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LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO SOCIALISTA » 24. La «asquerosa paz» de Brest-Litovsk

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XXIV

LA «ASQUEROSA PAZ»

DE BREST-LITOVSK

«Buena limpieza», se dijo Lenin al tomar la pluma para comenzar un artículo sobre la gente de ultratumba, es decir, los constituyentes, que le habían hecho «perder un día». No era, en efecto, el momento de malgastar su tiempo. El problema de la guerra y de la paz exigía una solución urgente. Y ésta seguía sin poderse hallar. Sin embargo, según Lenin, era una cuestión de vida o muerte para la República de los Soviets. Comprendía perfectamente que si su partido había podido adueñarse del poder era porque había prometido poner fin a la guerra y concertar la paz inmediatamente. La promesa debía ser cumplida, costara lo que costara. De ello dependía la suerte del nuevo régimen, de toda la revolución.

Así, pues, Lenin se debatía en un penosísimo conflicto de conciencia. Seis semanas antes de la revolución del 25 de octubre, cuando en una carta apasionada que dirigió al Comité central conjuraba a éste a salir de su inercia y a pasar a la acción, demostraba tener una fe absoluta en las capacidades militares de la nueva Rusia revolucionaria. ¡Que el pueblo sea efectivamente dueño de sus destinos, y ya se verá con qué ardor defenderá su patria socialista! Sabrá hacer frente al más temible de los enemigos. ¿No había terminado acaso su carta con estas palabras optimistas: «Los recursos materiales y morales de una guerra revolucionaria auténtica en Rusia son todavía inconmensurables...»?

Una vez convertido en jefe del Gobierno, debió darse cuenta con bastante rapidez de que, en realidad, esos recursos eran perfectamente nulos, y que no había esperanzas de poder forzar a la masa campesina, que formaba las nueve décimas partes de los efectivos combatientes del ejército, a seguir peleando. También debió comprender que ese ejército había llegado a tal grado de descomposición que, al primer choque con el enemigo, las multitudes desesperadas de soldados hubieran abandonado sus posiciones para afluir hacia la retaguardia llevando con ellas el caos y la anarquía en que se hundiría definitivamente el régimen soviético. Únicamente una paz firmada en el más breve plazo, estimaba Lenin, podía permitir que se evitara ese peligro. Estaba dispuesto a hacer todas las concesiones posibles para obtenerla. Si era necesario sacrificar a los países limítrofes, se les sacrificaría. Después de todo, Polonia, Finlandia y las provincias bálticas no eran Rusia. Si había que pagar una contribución de guerra monstruosamente exorbitante, se pagaría. En los Bancos que acaban de ser nacionalizados hay dinero. ¡Qué significan unos cuantos centenares de millones más o menos tomados a los ricos, cuando se trata de la suerte misma del socialismo! La recién nacida República de los Soviets, ¿no es acaso la antorcha luminosa que una mano poderosa, la del partido bolchevique (¿por qué no decir: la suya?), enarbola por encima de las sangrientas tinieblas en que han sumido al mundo el capitalismo y el imperialismo?

Había otra cosa además: había que aprovechar el estado de guerra que enfrentaba a los dos bandos opuestos del imperialismo mundial. Ocupados en luchar entre sí, no podían, por el momento, combatir contra el nuevo Estado proletario cuya existencia seguramente no habrían tolerado si hubieran tenido las manos libres. Por tanto, firmando la paz desde ahora, se podría trabajar, sin que lo impidiera una intervención extranjera, por la consolidación del nuevo régimen mientras que las potencias capitalistas seguirían desgarrándose entre sí. Unas y otras saldrían inevitablemente debilitadas y agotadas de esa lucha, mientras que la joven República de los Soviets, aprovechando el respiro que le sería concedido, después de restaurar su vida económica pondría en pie un nuevo ejército, proletario éste, y disciplinado, dispuesto a luchar hasta la última gota de su sangre por defender al Estado socialista contra la eventual agresión de los países capitalistas.

