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La juventud de Lenin » Capítulo V. Los años ‘80

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CAPÍTULO V

LOS AÑOS ‘80

Inmediatamente después del 1.o de marzo de 1881, el Comité Ejecutivo de la Narodnaia Volia ofreció a Alejandro III[49], en una carta abierta, terminar con la lucha terrorista si él, nuevo zar, convocaba a los representantes del pueblo. «La marcha de los acontecimientos» no es una metáfora sino una realidad: sabe hacerse retractar a quienes no la comprenden. No hacía mucho tiempo, los populistas despreciaban una constitución, considerándola como un prólogo al capitalismo. Ahora, a cambio de la constitución, prometían renunciar a la lucha revolucionaria. El espantado zar lloraba sobre el chaleco de su preceptor Pobiedonovzev. Sin embargo, no duraron mucho las vacilaciones en los círculos dirigentes. La acción terrorista no había hallado eco alguno en el país. Los campesinos consideraban el asesinato del zar como una venganza de la nobleza. Los obreros que adherían al movimiento revolucionario eran muy escasos. Los liberales se agazapaban. Nadie apoyó las reivindicaciones del Zemsky Sober (Asamblea de la tierra). El gobierno recuperó los ánimos, persuadido de que los terroristas no representaban a nada ni a nadie, salvo a su heroísmo personal. El 29 de abril, el zar promulga un manifiesto en que declara inquebrantable la autocracia. Al mismo tiempo se trama en secreto un movimiento de pogromos. En lo sucesivo, se sabe adónde se va. El procurador del sínodo, Pobiedonovzev; el ministro, conde Tolstoi y el publicista moscovita Katkov se convierten en los inspiradores del reinado que comienza. ¿Zemsky Sobor? Pero si basta echar una ojeada sobre los «parloteos» de los zemstvos provinciales. ¿Quiénes son sus dirigentes? «Individuos insignificantes, inmorales, que no viven con su familia, que se entregan al libertinaje…». De esta forma Pobiedonovzev educaba al joven zar, que pasaba por ser un buen jefe de familia.

No les quedaba a los terroristas más que salir a la caza del nuevo zar. En tal sentido, uno de los representantes más prestigiosos de la Narodnaia Volia formuló el programa de acción: «¡Un Alejandro después del otro!» Pero esta fórmula quedó en el aire. El capital se había consumido. Se estaba muy lejos de una renovación de los efectivos. En 1883, el provocador Degaev entregó a V. N. Figner, una de las más notables figuras del Comité Ejecutivo. En 1884, G. A. Lopatin, que había tenido oportunidad en el extranjero de mantener un trato frecuente con Marx y Engels, regresó a Petersburgo para resucitar el terrorismo en su propio centro. Pero esto no funcionaba más. Cuando la policía arrestó a Lopatin, descubrió numerosas direcciones que le permitieron liquidar todo lo que aún quedaba de la Narodnaia Volia Este encadenamiento de reveses estaba regido por una lógica fatal. El movimiento político de la intelligentsia aislada se había reducido a la técnica del regicidio, que aisló a los mismos terroristas de la intelligentsia Lo inesperado desempeñaba un gran papel en los primeros efectos del terrorismo. Pero cuando la policía estuvo alerta, y comenzó a utilizar el arma de la provocación, estranguló al pequeño grupo terrorista. La continuidad organizativa se interrumpió definitivamente; sólo quedó la tradición, cada vez más corroída por las dudas. Nuevas tentativas de actividad revolucionaria bajo la antigua bandera tuvieron un carácter disperso, fortuito, por así decirlo, y no dieron siquiera resultados parciales. Sin embargo, la inercia provocada por el espanto en el palacio imperial no desapareció tan rápido. Alejandro III no abandonaba Gatchina. Por temor a los atentados, el coronamiento fue diferido hasta mayo de 1883. Pero no hubo atentados. El día de su coronación, el zar expuso ante los decanos de los distritos un programa claro: «Obedeced a vuestros mariscales de la nobleza y no creáis en los rumores absurdos, insensatos, sobre un nuevo reparto de las tierras…».

