Limbo

Limbo


2. Eco, él » 8

Página 18 de 26

8

Otro libro que hay en la cabaña —se llama Islas, a secas— dice que en el océano Artico, mar de Kara, hay una isla que aunque pertenece a Rusia tiene forma de ojo de faraón egipcio. Se llama Lonely Island. Sólo ha tenido un habitante, meteorólogo aficionado. En 1927 encontraron bajo el hielo su aparataje de medición de humedad, temperatura, velocidad del viento y radiación solar. Ni rastro del cuerpo. El último parte que emitió por radio, 4 de agosto de 1926, cuya grabación se conserva, dice: «Hoy hace un día espléndido, han llegado gaviotas…». Se llama Lonely Island porque esas últimas palabras resultan inaudibles. Pero los muertos sí que podemos oírlas. Los muertos lo oímos todo menos a nosotros mismos. De hecho, no sé ni lo que digo, por eso lo escribo.

En ninguna de las fotos del matadero que tenía en la pared de mi cuarto aparece mi padre; nunca quise. Daría la impresión de que no es mi padre; las fotografías hechas de incógnito generan distancias insalvables. Tampoco tengo fotos de mi hermana pequeña. Trabaja en las oficinas del matadero, es administrativa, lleva la contabilidad, y cuando a veces trae a casa esos listados de cifras y nombres técnicos de piezas de animales, me parecen las estadísticas de muertos que cada semana elabora el Gobierno de México. La ventana de su despacho da a la calle. A través de los prismáticos la vi un día besarse con un casi viejo que trabaja despiezando cerdos, ese trabajo es el paso siguiente al de mi padre en la cadena de producción. Interpreto eso como algo que vagamente tiene que ver con la teoría de Darwin hecha carne en mi hermana, y me alegro por ella.

A veces parece que en esta ciudad la teoría de la evolución se viera refutada. Salvo la bolsa de gas que se mueve bajo nosotros, la recuerdo siempre igual, un fósil en la cadena de acontecimientos que afectan al planeta. Un día mi padre fue galardonado como el mejor trabajador del año, lo que también constituía un reconocimiento a sus 40 años de fidelidad a la empresa —desde casi niño a casi viejo—. El propio dueño del matadero vino a traer la placa de plata que así lo atestigua. Mi madre le hizo pasar. Tomaron licor en vasos con dibujos de palmeras y la frase Recuerdo de Puebla. Mi padre vestía un traje azul oscuro con finas líneas blancas, se lo elegí yo, fue la primera vez que vi a mi padre con traje. Habíamos ido a comprarlo a la tienda de Zara de la calle Londres, recién inaugurada. Cuando se miró al espejo del probador dijo que con aquel traje parecía una res abierta; no por el traje, que le pareció muy bonito, sino por cómo la chaqueta dejaba entrever la camisa, blanca y apretada en la barriga. Antes de irse, el jefe quiso ver nuestra casa, recorrió las habitaciones y afirmó maravillarse de cómo habíamos prosperado, y eso que, para estar al cuidado de nosotras, mi madre nunca había trabajado. Al llegar a mi habitación no pareció sorprenderse de las fotografías del matadero que en tamaño póster cubrían las paredes, pero estuvo observándolas durante mucho tiempo, después preguntó el porqué de las fotos, a lo que respondí que sólo era una afición, que me gusta la fotografía como mera estética. Era mentira, pero me di cuenta de que aquel hombre no entendería jamás que tras aquello había un afán documentalista. Mi padre apoyó su brazo en mi hombro, sonrió con orgullo y dijo que yo había estudiado diseño industrial, muy buena alumna, siempre becada, que trabajaba en una gran empresa y que me interesaba todo lo relacionado con las producciones y las industrias, de ahí lo de las fotografías. Nunca vi a mi padre sentirse tan orgulloso de mí. El jefe se aproximó, le noté nervioso cuando preguntó por qué fotografiaba tantos camiones de ganado. Contesté que por nada, que estaban allí, que en realidad lo que a mí me interesaba eran los animales y los hombres, por ese orden. Señaló una fotografía en la que decenas de cerdos colgados de las patas traseras dibujaban un larguísimo pasillo y me dijo: «El cerdo es el mejor animal, de él se aprovecha todo, como de los humanos», y se rio, mi padre también se rio. Todos nos reímos. No sin antes agradecer a mi madre su hospitalidad, se fue. Tuve entonces la sensación de que empapelar las paredes de mi habitación con esas fotografías equivalía a apagar el contacto de una avioneta y tirar las llaves por la ventanilla.

Ir a la siguiente página

Report Page