Desgraciadamente, la inmensa mayoría de los dirigentes responsables del partido no compartían su opinión, y chocaba con fuerte oposición en el seno del Comité central y de las grandes organizaciones locales. El Buró político de la región de Moscú se había puesto a la cabeza de esa oposición. Representaba a las doce provincias del centro, las más ricas, las más industriosas, el verdadero corazón de la gran Rusia con su capital-madre, Moscú. La dirección de ese Buró pertenecía a un grupo de jóvenes ardientes y entusiastas cuyo jefe era Bujarin.

Ese hombre extraño, espíritu brillante, de una gran cultura, nervioso e irritable como una mujer, seducía y desconcertaba a la vez. Pero, en todo caso, gozaba de una influencia considerable en los medios moscovitas. Su amigo Lomov, ex comisario del pueblo para la Justicia, que se había visto obligado a abandonar su puesto para cedérselo a un socialista— revolucionario de izquierda, lo secundaba activamente.

El 28 de diciembre, el Buró de Moscú adoptó una resolución que declaraba que el Comité central del partido había perdido su confianza; exigía al mismo tiempo la ruptura de las negociaciones entabladas con Alemania y la reanudación de las hostilidades bajo la forma de una guerra revolucionaria sagrada, levantando en masa a todo el pueblo ruso. Lenin era violentamente atacado. Se le reprochaba haber traicionado sus propias convicciones: después de haberse pronunciado en varias ocasiones en favor de la guerra revolucionaria, ahora predicaba la sumisión y la capitulación. Entrar en conversaciones con el imperialismo alemán, firmar un acuerdo ventajoso para éste y que diera por resultado reforzar su posición internacional, equivaldría a asestar una puñalada en la espalda a la revolución proletaria. La consigna lanzada por los moscovitas, ¡Abajo la paz asquerosa!, se fue extendiendo más y más. El Comité de Petrogrado, por su parte, se adhirió plenamente a la tesis de la guerra revolucionaria. Las «cumbres» bolcheviques de las dos capitales tomaban posición así contra Lenin.

Trotski, que hasta entonces había persistido en la actitud que adoptó al producirse el golpe de Estado, de compañero fiel de Lenin, se había puesto a desarrollar su propio juego, un juego infinitamente sutil y peligroso que había de conducirlo muy lejos. A pesar de su carácter impulsivo y autoritario, siempre se había mostrado, en el curso de su carrera política, inclinado a preconizar soluciones «centristas» que habían de permitirle, al menos así lo creía, desempeñar un papel de árbitro de los partidos y de conciliar lo inconciliable. También en esta ocasión pretendía haber encontrado una solución que lo arreglaría todo. Ni Bujarin ni Lenin. Ni guerra revolucionaria ni paz vergonzosa. Se lanzaría a la camarilla imperialista alemana, en pleno rostro, un no sonoro que tendría un eco formidable en el mundo entero, se romperían las negociaciones y se desmovilizaría al ejército, dejando al país sin defensa alguna. El enemigo no se atrevería a avanzar. Su proletariado se lo impediría. Si a pesar de todo proseguía su ofensiva, se firmaría en última instancia la paz «bajo la bota del invasor», pero de esa manera se salvaría el prestigio de la revolución. Nadie se atrevería a acusarla de haber pactado con el imperialismo alemán.

Me niego a admitir que Trotski, hombre de gran inteligencia, haya podido creer sinceramente en el éxito de su plan. Creo más bien, y su actitud en las jornadas que van a seguir parece confirmar esta hipótesis, que le sedujo la perspectiva de suplantar a Lenin haciendo «entrar de nuevo en la guerra» a Rusia, con la ayuda militar y técnica que le habían ofrecido los aliados inmediatamente después de la liquidación de la última tentativa de Kerenski, y dando por descontada la victoria final de éstos, victoria que habría liberado a la República soviética de las garras del invasor alemán. Esta tesis fue presentada por Trotski con mucha brillantez y de una manera muy hábil. Encontró numerosos adeptos. Lenin tuvo que luchar, por tanto, en dos frentes al mismo tiempo.

