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Primera parte. El chico que camina en la luz » Day

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DAY

Cuando yo tenía siete años, a mi padre le dieron unas semanas de permiso y volvió a casa desde el frente. Su trabajo consistía en limpiar los territorios conquistados por las tropas de la República, así que normalmente estaba fuera y mi madre tenía que criarnos sola. Durante esa semana, las patrullas de la policía ciudadana hicieron una inspección de rutina, pasaron por casa y se llevaron a mi padre a rastras hasta la comisaría del barrio para interrogarlo. Supongo que encontrarían algo sospechoso.

Lo trajeron de vuelta con los dos brazos rotos y la cara magullada y llena de sangre.

Unas noches después, metí una bola de hielo picado dentro de una lata de gasolina, esperé a que se empapara bien por fuera, la saqué y le prendí fuego. Luego la lancé con un tirachinas por la ventana de la comisaría. Recuerdo que poco después llegaron los camiones de los bomberos, entre el alarido de las sirenas, y que el ala oeste de la comisaría quedó carbonizada. Nunca se supo quién lo había hecho; jamás vinieron por mí. Al fin y al cabo, no había pruebas. Así cometí mi primer crimen perfecto.

Mi madre siempre decía que algún día yo sería alguien; que, a pesar de mi origen humilde, me convertiría en un hombre valorado, incluso famoso.

Y soy famoso. Pero no creo que esto sea lo que ella tenía en mente.

Ya ha caído la noche. Habrán pasado unas cuarenta y ocho horas desde que los soldados marcaron la puerta de mi madre.

Espero oculto entre las sombras de un callejón, frente al hospital central de Los Ángeles. La noche está nublada y no se ve la luna; apenas distingo el letrero destrozado del edificio Bank Tower. Se ve brillar luces eléctricas en cada planta; es un lujo que solamente se pueden permitir los edificios oficiales y las viviendas de la elite. En la calle hay una hilera de coches militares que esperan a que les den permiso para pasar al estacionamiento subterráneo. Un guarda recorre la fila pidiendo a sus ocupantes que se identifiquen. Me quedo inmóvil, con los ojos fijos en la entrada.

Esta noche me he arreglado. Me he puesto mi mejor par de botas: son de cuero negro, suaves por el uso, con cordones gruesos y puntas de acero. Las compré por ciento cincuenta billetes que saqué de mi alijo. Llevo un cuchillo plano oculto en la planta de cada una, y cada vez que doy un paso noto el frío del metal contra la piel. Me he metido los pantalones negros por dentro de las botas, y llevo un par de guantes y un pañuelo también negro guardados en los bolsillos. Tengo una camisa negra de manga larga atada a la cintura. La melena me cae suelta por los hombros; esta vez he teñido con un espray negro mi cabello rubio claro. Parece que lo haya sumergido en petróleo. A primera hora de la mañana, en un callejón que daba a la parte trasera de una cocina, Tess cambió cinco billetes por un cubo de sangre de cerdo. Me he untado los brazos, el estómago y la cara con ella. También me he embadurnado de barro las mejillas para asegurarme de que nadie me reconozca.

El hospital ocupa las doce primeras plantas del edificio. La única que me interesa es la que no tiene ventanas: el tercer piso. Es un laboratorio, donde se guardan las muestras de sangre y los medicamentos. Desde el exterior, ni siquiera se ve; está oculto por unas elaboradas tallas de piedra y por las banderas de la República. Pero detrás de este decorado hay una estancia diáfana sin pasillos ni puertas, una sala gigantesca en la que los doctores y enfermeras se ocultan tras mascarillas blancas, tubos de ensayo y pipetas, incubadoras y camillas. Lo sé porque he estado allí. Fue el día en que suspendí mi Prueba, el día en que decidieron que tenía que morir.

Estudio con atención la pared lateral. En algunos edificios es fácil entrar por los pisos superiores, si hay balcones desde los que saltar y repisas para agarrarse: una vez escalé un edificio de cuatro plantas en cinco segundos.

Pero esta torre es demasiado lisa y carece de puntos de apoyo. Para llegar al laboratorio, tendré que entrar por la puerta de la calle. Siento escalofríos a pesar del calor; por un momento lamento no haberle pedido a Tess que me acompañara, aunque dos intrusos son más fáciles de atrapar que uno solo. Además, no es su familia la que necesita vacunas.

