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Lenin » Segunda parte: Acerca de Octubre » Capítulo III. Brest-Litovsk

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CAPÍTULO III

BREST-LITOVSK

Comenzamos las negociaciones de paz con la esperanza de movilizar a las masas obreras de Alemania y Austria-Hungría así como a las de los países de la Entente. Para lograr este objetivo era necesario alargar las negociaciones todo lo posible, y de este modo dar a los obreros europeos el tiempo necesario para comprender el principal móvil de la revolución soviética y, particularmente, su política de paz.

Después de la primera suspensión de las negociaciones, Lenin me propuso que fuese a Brest-Litovsk. La perspectiva de tratar con el barón Kühlmann y el general Hoffmann[46] no era para nada seductora, pero «para prolongar las negociaciones, hacía falta alguien que las prolongara», como decía Lenin. Tuvimos, en el Instituto Smolny un breve intercambio de ideas acerca del carácter general de las negociaciones. La cuestión de si firmaríamos o no, se aplazó por un tiempo: no podíamos saber cómo marcharían las conferencias, qué efecto producirían en Europa, ni qué situación resultaría de ello. Y no renunciábamos, naturalmente, a la esperanza de un rápido desarrollo revolucionario.

Que no podíamos continuar la guerra, era para mí, absolutamente evidente. Cuando atravesé las trincheras, por primera vez, hacia Brest-Litovsk, nuestros camaradas, a pesar de todas las advertencias y exhortaciones que se les habían realizado, no lograban organizar una manifestación más o menos significativa en protesta contra las enormes exigencias alemanas: las trincheras estaban casi vacías, nadie se aventuraba a hablar, ni bajo una forma condicional, de una prolongación de la guerra. ¡Paz, paz a cualquier precio…!

Más tarde, a mi regreso de Brest-Litovsk, intenté convencer al presidente de la sección militar del Comité Central Ejecutivo de todas las Rusias, para que apoyase a nuestra delegación por medio de un discurso «patriótico».

—¡Imposible! —exclamó— ¡Absolutamente imposible! No podríamos volver a las trincheras; no nos comprenderían; perderíamos toda nuestra influencia…

En lo que se refería a la imposibilidad de una guerra revolucionaria, no había entre Vladimir y yo la más ligera diferencia de opinión.

Pero había otras cuestiones: ¿Los alemanes podían continuar la guerra? ¿Se encontraban en condiciones de comenzar una ofensiva contra la revolución que proclamaría la cesación de la guerra? ¿Cómo podíamos conocer el estado de ánimo de los soldados alemanes? ¿Qué efecto les había producido la Revolución de Febrero y más tarde la Revolución de Octubre a estas masas? La huelga de enero en Alemania, parecía indicar cierta movilización. ¿Pero qué profundidad alcanzaba? ¿No era necesario someter a los obreros alemanes y al ejército alemán a una prueba: por un lado, la revolución obrera, que declaraba la guerra concluida; por otro, el gobierno de los Hohenzollern[47], que ordenaba el ataque contra esta revolución?

—Eso es, naturalmente, muy tentador —contestó Lenin— y seguramente sería algo parecido a una prueba. Pero es arriesgado, muy arriesgado. Y si el militarismo alemán se encuentra suficientemente fuerte, lo que es muy probable, como para desencadenar la ofensiva contra nosotros, ¿qué pasaría entonces? No hay que correr ese riesgo: por el momento, no hay nada en el mundo más importante que nuestra revolución.

La disolución de la Asamblea Constituyente, al principio, deterioró mucho nuestra posición internacional. Sin embargo, los alemanes podían temer que primero llegásemos a un acuerdo entre nosotros y los «patriotas» de la Asamblea Constituyente, para intentar continuar la guerra. Semejante aberración hubiese echado a perder definitivamente a la revolución y al país; pero sólo se hubieran dado cuenta de esto más tarde y, mientras tanto, los alemanes habrían tenido que hacer un nuevo esfuerzo. Ahora bien, la disolución de la Asamblea Constituyente demostraba a los alemanes que estábamos verdaderamente dispuestos a acabar la guerra a cualquier precio. El tono de Kühlmann instantáneamente se volvió más insolente.

