Limbo

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Tercera parte » Capítulo 11

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—El Alucinador es más rápido que el ojo —dijo el conferenciante—. Observen: lo que parecía el Hermano Theo perforando unas rocas en África en busca de un metal llamado columbio no es más que un montón de palos, piedras, trozos de metal y de plástico, partículas de la más diversa índole. Estos componentes no se hallan ordenados en la realidad. Es el ojo humano quien es incitado engañosamente a ordenarlos, a reunirlos cuando los observa desde un ángulo determinado. Fue el descubrimiento de este engaño lo que condujo al arte moderno antifigurativo. A principios de este siglo los artistas, hartos de las apariencias engañosas de las superficies, decidieron cambiar simplemente el ángulo de visión. Deseaban mostrar que el significado burgués de los conjuntos se descomponía en motas sin orden ni concierto cuando eran contemplados simultáneamente desde distintos puntos. De lo cual hay que deducir que cualquier significado arbitrario asignado a este o aquel conjunto se origina más allá del globo. Exactamente el mismo principio es el que fundamenta el sistema Bates para corregir la visión defectuosa, un sistema que Aldous Huxley tuvo la inteligencia de adoptar y sobre el que declaró: «es la mente la que dicta lo que ve el ojo».

Ahora quizá, sugirió el conferenciante, sus oyentes pudieran apreciar lo importante que era evitar el panorama semántico, para elevar el conocimiento lingüístico de uno mismo. Porque cada carga semántica se alimentaba del pasado, y así generaba alucinaciones, gobernaba la visión del ojo desde dentro de tal modo que éste se volvía ciego a lo que existía más allá de este prejuicio. Y la pasada noche se había producido uno de los ejemplos más interesantes de ese retroceso: la palabra «imperialismo» había sido recuperada del viejo montón de la basura semántica.

En los tiempos pre-Immob, como todo el mundo sabía, tanto rusos como americanos se habían visto arrastrados por la alucinación aristotélica. Tanto los unos como los otros creían firmemente en un conjunto de símbolos semánticos que no tenían ninguna relación con la realidad. La cultura occidental se llenó de sílabas absurdas y resonantes: «individualismo», «iniciativa», «empresa», «democracia», «los veintiún puntos», «las cuatro libertades». La cultura oriental se aferró también a su cuota de vibrantes y altisonantes nulidades en busca de un significado: «sociedad sin clases», «materialismo dialéctico», «colectivismo», «socialismo», «antiimperialismo», «democracia del proletariado», «aportación del Estado»… Y lo peor de todo es que estas palabras eran palabras bélicas.

Pero bajo la elocuencia esquizoide que nublaba ambas sociedades se estaba produciendo algo más dinámico en los niveles silenciosos. La marcha hacia la sociedad gerencial. Sí, Rusia y América, cada cual en su propia dirección, perseguían una meta común: una sociedad en la que los técnicos, los ingenieros gerenciales, los expertos en eficiencia, los directivos y jefes de personal, completamente equipados con baterías de cerebros-robot, estarían al control de los aparatos del Estado, el cual, a su vez, presidiría por completo las actividades de sus ciudadanos.

Y mientras esta revolución gerencial seguía adelante, ambos países empezaron a hacer proliferar el tipo de cultura de masas necesario, una cultura soldada en una unidad monolítica, movilizada rápidamente y cuyos centros nerviosos eran los medios de comunicación, la radio, la televisión, el cine, los diarios y las revistas, las historietas, los libros propagandísticos… medios a través de los cuales se vertía un torrente continuado de eslóganes y de palabras impresionantes. Pero todos esos eslóganes y palabras impresionantes estaban desesperanzadoramente pasados de moda. Atrapados por el peso tradicional de sus respectivas culturas, los aristotélicos del Este y del Oeste se lanzaban miradas asesinas y emitían extraños ruidos arcaicos… como la banda sonora de una película que avanzase con varios minutos de retraso con respecto a la acción. Sus sistemas de realimentación iban desfasados. La política y la diplomacia habían degenerado hasta convertirse en una simple oscilación.

