Lily

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Capítulo 26

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Cuando entró en el Rincón del Cielo, se sintió como llegando a casa. Las imágenes y los sonidos, tan familiares, dieron a Lily la sensación de que todo iba a marchar bien muy pronto. La gran cantidad de saludos que recibía a medida que pasaba entre las mesas, la calidez de los mismos, le demostraron que los clientes no la habían olvidado. Todos querían saber cuándo iba a regresar. Ella contestó a los saludos con la mano y con sonrisas, y siguió su camino.

Se sorprendió al ver a Dodie sentada en la habitual mesa de juego de su marido, que no estaba allí. Se imaginó que estaría en una partida privada, en su oficina, como ocurría a veces.

Al ver que se dirigía al despacho, Dodie le gritó.

—¡No merece la pena que entres! ¡Zac no está!

—¿Y dónde está? —Zac nunca había dejado sola la cantina, que jamás dejaba en manos que no fueran las suyas, ni siquiera en las expertas manos de Dodie.

—No me lo ha dicho. Solo me pidió que cuidara el local durante unos cuantos días.

—¿No dijo cuándo volvería? —Se angustió un poco. Esperaba que no hubiese pasado nada malo. Pero Zac le habría dicho algo si hubiese malas noticias…

—No.

—O juegas o hablas —gruñó uno de los jugadores—. Si quieres charlar, vete a otro lugar.

—Tranquilo, Chet. Si sigues molestándome, te echaré de aquí.

—No harás eso cuando tengo una mano ganadora.

—En especial en ese momento. Me parece que has estado ganando mucho más de lo que deberías.

Dodie terminó el whisky que se estaba tomando e hizo señas para que le llevaran otro. El tal Chet la miró de mala manera.

—¿Me estás llamando tramposo?

—Todavía no.

—Si no fueras mujer…

—Cállate y juega.

Lily se apartó, pues Dodie ya se había olvidado de ella en medio del fragor del juego. Esa noche el salón no parecía un lugar tan divertido. Había algo extraño, premonitorio, en el aire, un ambiente desagradable. No era lo mismo que cuando Zac estaba allí. Tal vez su marido tuviera razón. Quizá la cantina no era un buen lugar para ella. Decidió marcharse.

Aún estaba lejos de la puerta cuando la alcanzó Lizzie de Leadville.

—Por favor no te vayas. Tienes que decirle a Dodie que pare.

—¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Está jugando con ese sinvergüenza de Chet Lee. Todo el mundo sabe que hace trampas, pero hasta ahora no lo han podido atrapar.

—Dodie sabe lo que hace. Ella…

—Esta noche no sabe lo que hace. Ha estado bebiendo. No sé qué le pasa. Antes no solía portarse así, pero hoy, cuanto más pierde, más bebe. Tienes que detenerla antes de que suceda algo terrible.

—¿Y qué puedo hacer? Si le digo que deje de jugar, sin más, no me hará ningún caso.

Tomó aire y volvió a la mesa de juego. Pensaba en qué podría decir, pero tan pronto como vio la expresión de terquedad y determinación que tenía Dodie, se dio cuenta de que decir cualquier cosa sería inútil. Aquella mujer no se iba a retirar del juego. Lo único que Lily podía hacer era quedarse para ver si se le ocurría algo.

—¿Puedo mirar un rato? —Con el mayor encanto que era capaz de desplegar, que era mucho, sonrió a todos los hombres que estaban en la mesa—. Dodie ha tratado de enseñarme, pero nunca he visto una partida de verdad.

—Claro. Acerque una silla —dijo un hombre.

—No me gusta tener intrusos en la mesa —gruñó Chet.

—Yo digo que ella se queda —dictaminó Dodie.

La virginiana se sentó lo suficientemente cerca de Dodie como para poder ver sus cartas. Una rápida mirada le mostró que su amiga tenía una mala mano. Lily no podía entender por qué Dodie no abandonaba y esperaba a que volvieran a repartir. Estaba desesperada por hacer algo, pero no podía hablar sobre las cartas. Tal vez si lograba captar la atención de Dodie…

Le tocó la pierna con disimulo y enseguida fingió excusarse.

—Perdón. No fue mi intención pegarte.

