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La juventud de Lenin » Capítulo XIV. El joven Lenin

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CAPÍTULO XIV

EL JOVEN LENIN

Las numerosas humillaciones que infligiera a los adversarios y posteriormente a categorías sociales enteras, incitaron a muchos escritores —tanto periodistas como literatos— a representar a Lenin, desde su juventud, como un monstruo rojo, completamente imbuido de crueldad, vanidad y espíritu vengativo. Eugene Chirikov, que fuera expulsado de la Universidad de Kazan al mismo tiempo que Ulianov, atribuye al joven Vladimir, en una novela escrita después de la Revolución de Octubre, en la emigración blanca, «un amor propio enfermizo y una gran susceptibilidad». Vodovosov cuenta lo siguiente: «Las impertinencias y los gestos destemplados de Vladimir, sus observaciones groseras y brutales, etc. —que abundaban—, mortificaban vivamente a María Alexandrovna. Con frecuencia se le escapaba ‘¡Ah, Volodia, Volodia! ¿Eso está bien?’» En realidad, Vladimir tenía una conciencia demasiado clara de su propio valor como para sucumbir a un amor propio enfermizo. Carecía de motivos para mostrarse receloso por la sencilla razón de que no había candidatos para hacerle sombra. Pero está fuera de dudas que la intratable rudeza de Vladimir no siempre respetaba el amor propio ajeno. Algunos adversarios, según Iasneva, «comenzaban a considerarlo con animosidad desde el primer encuentro» y de tal modo, que esa animosidad no se apaciguó en todo el curso de su vida.

Entre los que fueron heridos para siempre hay que contar al difunto Vodovosov. Cuando llegó a Samara, Vladimir le dispensó un caluroso recibimiento y lo ayudó a instalarse, pero muy pronto descubrió en él al estéril diletante a quien no podía conquistarse en calidad de partidario ni tomar en serio como adversario. Los choques a propósito de la ayuda de los hambrientos y del mensaje al gobernador dejaron sus huellas: el resentimiento de Vodovosov contra el joven Ulianov nos vale varias páginas de recuerdos en que el autor, en provecho de los lectores, nos dice de aquél más de lo que quisiera.

«El semblante en su conjunto —escribe Vodovosov a propósito del aspecto físico de Vladimir—, chocaba con una suerte de mezcla de inteligencia y grosería, yo diría incluso que por una especie de bestialidad. Asombraba la frente inteligente pero huidiza. La nariz carnosa… Algo de obstinado, de cruel, en esas facciones, se combinaba con una indudable inteligencia». En su novela-panfleto, Chirikov pone en boca de la juventud de Simbirsk, a propósito de Vladimir Ulianov: «¡Siempre tiene las manos húmedas! Ayer mismo mató un gatito de un escopetazo. ¡Después lo agarró por la cola y lo tiró al otro lado del cerco!» Otro escritor ruso, también bastante conocido, Kuprín, ha descubierto —más recientemente, es cierto—, que Lenin tenía los ojos verdes de un mono. Así, hasta el aspecto físico, que parecería ser el elemento menos problemático en el hombre, es sometido a una transformación tendenciosa por la memoria y la imaginación.

Una fotografía de 1890 ha conservado la fresca figura de un joven cuya calma deja adivinar cierta reserva. La frente obstinada no está acentuada todavía por la calvicie. Los ojos, pequeños, miran de modo penetrante bajo los párpados asiáticos. Los pómulos también recuerdan ligeramente al Asia. Los labios firmes bajo la larga nariz y el sólido mentón se hallan cubiertos por una naciente barba que no ha conocido aún las tijeras ni la navaja. El rostro, evidentemente, no es hermoso. Pero a través de esas facciones rudas, no pulidas, se irradia demasiado la alta disciplina del espíritu para que siquiera se pueda admitir la idea de bestialidad. Las manos de Vladimir eran secas, de forma plebeya, con dedos cortos, unas manos cálidas y varoniles. En cuanto a los garitos, así como en general a todo lo que es débil e indefenso, los quería con el indulgente cariño de un hombre fuerte. ¡Los señores escritores lo han calumniado!