¿Qué impresión produciría la disolución de la Asamblea Constituyente sobre el proletariado de los países aliados? La respuesta no era difícil: la prensa de la Entente describía el régimen soviético como una simple agencia de los Hohenzollern. Y ahora los bolcheviques disolvían la Asamblea Constituyente «democrática» a fin de llevar a cabo una paz servil y humillante con los Hohenzollern cuando Bélgica y el norte de Francia estaban ocupadas por tropas alemanas. Estaba claro que la burguesía aliada lograría diseminar entre las masas obreras una gran incertidumbre. Y ello facilitaría consecuentemente la intervención militar de los aliados contra nosotros. Se sabía que, incluso en Alemania, circulaba con insistencia entre la oposición socialdemócrata la leyenda de que los bolcheviques habían sido comprados por el gobierno alemán y que en Brest-Litovsk se representaría simplemente una comedia con los papeles repartidos de antemano.

Esta versión obtuvo mucho crédito en Francia y Alemania. Mi opinión era que, antes de firmar la paz debíamos dar a los obreros de Europa una prueba contundente del odio mortal que nos separaba de los dirigentes de Alemania. Tales eran las consideraciones que a mi llegada a Brest-Litovsk me sugirieron la idea de una demostración «pedagógica» que se concretaba en estos términos: terminamos la guerra, pero no firmamos la paz. Les pedí consejo a los demás miembros de la delegación, que la aprobaron con simpatía, y escribí acerca de ella a Vladimir Ilich. Su respuesta fue: «Cuando venga hablaremos de ello». Naturalmente, esta respuesta ya demostraba que no estaba de acuerdo con mi propuesta. Mi memoria no es muy precisa en este punto y no tengo la carta a mano; ni siquiera estoy seguro de haberla guardado. Cuando llegué al Smolny tuvimos largas discusiones.

—Todo esto es muy seductor y sería espléndido si el general Hoffmann fuese incapaz de lanzar sus tropas contra las nuestras. Pero tengo muy pocas esperanzas de que esto sea así. El general encontrará para su ofensiva regimientos especialmente formados por campesinos ricos bávaros, ¿y qué pasará entonces? Usted mismo ha dicho que las trincheras estaban vacías. ¿Y si los alemanes empiezan igualmente la guerra?

—Entonces nos veríamos obligados a firmar el tratado de paz, y todo el mundo vería claro que no tenemos otra salida. Esto bastará para arruinar la leyenda de que tras bambalinas estamos supuestamente combinados con los Hohenzollern.

—Naturalmente tiene sus ventajas; pero, sin embargo, es demasiado arriesgado. En la actualidad, no hay nada en el mundo más importante que nuestra revolución; hay que ponerla fuera de peligro, cueste lo que cueste.

A estas dificultades primordiales de la cuestión deben añadirse otras complicaciones extremas que surgieron dentro del mismo partido. En el partido, por lo menos en sus elementos dirigentes, había una fuerte corriente de opinión contraria a la firma de las condiciones de Brest. La publicación en nuestros periódicos de las noticias de las negociaciones alimentó y fortaleció este sentimiento, expresado con más claridad que nadie por el grupo del Comunismo de Izquierda[48], que proponía la consigna de una guerra revolucionaria Esta situación inquietaba extraordinariamente a Lenin.

—Si el Comité Central decide firmar las condiciones alemanas bajo la presión de un ultimátum verbal —dije—, nos exponemos a promover la división en el partido. Es indispensable develar la verdadera situación a nuestro partido, así como a los obreros de Europa… Si rompemos con la izquierda, el partido emprenderá una curva decidida hacia la derecha. Es un hecho innegable que todos los compañeros que eran contrarios a la Revolución de Octubre o que se inclinaban a formar un bloque con los partidos socialistas serán partidarios incondicionales de la paz de Brest-Litovsk. Y nuestras tareas no se terminan con la conclusión de la paz. Entre los Comunistas de Izquierda son muchos los que jugaron un papel muy activo en el período de octubre, etcétera.

—Todo esto es indiscutible —respondía Vladimir— pero lo que se decide en este momento es la suerte de la revolución. Restableceremos el equilibrio en el partido. Ante todo hay que salvar la revolución. Sólo se la puede salvar firmando la paz. Mas vale una escisión que el peligro de ver aplastada la revolución por la fuerza militar. Las ideas antojadizas ya pasarán, y luego —si incluso llegan a provocar una escisión, lo que no es absolutamente inevitable—, ellos regresarán al partido. Pero si los alemanes nos aplastan nadie volverá… Finalmente, supongamos que vuestro plan sea aceptado. Nos hemos negado a firmar la paz. Y entonces, si los alemanes toman la ofensiva, ¿qué hace usted en ese caso?