Dodie ni siquiera levantó la vista. Siguió poniendo mala cara mientras observaba sus cartas y se movía en la silla.

Entonces Lily estiró el brazo y apretó la mano de Dodie.

—¿Quieres algo? Solo tienes que pedírselo a alguna de las chicas.

Era evidente que Dodie no estaba en disposición de entender ninguna clase de señas. Lily tendría que encontrar otra manera de ayudarla.

De pronto recordó algo que Zac había dicho: que todo jugador hace algo que lo delata. Según su marido, sin hacer trampa no se podía ganar en el póquer a menos que se pudiera interpretar a los oponentes tan bien como se podían ver las propias cartas. Tal vez si estudiaba los rostros de los jugadores, podría averiguar algo que ayudara a Dodie.

La muchacha se concentró, pues, en la observación de la cara de cada uno de los hombres. No tardó mucho en darse cuenta de que su presencia en la mesa los ponía nerviosos. No los dejaba portarse como de costumbre. Al percibir esa ventaja, les dedicó su sonrisa más encantadora. De vez en cuando hacía comentarios, pequeñas observaciones que mantenían a todo el mundo nervioso. Mientras tanto, seguía estudiando a los cinco hombres.

Para su sorpresa, comenzó a recordar cosas que solía decir su padre. Por ejemplo, que si un predicador quería el bien para su rebaño, tenía que saber cuándo estaba mintiendo alguien, cuándo estaba pasando algo malo, aunque el feligrés afectado pusiera buena cara. Su padre le había dicho que él se fijaba en los ojos, la boca, las manos, cualquier movimiento nervioso, incluso el ritmo de la respiración.

A la chica le sorprendió lo fácil que era el asunto una vez que sabías qué era lo que tenías que observar. No pasó mucho tiempo antes de que aprendiera a leer cada una de las caras de los que estaban sentados a la mesa.

Excepto la de Chet Lee.

Parecía que cuanto más ganaba el señor Lee, más herméticas resultaban sus emociones. Ninguno de los trucos de Lily funcionaba con él. Era evidente que aquel tramposo no quería que ella estuviera en la mesa, y no lo ocultaba. Lily lo estaba observando atentamente cuando Dodie soltó de pronto un gemido y su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa. Se había quedado dormida.

Y fue en ese momento cuando Lily lo vio. En el breve instante que transcurrió antes de que fijara su atención en Dodie, la virginiana vio una diminuta chispa de triunfo en el fondo de los ojos de Chet Lee. El brillo desapareció casi de inmediato, pero Lily estaba casi segura de haberlo visto.

—Se durmió —dijo uno de los jugadores.

—Nunca vi nada igual en Dodie —dijo otro—. Creía que era fuerte como un roble.

—¿Qué vamos a hacer con esta mano?

Chet Lee tomó la iniciativa.

—Ella se retira. Quien gane la mano se queda con su dinero.

Lily decidió intervenir.

—No, ella no se ha retirado.

Esta vez Dodie tenía una buena mano y ya debía varios miles de dólares a Chet Lee. Seguro que su amiga no tenía tanto dinero.

El tramposo insistió.

—Si no se despierta en cinco minutos, quedará fuera de la partida.

Lily volvió a ver aquella maligna chispa en el fondo de los ojos de Chet Lee. Era un rayo tan diminuto y fugaz que no había quedado completamente segura la primera vez, pero ahora sí lo estaba. Se dirigió a dos de los jugadores.

—Ayudadme a llevarla a la oficina de Zac.

Los hombres dejaron sus cartas sobre la mesa y prácticamente arrastraron a Dodie hasta la oficina, donde la acostaron en el sofá.

—Está como un tronco —dijo uno de los jugadores—. No se va a despertar en un buen rato.

—Tiene que despertarse. Le debe al señor Lee mucho dinero.

—Pues no parece que pueda hacer mucho esta noche, a menos que alguien termine la partida por ella.

—Yo lo haré.

Las palabras salieron de la boca de Lily antes de que su cerebro pudiera registrarlas y enseguida se sintió abrumada por lo que acababa de decir.

Los hombres también estaban sorprendidos, por no decir conmocionados.

—No puede hacer eso, señora. Zac nos cortaría la cabeza.

—No puedo dejar que Dodie pierda todo ese dinero.