«En la fisonomía moral de Vladimir Ilich —continúa Vodovosov— saltaba a los ojos una especie de amoralismo. Según mi opinión, éste era un rasgo orgánico propio de su naturaleza». Ahora bien, resulta que el amoralismo consistía en reconocer como admisible todo medio, desde el momento en que éste conducía al fin perseguido. Ciertamente, Ulianov no era un admirador de la moral de los popes o de Kant, que se pretende llamada a regular nuestra vida desde lo alto de las cimas estrelladas. Los fines que él perseguía eran tan grandes y superaban tanto lo personal que les subordinó abiertamente sus criterios morales. Con irónica indiferencia, si no con repugnancia, él consideraba a esos cobardes y a esos hipócritas que disimulan la insignificancia de sus miras o la vileza de sus métodos bajo normas superiores, pretendidamente absolutas pero flexibles en realidad.

«No conozco —se rectifica inopinadamente Vodovosov— hechos concretos que demuestren el amoralismo de Lenin». Pero habiendo hurgado en su memoria, recuerda, no obstante, que su delicada conciencia «se vio afectada por el hecho de que Lenin era propenso a fomentar los chismes». Inclinémonos y escuchemos al acusador. Un día, en un pequeño grupo, Vodovosov dijo que Ulianov no tenía reparos en recurrir a argumentos notoriamente falsos «si éstos conducían… al éxito entre los oyentes que comprendían mal». Ocurre que el mismo Vodovosov «no concedió importancia» a su propia murmuración y pronto visitó a Ulianov como si nada hubiese pasado. Sin embargo, Vladimir, a quien uno de los amigos había informado sobre el juicio ultrajante, exigió al visitante una explicación. Como respuesta, Vodovosov «se esforzó por atenuar sus expresiones». La conversación condujo a una reconciliación formal. Pero hacia la primavera de 1892 las relaciones se agriaron a tal punto que los encuentros cesaron casi por completo.

En toda su trivialidad este episodio es verdaderamente notable. El moralista acusa al amoralista, a hurtadillas, de utilizar conscientemente argumentos falsos. Después de lo cual «no concediendo importancia» a su propia insinuación, va amistosamente a visitar a la persona calumniada. El amoralista, que está habituado a conceder importancia a sus palabras, reclama abiertamente explicaciones. Colocado entre la espada y la pared, el moralista se vale de subterfugios, retrocede, reniega de sus propias palabras. De acuerdo con la narración del mismo Vodovosov, no puede uno abstenerse de concluir que el moralista se parece mucho a un detractor sin valentía, mientras que la conducta del amoralista revela en él precisamente una completa ausencia de propensión a «fomentar chismes». Agreguemos aunque, respecto al fondo de la acusación, concerniente al empleo de argumentos notoriamente falsos, Vodovosov se refuta a sí mismo cuando, en otra ocasión, escribe de Ulianov: «Una fe profunda en la verdad de lo que decía se transparentaba en todas sus conversaciones». Recordemos este episodio: nos servirá más de una vez como clave para muchos conflictos en los cuales los mojigatos arrojan sobre el revolucionario la acusación de indiferencia moral[87].

No subsiste ninguna carta escrita por Vladimir, o bien que le concierna, ni, en general, ningún documento humano sobre el período de Samara. Tanto los juicios de sus amigos así como los de sus adversarios tienen un carácter retrospectivo y se hallan inevitablemente coloreados por las poderosas influencias del período soviético. Pero por aproximación, y a menudo por oposición, permiten igualmente reconstituir en parte la figura de Lenin en el comienzo de su trabajo revolucionario.

