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EL INGRESO EN LA REVOLUCIÓN » 06. En Siberia

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EN SIBERIA

El anuncio del veredicto fue recibido por los Ulianov con un gran suspiro de alivio. Esperaban una condena más severa. Ana lo ha dicho en sus

Recuerdos. Evidentemente, la madre estaba desolada. Una estancia en Siberia sería una prueba demasiado dura para su Volodia; no la soportaría, sobre todo si lo dejaban solo. Por eso decidió acompañar a su hijo e ir a compartir con él el exilio. Eso fue, para empezar, un pretexto para pedir que se autorizara a éste a trasladarse a su destino por su cuenta, fuera del convoy reglamentario de prisioneros que era enviado de etapa en etapa escoltado por un destacamento de gendarmes. Se le concedió ese favor. También pudo obtener, invocando siempre la precaria salud de su hijo, que el lugar de su destierro fuera fijado en una región donde el clima era relativamente suave y templado.

El 14 de febrero de 1897 Ulianov fue puesto en libertad. Pasó todo el día con su madre y sus dos hermanas. La «novia» Yakubova acudió radiante y bañada en lágrimas. Krupskaia, presa todavía, no estaba allí.

La madre de Martov, condenado a la misma pena, había logrado conseguirle, gracias a sus relaciones personales, la autorización para permanecer tres días en San Petersburgo antes de ponerse en camino. La señora Ulianov dirigió enseguida una súplica análoga al director del departamento de policía. Este, considerando que lo que había sido concedido a una madre no podía ser negado a otra, no se opuso y acabó ampliando ese favor a todos los libertados al mismo tiempo. Ulianov aprovechó ese permiso para volver a ver a sus camaradas. Se organizó una reunión a la cual asistieron los «viejos» que acababan de salir de la cárcel y los «jóvenes» que los habían reemplazado durante su detención. No se pusieron de acuerdo. Los «viejos» reprochaban a los «jóvenes» concentrar su atención en primer lugar en la defensa de los intereses económicos de la clase obrera y desdeñar la lucha política. De revolucionarios habían pasado a ser «economistas», es decir, oportunistas, dispuestos a traicionar los dogmas de la doctrina marxista y, en lugar de guiar a los trabajadores por la senda del combate contra el zarismo y el capitalismo, se ocupaban de organizar cajas de socorro mutuo y guarderías infantiles. En un momento dado, la discusión cobró un giro particularmente violento. Se había abordado esta cuestión: ¿qué carácter debía revestir su futuro periódico? Pues a pesar del fracaso de la primera tentativa no se había abandonado la idea y se insistía en ella, sobre todo Ulianov, más que nunca. Este se mostró, según su costumbre, categórico y tajante: el periódico, tal como lo había establecido el programa elaborado por él y por sus colegas del Comité de redacción, debía servir a la causa de la revolución social y llamar a los obreros a la lucha. Su ex «novia» Yakubova, que sin embargo le había profesado un verdadero culto, protestó con vehemencia. Muy nerviosa y excitada hasta más no poder, clamaba que el periódico debía ocuparse ante todo de los intereses inmediatos de los trabajadores, expresar sus pensamientos y sus aspiraciones. «Me dolía verla así —escribe Ana, que asistía a la reunión—; sabía lo entregada que estaba a la causa revolucionaria y la conmovedora asiduidad con que se había ocupado de mi hermano durante su detención. Además, me parece que éste exageraba el peligro de la desviación que se notaba entre los jóvenes.» El caso es que se separaron de muy mala manera.

Ulianov logró convencer a su madre de que sería una verdadera locura que a su edad fuera tras él a Siberia y que su salud no debía inspirarle inquietud alguna. Además, tan pronto como Nadia saliera de la cárcel (y todo permitía esperar que sería tratada exactamente como él), se casaría con ella y de esa manera la tendría a su lado mientras durara su exilio.