Apenas disuelta la Asamblea Constituyente, anunció que deseaba exponer ante una asamblea de los principales dirigentes del partido su punto de vista sobre el problema de la paz. Se convocó una conferencia para el 8 de enero. Fueron invitadas unas sesenta personas, entre ellas los miembros del Comité central y los del Comité de la organización bolchevique de Petrogrado. Según su costumbre, Lenin se presentó armado con un conjunto de «tesis» (veintiuna en esta ocasión) sobre la cuestión de la firma inmediata de la paz separada y anexionista. Todas ellas apuntaban esencialmente hacia el «grupo Bujarin» de los partidarios de la guerra revolucionaria.

En principio, estima Lenin, aquel que sin ocultar nada al pueblo acepta firmar una paz desventajosa para el país, porque éste se halla en la imposibilidad total de continuar la guerra, no traiciona en modo alguno al socialismo.

Se pretende que, al hacer la paz con el imperialismo alemán, la República soviética se convierte prácticamente en su agente y cómplice puesto que de esa manera le permite utilizar las tropas del frente oriental para reforzar la presión sobre el frente occidental. Pero, observa Lenin, si nos lanzamos a una guerra revolucionaria, nos convertimos en agentes y cómplices del imperialismo anglo-francés, puesto que de esa manera impedimos que los alemanes dispongan de sus tropas del Este para poder rechazar el ataque de los aliados en el Oeste. Por tanto, en ambos casos hacemos el juego a los imperialistas. Ahora bien, de lo que se trata no es de saber con cuál de los dos grupos enemigos debemos marchar, sino de cuál es la solución susceptible de favorecer mejor la consolidación y los progresos del poder de los Soviets en Rusia.

Se le reprocha haber sostenido antaño la tesis de la necesidad de una guerra revolucionaria y de decir ahora lo contrario de lo que decía antes. Eso es inexacto, responde Lenin. En efecto, en 1915 habló de la necesidad de «preparar y hacer la guerra revolucionaria», pero era bajo el régimen zarista y no se había comprometido a iniciarla sin tomar en consideración las coyunturas del momento. «Ciertamente, debemos empezar desde ahora a preparar una guerra revolucionaria, pero la cuestión de saber si puede ser iniciada enseguida no puede zanjarse más que teniendo en cuenta las condiciones materiales creadas por la situación en que nos encontramos, y los intereses de la revolución socialista empezada.» Hay que ver las cosas con realismo: la guerra revolucionaria conducirá infaliblemente a la derrota. Esa derrota obligará a Rusia a firmar una paz mucho más dura que la que se le impone ahora. Y además, no será el Gobierno obrero y campesino el que la firme, puesto que antes será derribado por el ejército en derrota, desencadenado.

En conclusión, embarcarse en una guerra revolucionaria sería arriesgar la existencia de la revolución socialista rusa. Nadie tiene derecho a lanzarse a tal aventura. En cambio, firmando una paz separada, la República obrera y campesina se retira del conflicto y obtiene la posibilidad de dedicarse a la construcción de un nuevo orden socialista que la hará fuerte y temible ante sus futuros enemigos. La asamblea no se dejó convencer. De 63 votos, sólo 15 se pronunciaron en favor de Lenin. La tesis de la guerra revolucionaria reunió 32 votos, y la de Trotski, 16. Desde la publicación de sus tesis de abril, Lenin nunca había visto alzarse contra él una mayoría tan fuerte. Pero esa votación no tenía más que un carácter puramente indicativo. El que debía determinar oficialmente la posición del partido era el Comité central, que iba a reunirse tres días más tarde, el 11.