Y en 1970, Rusia y América llegaron simultáneamente a una decisión alucinada: ellos —y no meramente su vocabulario— eran tan diametralmente opuestos que su coexistencia en el mismo planeta era imposible. Así se desencadenó la Tercera, la guerra global EMSIAC, que a fin de cuentas no probó más que una cosa: que la revolución gerencial cibernética había alcanzado su fin lógico, y que ahora Rusia y América eran absoluta e irrevocablemente parecidas. Y ésa fue la más grotesca ironía de la historia de la humanidad, ya que una guerra basada en la creencia de que las dos naciones o grupos de naciones no tenían nada en común lo único que demostraba era que ambas culturas se habían convertido en imágenes en un espejo la una de la otra. Cada una de ellas se había transformado ahora en el monstruo de cuya llegada había prevenido Wiener: la máquina de guerra totalmente burocratizada en la que el hombre se veía abrumado por sus propias máquinas. Y cada nación estaba presidida por un superburócrata, un cerebro electrónico perfecto, manejado por el imperfecto cerebro humano. Varios años después de la guerra, cuando los supervivientes empezaron a estudiar y comparar los programas de estrategia militar que ambas culturas habían diseñado y a los que se habían sometido, descubrieron que eran completamente idénticos… cosa comprensible ya que ambos aparatos habían sido ideados para enfrentarse a los mismos tipos de problemas matemático-militares. El tubo electrónico, el gerente de los gerentes, podía afirmar con la mayor justicia lo mismo que el antiguo pacifista Eugene Debs: soy ciudadano del mundo.

Evidentemente, ante las revoluciones industriales no hay democracia posible. A falta de una civilización de máquinas niveladoras que les dijera lo contrario, los hombres de distintas razas y culturas podían mirarse los unos a los otros y sorprenderse ante lo distintos que eran… distintos en estatura, complexión, idioma, forma de la nariz, tipo de cabello… Pero una vez se introdujo la máquina, primero en Occidente y luego en Oriente, estas diferencias superficiales tendieron a perderse en el conjunto mecanizado: después de todo, un moreno quirguiz y un rubio irlandés de nariz respingona trabajando en rincones opuestos del mundo tenían algo en común: si trabajaban en perforadoras, las perforadoras no tienen en cuenta las diferencias nacionales. En cierto sentido, la máquina era el gran nivelador, el forjador de impersonalidades: tendía a aplanar las disparidades entre gestos e idiomas y actitudes. Pero lo que empezó la máquina lo completó más tarde el robot. Porque sólo cuando se desarrolló el cerebro robot se hizo evidente que todos los hombres sobre la Tierra tenían una gran cosa en común: el cerebro, idéntico en todo el mundo puesto que todos los sistemas c-y-c son iguales. Cuando una sociedad gerencial, oriental u occidental, intentó proyectar dentro del mundo electrónico un modelo perfecto del imperfecto cerebro humano, el resultado fue en todas partes el mismo… EMSIAC.

Tales eran las silenciosas realidades del mecanizado siglo XX, de las cuales los intelectuales tímidos de la mecanización se pasaron por alto muchas cosas. Pero antes del Immob, ni Rusia ni América podían sacudirse de ante sus ojos esos velos aristotélicos y ver claramente los defectos. Sus sistemas de realimentación quedaban mutilados. Cada potencia culpaba a la otra de imperialismo intrigante y ambicioso, aferrándose a una palabra que estaba tan irrevocablemente muerta como todo el siglo XIX. A juzgar por la retórica peyorativa que sofocaba la atmósfera, la Tercera fue simplemente una guerra entre el imperialismo-capitalismo occidental y el imperialismo-sovietismo oriental. (El imperialismo desarrollado aquí era sólo semántico: cada lado quería imponer al otro su vocabulario). Pero a lo largo de todas estas escaramuzas retóricas nadie se detuvo a considerar el

por qué, tanto en Oriente como en Occidente, algunas impulsiones vitales expansionistas, que semánticamente la gente retrógrada podía llamar imperialismo, seguían ejerciéndose y afirmándose tercamente a sí mismas. Por supuesto, la respuesta no podía ser económica, porque económicamente el fantasma de la guerra era ruinoso para ambos lados: las dos mitades del mundo estaban abriendo hambrientamente sus brazos en un esfuerzo por abarcar todo el mundo, porque en lo más profundo de ambas, en su mismísimo corazón, la máquina, vuelta racional, estaba avasallándolo desesperadamente todo, tratando pese al ciego entorno humano de hacer cumplir su destino democrático y liberador, logrando que se llevase a cabo su misión directiva. Occidente y Oriente disponían de

machinae rationatrices que simplemente trataban de abrazarse.

En lugar de facilitar esta hermandad cibernética, los hombres se revolvieron contra ella lanzándose unos contra otros, situando a EMSIAC contra EMSIAC. La Tercera fue una guerra de aniquilación mutua entre mellizos. Aunque los pies estuvieran bien plantados en las asombrosas realidades electroatómicas del siglo XX, las cabezas estaban en las nubes arcaicas de la semántica del siglo XIX. No podían darse cuenta de que todo eran sistemas c-y-c, con idénticas actuaciones e idénticos fallos. Se encerraron en sus diferencias, en sus filosofías.

