Lenin

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LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO SOCIALISTA » 24. La «asquerosa paz» de Brest-Litovsk

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De esta manera, quieras que no, Lenin se veía obligado a hacer la guerra. Pero para poderla dirigir, aunque sólo fuera en forma puramente defensiva, se necesitaba material y sobre todo oficiales experimentados. Los que habían ofrecido sus servicios al régimen soviético no le inspiraban confianza. A todos los creía capaces de pasarse al enemigo en el momento decisivo y dudaba mucho de su ciencia militar. Trotski, que no había cesado de mantener buenas relaciones con la Embajada de Francia, sugirió entonces a Lenin la idea de aceptar la ayuda ofrecida por la misión militar francesa, uno de cuyos miembros, el capitán de reserva Sadoul, abogado y socialista militante, se había hecho ferviente adepto del bolchevismo. Se arregló una entrevista entre Lenin y un oficial de la misión, el conde de Lubersac. En una carta escrita a los obreros norteamericanos unos meses más tarde, Lenin habla de ello en estos términos:

»Fui puesto en contacto con el oficial francés Lubersac. «Soy monárquico; mi única finalidad es la derrota de Alemania», me declaró Lubersac. «Eso es evidente», le contesté yo. Eso no nos impidió ponernos de acuerdo sobre la ayuda que los oficiales franceses, que son verdaderos técnicos, querían darnos para volar las líneas de ferrocarril, a fin de contener el avance alemán. Apreté la mano del monárquico francés, y ambos sabíamos muy bien en ese momento que cada uno de nosotros hubiera hecho colgar con gusto a su interlocutor. Pero nuestros intereses coincidían por el momento.»

De esa manera, Lenin se veía de todos modos uncido al carro de ese imperialismo anglo-francés del que trataba de librarse a toda costa. Al día siguiente, cuando Trotski sometió a la aprobación del Comité central el ofrecimiento de los aliados de proporcionar armas y víveres al Gobierno soviético, a fin de ayudarle a resistir a los alemanes, Lenin, que no había podido asistir a la sesión, mandó esta nota: «Favor de unir mi voto en pro de la aceptación de las patatas y de las armas de manos de los bandidos imperialistas anglo-franceses.» El ofrecimiento fue aceptado por seis votos contra cinco. Al salir de la sesión, Bujarin se arrojó a los brazos de Trotski, y exclamó sollozando: «¿Qué estamos haciendo? ¡Estamos transformando el partido en un montón de basura!» Trotski, al dar cuenta de esas palabras en su autobiografía, agrega con la mayor seriedad: «En general, Bujarin llora con facilidad y es muy afecto a las expresiones naturalistas.»

La respuesta alemana llegó el 23, hacia las once de la mañana. En el Smolny causó la mayor consternación. Las exigencias de Alemania superaban cualquier previsión: pensaba quedarse con Polonia, Lituania y una parte de la Rusia Blanca. Ucrania debería formar un Estado independiente; todas las tropas rusas que se hallaran en su territorio deberían ser retiradas inmediatamente. Lo mismo en lo que se refería a Finlandia y a los países bálticos. Las ciudades de Kars y de Batum pasarían a manos de Turquía. El Gobierno de los Soviets debía cesar toda propaganda revolucionaria en Alemania. Rusia tendría que pagar una contribución de guerra cuyo monto sería fijado ulteriormente.27 La respuesta debía darse en un plazo de cuarenta y ocho horas. No se admitía discusión alguna.

La opinión general consideraba que firmar tales condiciones equivaldría a un suicidio político y moral. El país no soportaría esa vergüenza. El diktat alemán debía ser rechazado con desprecio. El Comité central se reunió. Trotski anunció que las cuarenta y ocho horas fijadas por el ultimátum expiraban al día siguiente, a las siete de la mañana. Lenin casi no le deja terminar. Da un salto, temblando de rabia, y empieza a recorrer la habitación. Frases cortas, rápidas y breves empiezan a caer sobre sus desconcertados colegas: «Si no firmamos entregamos la revolución a los alemanes... La política de la «frase revolucionaria» ya ha pasado de moda... Si seguís esa política, yo dimito. No seguiré ni un segundo en el Gobierno ni en el Comité...» Se detiene un instante, toma aliento, y, con las mandíbulas contraídas, martillea las sílabas:...ni un so-lo se-gun-do.