Ahora Lenin tuvo que enfrentarse a una reunión reducida a 16 miembros. Se sentía en un terreno más sólido. Cierto que estaban allí Bujarin y Lomov. Trotski también. Pero no habían podido ponerse de acuerdo, mientras que Sverdlov y Stalin trabajaron lo indecible para reclutar partidarios de la tesis de Lenin, que desde un principio contó con su entera y total adhesión.

Resulta singular que el importante discurso que pronunció Lenin al principio de la sesión, lo mismo que sus réplicas en el curso de los debates que le siguieron, no figure en la reciente edición de las obras de Lenin (la edición anterior lo incluía), a pesar de haberse asignado la tarea de recoger hasta los más insignificantes fragmentos de sus intervenciones oratorias. Me limito a dar un breve resumen, puesto que, en gran parte, ese discurso no hace más que reproducir los argumentos desarrollados en las tesis del 8 de enero, aunque en algunos puntos expresa el pensamiento de Lenin con menos miramientos, con palabras más claras. No vacila en decir crudamente enojosas verdades. «El ejército no puede más... Ni siquiera tenemos caballos para salvar, en caso de retirada, aunque sólo fuera una parte de la artillería. Los alemanes tienen tal posición en el Báltico que pueden tomar Petrogrado y Reval jugando... Sólo a los imperialistas anglo-franceses les interesa vernos continuar la guerra. ¿Queréis una prueba? Los norteamericanos han ofrecido a Krylenko una prima de cien rublos por cada soldado presente en las trincheras... Se cuenta con la revolución que debe estallar en Alemania. Seguramente llegará un día. ¿Pero cuándo? Es quizá una cuestión de meses y meses, mientras que aquí la revolución ha traído ya al mundo un bello niño: la República socialista, que podemos matar reanudando la guerra... Es cierto que la paz que vamos a firmar es una paz asquerosa, pero necesitamos un respiro para recuperar el equilibrio. Necesitamos consolidar nuestras posiciones. Tenemos que aplastar definitivamente a la burguesía, y para eso necesitamos tener libres las manos. Evidentemente, esto es un retroceso, y el camino que emprendemos está sembrado de inmundicias, pero hay que pasar por ahí. Una contribución de 3.000 millones no es demasiado cara para salvar a la República socialista.»

Lenin tuvo que soportar vehementes ataques por parte de Bujarin y de Lomov. Estaba previsto. El que partió del trotskista Uritski tampoco podía sorprenderle. ¿Pero cuál no sería su asombro cuando vio alzarse contra él a su fiel Dzerjinski? «Lenin no hace más que recomenzar lo que Zinoviev y Kamenev quisieron hacer en octubre pasado —exclamó—. Somos un partido proletario. El proletariado no nos seguirá si firmamos la paz.» Trotski se limitó a exponer su tesis, alabando sus ventajas. Recibió una severa amonestación por parte de Stalin, pero en cambio pudo conquistarse a la señora Kollontai y a la secretaria del Comité, Stasova, mujer de talento que gozaba de una gran influencia. Pasaron a votar. Gracias a las dos mujeres, la tesis de Trotski fue adoptada por 9 votos contra 7. La de Lenin quedó rechazada así. En cuanto a la de Bujarin, no pudo reunir más que dos votos. Tres días después, el Comité central del partido bolchevique y el de los socialistas-revolucionarios de izquierda se reunía conjuntamente. La tesis de Trotski volvió a triunfar.

Se había establecido la costumbre de considerar que una decisión tomada por los dos comités en común era una decisión del Gobierno. Por tanto, al lanzar en Brest-Litovsk, el 10 de febrero siguiente, su sensacional declaración, Trotski no cometía en modo alguno un acto arbitrario. La responsabilidad de la lamentable aventura que constituyó su consecuencia incumbía a los que, con sus votos, habían consagrado oficialmente su proposición y le habían permitido así emplear la técnica nefasta destinada a servir ambiciones inconfesadas.