Compruebo que llevo el colgante bajo la camisa.

Tras la hilera de coches del ejército se detiene un camión médico. Varios soldados bajan y saludan a los enfermeros mientras otros sacan cajas de la parte de atrás. El que manda es un hombre joven de cabello oscuro, vestido completamente de negro salvo por las dos filas de botones dorados de uniforme de oficial. Me esfuerzo por escuchar lo que le dice a uno de los enfermeros.

—… desde la orilla del lago —se ajusta los guantes y distingo el brillo de su pistola en el cinturón—. Mis hombres se apostarán en las entradas.

—Sí, capitán —responde el enfermero.

—Me llamo Metias —se quita la gorra—. Si tiene alguna pregunta, venga a verme. —Espero a que los soldados se dispersen para rodear el edificio. El tal Metias se ha puesto a hablar con dos de sus hombres. Aparecen más vehículos médicos que paran, depositan su carga de soldados muertos y se van. Algunos tienen miembros rotos, otros muestran lesiones en la cabeza y llagas en las piernas. Tomo aire y salgo para acercarme al hospital. La primera que me ve es una enfermera que se encuentra junto a la puerta de entrada. Contempla la sangre que tengo en la cara y en los brazos.

—¿Puedo entrar, hermana? —le pido estremeciéndome de dolor fingido—. ¿Quedan camas libres esta noche? Tengo dinero.

Me observa con frialdad antes de garabatear algo en su bloc de notas. Supongo que no lo ha gustado que la llame «hermana». Lleva su tarjeta de identificación colgada al cuello.

—¿Qué te ha pasado? —pregunta.

Me doblo y apoyo las manos en las rodillas.

—Una pelea —jadeo—. Creo que me han apuñalado.

La enfermera termina de escribir sin volver a mirarme y hace un gesto con la cabeza a uno de los guardas.

—Cachéalo.

Me quedo donde estoy mientras los soldados me registran en busca de armas. Grito justo cuando me tocan los brazos y el estómago. No encuentran los cuchillos que llevo en las botas, pero se llevan la bolsita con el puñado de billetes que guardaba en el cinturón: es el pago por entrar al hospital. Por supuesto.

Si fuera un buen chico de los sectores ricos, no pagaría por entrar. Me mandarían un médico a domicilio y no me cobrarían nada por ello.

Cuando los soldados me dan el visto bueno, la enfermera señala la entrada.

—La sala de espera está a la izquierda. Siéntate y espera.

Se lo agradezco y voy tambaleándome hacia las puertas correderas. El hombre llamado Metias se me queda mirando cuando paso a su lado. Escucha pacientemente lo que le dice uno de los soldados, pero me doy cuenta de que al mismo tiempo está analizando mi rostro. Me da la impresión de que lo hace por costumbre. Tomo nota mental de su cara yo también.

El interior del edificio es de un blanco fantasmal. A mi izquierda veo la sala de espera que me indicó la enfermera, un espacio enorme lleno de gente con toda clase de heridas y contusiones. Muchos gimen de dolor, y hay un tipo tumbado en el suelo que no se mueve. No quiero ni pensar en el tiempo que llevarán aquí algunos, ni en lo que habrán tenido que pagar para entrar. Me fijo en que todos los soldados están de pie: hay dos junto a la ventanilla de administración, dos más delante de la puerta de la consulta y unos cuantos cerca de los ascensores, todos con su tarjeta de identificación. Bajo los ojos, busco la silla más cercana y tomo asiento. Por una vez, mi rodilla mala me sirve de ayuda y colabora en hacer más convincente mi disfraz. Mantengo las manos apretadas contra los costados por si acaso.

Cuento mentalmente diez minutos, lo bastante para que vayan llegando nuevos pacientes a la sala de espera y los militares pierdan interés en mí. Me levanto fingiendo un tropezón y me dirijo bamboleándome hacia el soldado que tengo más cerca. Mueve la mano de forma inconsciente hacia su pistola.

—Vuelve a sentarte —me ordena. Me tambaleo y caigo sobre él.

