Lenin

Lenin


Lenin » Segunda parte: Acerca de Octubre » Capítulo VI. Los checoslovacos y los SR de izquierda

Página 31 de 49

CAPÍTULO VI

LOS CHECOSLOVACOS Y LOS SR DE IZQUIERDA

La primavera de 1918 gravitó duramente sobre nosotros. Eran momentos en que se tenía la impresión que todo era frágil y resbaladizo, de que no había nada estable, nada que pudiera sostenerse. Por un lado era absolutamente claro que el país habría caído en una lenta y larga descomposición si la Revolución de Octubre no hubiera ocurrido. Pero por otro lado, en la primavera de 1918 uno se preguntaba involuntariamente si las fuerzas vitales del exhausto, destrozado y desesperado país subsistirían hasta que el nuevo régimen se afirmara. No había provisiones a las que recurrir. No había ejército. La organización del Estado apenas comenzaba a constituirse. Por todas partes surgían como ulceras los complots. El ejército checoslovaco se había establecido en nuestro país como un poder independiente. Casi no les podíamos oponer resistencia.

Una vez me dijo Vladimir Ilich, en un momento muy difícil de 1918:

—Hoy me ha venido a ver una delegación de obreros[60]. Después de hablarles, uno de ellos me ha dicho: «Sé que tú también, compañero Lenin, te pones de parte de los capitalistas». Usted sabe, era la primera vez que me injuriaban así. Confieso que me he desconcertado y no sabía qué contestar. Si este obrero no tenía malas intenciones, si no era un menchevique, éste era un síntoma alarmante.

Cuando Lenin relataba este episodio parecía más disgustado y alarmado que últimamente cuando llegaron del frente las siniestras noticias de la caída de Kazán y la amenaza inmediata sobre Petersburgo. Y esto también es comprensible: podíamos perder Kazán e incluso Petersburgo y luego recuperarlos. Pero la confianza de los obreros era la base fundamental del partido.

—Tengo la impresión —dije entonces a Vladimir Ilich—, de que el país, después de las terribles crisis que sufrido, necesita mejor nutrición, reposo y cuidados para que pueda subsistir y restablecerse; pero bastaría un empujón para tirar todo abajo.

—Tengo la misma impresión —respondió Vladimir Ilich—. Con nuestra terrible debilidad el menor choque es peligroso.

No obstante, la historia de los checoslovacos amenazaba ser precisamente el choque fatal. Los regimientos checoslovacos penetraron, sin oposición en nuestras provincias de la Rusia sudoriental y se unieron a los SR y otros políticos aún más peligrosos, todos del Partido Blanco.

Aun cuando los bolcheviques habían conquistado el poder en todo el país, su organización en el campo era aún muy débil. No debe sorprendernos. En realidad la Revolución de Octubre se había llevado a cabo solamente en Petrogrado y en Moscú. En la mayoría de las ciudades provincianas la Revolución de Octubre, igual que la de Febrero, se había conocido por el telégrafo. El ascenso de unos, el retroceso de otros, dieron lugar a una atmósfera y a una falta de resistencia por parte de los gobernantes de ayer, lo que tuvo como consecuencia la apatía de la revolución. La entrada de los checoslovacos modificó la situación, al comienzo en contra nuestra y finalmente a nuestro favor. Los Blancos habían alcanzado cierto grado de perfección militar; en respuesta comenzó la verdadera cristalización revolucionaria de los Rojos. Puede decirse que el distrito del Volga solamente completó su Revolución de Octubre al aparecer los checoslovacos. Pero esto no se hizo en un día.

El 3 de julio, Vladimir Ilich me llamó al Comisariado de Guerra:

—¿Sabe lo que ha sucedido? —me preguntó con voz sorda que denotaba en él la excitación.

—No, ¿de qué se trata?

—Los SR de izquierda han arrojado una bomba a Mirbach[61]. Se dice que está muy mal herido. Venga al Kremlin, que hablaremos de esto.

Unos minutos más tarde me encontraba en el despacho de Lenin. Me explicó las circunstancias principales y a cada momento preguntaba por teléfono nuevos detalles.

—Historias divertidas, por cierto —dije, mientras meditaba las noticias que iban llegando y que no carecían por cierto de interés. No podemos quejarnos de una vida monótona.

¡Ah! —se rió Lenin, inquieto—. Es la contorsión de este monstruo pequeñoburgués… —dijo «contorsión» irónicamente. Y la ironía con que pronunciaba estas palabras traducía bastante lo que Engels había expresado al hablar de rabiat gewordene Klembürguer [la rabia repentina del pequeñoburgués, NdTfrancés].

