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La juventud de Lenin » Capítulo IV. El hermano mayor

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CAPÍTULO IV

EL HERMANO MAYOR

Alejandro, tanto por su fisonomía como por su carácter, se parecía a su madre, particularmente en sus primeros años: «La misma rara mezcla —escribe la hermana mayor—, de extrema firmeza y uniformidad de carácter con una asombrosa sensibilidad, ternura y espíritu de justicia. Pero más austero y más concentrado, aun más viril». El preceptor de los niños, Kalachnikov, afirma que desde su rostro muy blanco, su voz dulce y sus movimientos serenos, Alejandro irradiaba, desde los años infantiles, una gran fuerza interior. El aislamiento de la familia en Simbirsk, durante los primeros tiempos, la falta de compañeros para los juegos de la infancia, en parte también las exigencias del padre, no podían sino acentuar la naturaleza cerrada y concentrada del niño. No faltaron las impresiones penosas y brutales. Comenzando por que la casa habitada por los Ulianov sobre el viejo Venetz estaba situada cerca de la plaza donde se encontraba la prisión. La madre se ocupaba de los pequeños; los mayores, sin vigilancia, iban a pasear solos a la plaza. Los días de fiesta se agolpaba «el pueblo» en el viejo Venetz mientras que por el nuevo Venetz se paseaba «el público». Pronto quedaba sembrada la plaza con cáscaras de girasol, sobras de pescado seco y otros comestibles. Para las fiestas de Pascua, se entretenían con hacer rodar huevos duros coloreados. Las ropas de vivos colores y las blusas chillonas se apretujaban delante de la pista. Los acordeones resonaban con acentos discordantes. Al anochecer, ya se oían en la plaza canciones de ebrios y se producían peleas encarnizadas. A decir verdad, en los días feriados no se dejaba ir a los niños por el Venetz; pero en los días hábiles, mientras retozaban en la calle, contemplaban el Volga o escuchaban el canto de los pájaros en los huertos, fueron más de una vez interrumpidos en sus juegos por el crujir de las cadenas, los gritos groseros o las injurias. Con punzante curiosidad sorprendía el pequeño Alejandro alguna mirada a través de las rejas; crecían en él el espanto y la piedad.

Era feliz la vida en Kokuchkino, propiedad del abuelo materno en la gobernación de Kazán, en donde se encontraban durante las vacaciones las hijas casadas, acompañadas por sus numerosos niños. Tenían lugar allí diversiones animadas, paseos a pie y en bote, más tarde, la caza, a la que Alejandro se entregaba con ardor. Pero todo, en los alrededores, revelaba la miseria de los campesinos y el ambiente entero seguía aún profundamente impregnado de las costumbres de la época de la servidumbre. Un campesino de la vecindad llamado Karpei, cazador y pescador consumado, contaba a Ana y Alejandro cómo había visto, con sus propios ojos, hacer trotar a través de la gobernación de Kazan a niños judíos que se enviaban a Siberia: muchachitos de diez años arrebatados por la fuerza a sus padres para convertirlos en ortodoxos y servidores del zar. El relato de Karpei causaba un dolor más vivo, más abrasador, que los versos de Nekrasov[45]. Posteriormente, ya en la Universidad, Alejandro leyó, en un libro de Herzen publicado clandestinamente, como éste, camino de la deportación, se había encontrado con un convoy de niños judíos que eran enviados a Siberia; entre ellos los había de ocho años de edad, que se desplomaban de fatiga y que morían en el camino. Herzen se encerró en su kibitka[46], lloró amargamente y maldijo, en su impotencia, a Nicolás y a su régimen. Pero ¿lloró Alejandro? Según su hermana, aun siendo niño, no lloraba casi nunca. Pero, precisamente por eso, sentía más vivamente la injusticia y conocía la quemazón de las lágrimas interiores.

Cuando se le preguntaba «cuáles eran sus mayores vicios», Alejandro, aún niño, respondía: «La mentira y la cobardía». Tenía siempre su opinión propia, por lo común inexpresada pero profundamente vivida y, por consiguiente, firme. Este muchacho reconcentrado jamás confesaba en el seno de la familia que había perdido la fe, pero cuando su padre, que era creyente, le inquiría con tono suspicaz: «¿Irás esta noche a la misa?», Alejandro respondía «no» con tal convicción que el padre no osaba insistir.