—Necesito ir al baño —susurro con voz ronca, y me agarro a su ropa negra con manos temblorosas para mantener el equilibrio. El soldado me mira con asco mientras sus compañeros sueltan una risita. Veo cómo acerca los dedos al gatillo de la pistola, pero los demás niegan con la cabeza: no se dispara dentro del hospital. Finalmente, me da un empellón y me señala al fondo de la sala con el arma.

—Allí —gruñe—. Y límpiate la mierda de la cara. Si me tocas otra vez, te coso a balazos.

Le suelto y casi me caigo de rodillas. Después, doy la vuelta y me dirijo paso a paso hacia el baño. Mis botas de cuero rechinan contra las baldosas, y siento los ojos de los soldados clavados en mi nuca mientras entro en el aseo y cierro la puerta.

No importa. Se olvidarán de mí dentro de un par de minutos, y les llevará unos cuantos minutos más darse cuenta de que el soldado al que agarré ha perdido su tarjeta de identificación.

Una vez dentro del baño, dejo de fingir que estoy enfermo. Me lavo la cara y me la froto hasta limpiar la mayor parte de la sangre de cerdo y el barro. Me quito las botas y rasgo las plantillas para sacar los cuchillos, que me guardo en el cinturón. Me vuelvo a calzar, me desato la camisa de la cintura, me la pongo, la abotono hasta el cuello y paso los tirantes por encima. Me hago una coleta apretada y la oculto bajo la camisa de forma que permanezca pegada a mi espalda.

Finalmente, saco los guantes y me ato el pañuelo negro para ocultar mi nariz y mi boca. Si alguien me descubriera ahora, me vería obligado a huir; mejor ocultar mi rostro.

En cuanto acabo, utilizo uno de los cuchillos para desatornillar la rejilla de ventilación del baño. Saco la tarjeta de identificación del soldado, la engancho a la cadena de mi colgante y me meto de cabeza en el túnel.

El aire del conducto huele raro, y agradezco llevar un pañuelo en la cara. Me arrastro centímetro a centímetro, tan rápido como puedo. El túnel tendrá un metro de ancho por otro tanto de alto. A cada poco tengo que cerrar los ojos y recordarme que debo respirar, que los muros de metal no me están aprisionando. No necesito ir muy lejos; ninguno de estos conductos lleva hasta el tercer piso. Me basta con alcanzar una de las escaleras del hospital, más allá de los soldados que vigilan las salidas de la primera planta. Sigo adelante. Pienso en la cara de Eden, en los medicamentos que necesitan mi madre, John y él, y en esa extraña equis partida por la mitad.

Unos minutos después, el túnel se termina. Echo un vistazo a través de la rendija de ventilación y entre las franjas de luz me parece distinguir una escalera de caracol. El suelo es de un color blanco inmaculado, y —lo más importante— está vacío. Cuento hasta tres, doblo los brazos todo lo que puedo y le doy un empujón a la rejilla. Sale volando. Ahora puedo ver bien la escalera: es amplia, cilíndrica, con altas paredes de yeso y ventanas diminutas. Una enorme espiral de peldaños.

Ya no tiene sentido avanzar en silencio. Forcejeo para salir del túnel y subo los escalones como una flecha. A mitad del camino, me agarro a la barandilla para darme impulso y llego hasta el siguiente giro de un salto. Las cámaras de seguridad tienen que haberme detectado; la alarma empezará a sonar en cualquier momento. Segundo piso, tercero. Se me está acabando el tiempo. En cuanto llego a la puerta de la tercera planta, arranco la tarjeta de identificación de la cadena y me paro lo justo para pasarla por el lector. Las cámaras de seguridad no han disparado la alarma a tiempo para bloquear la escalera. Suena un chasquido en el picaporte: ya estoy dentro. Abro de golpe.

Me encuentro en una habitación descomunal, repleta de filas de camillas y productos químicos que burbujean bajo campanas de metal. Los médicos y los soldados levantan la vista con expresión atónita.

Agarro a la primera persona que veo, un médico joven que estaba al lado de la puerta. Antes de que ninguno de los soldados tenga tiempo de apuntarme con la pistola, le pongo al médico un cuchillo en la garganta. Los demás doctores se quedan congelados, y unos cuantos gritan.

—¡Si disparan, le darán a él en vez de a mí! —grito con la voz ahogada por el pañuelo.