—Chet es un buen jugador, señora, el mejor que he visto después de Zac.

—Pues bien, Zac no está aquí. O la sustituyo o dejamos que lo pierda todo sin intentar nada.

—A Chet no le va a gustar la idea.

—No le voy a pedir permiso.

A Chet no le gustó, en efecto. Amenazó con retirarse de la partida. Pero Lily supo pararle.

—Si lo hace, pierde todo el dinero que tiene sobre la mesa.

La joven no sabía de dónde había sacado el valor necesario para enfrentarse con aquel hombre peligroso y turbio. No sabía de dónde le estaba llegando toda aquella información sobre el póquer, porque con Bella solo había aprendido lo más elemental. Suponía que había aprendido mucho más de lo que creía en todas aquellas noches en que había hecho las veces de anfitriona del local, hablando con los hombres, observando sus partidas, consolándolos cuando perdían y alegrándose cuando ganaban.

Lily ocupó su puesto en la mesa y tomó las cartas.

—Decídase, señor Lee. A los otros señores no les molesta. No veo por qué a usted sí.

Lily sonrió de una manera incluso más seductora que antes. No les había preguntado nada a los demás, pero estaba segura de que no la delatarían.

Chet Lee la miró con recelo.

—¿Alguna vez ha jugado al póquer, señora Randolph?

—No, pero creo que conozco las reglas.

Las reglas eran sencillas. Lo difícil era todo lo demás. La experiencia tenía un valor incalculable. Desde luego, practicar con Bella no era suficiente. La chica sabía que debía desplegar toda su capacidad para calcular probabilidades e interpretar a sus oponentes.

Estaba muerta de miedo, aunque no lo dejaba ver. Nunca había tenido una responsabilidad de aquel tipo sobre sus hombros. Empezaba a comprender que su marido no jugaba a las cartas ni dirigía el Rincón del Cielo solo por diversión. El trabajo de ganar era un asunto serio.

Chet Lee se acomodó en su silla rezongando. Lily tomó las cartas y estudió su mano por cuarta o quinta vez. Tres cuatros, un siete y un as. Mientras calculaba las probabilidades, Lily deslizó distraídamente las yemas de los dedos por el reverso de las cartas. De repente se detuvo. El reverso de los cuatros y el siete era perfectamente liso, pero en el as había un rasguño diminuto. La marca era demasiado fina para que unas manos callosas pudieran detectarla, pero los suaves dedos de Lily la sintieron de inmediato.

Alguien había marcado la baraja.

Lily levantó la vista hacia Chet Lee. El hombre llevaba un anillo que tenía una piedra grande. Nadie tenía nada parecido. El tipo marcaba las cartas a medida que jugaban.

La muchacha estudió a los otros jugadores. No vio ninguna señal de que alguno de ellos tuviera una buena mano. Luego miró directamente a Chet Lee. Pero esta vez no vio ninguna chispa, solo rabia contenida.

Lily descartó el as y tomó una carta nueva. Cuando llegó su turno de apostar, soltó una risita, jugueteó nerviosamente con sus cartas y subió la apuesta en veinte dólares. Todo el mundo se quedó mirándola, pero ella respondió a todas las miradas inquisitivas con una sonrisa y un leve encogimiento de hombros. Quería que pensaran que era una atolondrada mujer que trataba de hacer algo que estaba más allá de su capacidad.

Y la interpretación era perfecta, porque en principio obedecía a la realidad.

Se jugaron otras dos manos. Lily se sintió aliviada al ver que dos hombres se retiraban y que el resto hacía sus apuestas sin mucho entusiasmo. Cada vez iba estando más confiada. Pero todavía no lograba interpretar la actitud de Chet Lee. Lily no creía que tuviera una buena mano, pero no podía estar segura, porque el tipo era impenetrable, bueno, muy bueno. Lily hubo, pues, de confiarlo todo a la suerte.

El juego era equilibrado. Unas veces ganaba, otras perdía.

Una mano más, y otro hombre se retiró. Chet subió la apuesta cincuenta dólares y ella la igualó. La mujer puso sobre la mesa un trío. Chet tenía doble pareja.

