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Lenin » Segunda parte: Acerca de Octubre » Capítulo V. El trabajo gubernamental

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CAPÍTULO V

EL TRABAJO GUBERNAMENTAL

Habíamos conquistado el poder en Petrogrado. Era preciso ahora formar el gobierno.

—¿Qué nombre emplearemos? —pensó Lenin en voz alta. Ministro, no. Me repugna, es una designación gastada.

—Podemos llamarnos comisarios —sugerí yo—, pero hay demasiados comisarios ahora. Quizás comisario en jefe… No, «jefe» suena mal. ¿Qué tal comisarios del pueblo?

—¿Comisarios del pueblo? Me gusta. ¿Y el gobierno en conjunto?

—Consejo de comisarios del pueblo.

—¿Consejo de comisarios del pueblo? —repitió Lenin. Espléndido. Huele a revolución.

Recuerdo esta última expresión literalmente[56].

Tras bambalinas hubo discusiones fastidiosas con el Vikjel (Comité Ejecutivo de los ferroviarios), los SR de izquierda y otros. Puedo aportar escasa información sobre este asunto. Recuerdo solamente la indignación furiosa de Lenin ante las exigencias desvergonzadas del Vikjel, y su indignación no menos furiosa contra aquellos de los nuestros impresionados por esas exigencias. Pero continuamos las discusiones sin romper con el Vikjel porque, tal como iban las cosas, debíamos contar con él.

A iniciativa del compañero Kamenev se abolió la ley de Kerensky que establecía la pena de muerte para los soldados. No recuerdo exactamente dónde hizo Kamenev esa propuesta; probablemente fuera en el Comité Militar Revolucionario y, según parece, la misma mañana del 25 de octubre. Recuerdo que ocurrió en mi presencia y no hice objeción alguna. Lenin no se encontraba aún allí. Evidentemente fue antes de su llegada al Smolny. Cuando se enteró de este primer acto legislativo, su indignación no tuvo límites.

—Es una locura —repetía. ¿Cómo podemos hacer una revolución sin fusilar a nadie? ¿Cómo es posible creer que se puede ajustar cuentas con el enemigo si nos desarmamos? ¿Con qué fuerzas represivas contaremos entonces? ¿La prisión? ¿Quién se dejará intimidar por ella en una época de guerra civil, cuando cada partido espera la victoria?

Kamenev procuró demostrar que sólo se trataba de la pena de muerte instituida por Kerensky especialmente para los desertores. Pero fue imposible convencer a Lenin. Le parecía evidente que este decreto no había sido suficientemente meditado teniendo en cuenta las dificultades inauditas en que nos encontrábamos.

—Es un error —repetía—, una debilidad inadmisible. Una ilusión pacifista… Propuso que se derogase el decreto inmediatamente. Le dijimos que produciría una impresión extraordinariamente desfavorable. Por fin alguien dijo:

—Lo mejor es recurrir al fusilamiento sólo cuando no exista otro camino.

Finalmente se admitió esa solución.

La prensa burguesa, menchevique y SR, desde los primeros días posteriores a la revolución aullaban como un coro unánime de lobos, chacales y perros rabiosos. Sólo el Novoie Vremya se esforzó por tener un tono «leal», adoptando la actitud de un perro con la cola entre las patas.

—¿Es que no podremos hacer callar a estos canallas? —preguntaba Vladimir Ilich a cada rato. Pero ¿qué clase de dictadura es ésta?

Los periódicos habían recogido especialmente las palabras «robar lo que te fue robado» y las explotaban en todos sentidos, en proverbios, poemas y folletines.

—Y ahora no nos dejarán en paz con el «robar lo que te fue robado» —dijo Lenin una vez con cómica desesperación.

—¿De quién son estas palabras? —pregunté yo— ¿O las han inventado?

—No; yo las pronuncié realmente —respondió Lenin—, Las dije y las olvidé; pero ellos han hecho un programa al margen de lo que dije.