Ante todo, conviene señalar que Vladimir Ulianov no se asemejaba en absoluto al tipo clásico del nihilista ruso, tal como se presentaba no sólo en las novelas reaccionarias sino a veces también en la vida: rebeldes mechones de cabellos despeinados, vestimentas descuidadas, un bastón nudoso. «Ya por entonces la calvicie comenzaba a acentuar su frente sensiblemente», recuerda Semenov. Ni en la vestimenta, ni en los modales, nada había de chocante, nada de provocativo. Serguievsky, que pertenece casi a la misma generación marxista, hace una descripción no carente de interés de Vladimir hacia el fin del período de Samara: «Un hombre modesto, cuidadosamente y, como se dice, convenientemente vestido, pero sin pretensiones, sin nada que pudiese destacarle entre el común de la gente. Me agradó ese matiz protector… La maliciosa expresión del rostro que, posteriormente, después de la deportación, atrajo mi atención, no la noté entonces… Prudente, mirando en torno suyo con circunspección, observador, calmo, contenido, con todo el temperamento que yo le conocía a través de sus cartas…».

Semenov da, de pasada, un pequeño cuadro de las costumbres de la juventud radicalizada de Samara: «Al llegar a casa de Skliarenko, Vladimir se tendía de espaldas sobre la cama del huésped colocando previamente un periódico bajo sus pies» y se ponía a escuchar las conversaciones en torno del samovar. Tal o cual opinión lo obligaban a elevar su voz. «Tonterías…», se oía desde la cama, y en seguida comenzaba una demolición sistemática. Este modo poco loable de sentarse o de extenderse sobre la cama de otro era común a todos los círculos de la juventud y se explicaba tanto por la simplicidad de sus costumbres como por la falta de sillas. Si algo distinguía a Vladimir de los demás es que ponía un periódico bajo sus pies. La firmeza de sus réplicas revelaba una intransigente resistencia y era un medio de obligar al adversario a mostrarse bajo su verdadera faz.

En las conversaciones alrededor del samovar o bien en una barca sobre el Volga, Ulianov, después que hubo estudiado el Anti-Dühring, enciclopedia polémica del marxismo, barría infatigablemente de los cerebros juveniles los valores metafísicos. ¿La justicia? Un mito que disimula el derecho del más fuerte. ¿Normas absolutas? La moral es el lacayo de los intereses materiales. ¿El poder del Estado? Un Comité Ejecutivo de los explotadores. ¿La revolución? Haced el favor de agregar: burguesa. En tales aforismos y en otros del mismo género que hacían pedazos la más bella porcelana del idealismo, hay que buscar al parecer la clave de la precoz reputación de «amoralista». Formados por sus cuadernos de escolares, los oyentes quedaban estupefactos e intentaban protestar. Justamente esto era lo que le hacía falta al joven atleta. ¿«Sofismas»? ¿«Paradojas»? Tanto a derecha como a izquierda, los golpes llovían amistosamente. El oponente, tomado por sorpresa, se callaba, olvidando a veces hasta cerrar la boca; enseguida se iba en busca de los libros que citaba Ulianov y entonces, un buen día, él mismo se declaraba marxista.

En los debates con los militantes de la Narodnaia Volia y con los jacobinos, Vladimir, guía del clan marxista que crecía, utilizaba el método socrático.

—Bien, toman el poder, ¿y después? —preguntaba al adversario.

—Decretos.

—¿Y en quién se apoyarán?

—En el pueblo.

—Pero ¿qué es «el pueblo»?

Seguía aquí el análisis de los antagonismos de clases. A fines del período de Samara circuló por las manos de la juventud un manuscrito de Ulianov: «Discusión entre un socialdemócrata y un populista» que presentaba, hay que suponerlo —el trabajo desgraciadamente se ha perdido—, un resumen de las controversias de Samara en forma de diálogo.