Lily sintió una tremenda oleada de alivio, pero se dominó, para que los hombres no notaran lo que estaba pensando y sintiendo. Así que de nuevo soltó una risita estúpida y se comportó como si estuviera sorprendida, al tiempo que acercaba hacia ella todo el dinero puesto sobre el tapete.

Chet ya barajó y comenzó a repartir antes de que ella tuviera oportunidad de contar cuánto dinero había ganado. Más de seiscientos dólares. Unas cuantas manos como esa y Dodie liquidaría sus deudas.

Lily tomó las nuevas cartas. Esta vez eran horribles. Entonces levantó la vista hacia Chet Lee y por un instante vio brillar en sus ojos la ya conocida chispa.

Estaba haciendo trampas y se había dado buenas cartas. Todo el mundo hizo descartes, menos Chet, que estaba servido. Cuando a Lily le llegó el turno de apostar, dijo: «Me retiro» y puso sus cartas tranquilamente sobre la mesa. Algo en su voz debió alertar a los otros jugadores, porque otros dos también arrojaron sus cartas y abandonaron. De manera que aquella mano a Chet solo le reportó un poco más de noventa dólares.

Lily se dirigió al tramposo con tono inocente.

—No me parece justo que usted siempre baraje y reparta. Creo que todos deberíamos turnarnos para repartir.

—La costumbre es que haya un solo repartidor —arguyo Chet.

—Pero no es justo. —Lily se volvió para llamar a otra chica—, Lizzie, tráenos unas barajas nuevas. Reparta usted ahora —le dijo al hombre que estaba a la derecha de Chet.

Chet no cedía.

—¡El repartidor soy yo!

—Pero si usted reparte todo el tiempo, yo no tendré la oportunidad de hacerlo. —Lily se puso algo así como mimosa, haciendo pucheros. Intentaba que pareciera un capricho de chica tonta.

Uno de los hombres acabó por respaldar a la joven.

—Venga, turnémonos en el reparto, Chet. No pasará nada.

El tramposo seguía empecinado en no ceder.

Lily insistió con tono lisonjero.

—Hágalo como un favor para mí, ¿vale?

—Vamos, Chet. Deja que la dama reparta.

Lizzie llegó con barajas nuevas. Seis mazos, todos sin abrir.

—Dale uno al señor Greene. —Lily señaló al hombre que estaba a la derecha de Chet. Luego sonrió—. Ahora podemos empezar.

Chet Lee parecía furioso, pero debió de decidir que oponerse demasiado acabaría levantando sospechas. Además, ya había ganado bastante.

Durante las manos que siguieron, Lily continuó estudiando a sus oponentes hasta que fue capaz de calcular casi con total precisión cómo eran las manos de cada cual. Cuando Chet Lee repartía, ella no apostaba. No sabía cómo lo hacía, pero el caso era que Chet siempre lograba darse magníficas cartas. Notó una diminuta ralladura en uno de los ases, por lo que dedujo que Chet estaba comenzando a marcar la nueva baraja. A partir de ese momento, abrió un mazo nuevo cada vez que le tocó el turno de repartir.

Cuando la joven abrió su tercer mazo nuevo, Chet Lee la interpeló con cara de pocos amigos.

—¿Algún problema?

—Me gusta la textura de las cartas nuevas —dijo Lily—, aunque sean más difíciles de barajar.

Luego comenzó a barajar con deliberada torpeza, con el fin de que los hombres no sospecharan nada. Estaban tan ocupados observando a Chet y mirándose entre ellos, que nunca se les ocurrió que ella podía ser igual de peligrosa.

Durante las dos horas siguientes, la mujer ganó todas las manos. Habría sido la primera en admitir que tuvo suerte, que las cartas la habían favorecido, pero también era cierto que había sido muy cuidadosa. Calculaba las probabilidades de cada jugador. Nunca olvidaba una carta que se había jugado o descartado. Tomaba esa información, la combinaba con lo que sabía sobre los gestos inconscientes de cada hombre y se hacía una idea cabal de lo que podía llevar cada uno. No siempre acertaba de pleno, pero sí se acercaba bastante. Incluso se dio cuenta de que uno de los jugadores tendía a quedarse con las figuras, a pesar de que podría haber tenido mejor suerte con cualquier otra carta.