Todo el que conoce bien a Lenin sabe perfectamente que uno de sus aspectos más fuertes ha sido su habilidad para distinguir la esencia de las cosas de su forma. Pero esto no contradice en manera alguna el hecho de que también concediese a la forma un altísimo valor, porque no ignoraba el poder de lo formal sobre el pensamiento, que trueca lo material en sustancia. Desde el momento en que se derribó el gobierno provisional, Lenin actuó como si fuese el gobierno, tanto en las cosas importantes como en las menores. No teníamos aún instrumentos gubernamentales; faltaban contactos con el campo; los funcionarios saboteaban; el Vikjel cortó la comunicación telefónica con Moscú; no teníamos dinero ni ejército. Pero Lenin lo creó absolutamente todo por medio de estatutos, leyes y mandatos en nombre del gobierno. Naturalmente estaba más alejado que nadie de una adhesión supersticiosa a las fórmulas mágicas. Se percataba de sobra que nuestro poder dependía de los instrumentos del nuevo Estado integrado por las masas, en especial por los distritos de Petrogrado. Pero para combinar el trabajo de la cumbre, de las abandonadas o derruidas oficinas del gobierno, con el trabajo de abajo, era necesario ese tono obstinado en las formas, el tono de un gobierno que hoy es una nueva idea, pero que mañana o pasado mañana será el poder y, por consiguiente, debe actuar hoy como si ya fuera poder. Este formalismo era también necesario para disciplinar nuestra propia comunidad. Sobre el elemento tempestuoso, sobre las improvisaciones revolucionarias de los grupos proletarios, se tendían gradualmente los hilos de los instrumentos gubernamentales.

En el Smolny, el despacho de Lenin y el mío ocupaban lugares opuestos en el edificio. Era tan largo el pasillo que nos ponía en comunicación —o mejor dicho que nos separaba— que Vladimir Ilich sugirió, riendo, que usáramos una bicicleta para ir de uno a otro extremo. Nos comunicábamos por teléfono, y constantemente los marineros me traían notitas importantes de Lenin. En un papelito escribía dos o tres frases destacadas, categóricamente formuladas, con las palabras más importantes subrayadas dos y tres veces, y al final una pregunta referente también al objeto de la misiva. Varias veces durante el día yo recorría el pasillo interminable, que parecía un hormiguero, para ir a conversar a la habitación de Vladimir Ilich. Las cuestiones concernientes a la lucha revolucionaria estaban en el centro de las preocupaciones. El trabajo del Ministerio del Exterior lo había delegado enteramente en los compañeros Markin y Zalkind. En cuanto a mí, me limitaba a redactar unas cuantas notas de agitación y a recibir a algunas personas.

El ataque alemán planteaba los problemas más difíciles; no teníamos medios para solucionarlos ni la más remota idea de cómo encontrar o crear esos medios. Empezamos por un llamamiento. Redacté un proyecto titulado La patria socialista está en peligro, que fue discutido con los SR de izquierda. En su calidad de nuevos reclutas del internacionalismo el título de la proclama los alarmó. Pero Lenin lo aprobó totalmente.

—Esto demuestra de golpe nuestro cambio de actitud de 180.º con respecto a la defensa nacional. Es exactamente lo que necesitábamos.

En uno de los últimos párrafos del proyecto se abordaba la cuestión del fusilamiento inmediato de quien apoyase al enemigo. El SR de izquierda Steinberg, que por un curioso rodeo se había metido en la revolución y hasta dentro del Consejo de los Comisarios del Pueblo, hizo objeciones a esta severa amenaza porque perjudicaba «la elocuencia» del llamado.

—Al contrario —exclamó Lenin—, precisamente en esto reside la verdadera elocuencia revolucionaria —(lo dijo irónicamente)—. ¿Creen acaso que podemos triunfar sin el terror revolucionario más severo?

Era el período en que Lenin, en cada oportunidad, aprovechaba cada ocasión para implantar la idea inevitable del terror. Todos los signos de sentimentalismo, desidia o indiferencia —y todos existían aunque en forma atenuada—, no le irritaban por sí mismos, sino porque le revelaban que los jefes de la clase obrera no apreciaban todavía suficientemente las inauditas dificultades que se nos presentaban y que sólo podían resolverse con medidas de una energía igualmente inaudita.

—Ellos —decía Lenin hablando del enemigo— están ante el peligro de perderlo todo. Cuentan con cientos de miles de hombres que han pasado por la escuela de la guerra, hombres hastiados, oficiales resueltos, dispuestos a cualquier cosa, subtenientes, burgueses y herederos de propietarios rurales, policías y campesinos acomodados. Y hay, perdóneseme la expresión, «revolucionarios» que creen que podemos hacer la revolución con amor y amabilidad. ¿En qué escuela les han enseñado eso? ¿Qué entienden por dictadura? ¿Y cuál es esta dictadura de grandes idiotas?