El brusco viraje hacia el camino de una reacción de la nobleza, que caracteriza a los años ‘80, estaba favorecido por las perturbaciones del mercado mundial: la crisis agraria, que comenzaba, acarreó grandes cambios en el dominio de las ideas y de los programas. La abolición de la servidumbre no coincidía por casualidad con el período del alza de los precios del trigo. La agricultura capitalista, al intensificar la exportación, proporcionaba beneficios más cuantiosos a los terratenientes. En los primeros tiempos que siguieron a las reformas sólo se arruinaron los dominios de los nobles más parasitarios, que no remediaban su penuria de dinero ni siquiera al percibir las indemnizaciones de rescate pagadas por los campesinos. Las simpatías de los propietarios de espíritu avanzado por las medidas liberales, que habían convertido a la Rusia de la servidumbre en un país de nobleza aburguesada, se mantuvieron en tanto que subsistió el alza de los precios del trigo. La crisis agraria mundial de los años ’80 asestó un serio golpe al liberalismo de la nobleza. Los propietarios no pudieron en lo sucesivo sostenerse sino con la ayuda de gratificaciones directas del Estado y con la condición de un restablecimiento, incluso incompleto, de la explotación del trabajo campesino. En 1882 se crea el Banco Campesino, que ayuda a la burguesía agraria a pagar a los nobles que se arruinaban, indemnizaciones excesivamente elevadas por sus tierras. Tres años más tarde, por un manifiesto especial, el zar confirma en provecho de la nobleza el derecho de primacía en el Estado e instituye esta vez el Banco de la Nobleza, destinado a conceder asignaciones directas a la casta noble.

La caída de la exportación del trigo a Europa abría, por otra parte, la posibilidad de una fuerte alza de las tarifas de importación sobre las mercancías industriales provenientes de allí. Precisamente lo que procuraba conseguir la joven y codiciosa industria rusa. Las ideas del trabajo libre en la agricultura y del librecambio con el exterior habían salido a luz simultáneamente. Alejandro III restableció relaciones semiserviles en favor de los propietarios nobles e impuso tarifas aduaneras semiprohibitivas en interés de los industriales. La consigna oficial del reino: «Rusia para los rusos», significaba: nada de ideas occidentales, sobre todo ninguna idea constitucional; las funciones del Estado pertenecen a la nobleza rusa; el mercado interno a la industria rusa; el ghetto para los judíos, la esclavitud para Polonia y Finlandia, en beneficio del funcionario ruso y del comerciante ruso. Una semirestauración de la servidumbre y un reforzado empuje del capitalismo —dos procesos de sentido opuesto— constituían, combinándose, la política económica de Alejandro III. Los propietarios nobles y los industriales sacaban todo lo que podía sacarse del pueblo: trabajo barato, arrendamientos elevados, precios caros para todas las mercancías industriales y además: subsidios, asignaciones, compras del Estado. Los nobles terminaban el jueguito del liberalismo y los comerciantes no lo empezaban aún. La burocracia se tomaba el desquite para compensar la época de las grandes reformas. La reacción gubernamental se desenvolvió sin obstáculos en el curso de todo el reinado. Las transformaciones que provenían de la primavera del reinado anterior eran sometidas a una revisión consecuente que tendían a fortalecer los privilegios de la nobleza, de las limitaciones nacionales y de la tutela policial. Frente al aniversario decenal de las «grandes reformas» (1861-70) se dibujó este otro aniversario de las contrarreformas (1884-94).