Alejandro ingresó a la clase preparatoria del gimnasio en 1874. Aunque la época de las reformas hubiese ya terminado, el gimnasio de entonces era en su género algo así como un reformatorio de menores. El principal suplicio lo constituía la enseñanza de los escritores clásicos. «El conocimiento de las lenguas muertas —según explicaban los creadores de ese sistema de instrucción—, por la misma dificultad de su estudio, proporciona una lección de modestia, y la modestia es el primer síntoma y la primera exigencia de una educación verdadera». La enseñanza clásica estaba destinada a ser una pesada carga para la razón infantil. La concurrencia a la iglesia era cuidadosamente verificada y emponzoñaba los días festivos. Entre dos genuflexiones, el director echaba una mirada escrutadora por sobre los alumnos de las clases superiores: ¿había tenido alguno la audacia de permanecer de pie cuando él, el director, se hallaba postrado ante su dios? El juego de naipes, la ebriedad y otras distracciones de la misma categoría se consideraban como minucias comparadas con la participación en los círculos educativos independientes, la lectura de revistas liberales, la concurrencia a los teatros o incluso un corte del cabello insuficientemente marcial. Un aire concentrado o un porte orgulloso eran a los ojos de los jefes, y no siempre equivocadamente, los signos reveladores de una protesta disimulada. Las relaciones constantemente tensas conducían, en algunos gimnasios, a violentas explosiones y aun a conspiraciones contra los profesores particularmente detestados. Llegó esto a tal punto que, en 1880, el conde Loris-Melikov, que desempeñó durante cierto tiempo, al lado del atemorizado Alejandro II, el papel de un dictador policíaco-liberal, comunicaba al zar que la Instrucción pública había conseguido ponerse en contra de ella a «los altos dignatarios, el clero, la nobleza, los universitarios, los zemstvos, las ciudades…». Bruscamente se hizo dimitir al conde D. Tolstoi, odiado creador del sistema «clásico», remplazándolo por el ministro «liberal» Saburov; pero esta nueva orientación duró poco. Oscilando de un lado a otro y más bien en el sentido de la reacción, subsistió el sistema escolar por un cuarto de siglo y, con ciertos atenuantes, hasta los últimos días de la monarquía. El odio hacia el gimnasio se convirtió, por así decir, en una tradición nacional. No por casualidad lanzó Minaëv, en su conocido poema satírico, una estrofa de las más virulentas contra el director del gimnasio de Simbirsk. Otro poeta, Nadson, que pertenecía a la misma generación que Alejandro Ulianov escribía, sobre el período escolar de su existencia:

Malditos mis años de juventud

Que pasaron sin amor, libertad ni ternura…

La rudeza y la crueldad del régimen escolar fueron para Alejandro más penosas de soportar que para la mayoría de los jóvenes de su edad. Pero, mordiéndose los labios, seguía estudiando. Cuando regresaba a casa, Ilya Nikolaievich se informaba escrupulosamente sobre los estudios de su hijo, exigiéndole un trabajo inmaculado. La presión paterna coincidía con las cualidades innatas del muchacho, que, muy bien dotado, trabajaba mucho. En esta familia, todos trabajaban mucho.

Llegaba Alejandro a su quinto año de estudios, cuando Vichnievsky, nombrado director antes de la reforma, fue reemplazado por Kerensky, el padre del futuro héroe de la Revolución de Febrero[47]. El nuevo director cambió un poco el ambiente enrarecido, cuartelero y policial del gimnasio, pero lo cierto es que las bases del régimen escolar permanecieron intactas. El 1.o de marzo de 1881, cuando Alejandro cursaba el sexto año, llegó de San Petersburgo una noticia sorprendente: unos revolucionarios habían matado al zar. Toda la ciudad se llenó de rumores y suposiciones. El director, Kerensky, pronunció un discurso sobre la acción infame llevada a cabo contra la persona del zar emancipador. El sacerdote del gimnasio, al describir el martirio del ungido por Dios, designaba a los revolucionarios «monstruos de la raza humana». Pero la autoridad del buen padre, lo mismo que de los directores del gimnasio, ya no pesaba mucho en el alma de Alejandro. En la casa, el padre, alarmado como jefe de familia, ciudadano y funcionario, denigraba a los terroristas. Ilya Nikolaievich regresó sumamente conmovido de la catedral, donde se había oficiado por el reposo del zar asesinado. Sus años estudiantiles habían coincidido con la época tan sombría que siguió a la revolución aplastada de 1848. El advenimiento de Alejandro II se había transformado para siempre en su conciencia en el símbolo de una era de libertad: en todo caso, para un trabajador intelectual se abría una carrera que no se habría podido soñar en tiempos de Nicolás I. Posteriormente y más de una vez, hizo notar con amargura la reacción que sobrevino después del 1.o de marzo y que se hacía sentir penosamente también en la vida escolar. En la crítica del padre, Alejandro no podía abstenerse de distinguir la voz de un funcionario liberal espantado ante un severo drama. Pero el acontecimiento era tan extraordinario, la presión de la indignación pública tan abrumadora, que Alejandro no hallaba palabras con que traducir sus confusos pensamientos. En todo caso, su simpatía iba más bien hacia los revolucionarios ejecutados. Pero no lo decía en voz alta: primero, porque no estaba suficientemente seguro de sí, después, porque temía influir sobre sus hermanos menores y en último término, porque no quería sufrir una severa reprimenda de sus padres. Alejandro fue siempre así.