Vladimir discutía con pasión —todo lo hacía con pasión—, pero no de una manera desordenada y caprichosamente. No se lanzaba a la refriega, no interrumpía, no intentaba gritar más fuerte que los demás; dejaba al adversario explicarse, incluso cuando la indignación lo sofocaba, aprehendía con ojo avizor los puntos débiles y entonces se lanzaba al ataque con impulso maravilloso. Sin embargo, incluso cuando asestaba sus golpes más furiosos, el joven polemista no lo hacía contra las personas. Incriminaba las ideas o al modo poco concienzudo de tratarlas; no tocaba al hombre sino al pasar. Ahora llegaba a los adversarios el turno de callarse. Como no interrumpía a los otros, Vladimir no les permitía tampoco interrumpirle. Lo mismo que en el juego de ajedrez, jamás retiraba ni devolvía a los otros las piezas.

Resulta extraña la declaración de María Ulianova afirmando la timidez de Vladimir como un rasgo de familia. La insuficiente perspicacia psicológica que se revela en numerosos testimonios de la hermana menor, obliga a una prudencia tanto mayor cuanto más natural es, en el caso presente, la necesidad de encontrar en Lenin la mayor cantidad posible de rasgos «de familia». Es cierto que la fotografía de 1890 que ya conocemos parece efectivamente indicar una lucha, aún no definida, entre la timidez y la seguridad. Se diría que el joven está cohibido ante el fotógrafo o que le hace una concesión defensiva, lo mismo que, treinta años más tarde, Lenin se sentirá incómodo al dictar a una estenógrafa sus cartas y sus artículos. Si esto es timidez, en todo caso no entraña ni un sentimiento de debilidad ni un exceso de sensibilidad: disimula la fuerza. Tiene por objeto poner el mundo interior al abrigo de los contactos demasiado cercanos y de las familiaridades indiscretas. En los diferentes miembros de la familia, un solo y mismo rasgo, denominado de igual modo, puede no solamente ofrecer grandes divergencias, sino incluso transformarse en su contrario. La timidez de Alejandro, que notaban todos los que a él se acercaban, concuerda enteramente con el conjunto de su figura contenida y reconcentrada. Alejandro se cohibía manifiestamente por su superioridad, cuando se percataba de ella. Pero precisamente este rasgo lo alejaba del hermano menor que, sin vacilar, manifestaba su preponderancia sobre los demás. Uno puede incluso decir que la naturaleza agresiva de Vladimir, en razón de su completa subordinación a la idea y de la ausencia de vanidad personal, lo liberaba en cierto modo de los frenos de la timidez. En todo caso, si a veces —particularmente en sus años juveniles— un sentimiento restrictivo de molestia se apoderaba de él, no era por él, sino por los otros, por la trivialidad de sus intereses, la vulgaridad de sus bromas o simplemente por la necedad ajena. Samoilov nos ha mostrado a Vladimir en un círculo nuevo para él. «Hablaba poco; pero no, seguramente, porque se sintiera turbado en un ambiente desconocido». Al contrario, su presencia obligaba a los otros a estar alertas; los individuos propensos a ser desenvueltos empezaban a revelar prudencia, y hasta un cierto embarazo.