Todas las armas me apuntan. El médico tiembla entre mis brazos. Aprieto el cuchillo contra su cuello, con cuidado de no cortarle.

—No voy a hacerte daño —le susurro al oído—. Dime dónde están las vacunas antipeste.

Se le escapa un gemido ahogado y noto cómo su sudor resbala por mi piel. Hace un gesto en dirección a los frigoríficos. Los soldados dudan todavía.

—¡Suelta al médico! —grita uno—. ¡Pon las manos en alto!

Me entran ganas de reír: debe de ser un nuevo recluta. Cruzo la estancia sin soltar a mi rehén y me paro de frente a los refrigeradores.

—Enséñame dónde están.

El médico levanta una mano temblorosa y abre una puerta blanca. Nos golpea una ráfaga de aire gélido. Me pregunto si notará lo rápido que me late el corazón.

—Ahí —musita.

Aparto la vista un instante para enfocar el estante que señala. La mitad de los frascos están etiquetados con la equis de tres líneas y unas palabras: Mutaciones T. Filoviridae Virus. La otra mitad tienen una pegatina: Vacunas 11:30.

Todos están vacíos.

Las vacunas se han acabado. Suelto una maldición en voz baja y recorro con la mirada los demás estantes, pero no tienen más que amortiguadores de la peste y distintos analgésicos. Maldigo de nuevo. Es demasiado tarde para dar marcha atrás.

—Voy a soltarte —le susurro al médico—. Agáchate.

Lo lanzo hacia adelante con la suficiente fuerza como para que caiga de rodillas. Los soldados abren fuego, pero estoy preparado; me escondo tras la puerta abierta de la nevera y las balas rebotan. Agarro varios frascos de amortiguadores y me los guardo en un bolsillo. Cierro la puerta y noto cómo me roza una bala perdida. Un dolor punzante me recorre el brazo, pero estoy casi en la salida.

En cuanto traspaso el umbral y llego a la escalera, se enciende la alarma. Se oye un estruendo de chasquidos: todas las puertas se están cerrando automáticamente. Estoy atrapado. Los soldados pueden entrar desde cualquier lugar, pero yo no puedo salir de la escalera. Oigo ecos de gritos y pasos desde el interior del laboratorio. Una voz chilla:

«¡Está herido!».

Subo la vista hacia los ventanucos que recorren la pared blanca. Están demasiado arriba para alcanzarlos de un salto. Aprieto los dientes y saco el otro cuchillo: ahora tengo uno en cada mano. Rezando para que el yeso que recubre los muros sea lo bastante blando, salto hacia la pared todo lo alto que puedo y, al chocar contra ella, clavo uno de los cuchillos. De mi brazo herido brota sangre y suelto un grito de esfuerzo. Estoy a medio camino de la ventana. Me balanceo con todas mis fuerzas.

El yeso está cediendo.

A mi espalda se oye el choque de la puerta del laboratorio contra la pared, y los soldados salen como un torrente a la escalera. Las balas sueltan chispas a mi alrededor. Me lanzo hacia arriba dejando el cuchillo clavado. El cristal de la ventana se rompe y de pronto estoy envuelto en oscuridad, cayendo como una estrella fugaz. Me desabrocho la camisa de un tirón y dejo que ondee a mi espalda mientras los pensamientos se abalanzan por mi mente. Rodillas dobladas. Músculos relajados. Aterriza con la parte delantera del pie y rueda. El suelo se precipita contra mí. Me preparo para lo que viene.

El impacto me destroza. Ruedo cuatro veces y choco contra el edificio del otro lado de la calle. Por un instante me quedo tumbado, ciego, completamente indefenso. Oigo voces furiosas que salen por la ventana de la escalera: los soldados se han dado cuenta de que tienen que volver sobre sus pasos, regresar al laboratorio y desactivar la alarma para poder salir. Poco a poco recupero los sentidos, y solo entonces me doy cuenta de lo mucho que me duele el brazo y el costado. Me apoyo sobre el brazo bueno para levantarme. Me palpita el pecho; creo que me he roto una costilla. Cuando intento ponerme en pie, compruebo que me he torcido también un tobillo. No sé si la adrenalina me impedirá darme cuenta de otras lesiones más serias.