Cinco días después de su gesto espectacular, el 16 de febrero, el mando alemán informó al gran cuartel general ruso que el estado de armisticio cesaría el 18 al mediodía y que las hostilidades iban a reanudarse. Lenin trató de volver a la carga en la reunión del Comité central que se celebró el 17. Era necesario enviar sin tardanza un telegrama a los alemanes diciéndoles que estaban dispuestos a reanudar las conversaciones. Trotski tranquilizó a la reunión: no hay que perder la cabeza; quizá no se trate más que de una simple maniobra de intimidación por parte de los alemanes. Esperemos a ver lo que va a ocurrir el 18. La proposición de Lenin fue rechazada por 6 votos contra 5.

Por tanto, la jornada siguiente era la que debía traer la decisión. No era necesario esperar hasta el mediodía para ver que los alemanes no tenían el menor deseo de bromear. En la sesión que celebró por la mañana el Comité central, fue el propio Trotski quien, bastante molesto anunció que aviones alemanes volaban sobre Dvinsk, que cuatro divisiones acababan de llegar del frente occidental y que el kronprinz de Baviera, comandante en jefe del grupo de ejércitos del Oeste, había declarado por la radio que Alemania iba a asumir la sagrada misión de librara al mundo de la peste rusa. Lenin insistió de nuevo en su proposición. Trotski se opuso nuevamente. Es posible, decía, que la ofensiva lanzada provoque un estallido de indignación popular en el interior de Alemania. De ahí podría nacer una revolución. Esperemos, por tanto, el efecto de la ofensiva. Siempre habrá tiempo para proponer la paz a los alemanes si no se produce la explosión revolucionaria entre ellos. Seis miembros del Comité, siempre los mismos por lo demás, se adhirieron a esa proposición insensata y, una vez más, la opinión de Lenin no fue escuchada.

Los ejércitos alemanes pasaron a la ofensiva a la hora dicha. Las tropas rusas se replegaron inmediatamente en desorden, sin oponer la menor resistencia, abandonando material, municiones y víveres. En las últimas horas de la tarde se supo que los alemanes habían entrado en Dvinsk, saludados como libertadores por la burguesía, y que avanzaban rápidamente en dirección de Pskov, es decir, que marchaban sobre Petrogrado. En cuanto a la «explosión» de Trotski, ni la menor noticia...

La sesión del Consejo de los Comisarios del Pueblo, que debía celebrarse como de costumbre hacia las seis de la tarde, fue anulada para que se celebrara una reunión común de los comités centrales de los bolcheviques y de los socialistas— revolucionarios de izquierda. Steinberg, testigo ocular, cuenta: «Los comisarios que eran miembros de los comités centrales se quedaron en el Smolny. Se trató de convocar a los demás que estaban dispersos por todos los puntos de la ciudad. Los bolcheviques pasaron a una pequeña sala contigua. Nosotros nos quedamos en la gran sala de sesiones y nos pusimos a deliberar.»

Mientras tanto, al lado, Lenin y Trotski estaban sosteniendo uno con otro un duro combate. Trotski persistía en su aberración. Estimaba que había que empezar por «sondear a los alemanes» para preguntarles que querían. ¡Como si su entrada en Dvinsk y su marcha sobre Petrogrado no lo dijeran suficientemente! I a réplica de Lenin, tal como fue transcrita en el acta, fue incoherente, vehemente, indignada, apasionada y refleja perfectamente el estado de excitación en que se hallaba.

Recorriendo la habitación a grandes zancadas, acribilla al adversario con breves y abrumadores apóstrofes: «Con la guerra no se puede jugar... Es imposible esperar más tiempo... Queréis enviar notitas a los alemanes, mientras ellos arramblan con nuestros vagones, con nuestros depósitos, y nosotros reventamos... Jugando con la guerra entregáis la revolución a los alemanes. La historia dirá que la revolución ha sido entregada por vosotros. Pudimos firmar una paz que no la amenazaba en modo alguno... Ahora ya no hay tiempo para cruzar notas diplomáticas. Es demasiado tarde para «sondear a los alemanes». Hay que proponerles la paz abiertamente.»