Pero Trotski no se deja convencer. Los argumentos de Lenin no son convincentes —dijo con voz tranquila y calmada—. Si hubiéramos sido unánimes, hubiéramos podido organizar la resistencia. No estaríamos en mala posición aunque hubiera sido necesario abandonar Petrogrado y Moscú. El mundo entero tendría los ojos fijos en nosotros y la guerra civil se encendería en Europa. Pero para eso era necesario una unanimidad total. Puesto que no la tenemos, asumo la responsabilidad de votar por la continuación de la guerra.» Eso equivalía, en resumen, a hacer responsable a Lenin de la vergüenza con que se iba a cubrir la República de los Soviets, puesto que era él quien impedía que se realizara esa unanimidad.

Después de oír a Trotski, se soltaron las lenguas. Se oyó, cosa sorprendente, que Stalin hablaba contra Lenin. «Podemos no firmar —sugirió— y declarar simplemente que estamos dispuestos a recomenzar las conversaciones sobre la base de nuevas condiciones.» Dzerjinski va más lejos: «Al firmar, no hacemos más que alentar el imperialismo alemán. No nos protegemos contra un nuevo ultimátum, no sabemos nada.» Se declara de acuerdo con Trotski: «Si el partido fuera suficientemente fuerte para soportar la escisión y la dimisión de Lenin, hubiera podido decidirse rechazar el ultimátum alemán. Tal no es el caso, y, por lo tanto, no podemos hacerlo.» Lenin, que ha logrado controlar sus nervios, quiere hacer entrar en razón a sus dos más fieles compañeros: «Se me reprocha presentar un ultimátum. Si lo he hecho ha sido únicamente porque me hallo en el límite extremo. Los que hablan de la guerra civil inminente en Europa se burlan del mundo... Stalin se equivoca al decir que podemos no firmar. Hay que firmar. Si no firmáis, pronunciáis una condena de muerte para la República de los Soviets de aquí a tres semanas. Las condiciones alemanas no afectan a la existencia del Gobierno obrero y campesino... Por lo tanto, hay que aceptarlas. Si más tarde hubiera un nuevo ultimátum, la situación no sería ya la misma.»

Su intervención no hizo más que reavivar las pasiones. Uritski se desencadena: «Nuestra capitulación retrasará la naciente revolución en Europa. Si firmamos, el imperialismo germánico nos traerá de nuevo a Miliukov.» Y Lomov dijo sin rodeos lo que sus amigos no se habían atrevido a confesar abiertamente: «Si Lenin amenaza dimitir, eso no debe asustarnos. Hay que tomar el poder sin Lenin.»

Trotski cree llegado el momento de poner en la balanza, que le parece inclinarse por el «buen» lado, el peso de sus palabras. Lo hace de una manera tan hábil como pérfida: «La posición de Lenin tiene un carácter muy subjetivo. No creo que sea justa. Sin embargo, no quiero crear obstáculos a la unidad del partido. Por el contrario, contribuiré a ella en la medida de mis posibilidades; pero no puedo seguir asumiendo las responsabilidades de la dirección de los Negocios Extranjeros.» Es decir, unidad en el partido y escisión en el Gobierno: así es como Trotski entiende la política de entendimiento y de conciliación que se propone seguir.

Ha llegado el momento de votar. Se somete a votación la pregunta hecha por Lenin: ¿Hay que aceptar inmediatamente las proposiciones alemanas? Contestaron sí: Lenin, Sverdlov, Stalin, Zinoviev, Stasova, Sokolnikov, Smilga. Contestaron no: Bujarin, Lomov, Uritski, Bubnov. Se abstuvieron de participar en la votación: Trotski, Dzerjinski, Yoffé, Krestinski.