Le oíamos estos discursos una docena de veces por día y siempre apuntaban a alguno de los presentes, sospechoso de «pacifismo». Lenin no dejaba pasar oportunidad de vociferar, cuando hablaban en su presencia de la revolución y la dictadura, particularmente en las reuniones del Consejo de los Comisarios del Pueblo o en presencia de los SR de izquierda o de los comunistas vacilantes:

—¿Dónde está la dictadura? Mostrádmela. Lo que tenemos es un trabajo mal hecho y no una dictadura.

La expresión «mal hecho» le gustaba mucho, porque significaba dilapidación.

—Si no estamos dispuestos a fusilar a un saboteador y a un guardia blanco, ¿qué clase de gran revolución es ésta? ¡Precisamente ya han visto cómo escriben estos bandidos burgueses acerca de nosotros! ¿Dónde está aquí la dictadura? No hay nada más que habladurías y confusión…

Estos discursos expresaban su verdadero sentimiento, pero al mismo tiempo tenían una doble finalidad: de acuerdo con su método, Lenin machacaba la conciencia de que sólo medidas excepcionalmente rigurosas podían salvar la revolución.

La debilidad organizativa del nuevo Estado se reveló más claramente cuando los alemanes comenzaron su ofensiva.

—Ayer todavía nos sentábamos sólidamente en la silla de montar —dijo Lenin cuando estuvo a solas conmigo—; hoy apenas estamos agarrados a la crin del caballo. Pero ello nos sirve de lección. Y esta lección no puede dejar de producir un saludable efecto sobre nuestra maldita negligencia. Crear el orden y atacar realmente el objetivo, ¡eso debemos hacer si no queremos dejarnos avasallar! Sería una lección muy buena para nosotros si los alemanes unidos con los blancos no logran derribarnos.

—Oye —me dijo una vez Vladimir Ilich repentinamente—, si los guardias blancos nos matasen a ti y a mí, ¿crees que Bujarin llegaría a un acuerdo con Sverdlov?

—Tal vez no nos maten —repuse yo en tono de broma.

—El diablo lo sabe —añadió Lenin, y comenzó a reírse. Con esto concluyó la conversación.

Celebrábamos las reuniones en una de las salas del Smolny. De todas las instituciones era la menos ordenada. Allí no se supo jamás de quién venían las decisiones, quién mandaba, y sobre qué. Allí se planteó por primera vez la cuestión de los técnicos militares en rasgos generales. Nosotros ya habíamos tenido cierta experiencia en estos asuntos en una lucha con Krasnov[57], cuando nombramos al coronel Muraviev[58] oficial de mando y él, a su vez, designó al coronel Walden para dirigir las operaciones contra Pulkovo. Se asignaron a Muraviev cuatro marineros y un soldado con orden de vigilar y no apartar la mano de los revólveres. Éste fue el origen del sistema de los comisarios en el ejército. En cierta manera, fue también la base de la formación del Consejo Supremo de Guerra.

—Sin militares serios y experimentados, no saldremos jamás de este caos —le decía a Vladimir Ilich después de cada visita al Estado Mayor.

—Es evidente, ¿pero no van a traicionarnos?

—Debemos nombrar un comisario para cada uno.

—Harías mejor en asignarles dos —exclamó Lenin—, y dos que sean enérgicos. Porque no puede ser que no tengamos comunistas decididos.

Así comenzó la formación del Consejo Supremo de Guerra.

La cuestión del traslado del gobierno a Moscú fue motivo de muchas discusiones. Parecía una traición a Petrogrado, piedra angular de la Revolución de Octubre. Los obreros no lo comprendían. El Smolny se había convertido en el símbolo del poder soviético ¡y ahora proponían que se liquide el Smolny! Y también se decían muchas otras cosas. Lenin estaba literalmente fuera de sí y replicaba a esas objeciones:

—¿Les parece que se puede salvar la revolución con ese estúpido sentimentalismo? Si los alemanes al primer empuje se apoderan de Petrogrado con nosotros adentro, la revolución está perdida. Pero si el gobierno está en Moscú, la caída de Petrogrado no significa más que un duro golpe. ¿Cómo es posible que no vean ni comprendan eso? Y hay más: permaneciendo en las condiciones actuales en Petrogrado, acrecentamos el peligro militar y pareciera que estuviéramos incitando a los alemanes a tomar la capital. Si por el contrario el gobierno está en Moscú, la tentación de tomar Petrogrado es incomparablemente menor. ¿Es de gran interés ocupar una ciudad revolucionaria hambrienta, cuando esta ocupación no decide la suerte de la revolución y de la paz? ¿Qué significa esta palabrería estúpida acerca del valor simbólico del Smolny? El Smolny es el Smolny simplemente porque nosotros nos encontramos en él. Y cuando nos hallemos en el Kremlin todo su simbolismo será transferido al Kremlin.