La hermana mayor nos ha contado a su vez que los camaradas se contenían en presencia de Alejandro, que «se avergonzaban de charlar en su presencia de cosas fútiles y se volvían hacia él, esperando su opinión». Cualquiera que fuese el contraste de caracteres entre ambos hermanos, Vladimir, en este sentido, obraba sobre los otros «como Sacha»: los obligaba a elevarse por encima de sí mismos. Escribe Semenov: «Vladimir Ilich, desde su juventud, era ajeno a toda bohemia… y, en su presencia, todos los que integrábamos el círculo de Skliarenko, nos reteníamos… Frente a él, una conversación frívola, una broma grosera eran imposibles». ¡Qué testimonio inestimable! Vladimir podía emplear alguna expresión plebeya en una ardiente disputa o en un juicio sobre un enemigo, pero no podía permitirse una alusión vil, una chanza trivial, una anécdota pornográfica, cosas tan comunes entre la juventud masculina. No porque se impusiera a este respecto reglas de ascetismo: este «amoralista» no tenía necesidad del knut trascendental; y menos aún porque, por naturaleza, permaneciese indiferente respecto de los otros aspectos de la vida, por fuera de la política. No, nada de lo humano le era ajeno. No tenemos, es verdad, ningún relato referente a la actitud del joven Ulianov respecto a las mujeres. Probablemente cortejó a alguna de ellas y se enamoró: no por casualidad cantaba «Los ojitos encantadores», encubriendo, con la ironía, su emoción. Pero, aún sin conocer los detalles, puede decirse con seguridad que Vladimir, desde su juventud, mantuvo durante toda su vida una actitud pura respecto de la mujer. No era la frialdad de su temperamento lo que confería un rasgo casi espartano a su figura moral. Al contrario, la base de su naturaleza era pasional. Pero se completaba con… —es difícil encontrar otra palabra— la castidad. La combinación orgánica de estos dos elementos, temperamento apasionado y castidad, excluye la idea misma del cinismo. Para ser superior a los demás, Vladimir no tenía ninguna necesidad de las trabas de la moral: le bastaba experimentar una repulsión orgánica por la bajeza y la trivialidad.

El mismo Vodovosov certifica que, en el círculo marxista de Samara, Vladimir gozaba de una «autoridad indiscutida; se lo ponía por las nubes, casi tanto como en el seno de su familia», a pesar de que algunos miembros tuviesen más edad que él. «Su autoridad en el grupo era indiscutida», confirma Semenov. Lalaiantz escribe que Ulianov, a quien conoció un año después de la desavenencia con Vodovosov, lo conquistó de inmediato. «En este hombre de veintitrés años se combinaban de la manera más asombrosa la simplicidad, la delicadeza, la alegría de vivir y el espíritu bromista, por una parte; la solidez y profundidad de los conocimientos, una implacable lógica en la argumentación… por la otra». Inmediatamente después del primer encuentro, Lalaiantz se felicitó de haber escogido a Samara como lugar de residencia bajo vigilancia.

Provocar apreciaciones tan contradictorias es el privilegio de los elegidos. Ulianov no era propenso casi, sin duda, aun en sus años juveniles, a lamentarse por la parcialidad ajena. En efecto, los sentimientos que inspiraba a los otros parecían ser demasiado claramente el reflejo de su propia parcialidad. Para él, el hombre no era un fin sino un instrumento. «En su actitud hacia las personas —escribe Semenov— se manifestaban claramente vivas diferencias. Con los camaradas a quienes consideraba como sus partidarios, discutía dulcemente, bromeaba con mucha sencillez… Pero desde que notaba en un oponente al representante de otra tendencia… su fuego en la polémica era inexorable. Golpeaba al adversario en los puntos más dolorosos y casi no se contenía en las expresiones». Para comprender a Lenin, esta observación de un compañero de sus años juveniles tiene una importancia de primer orden.

«Parcial», pues su actitud utilitaria frente a las personas se originaba en las fuentes más profundas de su naturaleza, enteramente dirigida hacia la reconstrucción del mundo exterior. Si había aún aquí un cálculo —y había uno, por supuesto, y con el tiempo cada vez más previsor y sutil— era inseparable de un sentimiento sincero. Lenin «se prendaba» muy fácilmente de las personas cuando él veía en ellos valor y utilidad. Pero ninguna cualidad personal podía comprarle cuando se trataba de un adversario. Su actitud respecto a las mismas personas se modificaba bruscamente según ellas estuviesen, en un momento dado, en su campo o en el opuesto. En estos «enamoramientos», como en los períodos de hostilidad que les sucedían, no había sombra de impresionismo, capricho o ambición. Las leyes de la lucha eran para él el código de la justicia. De aquí provienen, incluso en sus juicios sobre ciertas personas, frecuentes y sorprendentes contradicciones; pero, en todas estas contradicciones, Lenin seguía siendo fiel a sí mismo.