—Firmamos la paz amenazados bajo la presión de las bayonetas. Entonces, la imagen se muestra más claramente para la clase obrera del mundo entero.

—¿Y no apoyarán entonces la consigna de la guerra revolucionaria?

—Jamás.

—Si el asunto se presenta así, la experiencia quizás ya sea mucho menos peligrosa. Nos arriesgamos a perder Estonia o Lituania. Los camaradas de Estonia vinieron a verme y me contaron que habían emprendido con bastante éxito la construcción socialista en las colonias agrícolas. Será muy lamentable sacrificar la Estonia socialista —agregaba Lenin con un tono irónico— pero habrá que hacerlo, habrá que llegar a este compromiso por la buena causa de la paz.

—Pero suponiendo que la paz se firme inmediatamente, ¿esto suprime la posibilidad de una intervención militar de los alemanes en Estonia o en Letonia?

—Admitámoslo: pero esto es una simple posibilidad, mientras que en el otro caso, es casi una certeza. Yo en todo caso me pronunciaré a favor de la firma inmediata: es más seguro.

Ante mi plan, Lenin, temía sobre todo que, en el caso en que los alemanes retomaran la ofensiva, no lográsemos firmar la paz lo suficientemente rápido, es decir, que el militarismo alemán no nos diera tiempo: «La Beste [‘Mejor’ en alemán, NdT] saltará sobre nosotros rápidamente», repetía más de una vez Vladimir.

En las conferencias donde deliberábamos sobre la cuestión de la paz, Lenin se pronunció muy resueltamente contra la izquierda y con mucha circunspección y calma contra mi propuesta. Sin embargo, la aceptó a su pesar, en la medida en que el partido se oponía evidentemente a la firma, y que una resolución transitoria debía servir al partido como un puente que lo llevaría a firmar el tratado.

La conferencia de los bolcheviques más visibles —es decir, de los delegados al III Congreso de los soviets— mostró sin dejar ninguna duda que nuestro partido, que apenas salía del fuego de Octubre, tenía necesidad de verificar mediante la acción la situación internacional. Si no hubiera habido una fórmula transitoria, la mayoría se habría pronunciado a favor de la guerra revolucionaria.

—Quizá no carezca de interés señalar aquí que los SR de izquierda no se habían declarado por el momento en contra de la paz de Brest-Litovsk. Por lo menos, Spiridonova[49] fue al principio una decidida defensora de la ratificación de la firma.

—El mujik ya no quiere la guerra —declaraba— y aceptará siempre cualquier paz que se le ofrezca. Hagan la paz inmediatamente —me decía a mi primer regreso de Brest-Litovsk— y anulen el monopolio del trigo.

Por lo tanto, los SR de izquierda defendían la fórmula intermedia del cese de la guerra sin firmar el tratado, pero como un paso hacia la guerra revolucionaria «en caso de necesidad».

Se sabe que la delegación alemana respondió a nuestra declaración de tal modo que se podía creer que Alemania no tenía intenciones de retomar las hostilidades. Llegamos a esta deducción cuando volvimos a Moscú.

—¿Pero no nos engañarán? —preguntó Lenin.

Con un gesto dimos a entender que esto no nos parecía probable.

—Muy bien —dijo Lenin—, si es así, tanto mejor: las apariencias están salvadas y hemos acabado con la guerra[50].

Dos días antes de la cesación de la tregua recibimos un telegrama del general Samoïlo, que se había quedado en Brest, diciendo que, de acuerdo con la declaración del general Hoffmann, los alemanes se consideraban en guerra con nosotros desde el 18 de febrero a las doce, y le había dicho, además, que abandonase Brest-Litovsk. Este telegrama fue remitido directamente a Vladimir Ilich. Yo estaba con él en su despacho. Estábamos hablando con Karelin y otro camarada de los SR de izquierda.

Lenin me pasó el telegrama sin decir palabra. Recuerdo su mirada, que me hizo presumir en seguida que el telegrama contenía noticias importantes y desfavorables. Lenin concluyó rápidamente su conversación con los SR, para considerar la nueva situación.

—Esto quiere decir que nos han engañado y que han ganado cinco días… La Beste no deja que se le escape nada. No tenemos más remedio que firmar las viejas condiciones, si es que los alemanes las mantienen todavía.

Yo repliqué que debíamos dejar que Hoffmann nos atacase.

—¡Pero esto significa abandonar Dvinsk, perdiendo una cantidad de artillería, etc.!