A medida que disminuía el montón de dinero situado frente a Chet, el talante del tramposo se volvía más sombrío. En la mesa aumentaba la tensión. Lily estaba exhausta. No entendía cómo alguien podía tener la energía suficiente como para jugar toda la noche. Se sentía capaz de desplomarse en la cama y dormir durante una semana entera.

Pero, en lugar de irse a dormir, hizo acopio de fuerzas, avivó su conversación y siguió sonriendo de la manera más seductora que podía. El único hombre que parecía inmune a su embrujo era Chet Lee, que volvió a hablarle con brusquedad.

—¿Siempre tiene que hablar tanto?

—No entiendo cómo ustedes son capaces de sentarse aquí sin decir nunca una palabra. Todo esto es tan excitante que apenas me puedo quedar quieta. Me lo estoy pasando de maravilla, señores.

—Ya veo que disfruta —masculló el tramposo—, no ha dejado de moverse, como una niña malcriada.

—Ojalá mi padre pudiera verme ahora.

—¿Él le enseñó a jugar? —Chet empezaba a tener muchas sospechas acerca de las ganancias de Lily.

—¡Por todos los cielos, no! Papá es predicador. Estaría horrorizado si pudiera verme. —La chica volvió a reírse—. Precisamente por eso me gustaría que estuviera aquí. Papá se pone tan rojo cuando…

—¡Maldita sea, mujer! ¿Es que no puede cerrar la boca nunca?

—Bueno, si usted se va a portar así…

Lily hizo su apuesta y volvió a ganar.

Chet lanzó entre dientes una maldición que hubiera provocado un ataque cardiaco al padre de Lily.

—Descansemos un momento y pidamos más bebidas. —El hombre que hizo la propuesta se puso de pie antes de que alguien pudiera oponerse. Todo el mundo se levantó de la mesa menos Lily.

Cuando Lizzie le llevó una nueva taza de café bien cargado, le preguntó por Dodie.

—Está bien. Quería volver a la partida, pero le dije que a ti te estaba yendo bien.

—Quiero hablar con ella. —Lily se levantó y se dirigió a la oficina de Zac a paso rápido.

Dodie estaba sentada en el sofá, con una cara horrible. A Lily no le pareció que estuviera tan bien como le había dicho la otra chica.

—Lizzie me dice que te has convertido en una verdadera jugadora profesional —le dijo Dodie a modo de saludo—. Veo que te enseñé mejor de lo que creía.

—La suerte me ha favorecido.

—No, querida, has sido muy lista. Yo tendría que haber caído en la cuenta de que debíamos turnarnos para repartir y en que había que usar cartas nuevas. Ese hijo de puta me estaba engañando en mis narices.

Lily sintió cierto malestar por el vocabulario de Dodie.

—Será mejor que regrese. Tú acuéstate otro rato. Todavía tienes mala cara.

Dodie sonrió con tristeza.

—No sé cómo darte las gracias.

El reloj que estaba sobre el escritorio de Zac marcaba las 2:48. Lily no sabía si podría mantenerse en pie mucho más tiempo.

—Podrás darme las gracias después, si todavía estoy ganando.

Lily corrió hacia la puerta. Quería estar en la mesa antes de que los hombres volvieran.

La chica siguió teniendo suerte, pero hacia las cuatro de la mañana su energía se estaba agotando.

—No quisiera aguarles la fiesta, caballeros, pero me temo que esta tendrá que ser mi última mano. Me voy a quedar dormida de un momento a otro.

—Ya me extrañaba que hubiera tanto silencio —dijo Chet Lee.

—No estoy acostumbrada a estar despierta a estas horas. Tengo que ir a trabajar por la mañana.

—Creo que se puede tomar el día libre. —Chet miraba con ojos turbios y codiciosos todo el dinero que Lily tenía amontonado frente a ella—. Supongo que ha ganado más de lo que le pagan por un día de trabajo.

La chica arrugó la frente.

—Este dinero es de Dodie. Nunca tocaría ni un centavo de…

—Juguemos —cortó Chet—, antes de que toda esta rectitud moral me dé náuseas.

Lily recibió unas cartas más bien regulares. Se quedó con dos corazones y pidió tres cartas. Casi se desmayó cuando vio que recibía otras tres del palo de corazones. Y encima era una escalera de color al seis. Lo único que podría ganarle sería una escalera más alta. Intentó enmascarar su entusiasmo rápidamente y fingió que estaba a punto de dormirse.

