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Primera parte. El chico que camina en la luz » June

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JUNE

Todavía me acuerdo de cuando mi hermano faltó a su ceremonia de reclutamiento en el ejército de la República.

Era domingo por la tarde, y hacía un calor pegajoso. El cielo estaba cubierto de nubes parduzcas. Yo tenía siete años y Metias diecinueve. Nuestro cachorro de pastor alemán blanco, Ollie, dormía tumbado en el suelo de mármol de nuestro apartamento. Yo estaba en la cama con fiebre, y Metias me miraba con cara de preocupación. En los altavoces de fuera sonaba el juramento oficial de la República. Cuando llegó la parte en que se menciona a nuestro presidente, Metias se levantó y saludó en dirección a la capital. Nuestro ilustre Elector Primo había intentado ocupar la presidencia otros cuatro años. Este sería su decimoprimer mandato.

—No hace falta que te quedes conmigo, Metias —le dije en cuanto terminó el juramento—. Ve a la ceremonia, anda. Voy a seguir enferma estés a mi lado o no.

Metias me ignoró y me puso otra toalla húmeda en la frente.

—Vaya o no vaya, me van a reclutar —replicó mientras me ofrecía un gajo de naranja. Recuerdo bien la forma en que la peló, cómo trazó un eficiente corte en espiral y luego retiró la cáscara de una sola vez.

—Pero la comandante Jameson… —pestañeé; tenía los ojos hinchados—. Ya te ha hecho un favor al no asignarte al frente, y le va a molestar que no vayas. ¿Y si escribe una falta en tu registro? No querrás que te expulsen como a cualquier pringado de los barrios bajos, ¿no?

Metias me dirigió una mirada cargada de reproche y me dio un toque en la nariz.

—No llames así a la gente, bichito. Es de mala educación. Y no me puede sancionar por perderme la ceremonia. Además —añadió con un guiño—, siempre puedo colarme en la base de datos y limpiar mi ficha.

Sonreí. Yo también quería entrar en el ejército algún día y ponerme el uniforme negro de la República. Tal vez tuviera suerte y me asignaran a algún comandante de renombre, como le había pasado a Metias. Abrí la boca para que me diera otro gajo de naranja.

—Deberías escaparte del sector Batalla más a menudo. Puede que encuentres novia.

—No necesito novias —se rio Metias—. Tengo una hermana pequeña que cuidar.

—Venga ya. Algún día tendrás que salir con alguien.

—Veremos. Supongo que soy demasiado exigente… —Le miré a los ojos.

—Metias, ¿mamá cuidaba de mí cuando yo me ponía mala? ¿Hacía esto mismo? —Mi hermano me apartó de la frente el flequillo sudoroso.

—No seas boba, bichito. Claro que cuidaba de ti, y lo hacía mucho mejor que yo.

—No. Tú eres el que mejor cuida de mí —murmuré; notaba los párpados pesados.

—Eso es muy bonito —sonrió Metias.

—No irás a dejarme, ¿verdad? ¿Te quedarás conmigo más que papá y mamá? —Me dio un beso en la frente.

—Me quedaré contigo para siempre, June. Hasta que estés harta y aburrida de verme.

* * * *

00:01

Sector Ruby

Temperatura Interior: 22 °C

En cuanto Thomas aparece en la puerta, sé que algo va mal. Se ha ido la luz en todos los bloques de alrededor, como me avisó Metias que pasaría. El apartamento solo está iluminado por quinqués. Ollie no deja de ladrar, está muy nervioso, no sé por qué. Llevo puesto mi uniforme de entrenamiento: chaleco rojo y negro, botas altas de cordones y pelo sujeto en una coleta. Por un instante me alegro de ver a Thomas en vez de a Metias, porque si mi hermano me viera así vestida, sabría que pienso salir en su busca aunque me haya ordenado lo contrario. Una vez más.

Thomas tose con nerviosismo cuando ve mi cara de sorpresa, luego intenta sonreír (tiene una línea de grasa negra en la frente, probablemente trazada con el dedo índice. Eso significa que ha limpiado su arma esta noche, de modo que su patrulla tendrá inspección mañana). Me cruzo de brazos y él se toca el borde de la gorra como saludo.