—Naturalmente, significa nuevos sacrificios. Pero son necesarios para que el soldado alemán entre combatiendo en territorio soviético. Es necesario que conozca la noticia el obrero alemán, por una parte, y el obrero francés e inglés, por otra.

—No, respondió Lenin. Naturalmente no es Dvinsk lo que nos interesa. Pero, en este momento, no hay tiempo que perder. La experiencia está hecha. Hoffmann quiere y puede hacer la guerra. La demora es imposible; ya nos llevan cinco días de ventaja. Y la Beste se apresura…

El Comité Central decidió mandar un telegrama inmediatamente, expresando nuestra buena voluntad para firmar el tratado de Brest-Litovsk. Se envió el telegrama.

Creo —dije en una conversación privada con Vladimir Ilich— que desde el punto de vista político sería oportuno que yo dimitiese a mi cargo de comisario del pueblo para los Asuntos Extranjeros.

—¿Por qué? Son procedimientos parlamentarios que no tenemos que introducir entre nosotros.

—Pero mi dimisión daría a los alemanes la impresión de un cambio radical en nuestra política y aumentará la confianza que deben tener en nuestra real intención de firmar esta vez la paz y de cumplir sus condiciones.

—Es posible —dijo Lenin pensativo— que fuese un serio argumento político.

No recuerdo en qué momento llegaron las noticias del desembarco de las tropas alemanas en Finlandia y su inmediata victoria sobre los obreros fineses. Sólo recuerdo que encontré a Vladimir Ilich en el pasillo, no lejos de su despacho. Estaba muy emocionado. Nunca lo vi de aquella manera, ni antes ni después.

—Sí —dijo—, probablemente nos veremos forzados a pelear, aunque no tengamos los medios para ello. Ahora ya no tenemos otro camino.

Tal fue la primera reacción de Lenin después de la lectura del telegrama que anunciaba el aplastamiento de la revolución finesa. Pero diez o quince minutos después, en cuanto entré en su despacho, dijo:

—No, imposible cambiar nuestra política. Nuestra intervención no salvaría a la Finlandia revolucionaria, pero a nosotros nos arruinaría. Defendamos a los obreros fineses todo lo que podamos, sin dejar, no obstante, el terreno de la paz. No sé si esto nos salvará. Pero, de todas maneras, es el único camino en el que la salvación es aún posible. Y ésta, en efecto, estaba en esa senda.

La decisión de no firmar el tratado de paz no salió, como se oye decir a menudo, de la consideración abstracta de que un acuerdo entre nosotros y los imperialistas era imposible. Basta tan sólo con consultar el folleto del camarada Ovsianikov, y ver la votación que Lenin había pedido sobre esta cuestión es muy instructivo; se constatará que los defensores de la fórmula tentativa «Ni guerra ni paz» contestaron afirmativamente a la pregunta de si nosotros, como partido revolucionario, estábamos autorizados, bajo ciertas condiciones, a aceptar una «paz vergonzosa». Aunque sólo existiesen veinticinco probabilidades entre cien de que los Hohenzollern no se decidieran a combatirnos, o de que no pudieran hacerlo, debíamos correr el riesgo de hacer la experiencia.

Tres años más tarde corrimos otro riesgo —entonces por iniciativa de Lenin— sondeamos a punta de bayoneta a la Polonia de la burguesía y la nobleza. Fuimos rechazados. ¿Qué diferencia existe entre esto y Brest-Litovsk? No hay diferencia en principio, pero la hay en el grado de riesgo. Recuerdo que el compañero Radek escribió una vez que la fuerza del pensamiento táctico de Lenin se puso claramente de manifiesto en la época que medió entre el tratado de paz de Brest-Litovsk y la marcha sobre Varsovia. Ahora todos sabemos que este avance sobre Polonia fue una equivocación que nos costó muy cara[51]. No solamente este acto nos condujo a la paz de Riga, que nos separó geográficamente de Alemania, sino que tuvo como consecuencia inmediata, entre otros resultados, ayudar a la consolidación de la Europa burguesa. La significación contrarrevolucionaria que el tratado de Riga tenía para el destino de Europa puede comprenderse mejor si se imagina la situación que se produjo en 1923, bajo el supuesto de que hubiésemos tenido una frontera común con Alemania. Todo parece demostrar que el desarrollo de los acontecimientos en Alemania habrían sido, en este caso, totalmente diferentes. Además, es indudable que, incluso en Polonia, el movimiento revolucionario habría marchado mucho más favorablemente sin nuestra intervención militar, que fue seguida de una derrota.