Finalmente la oposición fue dominada. El gobierno se trasladó a Moscú. Yo permanecí en Petrogrado por algún tiempo, creo que en calidad de presidente del Comité de Guerra Revolucionario de Petrogrado. A mi llegada a Moscú encontré a Vladimir Ilich en el Kremlin, en el ala del edificio llamada «Cuerpo de Caballería». La «confusión», es decir, el caos y el desorden no eran menores allí que en el Smolny. Vladimir Ilich regañaba amablemente a los moscovitas imbuidos del espíritu pueblerino y luego poco a poco, paso a paso, tiraba de las riendas.

El gobierno, que posteriormente experimentó frecuentes renovaciones parciales, desarrolló un trabajo febril dictando sin cesar disposiciones oficiales. Cada sesión del Consejo de los Comisarios del Pueblo presentaba al principio el aspecto de una improvisación legislativa en gran escala Todo debía comenzarse por el principio, construirse desde los cimientos. No podíamos ofrecer «precedentes» porque la historia no los proveía. La información más insignificante chocaba con mil obstáculos por falta de tiempo. Las preguntas se multiplicaban a medida que crecía la urgencia revolucionaria, esto es, en un caos increíble. Lo grande y lo pequeño se mezclaban notablemente. Los problemas de menor importancia práctica conducían a las más intrincadas cuestiones de principios. No todos los decretos concordaban ni mucho menos, y Lenin ironizó más de una vez, incluso públicamente acerca de la falta de concordancia de nuestra obra legislativa. Pero al fin estas contradicciones, aun las más groseramente visibles en nuestras tareas prácticas del momento, desaparecían en el trabajo del pensador revolucionario que, trazando los jalones de la ley, abría los caminos para crear un nuevo mundo de relaciones humanas.

Debemos agregar que la dirección de todo este trabajo pesaba sobre Lenin. Presidía infatigablemente el Consejo de los Comisarios del Pueblo durante cinco o seis horas seguidas —y estas reuniones se realizaban diariamente durante el primer período—; pasaba de una cuestión a otra, dirigía los debates distribuyendo cuidadosamente el tiempo de los oradores por medio de su reloj, más tarde reemplazado por un cronómetro presidencial.

En general los problemas se planteaban sin examen previo; y siempre, como hemos dicho, eran de suma urgencia Muy a menudo el presidente ni los miembros del Consejo de los Comisarios del Pueblo ignoraban el fondo mismo del problema, incluso hasta el momento en que se abrían los debates, y éstos eran muy sucintos. El informante no disponía más que de cinco a diez minutos. Sin embargo el propio presidente descubría a tientas la línea a seguir. Si la sesión estaba muy concurrida y asistía a ella algún especialista o en especial alguna persona desconocida, entonces Vladimir Ilich adoptaba una de sus actitudes favoritas: ponía la mano derecha sobre su frente y miraba a través de los dedos al informante y a los miembros de la asamblea; y, observaba con mirada penetrante, sagaz, descubriendo pronto lo que se necesitaba

En una estrecha tira de papel, con letras pequeñitas (¡economía!), anotaba la lista de oradores, vigilando también su reloj que, cada tanto aparecía sobre la mesa para recordar al orador que era tiempo de terminar.

Al mismo tiempo, el presidente redactaba rápidamente, una nota con las conclusiones y resoluciones que le habían parecido particularmente importantes en el curso del debate.

Además Lenin, para ganar tiempo, solía enviar a los miembros de la asamblea una breve misiva donde pedía algún informe. Estas notas representarían un documento epistolar muy interesante —y voluminoso— acerca de la técnica de la legislación soviética; pero la mayoría de ellas se han perdido porque la respuesta estaba escrita en el reverso de la nota, y luego, todo era meticulosamente destruido por el presidente.

En un momento determinado Lenin daba lectura a su proyecto de resolución, siempre concebido en un estilo de una rigidez premeditada, con ribetes pedagógicos (con el fin de subrayar algún punto o evitar alguna tergiversación); entonces finalizaban los debates, o entraban en el camino de las propuestas prácticas y de las aclaraciones. El proyecto de Lenin era, por lo tanto, siempre la base de las disposiciones oficiales.

