Lenin

Lenin


Lenin » Segunda parte: Acerca de Octubre » Capítulo IV. La disolución de la Asamblea Constituyente

Página 29 de 49

CAPÍTULO IV

LA DISOLUCIÓN DE LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE

Pocos días —u horas— después del golpe de Estado, Lenin planteó la cuestión de la Asamblea Constituyente.

—Debemos aplazar las elecciones —declaró. Debemos ampliar los derechos electorales a los mayores de 18 años. Tenemos que revisar las listas de candidatos. Los nuestros no son buenos: demasiados intelectuales que se han precipitado a nuestro partido, cuando lo que necesitamos son obreros y campesinos. Declararemos fuera de la ley a los kornilovistas y los cadetes.

Algunos argumentaron:

—El aplazamiento nos perjudicaría en este momento. Esto se entenderá como una liquidación de la Asamblea Constituyente, tanto más grave cuanto nosotros mismos acusamos al gobierno provisional de diferirla.

—¡Tonterías! —replicó Lenin. Lo que importa son los hechos, no las palabras. Con relación al gobierno provisional la Asamblea Constituyente era o pudo ser un paso adelante; pero con relación al gobierno soviético sólo puede ser un paso atrás, sobre todo con las actuales listas de candidatos. ¿Por qué decir ahora que es inoportuno aplazarla? Y si la Asamblea Constituyente resulta ser un conglomerado de cadetes, mencheviques y SR, ¿también eso será oportuno?

—Es que entonces seremos más fuertes —objetaban otros—, mientras que ahora no lo somos. El gobierno soviético es prácticamente desconocido en las provincias. Si ahora se divulga la noticia de que hemos aplazado la Asamblea Constituyente nuestra posición se debilitaría aún más.

Sverdlov, que conocía las provincias mejor que nadie, se opuso particularmente al aplazamiento de las elecciones.

Lenin se mantuvo solo en su posición. Solía mover la cabeza con gesto de desaprobación, insistiendo:

¡Es un error, un error evidente que nos puede costar caro! Espero que no le cueste la cabeza a la revolución…

Pero cuando se adoptó la decisión de no diferirla, Lenin concentró toda su atención en las medidas de organización que necesitaban los preparativos de la Asamblea Constituyente.

Entretanto, se vio claro que estaríamos en minoría, aun con el apoyo de los SR de izquierda, que figuraban en las mismas listas que los de derecha y que fueron completamente «desplazados».

—Naturalmente, tendremos que disolver la Asamblea Constituyente —dijo Lenin—; pero ¿cómo hacer con los SR de izquierda?

El viejo Natanson[52] nos tranquilizó. Vino a deliberar con nosotros pero sus primeras palabras fueron para decirnos:

—Yo creo, sin embargo, que será necesario disolver la Asamblea Constituyente por la fuerza.

—¡Bravo! —exclamó Lenin con júbilo—; lo que está bien dicho, está bien dicho. Pero tu partido, ¿estará de acuerdo contigo?

—Algunos de los nuestros dudan aún, pero creo que al fin aceptarán —respondió Natanson.

Los SR de izquierda se hallaban entonces en la luna de miel de su extremo radicalismo: efectivamente, aceptaron la disolución.

—Pero si no podemos hacer esto —suspiró Natanson—, uniremos nuestro grupo con el vuestro de la Asamblea Constituyente en un Comité Ejecutivo Central para formar así una Convención.

—¿Por qué? —replicó Lenin, visiblemente contrariado—. Para imitar a la Revolución Francesa, ¿verdad? Disolviendo la Asamblea Constituyente afirmamos el sistema de los Soviets. Pero siguiendo tu plan lo embrollaríamos todo: no sería lo uno ni lo otro.

Natanson procuró demostrar que con su plan concentraríamos en nosotros una parte de la autoridad de la Asamblea Constituyente, pero se rindió pronto.

Lenin se dedicó entonces a resolver todo lo relacionado con el problema de la Asamblea Constituyente.