—Hola, señorita Iparis —dice.

Tomo aire.

—Voy a salir. ¿Dónde está Metias?

—La comandante Jameson solicita que se persone en el hospital lo antes posible —Thomas duda un segundo—. Es más una orden que una petición.

Siento un vacío en la boca del estómago.

—¿Y por qué no me ha llamado ella?

—Prefiere que yo la acompañe.

—¿Por qué? —empiezo a subir la voz—. ¿Dónde está mi hermano?

Thomas respira profundamente. Ya sé lo que va a decirme.

—Lo siento. Metias ha sido asesinado.

Y entonces el mundo se queda en silencio.

Lo veo todo desde una gran distancia: Thomas habla sin dejar de gesticular y luego me abraza. Yo le estrecho, apenas consciente de lo que hago. No siento nada. Asiento cuando se separa y me sujeta para mantenerme derecha y cuando me pide algo. Creo que quiere que lo siga. Me pasa un brazo por los hombros. Una nariz húmeda de perro en mi mano. Ollie viene detrás de mí y sale del apartamento. Le ordeno que permanezca a mi lado. Cierro la puerta, me guardo la llave en el bolsillo y dejo que Thomas nos guíe hasta la escalera. No para de hablar, pero yo no le escucho. Tengo la vista fija en el revestimiento de las paredes. Es de metal reflectante, y a la tenue luz de emergencia puedo ver el reflejo distorsionado de Ollie y el mío a su lado. Soy incapaz de descifrar la expresión de mi cara. No estoy segura de que haya ninguna expresión en ella.

Metias debería haberme llevado con él.

Es el primer pensamiento coherente que me viene a la cabeza cuando llegamos a la planta baja del edificio y monto en el todoterreno. Ollie sube de un brinco a la parte de atrás y asoma la cabeza por la ventanilla. El coche huele raro (a caucho, metal y sudor fresco: un grupo de personas ha debido de montar hace poco). Thomas se pone al volante y comprueba que llevo puesto el cinturón de seguridad. Qué cosa más tonta, qué menudencia.

Metias debería haberme llevado con él.

La idea me ronda una y otra vez por la cabeza. Thomas no dice nada más. Me deja que contemple la cuidad a oscuras. De cuando en cuando me echa una mirada vacilante, y una pequeña parte de mí me recuerda que debería pedirle disculpas más tarde por mi comportamiento.

Observo con ojos vidriosos los barrios que atravesamos. A pesar del apagón se ve mucha gente, casi todos trabajadores de los barrios bajos. Se encorvan sobre sus cuencos de comida barata en las cafeterías. A lo lejos flotan nubes de vapor. Las pantallas gigantes están siempre encendidas aunque no haya luz en el resto de la ciudad. Unas cuantas muestran otro atentado de los Patriotas; esta vez han puesto una bomba en Sacramento y han matado a media docena de soldados. En las escaleras de una academia hay varios cadetes de primer curso (no tendrán más de once años), con sus franjas amarillas en las mangas. El antiguo letrero de la sala de conciertos Walt Disney se ha borrado casi por completo. Varios vehículos militares se cruzan con nosotros y contemplo las caras pálidas de los soldados. Algunos llevan gafas negras, así que no puedo verles los ojos.

El cielo está bastante más encapotado de lo normal, va a haber tormenta. Me pongo la capucha por si se me olvida hacerlo cuando salga del coche.

Cuando vuelvo a prestar atención al paisaje, nos encontramos en el centro del sector Batalla. Todas las luces están encendidas. La torre del hospital se eleva un par de manzanas más allá.

Thomas nota que estiro el cuello para ver dónde estamos.

—Ya casi hemos llegado —dice.

En cuanto nos acercamos, distingo las cintas amarillas que rodean la parte inferior de la torre. Hay patrullas de soldados (franjas rojas en las mangas, igual que Metias), fotógrafos, policías, furgones negros y camiones médicos. Ollie deja escapar un gemido.