Trotski parece ceder bajo ese alud de cortantes reproches. Se defiende mal: «Nadie está jugando a la guerra. Pero hay que proceder moralmente (sic). Hay que hacer la prueba de la pregunta hecha a los alemanes.»

Stalin, taciturno y reservado por lo general, estalla bruscamente: «Hay que acabar con este enredo. Que Trotski plantee su pregunta en la prensa. Nosotros debemos decir ahora que las conversaciones deben reanudarse.»

Se vota. Ahora triunfa la moción de Lenin por 7 votos contra 6. Al abstenerse en la votación, Stasova permitió evitar el empate que hubiera imposibilitado hallar una solución. Pero lo más asombroso es que a última hora, Trotski, víctima de un reflejo imprevisible, abandona su propia tesis y vota por la de Lenin. Le hubiera bastado, sin embargo, agregar su propio voto a los de sus seis partidarios para triunfar una vez más.

A partir de ese momento se marcha a paso rápido hacia el desenlace. Lenin y Trotski son encargados de redactar allí mismo el texto del mensaje. Con mano firme, el rostro tranquilizado y los nervios calmados, Lenin traza unas cuantas líneas: «El Consejo de los Comisarios del Pueblo protesta contra el avance del ejército alemán... Se ve obligado, por la situación que ello ha creado, a declarar que está dispuesto a firmar la paz en las condiciones puestas por el Gobierno alemán en Brest-Litovsk. Se declara dispuesto a examinar las nuevas proposiciones formuladas por el Gobierno alemán y a dar su respuesta en un plazo de doce horas.»

Como se ve, Lenin trataba de cubrir las apariencias. Con esa redacción, la respuesta no tomaba el aspecto de una capitulación pura y simple. El Gobierno obrero y campesino decía estar dispuesto a examinar las nuevas condiciones alemanas, pero «examinar» no quería decir «aceptar»... Así podía evitarse el chocar con la desconfiada susceptibilidad de los socialistas-revolucionarios de izquierda, que en la sala contigua esperaban ser llamados a participar en las deliberaciones del Comité bolchevique.

»A las tres de la mañana —cuenta Steinberg— pasamos a su despacho... Trotski, con la cabellera en desorden, se apoyaba contra la chimenea. Sombrío como la noche, con ojos parecidos a los de un pájaro de presa, miraba hacia la ventana, por encima de las cabezas de los asistentes... Yoffé, Krestinski y Uritski estaban de pie, contra la pared, y fumaban nerviosamente sus cigarrillos. Lenin caminaba de arriba abajo, con las manos en los bolsillos y sonriéndose a sí mismo. Comprendimos entonces que grandes disensiones habían debido producirse entre ellos.» Después de un cambio preliminar de impresiones en la habitación, cuyo aire se había hecho irrespirable, todo el mundo pasó a la gran sala y se abrió la discusión. Steinberg, convertido en este caso en el eco de Trotski, repitió sus palabras que parecían extrañamente caducas: «No debemos dejarnos arrastrar por el pánico que han provocado las primeras noticias... Todo esto no es quizá más que una maniobra de intimidación por parte de los alemanes.» Su proposición concreta: aplazar el envío del telegrama y convocar al Consejo ejecutivo de los Soviets para el día siguiente por la mañana. Lenin ni siquiera se molesta en enfadarse. Empieza a razonar con el portavoz de los socialistas-revolucionarios de izquierda, irónico y condescendiente, como un maestro que se dirige a un alumno poco inteligente, incapaz de comprender las cosas más simples. «Pero, hombre, los gobiernos se hacen para tomar decisiones rápidas. Cada hora tiene ahora su importancia. No cabe aplazar el telegrama hasta el día siguiente, puesto que nuestros dos partidos están representados en el Consejo de los Comisarios y puesto que las fracciones del Comité ejecutivo estarán de acuerdo con nosotros.»