—Es un error evidente —dijo. Ya hemos conquistado el poder y, sin embargo, nos hallamos ahora en una situación tal que debemos tomar medidas de guerra para reconquistarlo.

Lenin intervenía a fondo en los trabajos preparatorios, pensaba todos los detalles y sometía a Uritsky a apasionados interrogatorios quien, con gran pesar suyo, había sido designado comisario de la Asamblea. Entre otras cosas, Lenin se ocupó personalmente del traslado a Petrogrado de uno de los regimientos letones, compuesto casi íntegramente por obreros.

—Los campesinos pueden flaquear —dijo. Aquí hace falta la decisión proletaria.

Los diputados bolcheviques a la Asamblea Constituyente vinieron de todos los confines de Rusia; a instancias de Lenin y bajo la dirección de Sverdlov fueron repartidos en las fábricas, usinas y unidades militares. Constituyeron un elemento importante en el aparato organizativo de la «Revolución complementaria» del 5 de enero. En cuanto a los diputados SR, creían que era incompatible con la dignidad de un elegido del pueblo tomar parte en la lucha: «El pueblo nos ha elegido; a él le corresponde defendernos». En realidad, estos pequeñoburgueses de provincia no tenían la menor idea de cómo conducirse; y en su mayoría, simplemente tenían miedo. Pero, en compensación, prepararon con gran cuidado el ritual de la primera sesión. Se procuraron velas, por si los bolcheviques cortaban la luz eléctrica, y gran cantidad de emparedados, por si se les privaba de alimentos. Así la democracia vino a presentar batalla a la dictadura con su gran pertrecho de emparedados y velas. El pueblo no pensó siquiera un momento en defender a quienes se consideraban sus elegidos, cuando no eran más que vagas sombras de un período revolucionario definitivamente caduco.

Cuando se liquidó la Asamblea Constituyente yo me encontraba en Brest-Litovsk; pero al volver a Petrogrado para recibir consejos, Lenin me dijo con respecto a su disolución:

—Sin duda, era muy arriesgado de nuestra parte no suspender la convocatoria; era una gran imprudencia. Pero, finalmente, esto ha sido lo mejor. La disolución de la Asamblea Constituyente por el poder soviético representa la liquidación pública y completa de la democracia formal en nombre de la dictadura revolucionaria. A partir de ahora la lección permanecerá en la memoria.

Así, la generalización teórica marchó de la mano con el empleo de un regimiento de fusileros letones.

Era indudable que entonces se modelaban en la conciencia de Lenin las ideas que formuló más tarde en el I Congreso de la Internacional Comunista, en sus notables tesis acerca de la democracia.

Como es bien sabido, la crítica de la democracia formal tiene una larga historia. Nosotros y nuestros predecesores explicábamos el carácter de transición de la revolución de 1848 por el colapso de la democracia política. La había sustituido la democracia «social». Pero la sociedad burguesa pudo forzar a esta última a ocupar el puesto que la democracia pura ya no tenía la fuerza para conservar. La historia política pasó luego por un período prolongado cuando la democracia social, alimentándose de la crítica a la democracia pura, cumplió en realidad el papel de esta última y se impregnó con todos sus vicios.

Lo ocurrido se había repetido más de una vez en la historia: la oposición se vio llamada a resolver en forma conservadora las tareas mismas que las fuerzas comprometidas de ayer ya no eran capaces de llevar adelante. Después de haber sido la condición provisional de preparación para la dictadura proletaria en un comienzo, la democracia había llegado a ser el criterio supremo, el resorte máximo, el inviolable santuario, esto es, la más refinada hipocresía del orden social burgués. Lo mismo había sucedido en nuestro caso. Después de recibir un golpe mortal en sus intereses materiales en Octubre, la burguesía intentó resurgir en enero bajo la forma sacrosanta de la Asamblea Constituyente. El ulterior desarrollo victorioso de la revolución proletaria luego de la disolución franca, pública y brutal de la Asamblea Constituyente, asestó a la democracia el golpe de gracia del que nunca se recobrará. Por eso tenía razón Lenin al decir:

—A fin de cuentas, resultó mejor así.