—Por Dios, quizá deberíamos dejarlo ya —dijo.

—No.

Esa sola sílaba le dijo todo lo que necesitaba saber. Lily no necesitó levantar la vista para ver la chispa en el fondo de los ojos de Chet y convencerse de que el tramposo tenía una mano estupenda.

—Bien, pero si empiezo a cabecear, alguien tendrá que pellizcarme para mantenerme despierta.

—Zac mataría al que tratara de hacer eso —dijo la voz de Dodie.

Lily se volvió sobresaltada.

—Se suponía que estabas acostada.

—No soportaba no saber qué estaba ocurriendo aquí.

—Pues bien, tendrás que sentarte en algún otro lado. Si empiezas a mirar por encima de mi hombro, me pondrás demasiado nerviosa para terminar esta mano.

Más que hablar, Chet soltó unos ladridos.

—¿Y qué más da? Usted ha estado nerviosa toda la noche.

—Me sentaré junto a Walter —dijo Dodie.

Lily se preguntó si Dodie habría alcanzado a ver sus cartas. No quería que la delatara.

Pero su amiga, impertérrita, encendió uno de sus cigarros delgados y pareció más interesada en conversar con Walter que en las cartas propiamente dichas.

Las apuestas estaban altas. Varios jugadores tenían buenas manos. Antes de que pasara mucho tiempo había cuatro mil dólares sobre el tapete. Chet subía constantemente la apuesta, entre quinientos y mil dólares por ronda. Uno por uno, los demás fueron abandonando, hasta que solo quedaron Lily y el tramposo.

La joven se estaba poniendo nerviosa. Sabía que tenía una muy buena mano. Pero también sabía que Chet llevaba buenas cartas. La pregunta era si podría superarla. La chispa visible en el fondo de los ojos de Chet Lee amenazaba con convertirse en un incendio. Lily pensó que tal vez había confiado demasiado en su suerte.

Sin embargo, no podía echarse atrás. Cuando Chet subió la apuesta otros mil, Lily trató de ocultar su impresión exclamando en voz alta:

—¡Señor, ten piedad de mí! ¿Es que quiere quitarme todo el dinero de una vez?

—Sí —susurró Chet.

Lily se abanicó con la mano y comenzó a parlotear, con intención de engañar a los demás jugadores. Desde luego, con su escalera tenía muchas posibilidades de ganar. Peroró un poco más y luego puso los mil y subió la apuesta mil más. El tramposo tendría que igualar o abandonar. No le quedaba más dinero. Y aunque ella perdiera esta vez, las deudas de Dodie seguirían a salvo con todo lo ganado durante la velada.

—Menos mal que vine preparado. —Chet y buscó en los bolsillos de la chaqueta y extrajo un grueso fajo de billetes. Sacó mil y subió la apuesta otros mil.

Lily sintió que iba a empezar a sudar. No tenía otros mil dólares de ganancias para apostarlos. Solo tenía cuatrocientos. Si no lograba cubrir la apuesta, tendría que resignarse a perder. Se sentía desesperada.

—Caramba, señor Lee, debería darle vergüenza. ¿Es normal hacerle esto a una dama?

—Eso es parte del juego, señora. Si no puede seguir el ritmo, tendrá que abandonar.

—Pero no puedo abandonar y entregarle todo ese dinero. Por Dios santo, tendría pesadillas el resto de mi vida.

—O paga o abandona, señora.

—Yo cubriré la apuesta de mi esposa —dijo una voz profunda desde algún lugar situado detrás de Lily—. Ella paga sus mil y sube la apuesta otros mil.

Lily casi dio un salto al oír la voz de Zac. Una tormenta de emociones se desencadenó dentro de ella. Y la predominante en aquel delicado momento fue el alivio. Zac estaba allí. Ahora todo iría bien. Independientemente de lo que ocurriera con aquella mano, independientemente de lo que Zac les dijera a ella o a Dodie por jugar como vulgares tahúres, todo iría bien.

Zac estaba allí.

—No le puedes prestar dinero —objetó Chet.

—Si estoy en lo cierto, el contrato matrimonial establece que lo que es mío es de ella.