—No lo han detenido, ¿verdad? —digo.

—¿Cómo lo sabes?

Señalo el edificio con la cabeza.

—Eso no ha podido hacerlo cualquiera —replico—. Fuera quien fuera, sobrevivió a una caída de dos pisos y medio y aún le quedó fuerza suficiente para escapar.

Thomas eleva la mirada hacia lo alto de la torre e intenta descubrir lo que yo estoy viendo: la ventana rota (por el tamaño y la disposición, debe de estar en el hueco de la escalera), la cinta que rodea la zona de debajo, los soldados que rastrean los callejones circundantes, la ausencia de ambulancias.

—No, no le hemos atrapado —admite, la mancha de grasa que le cruza la frente hace que parezca aún más perplejo—. Pero eso no significa que no vayamos a hacerlo.

—Si no lo han encontrado ya, no creo que lo consigan.

Thomas abre la boca para protestar, pero se lo piensa mejor y se centra en estacionar el coche. La comandante Jameson nos ve y se separa del grupo de soldados con los que estaba hablando para acercarse a nosotros.

—Lo siento —me dice Thomas de repente.

Noto una breve punzada de culpabilidad por ser tan fría y decido asentir con la cabeza. Su padre era el portero del bloque donde vivíamos, y su madre trabajaba de cocinera en mi escuela primaria. Fue Metias quien recomendó que Thomas (que había sacado una alta puntuación en la Prueba) fuera asignado a la prestigiosa policía militar, a pesar de su origen humilde. Así que tiene que sentirse tan mal como yo.

La comandante Jameson avanza hacia mi puerta y golpea dos veces en la ventanilla para llamar mi atención. Sus labios finos están pintados de un rojo furioso, y a la luz nocturna su cabello parece marrón oscuro, casi negro.

—Vamos, Iparis. El tiempo vuela —pestañea al observar a Ollie en el asiento de atrás—. Ese no es un perro policía, niña.

Incluso en esta situación, mantiene una actitud resuelta.

Salgo del coche y me cuadro rápidamente. Ollie salta a mi lado.

—Me ha llamado, comandante —digo.

Ella no se molesta en devolverme el saludo. Echa a caminar y tengo que apresurarme para seguir su paso.

—Tu hermano Metias ha muerto —dice sin que su tono cambie ni un ápice—. Tengo entendido que casi has terminado tu entrenamiento como agente de la policía militar, ¿me equivoco? ¿Has acabado el curso de rastreo?

Lucho por respirar. Es la segunda vez que me confirman la muerte de Metias.

—Sí, comandante —consigo responder.

Entramos en el hospital (la sala de espera está vacía; han echado a todos los pacientes. Los guardas se acumulan cerca de la escalera de entrada, de modo que ahí debió de comenzar todo). La comandante Jameson mantiene los ojos fijos al frente y las manos agarradas tras de la espalda.

—¿Qué sacaste en la Prueba?

—Mil quinientos puntos, comandante.

Todos los militares conocen mi puntuación, pero a ella le gusta fingir que no lo sabe ni le importa.

—Ah, muy bien —dice sin detenerse, como si fuera la primera vez que lo oye—. Puede que nos resultes útil, después de todo. He llamado al decano de Drake y le he informado de que estás dispensada de terminar tu entrenamiento. De todas formas, el curso casi ha terminado.

—¿Disculpe? —digo frunciendo el ceño.

—He recibido el historial completo de todas tus calificaciones. Nota máxima en todo. Y has completado los cursos en la mitad del tiempo, ¿me equivoco? También me informan de que eres… problemática. ¿Es eso cierto?

No acabo de entender qué quiere de mí.

—A veces, comandante. ¿Hay algún problema? ¿Me han expulsado? —La comandante Jameson sonríe.

—Ya no pueden, te han graduado antes de tiempo. Sígueme, quiero enseñarte algo.

Me gustaría preguntarle por Metias y saber qué ha ocurrido exactamente, pero su actitud gélida me lo impide.