En esta Asamblea Constituyente de socialrevolucionarios, la República de Febrero encontró la ocasión de morir por segunda vez.

Sobre el fondo de las impresiones generales que me quedan de la Rusia oficial de febrero, del Soviet menchevique-SR de Petrogrado de entonces, conservo tan patente como si fuese ayer el recuerdo del rostro de un delegado SR. No sabía entonces —ni lo sé hoy— quién era ni de dónde venía. Sería de origen provinciano. Interiormente parecía un maestro joven, un virtuoso seminarista. De rostro casi imberbe, nariz chata, lentes y pómulos salientes, se hallaba presente en la reunión en que se presentaron al Soviet los ministros socialistas. Chernov, con una abundancia de palabras difusas, coquetas y nauseosas, explicaba por qué él y sus compañeros habían entrado en el gobierno y cuáles serían las buenas consecuencias de esta decisión. Recuerdo una frase estúpida del orador, repetida una docena de veces:

—Ustedes nos han puesto en el gobierno; sólo ustedes podrán expulsarnos.

El seminarista contemplaba al orador con ojos de intensa adoración. Oía y contemplaba cual un fervoroso peregrino que tiene la fortuna de oír, en un claustro famoso, la exhortación de un santo staretz[53].

El discurso se deslizaba interminablemente; la sala daba muestras de cansancio, se oían algunos ligeros rumores. Pero en mi seminarista las fuentes de la veneración y del entusiasmo parecían inagotables.

—Ésta es la fisonomía que debe que tener nuestra revolución, o más bien la de ellos —me dije en esta sesión del Soviet del año 1917, la primera a la que asistía.

Cuando Chernov acabó su discurso estalló un aplauso atronador. En un rincón, unos pocos representantes bolcheviques conversaban descontentos. El grupo se levantó de repente y ofreció su amistoso apoyo a la crítica del ministerialismo de defensa nacional de los mencheviques y los SR, El piadoso seminarista se hallaba muy asustado y perplejo. No indignado: en aquellos días nadie se atrevía a indignarse contra un desterrado de vuelta a su hogar. Pero no alcanzaba a comprender cómo alguien podía oponerse a un hecho tan beneficioso y admirable, desde todo punto de vista, como la entrada de Chernov al gobierno provisional. Estaba sentado cerca mío, y en su rostro, que se me aparecía como el barómetro de la asamblea, la sorpresa y el temor pugnaban con el respeto, que aún mantenía. Esta cara ha perdurado en mi memoria como símbolo de la Revolución de Febrero; en lo que tuvo de mejor, en aquel pobre ciudadano seminarista había simplismo, inocencia y mediocridad; y en su imagen peor, la de Dan y Chernov.

No en vano ni por azar era Chernov el presidente de la Asamblea Constituyente. Había sido elevado a esta altura por la Rusia de Febrero, perezosamente revolucionaria, que aún necesitaba a Oblomov, y que, ¡por una parte era tan cándida y, por otra, tan bribona…! A medio despertar, el mujik había recurrido a los Chernov a través de los devotos seminaristas, y los había colocado en una posición predominante. Chernov había aceptado este mandato no sin cierta gracia «rusa» y con cierto engaño, también «ruso». Porque Chernov era, debo decirlo, a su manera, también un tipo nacional. Digo «también» porque hace cuatro años escribí un artículo acerca del nacionalismo de Lenin. La comparación, incluso la aproximación indirecta de estas dos Figuras puede parecer impropia. Sería un error en efecto, y una inconveniencia, si se tratase de parangonar un hombre con otro. Pero aquí se trata de los «elementos» nacionales, de su personificación y caracterización. Chernov personificaba el epígono de la vieja tradición de los intelectuales revolucionarios; Lenin, en cambio, su consumación y victoria completas.