En 1882, el liberal extremadamente moderado Kavelin, ligado con las altas esferas, escribía confidencialmente a un dignatario en desgracia: «Por todas partes no hay más que estupidez y cretinismo, la rutina más idiota o la corrupción… Con esta podredumbre, con esta carroña, nada perdurable puede construirse». La marcha de los acontecimientos desmintió, a su manera, a Kavelin. Con la podredumbre y la carroña se edificó un reino de estilo monumental. Después de unos cuantos años, que le fueron necesarios para tranquilizarse, concluyó Alejandro III por creer en sí mismo y en su vocación. Enorme, pletórico, grosero, aficionado al vodka, a las comilonas y a las bromas de mal gusto, no admitía siquiera la idea de que sus súbditos pudiesen tener derechos. Gracias al mortal antagonismo entre Francia y Alemania, la situación internacional de Rusia parecía doblemente garantizada. La Corte de Petersburgo vivía en pleno acuerdo con la Corte de Berlín. Al mismo tiempo, la amistad francesa aseguraba al zarismo inagotables perspectivas financieras. El mundo occidental con la «pirotecnia exótica» de su parlamentarismo era tratado por Alejandro como «la canalla». Un día de verano, negándose a responder a un despacho diplomático urgente, agregó esta explicación al ministro: «Europa puede esperar cuando el zar de Rusia está pescando». A propósito de sus colegas coronados, el zar se expresaba sin grandes contemplaciones: decía de la reina Victoria que era una vieja charlatana; de Guillermo II, que era un «dingo»; del rey Milan de Serbia, que era un bruto; del sultán de Turquía, que era un viejo gorro de dormir. Estos juicios no eran del todo falsos.

El zar no carecía de sensatez. Kavelin escribe sobre él: «Una gran circunspección, muy reservado, una gran desconfianza, quizás algo de astucia». El fiel súbdito liberal se afligía solamente al pensar que el zar no tenía bastantes «conocimientos y educación». En cambio, Alejandro se hallaba inconmoviblemente persuadido de que su adiposo físico era de origen divino y que en todas sus funciones servía al bien de Rusia y a los fines de la providencia. En un espíritu tan limitado había una característica: todos temían al zar. Grandes duques, canosos o calvos, que cuando estaban borrachos se batían con actores franceses, disimulaban sus travesuras como escolares temerosos. Cuando el director del Departamento de policía, Durnovo, se dejó, demasiado imprudentemente, embarcar en una desagradable historia, el zar escribió: «Que me saquen a ese cochino», lo que por otra parte, no impidió a Durnovo convertirse, durante el reinado de Nicolás II, en ministro todopoderoso. Para justificar el servilismo de los dignatarios ante el grosero personaje que ocupaba el trono, Vannovsky, ministro de Guerra, decía: es un nuevo Pedro I con su garrote. El ministro de Relaciones Exteriores, Lamsdorf, anotaba en su diario íntimo: únicamente el garrote, nada de Pedro I. La policía lo dominaba todo, con vigilancia precisa. Los agentes de policía, con sus gruesos bigotes y medallas, el célebre prefecto Gresser, que recorría “su” ciudad en una carroza tirada por dos caballos tordillos, el Consejo de Estado, el muy santo sínodo, Pobiedonovzev, la aguja inmutable de la fortaleza de Pedro y Pablo, el viejo cañón que anunciaba el mediodía, ¡qué conjunto! Con todo descaro, ordenaba Gresser a la orquesta de la ópera no tocar tan fuerte para no molestar a los augustos auditores. Y la orquesta obedecía, aunque la partitura fuese del mismo Wagner. El ruido estaba rigurosamente prohibido: en literatura, en la calle y también en música.

El espíritu del reino fue expresado con posterioridad, quizás no del todo conscientemente, por el escultor ruso-italiano Paolo Trubeskoi, en el famoso monumento a Alejandro III, que une la apoteosis a la sátira. Un gigante adiposo aplasta con su potente trasero de bronce un corcel que parece más bien un cerdo cebado. En este estilo porcino inconmovible se representaba toda la Rusia oficial. Una verificación de un cuarto de siglo, comenzada con la emancipación de los campesinos y terminada con el asesinato de Alejandro II. Se había, en cierta medida, demostrado nuevamente la solidez de las bases nacionales: autocracia, ortodoxia, divisiones nacionales. ¿No estaba probado por la experiencia que los graníticos bastiones del zarismo eran indestructibles aun con dinamita? Todo parecía cortado y cosido a la medida de la eternidad.