Por lo que puedo deducir, el propio Lenin dio mucha importancia al error de Varsovia. No obstante, Radek en la apreciación que da de la envergadura táctica de Lenin estaba muy acertado. Naturalmente, después de que hubimos puesto a prueba las masas obreras de Polonia sin los resultados esperados; después del retroceso que nos fue infligido —y debían necesariamente hacerlo, porque, dada la calma que reinaba entonces en Polonia, nuestra marcha sobre Varsovia no era más que una incursión de partisanos—; después de que fuimos obligados a firmar el tratado de Riga, no era difícil concluir que los adversarios de la campaña tenían razón, porque hubiera sido mejor detenerse a tiempo y conservar la frontera con Alemania. Pero todo esto sólo se vio claramente después. Es notable la valentía de pensamiento de Lenin en su idea de avanzar hacia Varsovia. El riesgo era grande, pero la importancia del objetivo triunfaba sobre la grandeza del peligro. El fracaso del plan no era peligroso para la existencia misma de la República Soviética; a lo sumo podía debilitarla.

Podemos dejar que el historiador futuro juzgue si valía la pena arriesgar el empeoramiento de las condiciones del tratado de Brest-Litovsk con el único objetivo de hacer una demostración a los obreros de Europa. Pero está claro que después de esta demostración estuvimos obligados a firmar la paz que nos imponían. Y aquí la exactitud de la posición de Lenin y su poderosa presión salvaron la situación.

—Supongamos que los alemanes atacan de todas maneras, supongamos que marchan sobre Moscú.

—Entonces nos retiraremos al este, a los Urales, y declararemos otra vez que estamos dispuestos a firmar el tratado. El valle de Kuznetz es rico en carbón. Formaremos una República Ural-Kuznetz, basada en la industria del Ural y el carbón del valle de Kuznetz, sobre el proletariado del Ural y los obreros de Moscú y Petrogrado, que podamos llevar con nosotros. Si fuese preciso, podríamos ir más allá hacia el este, al otro lado de las montañas del Ural. Iremos a Kamchatka, pero nos mantendremos juntos. La situación internacional cambiará una docena de veces; ampliaremos los límites de la República Ural-Kuznetz otra vez y volveremos a Moscú y a Petrogrado. Pero si ahora, impensadamente, nos lanzamos a una guerra revolucionaria y si dejamos que degüellen a la elite de la clase obrera y de nuestro partido, es evidente que no podremos volver nunca.

La República Ural-Kuznetz adquirió gran importancia en los argumentos de Lenin en aquella época. Repetidamente desarmaba a los contrincantes con la pregunta: —¿Sabéis que tenemos inmensos yacimientos de carbón en el valle de Kuznetz? Combinando los metales del Ural con el trigo siberiano obtendríamos una nueva base de operaciones.

El contrincante, que no siempre sabía dónde estaba el valle de Kuznetz y qué relación tenía su carbón con el futuro del bolchevismo y de la guerra revolucionaria, miraba asombrado o reía sorprendido, tomándolo mitad como una broma, mitad como un embuste de Lenin. En realidad, Lenin no bromeaba, pero —fiel a sí mismo— había considerado la situación en sus consecuencias más extremas y en sus peores resultados prácticos. La concepción de la República Ural-Kuznetz le era orgánicamente necesaria a fin de fortalecer su propia convicción, y la de los demás, acerca de que nada estaba aún perdido, y que no había ninguna razón para ceder a la estrategia de la desesperación.

Como todo el mundo sabe, la República Ural-Kuznetz no llegó nunca a ser un hecho, y por suerte. Pero, puede decirse que la República Ural-Kuznetz, a pesar de su inexistencia, había salvado a la República de los Soviets.

De todas maneras, la táctica de Lenin en Brest-Litovsk puede solamente comprenderse y apreciarse si se la relaciona con su táctica en Octubre. Ser adversario de Octubre y partidario de Brest, esto expresaría, en uno y otro caso, una capitulación. El fondo de la cuestión reside en que, después de la capitulación de Brest-Litovsk, Lenin desplegó la misma inagotable energía revolucionaria que había asegurado en Octubre la victoria del partido. Es precisamente esta combinación natural, orgánica, de Octubre y de Brest, de un gigantesco impulso con una valiente circunspección, del vigor con un correcto punto de vista, lo que da la medida del método y de la fuerza de Lenin.

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