—Teníamos un acuerdo. Solo se podía usar el dinero que estaba sobre la mesa.

Lily saltó al instante.

—Pero usted apostó dinero que no estaba sobre la mesa. Lo acaba de sacar de su chaqueta, no del tapete. Si aplicamos la regla que acaba de mencionar, usted no puede usar el dinero que sacó del bolsillo, y pierde por falta de fondos.

Chet estaba arrinconado y lo sabía.

—Está bien pero hay algo que huele mal en esta partida.

—Desde luego —masculló Zac.

Chet apostó mil y subió la apuesta dos mil más. Zac cubrió los dos mil y la subió otros dos mil. Ahora era Chet quien estaba sudando.

—Usted ha roto las reglas, maldición. Ese bote debería ser mío.

—Si lo necesita, tal vez alguien le preste el dinero.

Todos los que estaban alrededor negaron con la cabeza, haciendo gestos evidentes de que no tenían fondos.

—¿Cuánto tiene? —preguntó Lily.

—Mil quinientos.

Entonces Lily retiró quinientos del centro del tapete y se los devolvió a Zac.

—Ahora puede igualar mi apuesta.

Chet esbozó de pronto una gran sonrisa.

—Esto le servirá de lección, señora. Cuando tenga a su víctima contra las cuerdas, no debe dejarla escapar. Tengo cuatro ases.

Chet los puso sobre la mesa y soltó una ruidosa carcajada mientras se estiraba para agarrar el dinero.

Pero Lily le atajó con voz suave.

—Creo que ese dinero es mío. Es posible que sus cartas sean muy altas, pero no son suficientes para ganar. —Puso sobre la mesa su escalera de color.

Uno de los hombres soltó una carcajada. Los otros resoplaron.

—Bueno, que me parta un rayo. Cuatro ases vencidos por cinco cartas bajas. Nunca había visto algo parecido.

Chet parecía desencajado.

—¿Usted ha hecho trampas?

—No, el tramposo es usted. —Lily le había contestado con toda serenidad. Podía denunciarle ahora que sabía que Zac estaba detrás de ella. Con él como respaldo, podía hacer prácticamente cualquier cosa—. Por eso insistí en que repartiéramos por turnos. También fue la razón por la que cambié las barajas con tanta frecuencia. Usted estaba marcando los ases con ese anillo enorme que lleva en el dedo.

—¿De verdad me está usted llamando tramposo?

—Sí.

—Yo también se lo llamo —dijo Dodie—. Por desgracia, antes no fui lo suficientemente inteligente como para atraparle.

Chet se levantó de un salto.

—No voy a permitirle eso a ningún hombre.

Zac terció de inmediato.

—Chet, Chet, ¿es que no te das cuentas de que son mujeres?

—Maldita sea, esta será la última vez que te burles de mí. —Entonces comenzó a buscar algo en la chaqueta, pero antes de que pudiera sacar lo que buscaba, sintió contra la frente el doble cañón de una pistola Derringer.

—Si quieres seguir viviendo, te sugiero que saques muy lentamente la mano del bolsillo y la pongas donde pueda verla.

Chet, pálido de rabia, obedeció. Zac siguió amenazándole.

—No sé por qué te he soportado durante tanto tiempo, pero se acabó. A partir de este momento, te queda prohibida la entrada al Rincón del Cielo. Si tratas de entrar por la fuerza, te haré sacar a patadas.

Chet Lee estaba tan furioso que ahora parecía un demente.

—Esto no quedará así —gritó—. Me vengaré de todos.

La mirada de Zac indicaba que no estaba para bromas.

—Si no quieres salir de aquí con los pies por delante, te sugiero que lo hagas antes de decir nada más. He tenido un viaje muy largo y frustrante y tengo ganas de desahogarme. Sería capaz de arrancarte las extremidades una a una.

Chet era mezquino, perverso y estaba furioso, pero no era tonto. No pensaba desafiar a un tipo con una pistola que le apuntaba directamente a los ojos.

—Esto no es el final. Os juro que me vengaré.

Chet salió de la taberna tambaleándose y tropezando con las mesas y las sillas.

Zac miró muy serio a su mujer.

—Y tú, a mi oficina, que tienes mucho que explicarme.

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