El viejo maestro de la sátira rusa, Saltykov-Schedrín, en las proximidades de su fin, se lamentaba amargamente en su diario: «La vida se vuelve aburrida y penosa… uno se siente como dentro de una fortaleza donde, encima, recibe golpes en el occipucio». Actualmente es difícil imaginarse el fervor que rodeaba, en los grupos de la intelligentsia izquierdista, a los Otechesvenyé Zaphki (Anales de la Patria), valiente revista mensual, la más cercana por su espíritu al populismo revolucionario. «Se esperaba cada número —relata uno de los contemporáneos—, como a un querido visitante que sabe todo, que explica y cuenta todo…». Se trataba, no simplemente de una publicación literaria, sino también de un centro ideológico: el agrupamiento de las tendencias en la sociedad rusa ilustrada tenía lugar, desde mucho tiempo atrás, sobre todo a partir de la reforma campesina, en torno a las llamadas «grandes revistas». Pero la piadosa trinidad que había declarado la guerra «al diablo de los años ‘60» —Pobiedonovzev, D. Tolstoi, Katkov—, estaba lista allí para asestar un golpe. El «golpe sobre el occipucio» no se hizo esperar: en 1884, los Otechesvenyé Zaphki fueron prohibidos. El mundo de la intelligentsia radical quedó sin eje. Al mismo tiempo se retiraron de las bibliotecas las obras de Mill, Bockle, Spencer, para no hablar de Marx y Chernichevsky.

El último número del periódico Narodnaia Volia, aparecido el 1 º de octubre de 1885, cuando ya el partido mismo no existía, pintaba con sombríos colores el cuadro moral de la sociedad ilustrada: «completa confusión intelectual, un caos de las opiniones más opuestas sobre las cuestiones más elementales de la vida social…, pesimismo individual y colectivo por un lado, misticismo social-religioso por otro…». Los militantes menos conocidos de los años ‘70, que habían sobrevivido y permanecido en libertad, miraban estupefactos a su alrededor: todo se había vuelto para ellos irreconocible.

A decir verdad, se encontraban preconizadores del terrorismo en un número bastante considerable. «Se puede hacer silencio sobre todo —repetían—, pero no es posible silenciar la explosión de una bomba». Sin embargo, los terroristas ya no eran los mismos. Habiendo renunciado a la utópica idea de tomar el poder, esperaban únicamente arrancar, mediante las bombas, concesiones liberales. Pero para incitar a la juventud a correr hacia la muerte, era menester un gran ideal o al menos una gran ilusión: esto se había perdido. Vueltos, en suma, constitucionalistas en espíritu, los predicadores del terrorismo miraban esperanzados hacia el lado de los liberales. Pero la oposición entre las clases poseedoras guardaba silencio. De este modo se rompió el terrorismo por sus dos extremos. Había «predicadores» y abogados del terrorismo, pero ya no había terroristas. En los círculos revolucionarios que se formaban esporádicamente reinaba la postración. La canción predilecta de la época no conocía sino un único consuelo: «De nuestros huesos surgirá el implacable vengador». Uno de los últimos militantes de la Narodnaia Volia, Iakubovich, estigmatizó, en unos versos patéticos, a su generación como «maldita por Dios».

El populismo de los años ‘70 se caracterizaba por un odio revolucionario hacia la sociedad de clases y por un programa utópico. En el curso de los años ‘80 se volatilizó la intransigencia revolucionaria y el espíritu utópico subsistió; pero carente ya de envergadura, se transformó en un programa de reformas, en beneficio de los pequeños propietarios. Para la realización de este programa sólo le quedaba a los epígonos del populismo remitirse a la buena voluntad de las clases dirigentes. «Nuestro tiempo no es el de los grandes problemas», decían, tras los liberales, los populistas apaciguados. Pero, en esta etapa del proceso, sólo se detuvo una reducida minoría. Los amplios círculos de la intelligentsia, según la viva expresión de uno de los publicistas de la reacción, «renunciaron por completo a la herencia» de las décadas del ‘60 y ‘70. En filosofía, esto significaba que se rompía con el materialismo y el ateísmo; en política, que se desertaba de la revolución. El abandono de la doctrina se difundió extensamente en todos sus aspectos. Las más amplias capas de la intelligentsia declararon francamente que ya estaban hartos del mujik y que ya era tiempo de ¡vivir un poco para sí mismo! Las marchitas revistas de los radicales y de los liberales denunciaban la decadencia de la opinión social. Gleb Upenski, el más notable de los escritores populistas, se lamentaba al comprobar que en el tren ya no se oían en absoluto aquellas conversaciones hasta hacía poco tiempo tan generales y tan animadas sobre temas políticos: no tenían nada más para decirse. Pero «la vida para sí mismo» se reveló extremadamente pobre de contenido. Petersburgo, como se quejaba la prensa avanzada, jamás había estado tan descolorido como en ese tiempo: el marasmo en el comercio y una completa apatía intelectual que degeneraba en postración. La situación en provincias era todavía peor. Las capitales provinciales sólo diferían en esto: en unas se bebía más y en otras se jugaba más a las cartas. El arte directamente destinado al pueblo era, cada vez con más frecuencia, condenado como tendencioso. La intelligentsia reclamaba el «arte puro», que no fuese susceptible de inquietarla recordándole problemas no resueltos y obligaciones no cumplidas.