Entre otras dotes indispensables, este trabajo requería una fuerte imaginación creadora. Estas palabras pueden parecer impropias a primera vista; sin embargo, expresan con exactitud la esencia del talento de Lenin. La imaginación humana puede ser de naturaleza variada: el ingeniero constructor necesita tanta imaginación como un novelista. Una de las más preciosas variedades de la imaginación consiste en la facultad de describir a las personas, las cosas y los fenómenos como son en realidad, incluso cuando nunca se los ha visto. Al utilizar toda la experiencia de la vida y los principios teóricos, combinar observaciones, informaciones dispersas tomadas al vuelo; elaborarlas, unirlas en un todo, completarlas según ciertas leyes de correspondencia aún no formuladas y reconstituir así, en toda su realidad concreta, una fase determinada de la vida humana: este tipo de imaginación, es la que no puede faltar a un legislador, a un administrador ni a un jefe, sobre todo en tiempos de revolución. La fuerza de Lenin estriba, en gran parte, en la fuerza de su imaginación realista.

La perpetua tensión de Lenin hacia el objetivo era siempre concreta; de otra manera no hubiera sido la expresión de una voluntad muy claramente definida y dirigida. Creo que fue en Iskra, por primera vez, donde Lenin expuso su pensamiento de que, en la complejidad del encadenamiento de los actos políticos, hay que saber discernir, en un momento dado, el eslabón central, a fin de tomarse de él e imprimir la dirección deseada al movimiento de toda la cadena.

Más tarde Lenin volvió con frecuencia a este pensamiento, sirviéndose siempre de la misma figura de la cadena y del eslabón.

Este método pasó en él de la esfera de la inconciencia, a la que pertenecía, a la de su conciencia, transformándose, en cierta manera, en una segunda naturaleza.

En momentos especialmente críticos, cuando se trataba de un giro táctico de mucha responsabilidad y arriesgado, Lenin parecía dejar de lado todo lo accesorio, secundario y que podía ser diferido.

Esto no debe interpretarse, en manera alguna, en el sentido de que solamente se preocupase del problema central en sus características principales y desconociese los detalles.

Por el contrario, cuando consideraba una tarea urgente, planteaba el problema en toda su realidad concreta; lo abordaba desde todos los puntos de vista, estudiaba sus detalles, algunas veces incluso los secundarios, buscando la ocasión de dar nuevos impulsos, volvía a plantear el problema, provocando la acción, subrayando y verificando los valores, ejerciendo una continua presión. Pero todo estaba subordinado al «eslabón central de la cadena» que consideraba decisivo para cuando llegara el momento oportuno. Dejaba a un lado no sólo lo que estaba en contradicción, directa o indirectamente, con el problema central, sino también lo que podía distraer su atención o debilitar su energía. En los momentos especialmente críticos era como sordo y ciego a lo que no tenía que ver con la cuestión que absorbía su atención. El sólo hecho de plantear en ese momento cuestiones que podían parecer neutrales, le daba la sensación de un peligro del que se apartaba instintivamente.

Cuando la etapa crítica obtenía el fin deseado, no era extraño que Lenin exclamara por cualquier motivo:

—Pero, si nos hemos olvidado de hacer esto y aquello… Hemos dejado escapar tal ocasión no pensando más que en las cuestiones principales…

A menudo le contestaban:

—Pero si esta cuestión se planteó en su momento y esta propuesta se hizo tal como ahora dices que se debió hacer; lo que sucedió es que entonces no quisiste oír hablar de ello.

—Sí, ¿de veras? —replicaba— No me acuerdo. No acuerdo nada.

Entonces estallaba con una risa maliciosa y, un poco «confundido», hacía un gesto peculiar con las manos, característico suyo, que parecía significar: «Uno no puede hacer todo a la vez». Este «defecto» era sólo la contrapartida de su facultad de provocar la movilización interior de todas sus fuerzas; precisamente, esta facultad hacía de él el más grande revolucionario de la historia.

En las tesis de Lenin acerca de la paz, escritas en enero de 1918[59], decía: «Para el éxito del socialismo en Rusia se necesita un cierto período de tiempo de unos cuantos meses al menos».