En el curso de sus nueve años de estudio, ni una sola vez, Alejandro fue objeto de una sola queja: era un alumno muy bueno que pasaba de un curso al otro siempre con el primer premio, jamás insolente o grosero, no por falta de valentía sino porque sabía contenerse: el gimnasio no era para él más que un puente que conducía a la Universidad y él cruzaba ese puente sin alegría, pero con brillo, finalizando sus estudios en el gimnasio con la medalla de oro, clasificado primero, aventajando en un año o dos a los compañeros de su edad.

Los años que Alejandro pasó en el gimnasio coincidieron muy exactamente con el ciclo principal del movimiento revolucionario de la intelligentsia: había ingresado en la clase preparatoria en 1874, cuando el movimiento populista era más fuerte y concluyó sus estudios secundarios en 1883, cuando la Narodnaia Volia estaba aún en el cénit de su potencia. De ningún modo quedaba Simbirsk a espaldas del movimiento: allí se enviaba a los sospechosos de los centros más importantes, allí se retenía a los deportados que regresaban de Siberia y finalmente, por Simbirsk, cada tanto, pasaban en carruajes tirados por tres caballos al galope, misteriosos viajeros escoltados por gendarmes bigotudos. En 1877 y 1878, fueron difundidas las ideas populistas en Simbirsk por un maestro del gimnasio llamado Muratov, activo militante del Cherny Perediel (organización que propiciaba un nuevo reparto de las tierras) bajo cuya influenciase encontraban grupos de la juventud estudiantil y militar e incluso cierto número de profesores. Aunque Muratov, luego de un año y medio de enseñanza fue alejado de Simbirsk, los círculos juveniles no dejaron de existir durante los años que se sucedieron. Pero Alejandro no tenía con ellos ningún contacto. La atmósfera de la familia, donde se vivían los intereses de la instrucción pública, donde se amaba a Nekrasov y a Schedrin, proporcionaba, evidentemente, por un tiempo, una satisfacción a las necesidades ideológicas que se despertaban en el niño, en el adolescente, en el joven. Pero aún durante los primeros tres años de su vida de estudiante universitario, Alejandro continuó apartado de los círculos revolucionarios. Es preciso buscar la causa en su carácter muy entero, y también en cierta lentitud de su naturaleza. Le eran extraños todo diletantismo intelectual o moral, todo acercamiento o ruptura fácil con las personas y con las ideas. No se decidía fácilmente. En cambio, cuando se había decidido, no conocía ni el temor ni la vacilación.

Alejandro pasó el verano de 1882 —sus penúltimas vacaciones en el gimnasio—, principalmente en la cocina de un pequeño pabellón que había convertido en un laboratorio de química. Era el último en venir a tomar el té, substrayéndose con dificultad a sus ocupaciones; a menudo había que llamarlo dos veces. Ilya Nikolaievich bromeaba un poco con su hijo a propósito de su enamoramiento por la química. Alejandro, manteniéndose en silencio, sonreía «con indulgencia». «Participa poco en la conversación general. Apenas ha tomado el té se retira». Según cuenta Ana, la pasión de Alejandro por la química comenzó, al terminar el gimnasio, a alejarlos mutuamente. En realidad, la causa de este creciente alejamiento no estribaba sólo en las ciencias y éstas no figuraban siquiera en el primer plano. Alejandro había entrado en un período de revisión de valores, cuando los adolescentes y los jóvenes sopesan a quienes en la víspera les estaban aún cercanos y los encuentran frecuentemente demasiado superficiales. Alejandro intervenía cada vez menos en las distracciones familiares, prefiriendo la caza o bien la conversación con una prima por la que sentía una simpatía que bien pronto se transformó en un tímido primer amor.