Ahora suenan gritos en la esquina del hospital. Me obligo a pensar. Estoy en la parte trasera, y cerca se abren varios callejones que se pierden en la oscuridad. Avanzo cojeando hasta fundirme entre las sombras. Mientras camino, atisbo por encima del hombro y veo un grupito de soldados que señalan el lugar en el que caí, los cristales rotos y la sangre. Uno de ellos es el capitán joven que vi antes, el tal Metias. Ordena a sus hombres que se dispersen para cubrir el terreno. Acelero intentando ignorar el dolor. Me encorvo todo lo que puedo para que la ropa y el cabello negro me ayuden a ocultarme en la oscuridad. Mantengo los ojos bajos. Necesito una tapa de alcantarilla.

Empiezo a ver borroso. Me poso las manos en las orejas para ver si sale sangre. Todavía no: es buena señal. Un instante después, descubro una alcantarilla en la acera. Suelto un suspiro de alivio, me ajusto el pañuelo que me cubre la cara y me agacho para levantar la tapa.

—Quieto. Quédate donde estás.

Me giro y veo a Metias. Me apunta directamente al pecho, pero, para mi sorpresa, no dispara. Aferro el cuchillo que me queda. Algo cambia en sus ojos y me doy cuenta de que me ha reconocido: sabe que soy el chico que fingió que lo habían apuñalado para entrar al hospital. Sonrío, a pesar de todo: ahora tengo suficientes heridas como para necesitar atención médica.

Metias entorna los ojos.

—Manos arriba. Estás arrestado por robo, vandalismo y allanamiento.

—No me atraparás vivo.

—Estaré encantado de atraparte muerto, si lo prefieres.

Lo siguiente es un borrón. Veo cómo Metias se tensa para disparar y le lanzo el cuchillo con todas mis fuerzas. Antes de que apriete el gatillo, la hoja se clava en su hombro y el capitán cae hacia atrás con un golpe sordo. No espero a ver si se levanta. Me agacho, levanto la tapadera de la alcantarilla, me interno en la oscuridad y vuelvo a colocarla en su sitio.

Ahora noto mucho más el dolor de mis heridas. Tropiezo por las cloacas apretándome el costado, con la vista desenfocada. Voy con cuidado de no tocar las paredes. Me duele hasta respirar. Tengo que haberme roto una costilla. Aun así, estoy lo bastante despabilado como para pensar hacia dónde me dirijo: tengo que llegar al sector Lake, tengo que encontrar a Tess. Ella me llevará a un lugar seguro. Me parece escuchar a mi espalda el estruendo de los pasos y los gritos de los soldados. Deben de haber descubierto a Metias, y seguramente se habrán metido también en las alcantarillas. Puede que estén siguiendo mi rastro con perros. Gasto unos minutos en dar vueltas por lo túneles para que mi rastro se entrecruce y luego recorro un trecho vadeando por el agua mugrienta. A mi espalda se oyen chapoteos y ecos de voces. Me desvío un poco más; las voces se acercan y luego se alejan. Hago un esfuerzo por no desorientarme.

Sería una estupidez haber logrado escapar del hospital para morir aquí tirado, perdido en un laberinto de alcantarillas.

Voy contando mentalmente los minutos para mantenerme consciente. Cinco minutos, diez, treinta, una hora. Los pasos suenan más lejos; deben de haberse desviado en alguna bifurcación. A veces escucho ruidos raros, suspiros de vapor, soplos de aire. Vienen y van. Dos horas. Dos horas y media. Cuando veo una escalera que conduce a la superficie, decido arriesgarme y subir. Estoy a punto de perder el conocimiento. Utilizo las pocas fuerzas que me quedan para arrastrarme hasta la calle y aparezco en un callejón oscuro. Cuando consigo dejar de jadear, pestañeo para aclararme la visión y estudio los alrededores.

En la distancia se ven los edificios de la Union Station. No me encuentro demasiado lejos. Allí estará Tess, esperándome.

Tres manzanas más. Dos.

Me queda una. No puedo aguantar más. No veo más que un punto negro en el fondo del callejón.

Lo último que distingo es la silueta de una chica a lo lejos. Puede que se esté acercando a mí. Me acurruco y pierdo el conocimiento.

Antes de que todo se vuelva negro, me doy cuenta de que ya no llevo mi colgante al cuello.

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