El resultado es proclamado: El Comité central acepta las condiciones alemanas por 7 votos contra 4 y 4 abstenciones. Lenin triunfa, pero la batalla no ha terminado. Uno de los «abstencionistas», Krestinski, se levanta y lee la siguiente declaración, firmada por él, por Dzerjinski y por Yoffré: «Insistimos en que es inadmisible firmar la paz con Alemania. Pero estimamos que únicamente un partido bolchevique estrechamente unido puede organizar la lucha después del rechazo del ultimátum alemán. Si se produce la escisión con que nos amenaza Lenin, nos veremos obligados a hacer una guerra revolucionaria tanto contra el imperialismo alemán como contra la burguesía rusa y contra una parte del proletariado, dirigida por Lenin. Eso seria hacer correr a la revolución rusa peligros todavía mayores que los que le esperan con la firma de la paz. Por eso, no queriendo contribuir a crear esa situación, pero no pudiendo votar por la paz, nos hemos abstenido de participar en la votación.»

Tras él habla Uritski: «En nombre de los miembros del Comité central, Bujarin, Lomov, Bubnov y en el mío propio, en nombre del miembro suplente, Yakovleva, y de los camaradas Piatakov y Smirnov aquí presentes,28 declaro que no queremos asumir la responsabilidad de una decisión que consideramos profundamente errónea y susceptible de asestar un golpe fatal a la revolución rusa e internacional, tanto más cuanto que esa decisión ha sido tomada por la minoría del Comité, puesto que los cuatro miembros que se han abstenido comparten nuestra opinión. Por eso dimitimos de todas nuestras funciones, reservándonos una entera libertad de acción para luchar en favor de nuestra tesis en el interior y fuera del partido.»

A proposición de Sverdlov, y después de hacerse rogar largo rato, los dimitentes aceptaron seguir en sus funciones hasta el próximo Congreso del partido.

El Comité ejecutivo de los Soviets era el que tenía que pronunciarse definitivamente y en última instancia. Una asamblea plenaria fue convocada en el Palacio de Táuride para esa misma noche. Lenin quiso ponerse previamente de acuerdo con los socialistas revolucionarios de izquierda. Las dos fracciones se reunieron en conferencia privada. Se convino que los debates serían muy breves y que sólo dos oradores tomarían la palabra: uno en pro y otro en contra de la aceptación. Lenin, naturalmente, habló en favor de la firma, en nombre de los bolcheviques. El que habló en contra fue Radek, recientemente llegado de Suecia, donde desempeñaba la misión de agente de información de los bolcheviques. Entre los socialistas-revolucionarios, nadie quiso encargarse de defender la tesis de la paz, y los dos oradores hablaron en contra. El primero fue Kamkov, uno de los jefes del partido, joven, fogoso, lleno de ardor combativo. Su discurso sonó como una trompeta. Tras él habló Steinberg, con método diferente. Suavemente, sin forzar la voz, supo encontrar acentos patéticos para poner en guardia a la asamblea contra un acto que, según él, mataría moralmente a la revolución. «Lo peor de esa paz —dijo— no son tanto sus condiciones como su espíritu.

Esa paz quiere que la revolución se ponga de rodillas. Habrá que resignarse a ser humillados, acostumbrarse a sentirse envilecidos. Hay quien se pregunta si algunos elementos querrían luchar contra el invasor. Los seres pusilánimes, los que aspiran al descanso, no tienen más que mantenerse atrás. Siempre encontraremos suficientes almas heroicas dispuestas a sacrificarse y a marchar hacia adelante.» Luego, volviéndose a los bolcheviques, los exhorta con tristeza: «Si firmamos la paz, el lazo moral que nos une quedará roto. No matemos esa estimación, ese espíritu de solidaridad que constituye nuestra fuerza en este momento.»

En sus

Recuerdos, Steinberg escribe: «Volví a mi lugar en medio de un profundo silencio. Una parte de los bolcheviques nos miraba con manifiesta simpatía.» Vio lágrimas en el rostro de la señora Kollontai. Una joven bolchevique quedó totalmente subyugada, a pesar de su fervor de neófita. Cinco años más tarde, al hacer el relato de aquella reunión, escribía: «Decía [Steinberg] exactamente lo que yo sentía, pero lo decía tan bien, lo expresaba con palabras tan bellas y tan elocuentes...»

Lenin observaba con inquietud a los asistentes y veía las caras conmovidas de sus partidarios. Cerca de él, Dzerjinski se mordía los labios, presa de irresistible emoción. He aquí el peligro de la «frase», pensaba. Basta saber hablar con una bonita voz emocionada y halagar la sensibilidad siempre rebelde a la razón, para que la gente se muestre dispuesta a cometer las peores tonterías. Pero Lenin sabrá restablecer el orden. Y helo aquí que sube de nuevo a la tribuna, atribuyéndose autoritariamente el uso de la palabra.