En una novela de Chirikov, consagrada a la existencia de la ciudad de Simbirsk, enteramente familiar a su autor, la pasión de Alejandro por el estudio de la química es presentada como una consciente preparación para su actividad terrorista: es ésta una de las numerosas exageraciones de un autor que comenzó por tener simpatías hacia el bolchevismo y finalizó como emigrado blanco. Alejandro había realmente amado a la química. Su mirar concentrado, meditativo, un poco lento, era el de un experimentador por vocación de las ciencias naturales. En 1883, Alejandro abandonó Simbirsk. Ilya Nikolaievich, al hacer a su hijo recomendaciones sobre Petersburgo, le aconsejaba ser prudente: los últimos truenos del terrorismo resonaban todavía en la memoria de todos. El hijo podía muy sinceramente decir a su padre algunas palabras tranquilizadoras: se hallaba lejos, en su pensamiento, de la lucha revolucionaria. Alejandro no tenía afición sino por la ciencia, su cerebro estaba colmado de las fórmulas de Mendeleiev[48]. La capital, para él, era, sobre todo, la Universidad.

Era todavía el viejo Petersburgo, que no contaba siquiera con un millón de habitantes. Alejandro tomó una habitación en la casa de una anciana mujer que representaba admirablemente a la vieja Rusia, en la que, de acuerdo al relato de su hermana, «la calma y el bienestar se hallaban esparcidos por todas partes, conjuntamente con el aroma de las velitas encendidas delante de los iconos». La confusa sensación de descontento hacia todo el régimen que Alejandro había traído consigo no se reforzó ni agravó durante sus primeros años universitarios; si no se debilitó, en todo caso, fue reprimida en la profundidad de la conciencia. La Universidad abría ante el joven espíritu nuevos horizontes. Alejandro estaba poseído por el demonio del conocimiento. Se zambulló de cabeza en las ciencias naturales y pronto atrajo sobre sí la atención de sus compañeros y de los profesores.

El padre había fijado a su hija y a su hijo una mensualidad de 40 rublos. Esta suma, debemos señalarlo, era superior dos, si no tres veces, al presupuesto medio de un estudiante de la época. Aunque Alejandro aseguró a su padre que le bastaban 30 rublos, éste continuó enviándole lo mismo que a su hija. Alejandro se calló. Pero cuando regresó a Simbirsk para las vacaciones, devolvió a su padre 80 rublos por los ocho meses transcurridos. El rasgo más característico de esta pequeña historia es que Alejandro, durante todo el invierno, no había dicho una palabra a su hermana sobre su manera de proceder: no quería ejercer ninguna presión sobre ella ni inhibirla en la libertad de sus movimientos. Además, nunca sintió hacia ella gran inclinación. El padre estaba asombrado al ver la sobriedad del joven para quien, en la capital, las tentaciones no faltaban. Por otra parte, demuestra este mismo episodio cómo Alejandro se mantenía alejado durante el primer período de su vida universitaria, no sólo de las organizaciones revolucionarias sino en general de todos los grupos juveniles: de otro modo habría encontrado, sin duda alguna, un empleo para los 10 rublos que le sobraban cada mes. Según el relato del estudiante Govorujín, en cuyo testimonio podemos basamos perfectamente, Alejandro Ulianov, a fines de 1885, hallándose aún en el tercer año, se negaba a participar en los círculos estudiantiles: «Se charla mucho y se aprende poco». Así como es inadmisible que un profano en medicina intervenga en un tratamiento, un ignorante de las cuestiones sociales, según su opinión pedantesca, habría sido un criminal si se lanzara a la acción revolucionaria. Con idénticos rasgos retratan a Alejandro, para este período, otros observadores, en particular la hermana mayor, si se dejan de lado ciertas frases convencionales.