Hubo otra vez rápidas conversaciones telefónicas, breves preguntas y respuestas, con el Comisariado de Asuntos Extranjeros, con la Cheka[62] y otras instituciones. El pensamiento de Lenin trabajaba, como de costumbre en los momentos críticos en dos planos a la vez. Como marxista enriquecía su experiencia histórica y valoraba con interés estas «contorsiones», estas «fluctuaciones» del radicalismo pequeñoburgués mientras, al mismo tiempo, como jefe de la revolución, tensábalos hilos de su investigación incansablemente e indicábalos pasos a seguir. Se anunciaba un motín entre las tropas de la Cheka.

—¡Parece como si los SR de izquierda quisieran ser el carozo de la cereza que nos hará caer…!

—He pensado lo mismo —respondió Lenin—. ¿La suerte de la pequeñoburguesía vacilante e impulsiva no se reduce a ser los carozos de cereza que la guardia blanca nos arrojará a los pies? Ahora a cualquier precio debemos influir en el carácter del informe alemán que sale para Berlín. Motivo para la intervención militar no les falta, sobre todo si se tiene cuenta que Mirbach sin duda informó sobre nuestra debilidad e indicó los posibles resultados frente al menor enfrentamiento…

Muy poco después entraba Sverdlov. Era el mismo de siempre.

—Ahora —dijo, dándome la mano con un aire sonriente—, estamos obligados a transformar el Consejo de los Comisarios del Pueblo en un nuevo Comité de Guerra Revolucionario.

Lenin, entretanto, recibía nuevas informaciones. No recuerdo si fue en este momento o más tarde cuando llegaron noticias acerca de la muerte de Mirbach. ¡Debíamos ir a la embajada a expresar nuestra condolencia! Se decidió que fuesen Lenin, Sverdlov y me parece que también Chicherin[63]. Se discutió si yo debía ir o no. Después de un ligero cambio de impresiones se me eximió de la tarea

—¿Qué les vamos a decir? —dijo Vladimir Ilich, moviendo la cabeza. Yo ya había hablado con Radek acerca de esto. ¡Nos convendría decir Mitleid! pero debemos decir Beileid[64].

Sonrió un poco, se puso la chaqueta y dijo seriamente a Sverdlov:

—Vámonos.

Su rostro había cambiado y se había vuelto pálido.

La visita a la embajada de los Hohenzollern para ofrecer el pésame por la muerte del conde Mirbach no era una cosa fácil para Ilich. Como experiencia íntima era aquél, probablemente, uno de los momentos más difíciles de su vida.

En tales días se aprende a conocer a los hombres. Sverdlov era realmente incomparable: seguro de sí mismo, valiente, firme, inventivo; el mejor tipo de bolchevique. En aquellos meses difíciles, Lenin aprendió a conocer y a apreciar a Sverdlov. A menudo, Vladimir Ilich llamaba a Sverdlov para sugerirle ésta o aquella medida urgente, y casi siempre recibía la contestación: «¡Ya está!» Es decir, que la medida ya había sido ejecutada. Muchas veces bromeábamos acerca de ello y decíamos: «Sverdlov probablemente vendrá a decir: —¡Ya está!»

—Y al principio nos oponíamos a su ingreso al Comité Central —me dijo una vez Lenin—, ¡De qué manera nos podemos equivocar al juzgar a un hombre! Hubo famosas disputas sobre este punto; pero, desde abajo, en el Congreso nos corrigieron y tuvieron completa razón[65].

El motín de los SR de izquierda nos había privado de una alianza política; pero en definitiva no nos debilitó, sino que al contrario, nos fortaleció. Nuestro partido se aglutinó con más fuerza. En las instituciones y en el ejército se comprendió mejor la importancia de las células comunistas. El gobierno siguió más firmemente su camino.

El golpe de los checoslovacos tuvo indudablemente el mismo efecto, pues sacó al partido del abatimiento en que se encontraba desde la paz de Brest-Litovsk. El período de la movilización del partido para el frente oriental comenzaba. Vladimir Ilich y yo despedimos al primer grupo, al cual pertenecían aún los SR de izquierda. Aquí se adivinaba ya, aunque con cierta vaguedad, la organización de las futuras secciones políticas. Mientras tanto, las noticias del Volga eran desfavorables. La traición de Muraviev y el levantamiento de los SR de izquierda produjeron una nueva confusión en el frente oriental. El peligro se hizo repentinamente más intenso. Pero se estaba operando un cambio radical.