La policía le permitió pasar unos cuantos días en Moscú, junto a los suyos, y el 22 de febrero se puso en camino. Tomó el tren como viajero libre. Su madre y sus dos hermanas lo acompañaron hasta Tula. El viaje se efectuó en buenas condiciones. El 2 de marzo, después de atravesar en un coche de caballos el Obi cubierto de hielo, escribe a su madre: «A pesar de la lentitud infernal de los transportes, el camino me fatiga mucho menos de lo que yo esperaba... Esto me extraña, porque antes, después de los tres días de viaje entre Samara y San Petersburgo, no podía más. Probablemente se deba a que ahora duermo perfectamente bien todas las noches sin excepción.» Y agrega: «Me siento muy tranquilo: he dejado todo mi nerviosismo en Moscú. La causa era la incertidumbre de mi situación. Ahora se ha terminado y me encuentro bien.» El 4 de marzo Ulianov llegó a Krasnoiarsk, cabeza de partido de la provincia a la que debía dirigirse. Al presentarse ante las autoridades policíacas de la ciudad se enteró de que éstas ignoraban por completo lo que debían hacer con él y a dónde dirigirle, y que iban a pedir, a este respecto, órdenes al gobernador general de la región de Irkutsk. Mientras tanto, no tenía más que esperar en Krasnoiarsk. Ulianov no pedía otra cosa. Acababa de enterarse de que un riquísimo comerciante de la ciudad poseía una soberbia biblioteca que contenía colecciones completas de las principales revistas rusas publicadas desde finales del siglo XVIII. Fue a ver al Creso local. Este le recibió cordialmente, le mostró sus tesoros bibliófilos y le invitó a venir a trabajar cuando le placiera. Y, naturalmente, se apresuró a entrar en contacto con la Biblioteca municipal, que recibía regularmente los periódicos y las revistas publicados en San Petersburgo y en Moscú. «Llegan aquí once días después de su publicación —escribía a su madre un poco desilusionado—, y no puedo acostumbrarme a recibir noticias con tanto retraso.»

Mientras tanto, llegó el convoy de que formaban parte sus amigos. Habían convenido que Ulianov se encontraría, en el momento de la llegada del tren, en el andén de la estación, en el punto donde debía detenerse el vagón de los deportados. Estos se asomarían a las ventanillas: de esa manera podrían cruzarse algunas palabras y comunicarse las noticias. Martov, que se hallaba entre ellos, dice en sus Notas que el oficial que mandaba la escolta había dado a sus soldados órdenes severas de no dejar que los deportados se acercaran a las ventanillas cuando el tren entrara en la estación. No obstante, lograron bajar los cristales y dar un apretón de manos a Ulianov, que se mantenía cerca de su compartimento. «El oficial empezó a gritar furiosamente —escribe Martov— y los gendarmes se apoderaron de Ulianov y lo arrastraron afuera.» Sin embargo, lo soltaron enseguida. Los deportados permanecieron varios días en el empalme de Krasnoiarsk. Al saber que Fedoseev, a quien no lograban ver (éste salía de la cárcel para ser deportado y sólo volvía para ser detenido nuevamente), se encontraba entre ellos, Ulianov manifestó el más vivo deseo de verlo. Le consiguieron una magnífica pelliza y un gorro de piel y se le hizo pasar por el patrón del carruaje que había ido a recoger el equipaje de los deportados. El aspecto «burgués» y ricachón de Ulianov impresionó de tal modo a los centinelas, que lo dejaron penetrar en el interior de la prisión sin preguntarle nada. Fedoseev, que para esta circunstancia había sido nombrado «delegado de vestimentas» de los deportados, se hallaba a la entrada del depósito y Ulianov pudo conversar con él extensamente mientras cargaban el coche. Después de la partida del convoy, la vida volvió a ser monótona. La decisión del gobernador general seguía sin llegar. Ulianov empieza a aburrirse. Es cierto que va todos los días a la casa del comerciante, pero, una vez examinado, el contenido de la biblioteca de aquél le resultó mucho menos interesante. Y además, para no ocultar nada, no parece tener muchas ganas de trabajar. Como hace buen tiempo —una verdadera primavera—, se pasea mucho y «duerme por dos».