¡Ah, con que necesitan algo sublime, estos «corazones heroicos»! No quieren sentirse «humillados», «envilecidos». Esperan marchar con la cabeza en alto, mirando hacia el cielo. Pues bien, él, Lenin, va a hacerles doblar el espinazo y agachar la nariz para que sientan el verdadero olor de la Revolución... La fuerza principal de Lenin como orador era su perfecta sencillez. En esta ocasión, para subrayar mejor el contraste con las bellas frases «a la Steinberg», se mostrará intencional e intransigentemente vulgar. No hay en él el menor signo de emoción, pero sí de amargura, mucha amargura. Y además una ironía fustigante, feroz. Pero, sobre todo, una convicción inquebrantable, una certeza absoluta de estar asistido por la razón.

»Se nos invita a adoptar poses efectistas, a ejecutar bonitos gestos. Más vale que veamos lo que somos y el estado en que nos encontramos. El alemán nos ha cogido por la garganta, nos ha puesto una rodilla sobre el pecho y ha apoyado su revólver contra nuestras sienes. ¿Dónde está la mano del proletariado internacional que debe liberarnos? No la veo. Dadme un ejército de cien mil hombres, fuerte, disciplinado, que no tiemble ante el enemigo, y no firmaré la paz. Os he dejado plena libertad de acción durante dos meses. ¿Habéis sabido aprovecharlos para crear un ejército? ¿Qué habéis aportado además de la charlatanería y de una espada de cartón? Sí, es una paz asquerosa, una paz infame, pero debéis firmarla en nombre de la salvación de la Revolución. ¡Ah! ¿Creéis que el camino de la Revolución está sembrado de rosas? ¿Que no hay más que marchar de victoria en victoria, al son de La Internacional, y con las banderas al viento? Así sería fácil ser revolucionario. No, la Revolución no es una partida de placer. No, el camino de la Revolución está cubierto de zarzas y espinas. Aferrándonos al suelo que se nos escapa, con nuestras uñas y nuestros dientes, arrastrándonos, si es necesario, cubiertos de lodo, debemos marchar, a través del fango, hacia adelante, hacia el comunismo, y saldremos vencedores de la prueba.»

Esta vez tampoco aplaudió nadie. Pero el encanto de la «frase» se había roto. Los bolcheviques bajaban la cabeza, aplastados bajo el peso de la lógica implacable con que acababa de abrumarlos su jefe. Sin embargo, se separan sin decidir nada. Mientras se dirigían, silenciosos y graves, hacia la gran sala de sesiones, se oyó una orden: «¡Bolcheviques! Subid al primer piso. Reunión de grupo.» Subieron al primero. Los convocaba de nuevo Lenin, quien temiendo desfallecimientos de última hora, quería pasar revista por última vez a sus tropas. Quedó especificado que no se admitiría la votación individual. De esa manera, los opositores no podían unir sus votos a los de los socialistas-revolucionarios. Pero los polacos y los letones fueron autorizados a no participar en una votación que iba a entregar al enemigo a sus países respectivos. Los opositores aprovecharon la ocasión para tratar de confundir a Lenin haciéndole ciertas preguntas perniciosas. Steklov, viejo militante, pero bolchevique de reciente cuño, se distinguió en ese juego fútil y mezquino que Lenin supo soportar con paciencia y buen humor. La joven y sensible bolchevique cuyas impresiones de la sesión acabo de citar, reproduce el diálogo que hubo entre ellos.

STEKLOV.— Dígame, camarada Lenin, ¿cómo cree usted que va a poder cumplir el artículo primero del tratado, relativo a la retirada de nuestras tropas de Ucrania? ¿Vamos a entregar un país indefenso al saqueo de los alemanes?

LENIN.— Retiraremos las tropas de Ucrania conforme a las disposiciones del tratado. Pero ni el diablo podría reconocer cuáles son allí las tropas rusas y cuáles las ucranianas. Es posible que, en general, ya no haya tropas rusas.

STEKLOV.— ¿Renunciaremos a nuestro deber de ayudar a nuestros hermanos de Finlandia? ¿Los dejaremos sucumbir en una lucha desigual?