—Debemos movilizarlo todo y a todos y mandarlos al frente —decía Lenin. Debemos movilizar de la «cortina» a todas las tropas capaces de luchar, y enviarlas al Volga.

Recordaré aquí que se llamaba «cortina» a un pequeño cordón de tropas que estaba establecido al oeste, frente a la región ocupada por los alemanes.

—Pero ¿y los alemanes? —decían a Lenin.

—Los alemanes no se moverán, tienen otras cosas que hacer, y, por otra parte, a ellos mismos les interesa que acabemos con los checoslovacos.

Se adoptó este plan y fue así que se constituyó el grueso del futuro V ejército. Entonces se decidió también mi viaje al Volga. Me ocupé de la formación de un tren, cosa nada fácil en aquellos tiempos. Vladimir Ilich estaba conforme con todo, me escribía notas cortas y me telefoneaba constantemente.

—¿Tiene un automóvil resistente? Tome uno del garage del Kremlin.

Yuna media hora más tarde:

—¿Tomó usted un avión? Es necesario tener uno. Esto puede servir.

—Habrá aviones en el ejército —respondí—. En caso de necesidad me serviré de ellos.

Ymedia hora más tarde:

—Lo que quería decir es que debería tener un avión en el tren. Uno nunca sabe lo que puede pasar.

Yasí siguió la conversación.

Los regimientos y los destacamentos, formados de manera precipitada, principalmente de lo que quedaba del antiguo ejército disperso, se diseminaron, lo sabemos, bastante lamentablemente, ante el primer encuentro con los checoslovacos.

—Para remediar esta terrible inestabilidad, necesitamos una fuerte cintura de defensa, formada por comunistas, y especialmente hombres combativos —dije a Lenin antes de partir hacia el frente oriental—. Debemos forzarlos a luchar. Si esperamos que el mujik se termine de despertar, quizás sea demasiado tarde.

—Tiene razón —respondió—, pero temo que incluso la cintura de defensa no despliegue la firmeza necesaria. El ruso es un hombre demasiado bueno; es incapaz de tomar resueltamente medidas de terror revolucionario. Pero, es indispensable intentarlo.

Las noticias del atentado contra Lenin[66] y del asesinato de Uritsky llegaron a mi conocimiento cuando me encontraba en Sviajsk. En aquellos días trágicos la revolución sufría una crisis interior. Se desembarazaba de su «bondad». El acero del partido se templaba. El espíritu de resolución se afirmaba y, cuando era necesario, era de un rigor implacable. En el frente las secciones políticas luchaban mano a mano con los destacamentos de defensa y los tribunales dándole sustento al joven ejército. Pronto se manifestó el cambio. Recuperamos Kazán y Simbirsk. En Kazán recibí un telegrama acerca de la primera victoria en el Volga, que me envió Lenin repuesto ya del atentado del que había sido víctima. Cuando llegué a Moscú poco después, fui con Sverdlov a casa de Gorki para ver a Vladimir Ilich que se había repuesto rápidamente, pero aún no había vuelto a Moscú para proseguir su trabajo. Lo encontramos de excelente humor. Ante todo quiso informarse de la organización del ejército, su disposición de ánimo, el papel de los comunistas, el perfeccionamiento de la disciplina; repetía alegremente:

—Sí; esto va bien; perfectamente. La consolidación del ejército va a hacerse sentir en todo el país: tendremos más disciplina y mayor sentido de la responsabilidad…

En otoño se produjo realmente la gran transformación. De la pálida debilidad de los días primaverales no había quedado ni rastro. Algo lo había sustituido, algo que había crecido con fuerza, y es interesante notar que esta vez no fue una nueva tregua para tomar aliento lo que salvó a la revolución sino al contrario, un nuevo y agudo peligro que hizo emanar en el proletariado las fuentes secretas de la energía revolucionaria.

Cuando Sverdlov y yo entramos en el automóvil, Lenin estaba en el balcón, tranquilo y feliz. Recuerdo que sólo lo había visto tan feliz el 25 de octubre cuando escuchó en el Smolny los primeros éxitos militares de la insurrección.

Habíamos liquidado políticamente a los SR de izquierda. Limpiamos el Volga. Lenin se reponía de sus heridas. La revolución crecía en fuerza y en coraje.

Ir a la siguiente página

Report Page