Por fin, el 22 de abril le avisan de que la aldea de Chuchenskoe, en el distrito de Minussinsk, ha sido designada como el lugar de su residencia. Ese nombre no le decía nada a Ulianov. Se informó. Clima excelente, le dicen. Esa región es llamada la Italia siberiana a causa de su buen clima. Hay un río cerca, para bañarse, un bosque para cazar y montañas en los alrededores que permiten practicar a gusto el alpinismo. Ulianov está encantado, y al hacer sus maletas recita el primer verso de un poema suyo:

En Chucha, al pie de los montes Sayansk... No pasó de ahí. La realidad no correspondía del todo a la visión que le habían dado. He aquí cómo describía él mismo ese lugar, después de haber permanecido en él durante dos meses: «Es una gran aldea que se compone de varias calles bastante sucias y polvorientas... Está en plena estepa, no hay jardines ni verdor en general. La aldea está rodeada de estiércol, pues aquí no lo utilizan como abono, sino que lo tiran pura y simplemente en las afueras de la aldea, y para salir está uno obligado a atravesar una cierta zona de estiércol... Del otro lado de la aldea, a una versta y media, se encuentra el «bosque»: un pequeño bosque malísimo donde han hecho grandes talas y que ni siquiera da buena sombra (aunque hay muchas fresas). La taiga, a la que todavía no he ido, está por lo menos a 30 o 40 verstas. Las montañas están a cincuenta verstas. Sólo se las puede contemplar de lejos, y eso cuando no las ocultan las nubes.»

Ulianov llegó a Chuchenskoe el 8 de mayo. Iba acompañado de dos gendarmes que lo dejaron en manos de un viejo ayudante retirado, que representaba con su sola persona a toda la policía de la aldea. El hombre tomó nota de su llegada y lo dejó en libertad para organizar su vida a su gusto.

Ulianov halló alojamiento en casa de uno de los campesinos más ricos de la aldea. La vivienda (un pabellón de madera con cinco ventanas a la calle) se componía de varias habitaciones y probablemente tenía fama de ser bastante confortable, puesto que el propio pope del lugar quería alquilarla a toda costa. Por ocho rublos al mes, Ulianov recibía alojamiento, comida y lavado de ropa. Era bastante caro, según parece, y se podía encontrar alojamiento más barato, pero Ulianov no vaciló: ocho rublos era exactamente el monto del subsidio que iba a cobrar del Estado en su calidad de deportado político. En definitiva, debió pensar, era al Estado a quien correspondía mantenerle. En cuanto a lo demás, su situación financiera no debía inspirarle inquietudes. Antes de salir de San Petersburgo se había puesto de acuerdo con Struvé para colaborar en la nueva revista marxista cuya dirección acababa de asumir este último. También le habían prometido traducciones de obras extranjeras, bien retribuidas. Y finalmente, estaba su madre, que no vivía más que para él y que se hubiera privado de todo con tal de que los años de exilio le fueran lo menos penosos posible.

La habitación —dos ventanas a la calle— era grande y limpia; tenía las paredes encaladas y el suelo cubierto con tapices trenzados a la moda siberiana. La comida era sencilla, pero abundante. «Una vez por semana —cuenta Krupskaia en sus

Recuerdos—mataban un cordero para Vladimir Ilich, y comía cordero día tras día, mientras duraba. Cuando ya no había más, mataban otro. O si no, la criada picaba carne en cantidad suficiente para una semana, y así sucesivamente. Había leche y pan a discreción.»

Ulianov se había hecho mandar de Moscú y San Petersburgo los libros que pensaba utilizar para los trabajos que se preparaba a emprender en Siberia. Muchos libros. Pero no bastaba con eso. Necesitaba más y más. Y además, revistas. ¡Y los periódicos! No puede vivir sin periódicos, son sus propias palabras. Entonces idea un arreglo con Struvé. «Pídele por favor al escritor (así lo llamaba en sus cartas, por precaución) —escribe a Ana— que retire de mis honorarios algunas decenas de rublos y que me envíe libros en lugar de dinero.»

