Lenin

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EL INGRESO EN LA REVOLUCIÓN » 06. En Siberia

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Había en Ulianov una faceta deportiva que era inherente a su naturaleza y que se manifestaba en toda ocasión. En Chuchenskoe se apasionó por el patinaje. A iniciativa suya habían arreglado una pista en un lugar del río cubierto de hielo, y empezaron las sesiones. «Volodia patina admirablemente —escribe Nadia a Ana—. Se mete incluso las manos en los bolsillos de su chaqueta, como un verdadero deportista. Yo no sé patinar en absoluto; me han instalado un sillón junto al cual exhibo mi aplicación.» Los aldeanos se aglomeran, contemplan el espectáculo, admiran las proezas de Ulianov y bromean con su joven esposa. En cuanto a mamá Krupskaia, no aparece por allí. El lugar le desagrada soberanamente desde el día en que, por haberse aventurado, resbaló al dar el primer paso en el hielo y quedó tendida cuan larga era.

Las fiestas de Navidad se acercaban. Ulianov decidió pasarlas con Nadia en Minussinsk, en casa de unos amigos deportados. Las autoridades no se opusieron. De una manera general, la administración local parece haber tenido muchas consideraciones para con él durante su exilio. «Sabía —dice en sus

Recuerdos un antiguo policía de Minussinsk— imponer el respeto por su manera de comportarse, que era a la vez sencilla y digna, exenta de cualquier servilismo.»

Entre los deportados de Minussinsk había un destacado jugador de ajedrez, el ex redactor del Ministerio de Hacienda Lepechinski, con quien Ulianov había jugado ya por correspondencia. Había perdido la partida. Ahora quería cobrar el desquite. Previendo los combates que iba a sostener con su adversario, Ulianov se puso a fabricar un juego de ajedrez. «Recorta las figuras en la corteza de los árboles, sobre todo por la noche, cuando se siente aturdido de tanto escribir —escribía entonces Nadia a su cuñada—. A veces me llama para consultarme: ¿qué cabeza hay que hacerle al rey, qué busto a la reina? Yo tengo las más vagas ideas sobre las piezas de ajedrez, confundo un caballo con una torre, pero doy consejos con mucha seguridad y las figuras resultan soberbias.»

Mucho tiempo después, Lepechinski contó en sus

Recuerdos, con detalles a más no poder, cómo había perdido la partida en aquella ocasión y cómo Ulianov había salido vencedor de una partida en la que tuvo que enfrentarse a tres jugadores a la vez. Desde el principio hasta el final de su relato estalla la admiración ingenua, pero conmovedora, que le inspiran las proezas deportivas de Ulianov. Cuenta con el mismo entusiasmo sus sesiones de patinaje, en las que arrastraba tras sí a sus camaradas, pero sin dejarse pasar jamás por ellos. De creer al propio Ulianov, fue su amigo el ingeniero Krjijanovski quien se reveló entonces como un verdadero virtuoso en ese terreno y quien le enseñó a hacer diferentes figuras que él ignoraba. «Las aprendí con tal fervor —escribía más tarde a su madre— que acabé por darme un golpe en el brazo y no pude escribir durante dos días.»

Por la noche, el grupo se reunía alrededor de la mesa y entablábanse discusiones interminables. Pero también se cantaba. Volvamos a los

Recuerdos de Lepechinski:

«Vladimir Ilich comunicaba una pasión y una animación extraordinaria a nuestras diversiones vocales. En cuanto abordábamos nuestro repertorio le entraba una especie de rabia y ordenaba autoritariamente: ¡Vamos con el Valor, camaradas, en marcha!, e inmediatamente, para aplastar en embrión cualquier ligera protesta contra una canción que llevaba mucho tiempo atormentándonos los oídos, se apresuraba a entonar, con su vocecilla ronca y algo falsa —una cosa intermedia entre el bajo, el barítono y el tenor—, la primera estrofa. Cuando consideraba que el coro no ponía suficiente énfasis para resaltar las partes expresivas del cántico, empezaba a marcar el compás, con los ojos inyectados, golpeando con el pie nerviosamente y forzando más allá del límite extremo, y en detrimento de cualquier armonía musical, su voz «tipo barítono», que ahogaba las de los demás».

El último día del año cenaron alegremente. Hicieron numerosos brindis. «Bebimos a la salud de las madres ausentes —escribía después Volodia a su madre—. Ese brindis fue acogido con particular fervor.» Quizá lo propuso él mismo.

Al regresar a Chuchenskoe, Ulianov reanudó su vida normal. Una vida que, según los

Recuerdos de su mujer, era perfectamente ordenada y dispuesta en sus menores detalles. La mañana y una parte de la tarde las dedicaba a trabajar en su libro. Después salía a pasear con Nadia. Mientras tanto, en la casa, la señora Krupskaia se ocupaba de los quehaceres domésticos. Se habían mudado. «Como en casa de nuestros huéspedes —cuenta Nadia— los mujiks4 estaban borrachos casi siempre y como reinaba una agitación continua, nos mudamos y alquilamos la mitad de un pabellón y un jardín por cuatro rublos. A partir de entonces empezó la vida familiar. En verano no había que pensar en buscar una criada. Mamá y yo tuvimos que batallar de firme con la estufa de la cocina. Yo derramaba frecuentemente la sopa en el fuego; al cabo de cierto tiempo me acostumbré. En el jardín plantábamos toda clase de legumbres. Convertimos el patio en un jardín de esparcimiento.»