Los señores individualistas declaran que la personalidad es un fin en sí para guiarse luego, en la práctica, en sus relaciones con la gente, por sus gustos personales cuando no por el estado de su hígado. La gran tarea histórica a cuyo servicio se ponía nuestro «amoralista» ennoblecía su actitud respecto a las personas; en la práctica él empleaba para medirlas el patrón que utilizaba para sí mismo. La parcialidad dictada por los intereses de la causa se transformaba, a fin de cuentas, en una imparcialidad superior y esta rara cualidad —verdadero don de un jefe— comunicaba a Lenin, desde sus años juveniles, una autoridad sin par.

Semenov, tres años mayor que Vladimir, expresó una vez, en una conversación general a propósito de sí mismo y de sus amigos, que ellos se desenvolvían mal en el marxismo porque conocían mal la historia y la economía burguesa. Vladimir replicó breve y severamente: «Si eso está mal, todo va mal en general; es necesario estudiar…». En la esfera de las grandes cuestiones, este joven alegre y sencillo hablaba como un detentor del poder. Y los otros se callaban, reflexionando con ansiedad.

El mismo Semenov cuenta con qué seguridad y firmeza rechazó Vladimir los argumentos inconvenientes de su cuñado Elisarov, que había intentado apoyarlo en una discusión con Vodovosov. ¡No, él no era tímido! Hay que recordar, sobre todo, que Elisarov, que idolatraba a Vladimir, lo mismo que Vodovosov, que no lo quería, eran ambos seis años, sino más, mayores que él. Cuando se trataba de las ideas de la revolución, Vladimir no conocía ni amistad ni parentesco ni tanto menos el respeto por la edad.

A los veintidós años Ulianov producía, según Vodovosov, «la impresión de un hombre maduro y completamente formado desde el punto de vista político». «Vladimir Ilich, ya entonces —escribe por su parte Semenov— parecía un hombre de opiniones completamente formadas, que se desenvolvía en todas las reuniones de grupos con seguridad y con absoluta independencia». El estudiante P. P. Maslov, futuro economista del partido menchevique, se enteró por sus visitantes, en una aldea de la provincia de Ufa, donde vivía bajo la vigilancia policial, que había en Samara cierto Vladimir Ulianov que «se interesaba también» por las cuestiones económicas y que además era «un hombre de lo más distinguido por su espíritu y su instrucción». Leyendo un manuscrito de que le envió Ulianov —el marxismo ruso, por esos años, no tenía aún acceso a la prensa tipográfica— Maslov fue ante todo sorprendido por «la decisión y la claridad en las fórmulas» del autor, que «revelaban a un hombre cuyas opiniones estaban completamente formadas».

Ya durante el período de Samara, el apodo «el Viejo», que se convertiría más tarde en el sobrenombre de Lenin, comienza a ligarse de un modo extraño a la imagen del joven Vladimir. Y sin embargo, no solamente en esos días sino hasta el fin de su vida, no hubo en él nada de senil, a excepción, quizás, de la calvicie. Lo que sorprendía en el joven era la madurez del pensamiento, el equilibrio de las fuerzas espirituales, la seguridad en el juicio. «Naturalmente —escribe Vodovosov—, no preví el papel que estaba destinado a desempeñar, pero desde entonces estaba convencido, y lo decía abiertamente, que el papel de Ulianov sería grande».