Pero primero quiere conocer la región y sus habitantes. La élite de la aldea, representada por el pope y dos o tres kulaks que se pasan la vida emborrachándose y jugando a las cartas, queda inmediata y definitivamente apartada del círculo de sus relaciones. Asimismo, el maestro admitido en esa digna compañía a título de comensal le resulta profundamente antipático desde el primer día. En cambio, se creó rápidamente numerosas amistades entre los campesinos medios y pobres, algunas de las cuales resultaron duraderas y fieles. Aparte de él, no había en Chuchenskoe más que dos deportados: un intelectual polaco, a quien acompañaban en el exilio su esposa y sus hijos, y un obrero de San Petersburgo, de origen báltico. El primero se convirtió después en su compañero de caza; el segundo le pedía libros prestados y le rendía toda clase de pequeños servicios. Entre sus «proveedores», Ulianov distinguió a un modesto tendero que le proveía de tinta y papel. Era un buen hombre que carecía notoriamente de instrucción, pero servicial y honrado. Empezó por observar a su nuevo cliente como a un bicho curioso. Un día se aventuró a hacerle la pregunta: «¿Qué es, en realidad, un deportado?» Ulianov trató, lo mejor que pudo, de hacerle comprender la tarea que realizaba y, viéndolo pleno de buena voluntad, empezó a frecuentarlo. Lo llamaba «parásito», en broma, y le daba lecciones de contabilidad. En la alcaldía, donde iba a leer los periódicos, conoció al secretario, quien también le hizo preguntas sobre temas políticos. Receloso al principio, Ulianov acabó por trabar con él cordiales relaciones y pudo ganarlo para las ideas revolucionarias.

Pero su mayor amigo fue el campesino Stroganov, el mejor cazador de la aldea. Al entrar en contacto con la naturaleza, Ulianov sintió despertarse en él la pasión por la caza que le había obsesionado antaño durante su estancia forzada en Kokuchkino. Stroganov le sirvió de guía a través de la taiga siberiana y lo inició en las prácticas particulares de los cazadores de la región. También era Stroganov quien preferentemente solía acompañarlo a pescar. Ulianov era mal cazador y, de creer a Stroganov, también resultaba un pescador distraído. Una vez fueron a pescar de noche. «Estábamos solos en la orilla del río —contaba Stroganov más tarde—. En espera de que el pez mordiera el anzuelo, Ilich se había sumido en sus pensamientos y no contestaba a ninguna de las preguntas que le hacía». No pudiendo traer a su compañero a la realidad, el campesino recurrió a un medio radical: agarró una anguila y la introdujo subrepticiamente bajo la camisa de Ulianov. Este, asustado, empezó a gritar enseguida: «¡Una serpiente, una serpiente!», y salió completamente de sus meditaciones.

Había llegado a Chuchenskoe en la buena temporada. La primavera estaba en todo su apogeo. Después de los largos meses pasados en la cárcel, se sentía bruscamente embriagado de aire, del brillo del sol, del olor a tierra fresca. «Me paso casi todo el tiempo paseando», escribe a su madre después de llevar dos semanas en Chuchenskoe. Y no se apresura por reanudar su trabajo. Su hermana menor le manda urgentemente los extractos que, a demanda suya, había copiado para él en la Biblioteca de Moscú. Ulianov se lo agradece, pero le responde: «Es poco probable que pueda utilizarlos antes del otoño. Por el momento me dedico más a pasearme y no hago nada.» Después de pasar un día al aire libre, regresa a casa, cena y se acuesta. Ni siquiera siente muchas ganas de escribir a su familia. Su madre se lo reprocha. «Escribo todas las semanas. Verdaderamente, no tendría tema para escribir más frecuentemente.»