De todos modos, el «alumno» quiso decir la última palabra. «Sí —replicó Steinberg sentenciosamente—, hay que tomar decisiones rápidas, pero no en una atmósfera de pánico.» Lenin no contestó nada y fue a sentarse junto a la estufa, dando la impresión de que saboreaba el placer de calentarse cómodamente. Una voz desilusionada, la de Yoffé, rompió el silencio: «Puesto que nos hemos puesto de acuerdo sobre el mensaje, ¿qué importancia puede tener la cuestión del tiempo?» Nadie reaccionó. Continuaban callados. Ya estaba dicho todo. Steinberg lo comprendió y, resignado, preguntó: «¿Cuál es el texto de vuestro telegrama?»

Después de haber escuchado la lectura del mismo, se retiró con sus seis camaradas a un rincón del salón. Instantes después, los representantes de los socialistas-revolucionarios de izquierda anunciaban que por mayoría de cuatro votos contra tres aceptaban el envío inmediato del telegrama.

Ya no faltaba más que firmarlo, Lenin puso su firma con gesto breve y enérgico y pasó el papel a Trotski, quien se negó a firmarlo so pretexto de que «la firma de Lenin bastaba». Este cortó en seco esta última veleidad de resistencia. «No, la firma del comisario de Negocios Extranjeros es indispensable.» Esas palabras sonaron como una orden. Trotski firmó y el telegrama partió.

Los días del 19 y del 20 llevaron la angustia de Lenin a su punto culminante. Los alemanes no contestaban y seguían avanzando. Pskov había sido ocupado. Narva también. Los soldados rusos seguían huyendo sin esperar la proximidad del enemigo. Los propios marineros se habían contagiado del pánico general. Se les haba confiado una posición de gran importancia cuya defensa debía impedir el movimiento envolvente del ala derecha alemana. La abandonaron sin siquiera anunciarlo al mando. En esas condiciones, a los alemanes les interesaba retrasar su respuesta y continuar su avance, que se había convertido en lo que en lenguaje de guerra se llama un simple paseo militar.

Con la muerte en el alma, Lenin asistía al resquebrajamiento de su obra. Se imaginaba que los alemanes habían decidido entrar en Petrogrado para restablecer con mano de hierro el antiguo régimen. Eso sería el fin de la República Socialista de los Soviets. Era demasiado tarde para emprender la evacuación del aparato gubernamental. La vía Petrogrado-Moscú estaba cortada. Hubiera sido necesario tomar una desviación llena de complicaciones. Y además no estaba totalmente seguro de que todo el mundo le seguiría. La única solución que quedaba era organizar la defensa de la capital y luchar hasta el último aliento contra el invasor. Puesto que no podía fiarse ya de las tropas, que se habían declarado en estado de desmovilización y que se negaban a tomar la menor participación en las operaciones militares, Lenin se dirigió a los obreros, conjurándoles, en una proclama titulada La patria socialista está en peligro, a levantarse todos para la defensa contra «e militarismo germánico que quiere aplastar a los obreros y campesinos rusos, devolver la tierra a los terratenientes, las fábricas a los capitalistas, el poder a la monarquía». En consecuencia, el Consejo de los Comisarios del Pueblo ordenaba: Todo debe ser puesto al servicio de la defensa nacional Durante la evacuación de las localidades amenazadas por el avance del enemigo hay que destruirlo todo: puentes, vías férreas, material, etc. Las estaciones y los depósitos de mercancías deben ser incendiados. Todos los habitantes válidos de ambos sexos deben ser empleados en cavar trincheras. Los que pertenecen a la clase burguesa trabajarán bajo la vigilancia de los guardias rojos. Se fusilará a los refractarios. Los periódicos que tiendan a explotar el avance de los ejércitos alemanes para preconizar el derrocamiento de Gobierno soviético serán prohibidos. Sus redactores serán empleados en los trabajos de defensa nacional. Los agentes del enemigo, especuladores, saboteadores bandidos y agitadores contrarrevolucionarios deben ser fusilados en el acto.

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