Durante ese tiempo la doctrina herética había logrado conquistar partidarios entre los grupos de la juventud de Samara y había obtenido en el ambiente radical algo así como un reconocimiento oficial. El populismo, que seguía siendo la corriente dominante, tuvo que ceder un poco. La propaganda social-demócrata entre los estudiantes era principalmente llevada por Skliarenko, joven bien dotado pero no muy aplicado. En marzo de 1893 aparece en Samara un estudiante expulsado de Kazán, sometido a la vigilancia policial, Lalaiantz, antiguo compañero de lucha de Fedoseev e inmediatamente se liga en estrecha amistad con Ulianov y Skliarenko. Estas tres personas constituyeron, a decir verdad sólo por algunos meses, el Estado Mayor marxista de Samara. Vladimir se mantenía apartado del trabajo de propaganda. Lalaiantz dice claramente: «En Samara, durante mi tiempo al menos, no participaba en ningún grupo ni realizaba ningún estudio». Por el contrario, la dirección general le pertenecía de modo indiscutible. El «trío» se reunía a menudo: ya sea en el domicilio de Skliarenko, o en una de las cervecerías de Samara, hacia las cuales Skliarenko manifestaba una propensión excesiva. Ulianov comunicaba a los amigos sus trabajos y se informaba por ellos de los últimos acontecimientos en los grupos de Samara. A menudo estallaban discusiones teóricas, pero ya entonces Ulianov tenía siempre la última palabra. Durante el verano, Skliarenko hacía una excursión a Alakaievka, donde era muy bien recibido por todos a causa de su sociabilidad y jovialidad y de allí se llevaba, para los seminaristas y los estudiantes de medicina, una provisión de ideas nuevas. Skliarenko como Lalaiantz se convirtieron, posteriormente, en bolcheviques.

Por ese entonces, Vladimir había logrado también conquistar definitivamente al antiguo organizador de una comuna agrícola, Preobajensky, con quien recorría a menudo, discutiendo ardientemente, la versta y media que separaba ambas granjas. Más tarde, Preobajensky participó en la organización socialdemócrata de Samara y, muchos años después, ya bajo el régimen soviético, administró el establecimiento de Gorki, en donde el jefe de la Rusia soviética descansó, estuvo enfermo y murió. Las amistades de los años juveniles ocuparon en general un lugar notable en la vida de Lenin.

Vladimir tomó de la provincia del Volga todo lo que se podía tomar. Hacia fines del invierno de 1892-93, según Elisarova, «ya se aburría bastante a veces, aspirando a vivir en un centro más animado…». Pero como no tenía ningún sentido abandonar Alakaievka en verano, la partida fue diferida hasta el otoño. El hermano menor terminaba entonces sus estudios en el gimnasio y se disponía a partir para la universidad de Moscú. María Alexandrovna tenía la intención de acompañar a Dimitri a Moscú, lo mismo que, seis años antes, había seguido a Vladimir a Kazán. Había llegado el momento de separarse de la familia. Petersburgo, la más europea de las ciudades rusas, atraía a Vladimir mucho más que el Moscú de entonces, la «gran aldea». Además, viviendo separado de los suyos, corría menos riesgos de proyectar, por su trabajo revolucionario, una sombra sobre su hermano y sus hermanas.

Los últimos meses en Samara y Alakaievka ya son consagrados a los preparativos inmediatos de la partida. Vladimir hace resúmenes de libros y artículos, agrupa las conclusiones más importantes, bosqueja estudios polémicos. Verifica, limpia y afila el arma de la que pronto se servirá. El movimiento crítico que se desarrolla en los cerebros de la intelligentsia lo mismo que el movimiento más profundo que agita los sectores industriales, exigen una doctrina, un programa, un instructor. El conductor de la historia rusa comienza a evolucionar más rápido. ¡Ya es hora de decir adiós a Samara, a Alakaievka, a la avenida de los tilos! Vladimir Ulianov abandona su asilo perdido en un rincón provinciano para encontrarse, apenas aparecido en la arena de la capital, a la cabeza de su generación.

Así, entre la ejecución del hermano y la instalación en Petersburgo, en esos cortos y largos seis años de trabajo encarnizado, se ha formado el futuro Lenin. Aún hay que franquear grandes etapas, no sólo externas sino también internas; en su sucesiva evolución, pueden distinguirse varios estadios claramente marcadas. Pero todos los rasgos esenciales de su carácter, de su concepción del mundo y de su manera de actuar se habían fijado en el intervalo que separa sus diecisiete de sus veintitrés años.

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