Junio y julio fueron un encanto. En agosto se estropeó el tiempo. Una lluvia otoñal, interminable y fina, lo mantiene encerrado en casa. Ha vuelto a abrir sus libros y ha empezado a escribir el artículo que le pidió Struvé para su revista.

En septiembre obtuvo autorización para ir a pasar unos cuantos días a la aldea de Tessinskoe, a 70 verstas de la suya, donde residían la mayoría de sus camaradas. Martov no estaba entre ellos. Lo habían enviado mucho más lejos, a Turuchansk, un rincón perdido y difícilmente asequible. De camino se detuvo en Minussinsk, donde conoció a los muchos deportados que allí vivían. No se llevó un recuerdo muy bueno de esos encuentros. «Los he visto a casi todos —escribía a su madre—. Prefiero pasar unos cuantos días en Minussinsk a tener que vivir allí.» No fue del agrado de los populistas exiliados. «¿Qué clase de revolucionario es éste que va deportado por su propia cuenta?», decían moviendo la cabeza.

Mientras tanto, los indígenas empiezan a prepararse para el invierno. Se guarnecen las contraventanas, se saca la ropa gruesa y se encienden las estufas. Ulianov espera, no sin cierto temor, la aparición de los grandes fríos y aprovecha apresuradamente los últimos días de sol. «En cuanto nos cae un buen día de otoño —escribe a su madre—, y no son raros este año, me voy a vagar por el bosque y por los campos.» No se atreve a confesarle que empieza a invadirle el aburrimiento y que el sentimiento de estar aislado del mundo, arrancado de su diaria actividad, se le hace cada vez más penoso y que su trabajo no logra extirpar de su corazón la desoladora sensación de soledad que le corroe.

A principios de octubre supo que Nadia Krupskaia había sido condenada a tres años de deportación y que había solicitado ser enviada a la región de Minussinsk. En efecto, la muchacha, una vez pronunciado su veredicto, mandó al ministro de Justicia la súplica siguiente: «Debiendo contraer matrimonio con Vladimir Ilich Ulianov, que se encuentra actualmente en la aldea de Chuchenskoe, distrito de Minussinsk, provincia de Ieniséi, ruego muy respetuosamente a su excelencia que me designe como lugar de deportación la localidad donde reside mi novio.»

Obtuvo satisfacción. En la segunda quincena de enero empezó los preparativos del viaje. Su madre, que no podía resignarse a que su hija partiera sola, resolvió acompañarla. Desde San Petersburgo, Nadia se trasladó primero a Moscú, a casa de su futura suegra. La señora Ulianov la recibió afectuosamente, la colmó de vituallas y de pasteles y la cargó con una cantidad de paquetes para Vladimir. Ana fue amable y más bien reservada. Sentía por su hermano un cariño apasionado, aunque algo tiránico y exclusivo, Se resignaba difícilmente a admitir que otra iba a suplantarla junto a él, a compartir sus preocupaciones y a aliviar sus penas. También miró a Nadia con ojos de mujer: la consideró «delgada como una sardina» y no pudo resistir el maligno placer de comunicar esa impresión a su hermano.

Además de los paquetes de la señora Ulianov, Nadia llevaba consigo toda una biblioteca destinada a su novio. «Creo que conviene cargarla lo más posible —recomendaba éste a la señora Ulianov—. Y envíame la mayor cantidad posible de dinero», agregaba. Su presupuesto debía ampliarse considerablemente, ahora que se iba a casar. Pero había otra razón. Ulianov tenía muchas esperanzas en la retribución de los artículos que se había comprometido a escribir para la revista de Struvé. Pero ésta acababa de ser prohibida por el Gobierno, y en consecuencia esa fuente de ingresos quedó anulada. Es cierto que el mismo Struvé le había conseguido un gran trabajo de traducción (le interesaba estar en contacto con Ulianov, cuya colaboración le era valiosa bajo muchos aspectos), pero su realización era cosa de varios meses y él necesitaba dinero enseguida.

Inútil decir que la madre mandó al hijo el dinero que necesitaba, y probablemente más.

