo hubiera acudido enseguida»?, y así se sucedían las últimas horas de la noche para caer mi cerebro rendido hasta el amanecer. Creo que una vez di un grito en la parte real y al mismo tiempo otro en la parte imaginaria, y sonaban distintos.

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