Las veladas transcurrían dedicadas a la lectura. «Vladimir Ilich leía por lo general obras de filosofía: Hegel, Kant, los materialistas franceses, y cuando estaba muy fatigado, Puchkin, Lermontov y Nekrasov.» Los domingos Ulianov daba consultas jurídicas. No tenía derecho, como deportado político, a ejercer su profesión de abogado, pero se había forjado una gran notoriedad entre los campesinos después de ayudar a uno de ellos, empleado en las minas de oro, a ganar un proceso que le habían abierto sus patronos. Pero había que actuar con prudencia. Un demandante cuyo escrito, demasiado bien redactado, había despertado las sospechas de los jueces, al ser obligado a decir quién era el autor acabó confesando que «nuestro Vladimir Ilich Ulianov» había tenido la bondad de hacerlo. Cosa que el tribunal estimó suficiente para fallar en su contra.

Así transcurrió el invierno. El 7 de marzo, Nadia le escribía a María Ulianov: «La primavera se siente ya en el aire. El río helado se cubre de agua continuamente; los gorriones arman una zarabanda infernal en los sauces blancos; los bueyes mugen en las calles, y bajo la estufa de la propietaria la gallina hace tanto ruido todas las mañanas que despierta a todo el mundo. Los caminos están lodosos. Volodia habla cada vez con más frecuencia de su fusil y de sus botas de cazador, y mamá y yo hablamos ya de plantar flores.»

El próximo verano sería el último que debía pasar Ulianov en Chuchenskoe. En enero de 1900 terminaba su exilio. Ya desde ahora prepara su partida, hace proyectos y traza los caminos de su porvenir. No quiere emprender nuevos trabajos. «En general, trabajo poco en estos momentos —escribe a Ana el 29 de mayo— y no siento el menor deseo de escribir.»

Un acontecimiento imprevisto le obligó a volver a coger la pluma. En un libro que le envió su hermana encontró, escrito entre líneas con tinta simpática, un texto titulado

Credo. En él se hablaba de la profunda transformación interior que acababa de sufrir el marxismo en lo que se refiere a la intensificación de la lucha económica. El marxismo exclusivo, intolerante —se decía en ese texto—, iba a ceder ahora el lugar al marxismo democrático. En lugar de perseverar en sus tentativas de lucha por la conquista del poder, se dedicará a transformar la sociedad existente con un espíritu democrático.

«En Rusia —declaraba ese documento—, la fuerza obrera se halla ante el muro de la opresión política. No sólo no posee los medios materiales para luchar contra ésta, sino que es ahogada sistemáticamente... La lucha económica es infinitamente difícil, pero, por lo menos, posible.» Y concluía: «Las disertaciones sobre un partido obrero independiente no son más que tentativas para trasplantar a nuestro país una experiencia extranjera... El marxismo ruso no tiene más que una salida: participar en la lucha económica del proletariado y en la actividad de oposición de los círculos liberales.»

Ulianov se estremeció de indignación al leer este texto. Veía en él una especie de manifiesto lanzado por los economistas, cuyas actividades no había cesado de estigmatizar desde que salió de la cárcel. Decidió contestar con una protesta colectiva de todos los socialdemócratas deportados. En el proyecto que redactó sometió la tesis del

Credo a una crítica despiadada. La lucha política y económica del proletariado —decía Ulianov— forma un todo indisoluble. La tarea fundamental del partido debe seguir siendo la conquista del poder para transformar la sociedad burguesa en sociedad socialista; el partido no puede, bajo ningún pretexto, ceder a la burguesía la dirección de la lucha política.

Quince deportados de la región respondieron a su llamamiento y firmaron esa protesta. Con la suya y con la de su mujer había diecisiete firmas. Después de copiarse varias veces, fue enviada a otros deportados que, por residir en otras regiones, no podían asistir a la reunión. Martov figuraba entre esos últimos. Se declaró totalmente de acuerdo con Ulianov y mandó, a su vez, una copia de la protesta a Potresov, quien, después de haber sido detenido a finales de 1896, se había unido a ellos en el exilio. Este también anunció su adhesión. Así, de región en región, a través de la infinita inmensidad de la tierra siberiana, circulaba el «mensaje de los diecisiete» salido de la pluma de Ulianov.

Parece que había exagerado un poco la importancia de ese documento. En una carta dirigida en 1924 a Kamenev, que dirigía entonces la publicación de las obras de Lenin, Ana Elisarov reconoció que fue ella quien, por su propia iniciativa, tituló ese documento, comunicado por una librera en cuyo establecimiento compraba libros su hermano,

Credo de los jóvenes. «No encontré ningún eco —escribía Ana— no sólo a mi alrededor en Moscú, sino ni siquiera en San Petersburgo, en los círculos de la

Rabotchaia Mysl (periódico de los «economistas»)... Cuando me di cuenta, por la respuesta de V. I., de la profunda indignación que le había causado (el

Credo) y cuando supe que V. I. se disponía a lanzar una protesta, le escribí para explicarle que yo era la inventora de ese título y que los «jóvenes» socialdemócratas no lo usaban.» Desgraciadamente, la tinta con que fueron escritas esas líneas era mala y Ulianov no pudo descifrarlas. «Cuando regresó mi hermano de Siberia —dice también esa carta— y abordamos ese tema en una conversación, se mostró muy sorprendido, pero agregó sonriendo: —Después de todo, da lo mismo. Había que protestar de todas maneras.»

Ulianov vivió las últimas semanas de su exilio en un estado de febril agitación. Al decir de su mujer, había perdido el sueño y «empezó a adelgazar espantosamente». Llegó por fin el día de la liberación: 29 de enero de 1900. Todo estaba listo para la partida. Ese mismo día salió de Chuchenskoe con su mujer y su suegra.

 

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