Nadia llegó con su madre a Chuchenskoe una noche de mayo. Dejemos que ella misma cuente este encuentro, el primero después de treinta meses de separación, con su novio: «Vladimir Ilich estaba de caza. Cogimos nuestro equipaje y entramos en la casa... Todos los miembros de la familia y los vecinos acudieron a examinarnos e interrogarnos. Por fin llegó Vladimir Ilich. Desde lejos había visto luz en su habitación. El propietario salió a su encuentro y le anunció que un deportado había entrado, borracho, en sus habitaciones, y había registrado sus libros. Vladimir avanzó rápidamente hacia la casa. En ese momento aparecí en el umbral. Charlamos extensamente aquella noche.» Se miraban el uno al otro. Nadia estaba, en efecto, muy delgada y muy pálida. «Ana tenía razón —se dijo Ulianov—; tendrá que cuidarse». En lo que a él se refiere, la muchacha le encontró «un semblante absolutamente soberbio», y la vieja mamá Krupskaia, al verlo aparecer ante ella, no pudo reprimir una exclamación: «¡Pues bien, vaya si ha engordado usted!»

Ulianov se puso de acuerdo con el propietario para que Nadia y su madre fueran alojadas en la habitación contigua a la suya y se ocupó activamente de los preparativos de la boda. La administración había puesto a su novia un verdadero ultimátum: si no se casaba inmediatamente, sería despachada en el acto a la localidad que le había sido designada en un principio como lugar de residencia.

Las cosas se prolongaron independientemente de su voluntad: después de llevar alrededor de un año en Chuchenskoe, las autoridades locales no poseían todavía el expediente de Ulianov y simulaban ignorar su existencia. Hubo que informar a la dirección de prisiones en Krasnoiarsk. Mientras tanto, dejaron a los novios tranquilos.

Después de unos cuantos días de lluvia y de viento ha reaparecido la primavera en toda su belleza para ceder a continuación el lugar a un verano todavía más hermoso: lo aprovechan y parecen ser perfectamente felices. En todo caso, Nadia está encantada. Leamos la carta que envía a la señora Ulianov el 14 de junio, es decir, unas tres semanas después de su llegada a Chuchenskoe:

«Querida María Alexandrovna:

Volodia está sentado a mi lado y sostiene una animada conversación con el molinero sobre no sé qué casas y vacas; y yo me he instalado para escribirle un poco. Ni siquiera sé por dónde empezar. Los días son todos iguales y no hay ningún acontecimiento exterior. Se me figura que vivo en Chucha desde hace una eternidad; estoy completamente aclimatada. En verano se está incluso muy bien. Todas las noches salimos a pasear. Mamá no llega muy lejos, pero nosotros sí llegamos a veces muy lejos. De noche no hay humedad alguna aquí y es delicioso pasear. Sin embargo, hay muchos mosquitos. Hemos tenido que hacer redes para protegernos; no sé por qué, pero se ceban sobre todo en Volodia... Volodia no sale de caza en estos momentos; en lugar de cazar trata de pescar. Una vez se fue por toda una noche, al otro lado del Ieniséi, a pescar lotas, pero como no logró traer el menor pescado, ya no se oye hablar más de las lotas. ¡Qué bien se está a la otra orilla del Ieniséi! Fuimos juntos una vez y nos sucedieron toda clase de aventuras. ¡Era estupendo! Ahora hace calor. Hemos decidido bañarnos desde ahora por la mañana, y para eso tenemos que levantarnos a las seis. No sé si sostendremos este régimen, pero esta mañana nos hemos bañado. De una manera general, nuestra vida actual es de unas verdaderas vacaciones...»