No obstante, se encuentran otros testimonios que corresponden probablemente mucho más a la imagen abstracta que alguien puede trazarse de un revolucionario desde la cuna, pero que difieren de la realidad. En un librito consagrado a la memoria de I. N. Ulianov, la más joven de las hijas, María, escribe que el padre «conocía, no podía no conocer» las intenciones revolucionarias del hijo mayor. En realidad, al padre le era imposible conocerlas, puesto que no existían: no podían haberse formado sino en el otoño de 1886, cuando el padre ya no estaba entre los vivos. En el momento de la muerte de Ilya Nikolaievich, María estaba en su octavo año y no podía ser capaz de tener juicios políticos. Se refiere, por otra parte, no a recuerdos personales, sino a consideraciones psicológicas generales: «Demasiado grande era su mutuo cariño, una amistad demasiado íntima los unía…». Pero sin añadir que el amor hacia los padres ha obligado a más de un revolucionario a ocultarles hasta la última hora el peligro que le amenazaba, en el caso presente nada tenía el hijo que ocultar: esto puede, en todo caso, considerarse como firmemente establecido. Es dudoso además que las relaciones reales entre Ilya Nikolaievich y Alejandro puedan expresarse con las palabras: «una íntima amistad». La hermana mayor señala más de una vez el espíritu reconcentrado de Alejandro, en el seno de su familia, desde los primeros años y anota la influencia ejercida sobre este espíritu reticente por las exigencias demasiado grandes del padre. Sabemos ya por ella que Alejandro no le confiaba a su creyente padre sus dudas sobre la religión. La primera vez que el hijo rehusó concurrir a misa constituyó para Ilya Nikolaievich lo imprevisto; tanto de una como de otra parte se evitó aparentemente buscar explicaciones. ¿Podía ser de otro modo en el dominio de la política, donde el conflicto, si hubiera tenido tiempo de madurar en vida del padre, debía ser infinitamente más grave? Cita María el testimonio de su hermano Dimitri, que a la edad de once años, asistió a una prolongada conversación entre el padre y Alejandro, en una senda del jardín, seis meses antes de la muerte del primero y un año y medio antes de la ejecución del hijo. El niño no comprendió lo que se decía en esta conversación, pero durante toda su vida le quedó la impresión de que era algo extremadamente importante y significativo. «Actualmente, declara Dimitri, estoy perfectamente persuadido de que la conversación era sobre asuntos políticos y que, sin duda alguna, no era única ni casual». Esta suposición de Dimitri —y se trata de una suposición efectuada cuarenta años más tarde—, sólo puede admitirse a la luz de las instrucciones que el padre transmitía por intermedio de Ana, que ya vivía en Petersburgo. «Di a Alejandro que no se exponga, aunque sólo sea por nosotros». En el momento de su última entrevista con el padre, durante el verano de 1885, Alejandro se hallaba en la etapa transitoria, en que un joven, en sus relaciones con los revolucionarios se inclina a defender su derecho de entregarse a la ciencia y al encontrarse con consejeros a quienes la experiencia de la vida había tornado juiciosos, experimenta la necesidad de defender la actividad revolucionaria. Así podían haber tenido lugar conversaciones entre el hijo y el padre. Aunque sea preciso agregar aquí que Alejandro podía no sentir la necesidad de abrir su alma ante el padre, de quien le era imposible esperar en el más mínimo grado una ayuda ideológica en las cuestiones de la revolución. Pero, independientemente de las manifestaciones de Alejandro, el padre no podía dejar de inquietarse. La horca y las condenas al presidio estaban presentes constantemente ante los ojos de muchos padres y madres. Ilya Nikolaievich debió más de una vez preguntarse si su hijo bienamado no sería arrastrado a una desgracia irreparable. En tal sentido podían y debían, incluso, desarrollarse las últimas conversaciones de vacaciones, sobre todo en vísperas de la separación. ¡Cuántas amonestaciones de este género fueron hechas en todos los rincones de Rusia por los padres conservadores y liberales a sus hijos más radicales! Unos procuraban disimular las crueldades del régimen y sus mentiras, otros señalaban el horror de las consecuencias. El último argumento del padre: «Ten al menos piedad de tu madre y de mí» era doloroso, pero raramente persuasivo.

Durante tres años y medio de estudios universitarios, Alejandro se ocupó solamente en instruirse. Parecía que acumulara conocimientos para decenas de años. Pero no escapó a su destino… La resistencia que Alejandro había opuesto previamente a las influencias revolucionarias, lo mismo que el carácter que adquirió posteriormente su corta actividad revolucionaria, estaban determinados por las profundas modificaciones que se habían producido en la atmósfera política del país y particularmente en las opiniones de la intelligentsia. Aquí es preciso buscar la clave, la explicación, de la suerte de Alejandro Ulianov.

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