El joven poeta Nadson, el de las alas semiquebradas, la lira cascada y los pulmones tuberculosos se convirtió en el narrador de los círculos de izquierda. En sus versos quejosos, que en poco tiempo fueron reproducidos en varias ediciones, la nota principal era la duda. «No conocemos la salida», decía el poeta, llorando sobre su generación, que había perdido toda fe en sus héroes y profetas de antaño. Lentamente se elevaba en la literatura la estrella de Antón Chejov[50]. Éste intentó reír, pero su risa se quebró pronto en una atmósfera de decadencia y de extremo abatimiento. Chejov se reveló a sí mismo y a su época con «relatos crepusculares» e «historias melancólicas», donde los lamentos sobre la crueldad y la estupidez de la vida se confundían con vanas esperanzas en un mundo mejor «dentro de trescientos años». Chejov estaba complementado en pintura por Levitán, que representaba el estiércol de la aldea picoteado por los cuervos y el camino lavado por las lluvias a la luz mortecina de los crepúsculos otoñales. El gris constituía el fondo de toda la época.

Es más particularmente significativa para los años ‘80 la influencia del conde León Tolstoi, no del ilustre artista que era, desde hacía mucho tiempo con justeza, sino del sermoneador, del predicador. La evolución de Tolstoi interfirió más de una vez con la órbita de la intelligentsia rusa aunque jamás coincidió con ella. Aferrado con todas, sus raíces a la vida aristocrática y espantándose por su disolución, Tolstoi buscaba, para sí mismo, un nuevo eje moral. El liberalismo burgués le era odioso por su espíritu limitado, su hipocresía y sus modales de arribistas, lo mismo que la intelligentsia radical, que carente de base, era nihilista y se inclinaba a comer utilizando sólo el cuchillo. Tolstoi buscaba la calma y la armonía, deseaba escapar a la angustia social y a la vez a un punzante y siempre presente temor a la muerte. Mientras la intelligentsia radical se esforzaba en fertilizar la comuna rural con su «pensamiento crítico», para Tolstoi todo el atractivo del mujik consistía en su falta de sentido crítico y generalmente de pensamiento personal. Era Tolstoi, a fin de cuentas, un aristócrata ruso arrepentido —un tipo no raro de encontrar desde la época de los decembristas—, sólo que su arrepentimiento no se orientaba al porvenir sino al pasado. Había pensado en reconstruir el paraíso perdido de la armonía patriarcal, pero esta vez sin constreñimiento ni violencia. El artista se había transformado en moralista. El moralista llamó en su ayuda a una religión esterilizada. El más sanguíneo de los realistas se puso de repente a enseñar que la verdadera finalidad de la vida consiste en la preparación para la muerte. Como no admitía en nadie una actitud crítica respecto de su revelación, ridiculizaba a la ciencia y al arte; anatematizaba a sus sacerdotes y predicaba la resignación, con magnífico apasionamiento. Si se despoja a su pensamiento filosófico de los velos seductores con que lo envolvía el artista, que no quería desaparecer, nada quedará como no sea un quietismo agotador. Toda lucha contra el mal sólo aumenta el mal. Cada uno debe buscar el bien en sí mismo. El oprimido no debe impedir que el opresor renuncie de buen grado a la opresión. La prédica entera de Tolstoi es necesariamente de carácter negativo: «No te enfades. No forniques. No jures. No luches». A esto se añadían algunas otras recetas más prácticas: no fumes y no comas carne. En el fondo, el cristianismo no es una doctrina para mejorar el mundo, sino una profilaxis de la salvación individual, un arte de abstenerse de todos los pecados. Su ideal es la vida monástica, del mismo modo que el límite extremo de la vida monástica es la vida del ermitaño. No por nada el tolstoísmo tenía afinidades con el budismo.