Entre la vieja intelectualidad no faltaban el noble «arrepentido», que elocuentemente hablaba sobre el deber de servir al pueblo; el seminarista piadoso que desde la casa de su devota tía, abría la ventana, apenas una rendija, sobre el mundo del pensamiento crítico; el mujik instruido que dudaba entre la socialización de la tierra y el parcelamiento según las fórmulas de Stolipin[54], y el obrero aislado que, en contacto con los estudiantes, se hallaba separado de su propia clase y desvinculado de los suyos. Este mundo era el que el chernovismo representaba, con su falsa elocuencia, su carácter y espíritu informes intermedios, todo en transición. Del viejo idealismo intelectual de la época de Sofía Perovskaia no queda casi nada en el mundo de Chernov. En su lugar hay algo de la nueva Rusia de los industriales y los comerciantes, especialmente en lo expresado en el dicho «si no mientes, no vendes».

En el desarrollo del pensamiento ruso de la época, Herzen era una figura importante y vigorosa. Pero trasladémoslo a medio siglo después, despojémoslo de los colores brillantes de su talento, supongamos que se convierta en su propio epígono y coloquémoslo entre los años 1905-17: obtendremos la esencia del chernovismo.

Con Chernichevsky es difícil realizar una operación así: pero el chernovismo contiene un elemento de caricatura de Chernichevsky.

La relación de «nuestro SR» con Mijailovsky es muy visible, porque en éste ya predominaba el carácter del epígono. El elemento campesino era el elemento del chernovismo al igual que el de todo nuestro desarrollo, aunque también reflejase algo de la pequeñoburguesía incoherente, semintelectual de la ciudad y del campo, o de la intelectualidad demasiado madura y ya bastante ajada.

El apogeo del chernovismo fue necesariamente efímero. En Febrero, se produjo una primera conmoción: el soldado, el obrero y el mujik se despertaron; gradualmente, el movimiento pasó a voluntarios del ejército, a seminaristas, estudiantes y abogados; se hizo sentir en las comisiones mixtas y en todo tipo de instituciones que se inventaron entonces; elevaron a los Chernov a las alturas democráticas mientras que… desde las profundidades se producía un desplazamiento: y las alturas democráticas quedaban suspendidas en el aire.

Por eso entre Febrero y Octubre todo el chernovismo se resume en este conjuro: «Detente, instante, ya que eres tan bello». Pero el instante no se detuvo. El soldado se volvió «Satán», el mujik resistió todos los obstáculos y hasta el seminarista abandonó su devoción de Febrero; como consecuencia de esto, el chernovismo, arrastrado por el viento, se precipitó desde las alturas imaginarias al fango de la viva realidad.

El campesino pobre es la base del leninismo, así como lo es del proletariado ruso y de toda nuestra historia. En nuestra historia, por suerte, no sólo hay pasividad o espíritu de Oblomov, sino también movimiento. El campesino no sólo tiene prejuicios sino también discernimiento. Todos los rasgos de actividad, valor, odio a la inercia y a la opresión, desprecio por la debilidad; en una palabra, todos los elementos que determinan el movimiento, que se han formado y acumulado en las transiciones sociales, en la dinámica de la luchas de clases, hallaron su expresión en el bolchevismo.

En él, el campesino pobre se refracta a través del proletariado, a través de la fuerza dinámica de nuestra historia, y no sólo de la nuestra: Lenin dio expresión acabada a esa refracción. Por ello, en este sentido, Lenin es la expresión intelectual y capital del elemento nacional, mientras que el chernovismo refleja ese mismo campesino pobre nacional, pero no su cabeza, sino lejos de ella.

El episodio tragicómico del 5 de enero de 1918 (la disolución de la Asamblea Constituyente) fue el último conflicto de principios entre leninismo y el chernovismo. Pero sólo de principios, pues en los hechos no hubo conflicto: una demostración minúscula y miserable de la retaguardia de la «democracia» que salió a escena armada con sus velas y «emparedados». Todas las ficciones se desinflaron, las condecoraciones baratas se cayeron, la enfática fuerza moral se manifestó con toda su impotencia. ¡Finis[55]!

Ir a la siguiente página

Report Page