LENIN.— Sí, nos veremos obligados a renunciar. Pero imagínese qué desgraciado accidente ocurió, ayer todavía, en la línea Petrogrado-Vyborg. Varios vagones cargados de municiones, destinados al Mediodía, fueron unidos «por error» a un tren que no era el suyo, y tomaron el camino de Finlandia. Tales «accidentes» son siempre posibles. En cuanto a los marineros, los propios camaradas de Finlandia nos han rogado que los retiremos: están tan desmoralizados que venden sus propias armas y no hacen más que obstaculizar la lucha.

STEKKLOV.— ¿Pero tendremos que renunciar a la propaganda revolucionaria?

LENIN.— Creo que no estoy hablando con un imberbe político, sino con un viejo lobo de la clandestinidad, que sabe muy bien cómo se hacía propaganda bajo el zarismo. Guillermo y Nicolás, es todo lo mismo.

STEKLOV.— Pero el partido ya no tendrá derecho a publicar en su prensa artículos dirigidos contra el Káiser y su camarilla. Eso sería violar las condiciones de Brest.

LENIN.—La paz debe ser firmada por el Comité ejecutivo de los Soviets y el Consejo de los Comisarios del Pueblo, y no por el Comité central del partido bolchevique. El Gobierno de los Soviets no es responsable de la conducta de este último.

Este breve intercambio de réplicas mejoró un poco los ánimos. Los hombres se miraban sonrientes con muda comprensión. «Les vamos a hacer una buena jugarreta a los alemanes», parecía decirse. Los párpados de Lenin se entrecerraron maliciosamente cuando, cual pastor vigilante, siguió con la mirada a su rebaño que se dirigía hacia la salida.

La sesión plenaria se abrió a las tres de la mañana. El tiempo apremiaba. Se fijaron límites para los oradores. Lenin dispuso de un cuarto de hora para hablar en nombre del Gobierno. Los oradores de las fracciones tuvieron que conformarse con diez minutos cada uno. Además, ya estaba todo dicho y las posiciones estaban tomadas. Lenin no hizo más que repetir una vez más sus argumentos. Anunció con voz firme, la frente en alto y la mirada dura: «Estimo que estoy cumpliendo mi deber. Estoy convencido que la clase trabajadora sabe lo que es una guerra, lo que le ha costado, el estado de agotamiento en que la ha sumido, y no dudo un solo instante que, sin dejar de reconocer la inaudita ignominia de esas condiciones de paz, aprueba nuestra conducta.»

Empezó el llamado nominal. Los «bujarinistas» se eclipsaron del salón. La votación dio 116 votos por la aceptación de las condiciones alemanas, y 85 en contra. Se registraron 26 abstenciones. Lenin había vencido. Eran las 4,15 de la madrugada.

Los miembros del Gobierno se reunieron inmediatamente en el pequeño despacho contiguo. Lenin les leyó el texto del decreto de aceptación y lo firmó. Los comisarios bolcheviques firmaron a continuación. Los socialistas-revolucionarios se negaron.

—¿Por qué? —les espetó Lenin, con el rostro sombrío e irritado—. ¡Es una decisión de la Asamblea!

—Lucharemos contra esa decisión —respondió Steinberg en nombre de sus camaradas—. Todavía faltan catorce días para la ratificación.

Lenin no insistió. Los minutos estaban contados. Todavía falta decidir la cuestión de la delegación. Se designó a Trotski, pero se negó. Yoffé, también. Desesperado, Lenin recurrió a un «hombre nuevo», el menchevique Chicherin, a quien había conocido en la emigración y que, tras un largo internamiento en Inglaterra, había logrado llegar a Rusia, donde se adhirió al partido bolchevique. Se le unió un miembro del Comité central, Sokolnikov, quien declaró que firmaría el tratado «sin leerlo», y un secretario, Karakhan, quien debutó así en la carrera diplomática. El mensaje partió a las siete de la mañana.

La paz, firmada el 3 de marzo, fue anunciada al país al día siguiente. El Congreso de los Soviets, que debía ratificarla, fue convocado para el día 14. Pero esta vez no se iba a reunir en Petrogrado, sino en Moscú. ¿Por qué?

 

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