La prédica de la no resistencia germinó de modo inmejorable en el terreno abonado por el derrumbamiento de los propósitos y esperanzas de la Narodnaia Volia. Puesto que la quintaesencia de la violencia revolucionaria se reveló inconsistente, era preciso colocar en su lugar la benéfica solución de la «caridad» cristiana. Si bien no se había conseguido derrocar al zarismo, sólo quedaba condenarlo moralmente. «El reino de Dios está en vosotros». La idea de un perfeccionamiento moral espontáneo substituyó al programa de las transformaciones sociales. El tolstoísmo efectuaba conquistas devastadoras en los círculos de la intelligentsia. Unos se esforzaban, siguiendo el ejemplo del maestro, en coserse un par de pésimas botas o en hacer sartenes que no servían para nada. Otros renunciaban al tabaco y al amor carnal, no por mucho tiempo en la mayoría de los casos. Otros también creaban colonias agrícolas en las que el vino evangélico de la caridad pronto se convertía en el vinagre de hostilidad recíproca. Cinco señoritas de Tiflis preguntaron a Tolstoi, y toda la prensa reproducía la pregunta, cómo podrían ellas vivir santamente. Pero la vida que oliera a santidad no resultaba. Muy por el contrario, cuanto más iban a buscar altas reglas de moral individual, más se sumergían en las inmundicias de la vida. El filósofo idealista Vladimir Soloviev, diez años después, intentó resumir la posición del movimiento educador de Rusia con la fórmula siguiente: «El hombre es sólo una variedad del mono y por ello debemos… consagrarnos de todo corazón a nuestros hermanos inferiores». La paradoja, concebida como una burla al espíritu limitado del materialismo, se convertía en realidad en una sátira de la categoría idealista. No en vano la época del materialismo grosero y ateo en que los hombres se entregaban en cuerpo y alma para franquear el paso a un futuro mejor, fue reemplazada por una década de idealismo y de mística, en que cada uno volvía la espalda al otro para salvar con tanta mayor seguridad su alma. El sentido político de estas metamorfosis ideológicas no presenta, sobre todo con una apreciación retrospectiva, nada de misterioso: salida en su mayoría de un medio en que predominaban aún las costumbres preburguesas y pasando, con su ala izquierda, por el período del heroico sacrificio para la causa del pueblo, la intelligentsia, luego de las crueles derrotas sufridas, tomó por el camino de una regeneración burguesa. En el heroico militante de la víspera comenzó a asomar el egocentrista. Hacía falta ante todo deshacerse de la idea del «deber ante el pueblo». La literatura y la filosofía se apresuraron, naturalmente, a saludar y a adornar el frágil despertar del individualismo burgués. Las clases poseedoras hacían lo que podían para domesticar a la intelligentsia que les había causado ya tantas zozobras. El proceso de acercamiento y de reconciliación de la burguesía que se civilizaba con la intelligentsia que se aburguesaba era, a decir verdad, inevitable. Sin embargo, la barbarie de las condiciones políticas excluía de antemano un desarrollo uniforme e ininterrumpido. Estaba señalado por el dedo del destino que la intelligentsia rusa cumpliría todavía más de un viraje.

Nos era indispensable conocer mejor los años ‘80, durante los cuales Alejandro Ulianov, estudiante, entró en la lucha, mientras su hermano menor, Vladimir, continuaba sus estudios en el gimnasio de Simbirsk.

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