Ahora estas palabras parecen absolutamente incomprensibles. ¿No es un error? ¿No quiso decir años o décadas? No, no es un error de pluma. Es posible hallar cierto número de declaraciones de Lenin en el mismo sentido. Recuerdo perfectamente que en el primer período, en las sesiones del Consejo de los Comisarios del Pueblo en el Smolny, Ilich repetía que dentro de medio año el socialismo sería instituido y sería uno de los Estados más poderosos. Los SR de izquierda, y no sólo ellos, levantaron la cabeza en actitud de interrogación y de sorpresa, se miraron unos a otros, pero permanecieron en silencio. Éste era su sistema educativo, Lenin necesitaba empujar a la gente a considerar de inmediato todas las cuestiones bajo el aspecto de la construcción socialista; no ante la perspectiva del «objetivo final», sino desde la del objetivo inmediato, de las tareas cotidianas.

En este cambio agudo de posición adoptó el método, que le era tan peculiar, de acentuar su extremismo. Ayer se dijo que el socialismo era el «objetivo final»; pero hoy es preciso hablar, pensar y actuar de modo de asegurar el triunfo del socialismo en pocos meses.

¿Era éste solamente un método pedagógico? No, era algo más que esto. A la energía pedagógica se le agregaba algo más: el poderoso idealismo de Lenin, su intensa fuerza de voluntad, que en cambios repentinos de una época a otra había acortado las etapas y abreviando los plazos.

Creía en lo que decía.

Y esta imaginativo plazo de medio año que concedía al desarrollo del socialismo estaba en función tanto de la mente de Lenin como de su manera realista de abordar cada problema de la realidad. La fe firme y profunda en las posibilidades del desarrollo humano, por el que uno puede y debe pagar el precio que sea en sacrificios y sufrimientos, era siempre el motivo principal de la estructura mental de Lenin.

En las circunstancias más difíciles, en el más fatigoso trabajo diario, en medio de las dificultades del abastecimiento y de todas las demás tareas, cercado por una guerra civil, Lenin trabajaba con el mayor cuidado en elaborar la Constitución soviética, armonizando escrupulosamente los requisitos prácticos de menor importancia de la organización estatal con las tareas esenciales, indicadas por los principios de la dictadura proletaria en un país campesino.

La comisión encargada de la Constitución decidió, no se sabe por qué, rever la Declaración de los Derechos de los Trabajadores reelaborada por Lenin con el fin de «armonizarla» con el texto de la Constitución. Cuando llegué desde el frente a Moscú recibí de la comisión, entre otros materiales, el proyecto de la Declaración transformada, o al menos una parte de ella.

Me informé de esto en el despacho de Lenin, donde solamente él y Sverdlov estaban presentes. Estaban haciendo los preparativos para el V Congreso de los Soviets.

—¿Pero por qué se ha de cambiar la declaración? —pregunté a Sverdlov, quien estaba al frente de la comisión constituyente.

Vladimir Ilich levantó la cabeza con interés.

—Es que la comisión acaba de descubrir que la Declaración discrepa en algunos puntos con la Constitución y contiene declaraciones inexactas —contestó Mijailovich.

—En mi opinión esto es una tontería —repliqué—. La declaración ha sido ya adoptada y ha pasado a ser un documento histórico. ¿Por qué quieren revisarla?

—Es cierto —interrumpió Vladimir Ilich—. Pienso también que se preocupan de esta cuestión sin motivo alguno. Dejen que la juventud viva sin afeitarse y desgreñada: de todos modos es un retoño de la revolución… difícilmente mejoraría si la mandásemos a la peluquería.

Sverdlov procuró defender «por obligación» la decisión de su comisión, pero pronto hubo de adherirse a nuestro parecer. Me di cuenta de que Vladimir Ilich, que más de una vez se había opuesto a las proposiciones de la comisión constituyente, no parecía dispuesto a emprender una lucha contra la nueva redacción de la Declaración de los Derechos de los Trabajadores. Estaba satisfecho por el apoyo de una «tercera persona» que inesperadamente se había puesto a su lado en el último momento. Los tres decidimos no cambiar la Declaración y la digna juventud se ahorró el peluquero…

El estudio del proceso de elaboración de las leyes del Soviet poniendo de relieve sus aspectos principales y giros decisivos en relación con el curso de la revolución y sus relaciones internas de clase, constituiría un trabajo importantísimo, cuyos resultados para el proletariado de los otros países podrían y deberían revestir la mayor significación práctica.

La recopilación de los decretos soviéticos forma, en cierta manera, una parte —y no la menos importante— de las obras completas de Vladimir Ilich.

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