Lo que no decía es que no todo su tiempo había sido dedicado únicamente a pasear. Antes de salir de San Petersburgo, Nadia le envió a su novio el libro de Sidney y Beatriz Web

Teoría y práctica del tradeunionismo, cuya traducción al ruso le había sido ofrecida por Struvé. En aquella época, Ulianov no estaba muy fuerte en inglés. Krupskaia lo sabía probablemente y debió decírselo a Struvé, puesto que éste, que quería serle agradable a su colega, le dijo que le tranquilizara: incluso si no conocía suficientemente el inglés «eso no era una desgracia», ya que podría recurrir libremente a la traducción alemana ya existente, corrigiéndola después, si era necesario, de acuerdo con el original. Ulianov recibió el volumen, le echó un vistazo y creyó preferible dejar la tarea pendiente hasta la llegada de su novia, que decía estar perfectamente familiarizada con el inglés. Como el trabajo tenía que estar terminado para el 15 de agosto y corría ya el mes de mayo, decidieron abordarlo seriamente y sin tardar. En cuanto oyó a Nadia leer en inglés en voz alta, Ulianov la miró bastante inquieto. «Es curioso —dijo—; mi hermana tenía una maestra inglesa que no pronunciaba así en absoluto...» La muchacha no insistió. Pero continuó el trabajo.

Ulianov lograba una vez más una especie de récord. El 15 de julio anunciaba a Ana: «Nadia y yo estamos ya poniendo en limpio el texto de Web. Estoy harto: alrededor de mil páginas entre los dos. Pero el trabajo era interesante porque el libro es muy serio.» Mientras tanto se celebró su matrimonio: el 10 de julio. Pasaron la luna de miel dando los últimos retoques a la traducción, y exactamente el 15 de agosto era entregado al correo el paquete conteniendo el manuscrito.

Mientras terminaba su traducción le acometió de pronto un violento dolor de muelas. Como en Chuchenskoe no había dentista, Ulianov pidió al gobernador de la provincia un permiso para trasladarse por unos cuantos días a Krasnoiarsk. La autorización llegó al cabo de un mes, cuando ya no la necesitaba, pero de todos modos decidió aprovecharla. «Primero pensaba no ir —escribía entonces Nadia a la señora Ulianov—, pero después le sedujo el viaje. Yo, por mi parte, estoy muy contenta de que lo haya hecho, porque eso le refrescará las ideas y verá gente; se había embotado por completo en Chucha. Estaba tan contento de irse que no abrió un libro la víspera de la partida.» Mientras su joven esposa prepara su maleta, Ulianov, muy animado, le hace toda clase de recomendaciones: sobre todo que por las noches no olvide cerrar con cuidado la puerta y las contraventanas. «Estaba muy preocupado por nuestra seguridad —dice Nadia en la misma carta—. Ha pedido a Oscar, un deportado que vive en la misma aldea, que venga a dormir a casa y me ha enseñado a disparar con revólver. La noche de su partida apenas durmió y por la mañana, cuando vino el coche, me costó trabajo despertarlo. Pero entonces se sentía tan alegre que entonó un verdadero canto de triunfo.»

No sucedió lo mismo con la joven esposa, que quedó sola. «Volodia se ha ido a Krasnoiarsk —escribe a su segunda cuñada, María—. Hay un vacío sin él; la vida es diferente; de pronto la velada parece hueca.» En espera de que regrese su marido Nadia se ha trazado todo un programa; primero, acabar de remendar su ropa; segundo, aprender a leer inglés correctamente (la reflexión de Vladimir no ha sido olvidada); tercero, terminar la lectura del libro empezado. Y no deja de agregar, al anunciárselo a María Ulianov: «En este momento estoy cocinando.» En resumen, se revela, sin dejar de ser marxista militante, como una mujer hogareña y una excelente ama de casa. Bajo la autorizada dirección de su madre —que no entiende ni quiere saber nada de política— hace licor de frambuesa y escabecha pepinos.

En lugar de la semana que le había sido concedida, Ulianov estuvo ausente quince días. Se entrevistó en Krasnoiarsk con algunos deportados, tomó notas en la Biblioteca pública y regresó a Chuchenskoe cargado de paquetes: ropa, utensilios caseros, etc., cuya lista, redactada por su suegra, le había sido entregada al partir. Entre otras cosas traía un par de patines.

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