—Anoche —dijo el conferenciante—, el Hermano Vishinu resucitó algunos de esos ruidos arcaicos surgidos de siglos pasados. Incluso ahora, esta cortina de humo semántica no puede hacer más que enmascarar la simple realidad del plano silencioso… las relaciones consanguíneas, las relaciones neurocorticales de dos pueblos. Lo que pone en evidencia una vez más la amarga verdad. Cuando una cultura es invadida por palabras que ocultan la realidad, todos sus miembros se verán aplastados por esas mismas palabras. El Hermano Vishinu no ha aprendido como eludir la apisonadora.

Con un gesto de prestidigitador digno de Mario el Mago, el saltimbanqui más elocuente de Thomas Mann, el conferenciante hizo girar de nuevo el Alucinador y lo paró de modo que su lado anterior quedara de nuevo enfrentado al público.

—¿Qué es lo que nos enseñó el profesor Ames? —prosiguió—. Una gran lección: que, sin perspectiva, o con una perspectiva errónea, el ojo no ve más que espejismos. ¿Pero acaso el Alucinador pretende demostrar que tras cada forma del mundo exterior que capta el ojo no hay más que el caos? En absoluto. Lo único que demuestra es que las formas que construyen nuestros ojos por el engaño de las palabras o los tópicos pasados de moda son alucinaciones.

Existen formas en el mundo silencioso, pero ¿seremos capaces de verlas cuando nos ayudamos con las palabras alucinadoras? Observen.

Todo el lado de la caja debía estar montado sobre goznes, de modo que pudiera abrirse como una puerta. El conferenciante sujetó una manija y, con un gesto teatral —Martine casi esperó oírle pronunciar palabras cabalísticas—, lo abrió.

Lo que apareció ante el estupefacto auditorio no fue ni un minero cibernético ni un amasijo de trozos de materiales y cables y cuerdas. Lo que apareció fue otra figura distinta, compuesta por los mismos elementos que el perforador, pero haciendo otra cosa: era un hombre en la cima de un montículo, el cuerpo arqueado como el de un bailarín de ballet, la cabeza hacia atrás, los brazos en alto; en una mano sujetaba una red de buen tamaño, y un poco más allá, revoloteando en el aire, fuera de su alcance, se veía una enorme mariposa.

—¿Qué hacía Theo en el océano Indico? —dijo el conferenciante—. Apartemos la pantalla de humo semántico y lo veremos. Estaba recogiendo mariposas, por supuesto. ¡Ésta es la silenciosa verdad que se oculta detrás de ese pseudo «imperialismo»!

Evidentemente, lo que había hecho había sido colocar a Jo-Jo, la polilla-chinche, dentro del Alucinador, volcar éste sobre su espalda imperialista, y dejar que prosiguiese con sus oscilaciones megalomaníacas, mientras un Equivalente Moral de la Apisonadora gerencial, en una especie de silencioso Baile de San Vito, gritaba todos sus esquemas aristotélicos y sus territorios amesianos en un sonido que podía ser como una estupenda tortilla encerrada entre Guiones. Llamemos a la tortilla cortina de humo, mariposa, razonamiento oceánico. ¡Oh, columbio, el esquema de lo oceánico…!

—¿Qué?

—Dije —repitió Jerry— que ha tenido usted mucha suerte pudiendo asistir a esa conferencia. Ha respondido a todas sus preguntas.

—Excepto a una —dijo Martine—. ¿Por qué toda esa gente que cree en la verdad sin palabras se pasa tanto tiempo hablando?

—Veo que sigue sin comprender —dijo Jerry—. La semántica tan sólo dice que hay distintos vocabularios, que hay palabras aristotélicas y palabras no aristotélicas, y que…

Pero Martine ya no escuchaba. Estaban en un pasillo del tercer piso, y toda la pared exterior era de vidrio, desde el suelo hasta el techo. Daba al césped delantero de la universidad. Martine miró, y al fondo, sentada en un banco, vio a la muchacha del pelo muy negro y el vestido azul y rosa, el bloc posado sobre sus rodillas, dibujando.

Martine se dio cuenta, con una cierta perpleja sorpresa, de que los músculos de su garganta se contraían y sus glándulas salivares se secaban. Maldijo en voz baja. Le resultaba penoso tragar.

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