Avanzamos por el pasillo de la primera planta hasta una salida de emergencia que hay al final. Allí la comandante Jameson les pide a los soldados de guardia que se vayan y me indica que salga. Un gruñido bajo resuena en la garganta de Ollie. Estamos en la parte trasera del edificio, dentro de la zona delimitada por cinta amarilla. A nuestro alrededor pululan soldados.

—Rápido —me exige la comandante, y acelero el paso.

Un instante después, me doy cuenta de qué es lo que me quiere enseñar: a cierta distancia hay un bulto cubierto con una sábana blanca (humano, un metro ochenta y cinco, extremidades intactas. No ha podido caer en esa posición, alguien ha debido de enderezarlo). Empiezo a temblar. Cuando miro a Ollie, veo que tiene erizado el pelo del lomo. Aunque lo llamo varias veces, se niega a acercarse, así que lo dejo atrás y me obligo a seguir a la comandante Jameson.

Metias me dio un beso en la frente. «Me quedaré contigo para siempre, June. Hasta que estés harta y aburrida de verme».

La comandante Jameson se detiene ante la sábana, se agacha y la retira hacia un lado. Me quedo mirando el cadáver de un soldado vestido de negro. De su pecho sobresale un cuchillo. La sangre se esparce por su camisa, por sus hombros, por sus manos, por las muescas del mango del cuchillo. Tiene los ojos cerrados. Me arrodillo y le aparto un mechón negro de la cara. Es muy raro. No me fijo en ningún detalle. No siento nada. Estoy como anestesiada.

—Dígame qué puede haber sucedido aquí, cadete —ordena la comandante Jameson—. Considérelo un examen sorpresa. La identidad del soldado debería ser un acicate, más que un obstáculo.

Ni siquiera reacciono ante esas palabras. De pronto me fijo en los detalles y empiezo a hablar.

—El asesino pudo apuñalarlo desde muy cerca o arrojarle el cuchillo, aunque para hacer esto último debería tener una fuerza impresionante en el brazo. Es diestro —paso los dedos por el mango cubierto de sangre—. Una puntería asombrosa. Este cuchillo forma parte de un juego de dos, ¿me equivoco? Mire el diseño que tiene grabado en la parte posterior de la hoja: termina de forma muy abrupta.

La comandante Jameson asiente.

—El segundo está clavado en la pared de la escalera.

Me giro hacia el callejón oscuro al que apuntan los pies de mi hermano y me doy cuenta de que hay una alcantarilla a lo lejos.

—Escapó por allí —afirmo, y observo la forma en que el asesino levantó la tapa—. Abrió la alcantarilla con la izquierda… interesante. Es ambidiestro.

—Continúa.

—A partir de aquí, las alcantarillas pueden haberle llevado al centro de la ciudad o hacia el oeste, al océano. Habrá escogido el centro, supongo que estará herido y no tendrá fuerzas para ir hacia otra parte. Es imposible rastrearlo: si tiene algo de sentido común, habrá dado media docena de vueltas y se habrá empapado en agua estancada. No habrá tocado las paredes y no nos habrá dejado ninguna pista que seguir.

—Voy a dejarte aquí un momento para que organices tus ideas. Dentro de dos minutos te estaré esperando en la escalera, a la altura del tercer piso, para entonces ya habrán acabado los fotógrafos —por un momento, sus ojos se posan en el cuerpo de Metias y su expresión se suaviza—. Era un buen soldado. Qué desperdicio —menea la cabeza y echa a andar.

Contemplo cómo se va. No se me acerca nadie más, supongo que todos prefieren evitar una conversación incómoda. Vuelvo a mirar la cara de mi hermano. Sorprendentemente, tiene una expresión pacífica. La piel conserva su color, no está tan pálida como pensé que lo estaría. Casi espero que pestañee y me sonría. Tengo restos de sangre seca en los dedos, cuando intento quitármelos, se me pegan a la piel. No sé si es esto lo que dispara mi ira. Me tiemblan las manos con tanta fuerza que tengo que aferrar la ropa de mi hermano. Se supone que debería analizar la escena del crimen… Pero soy incapaz de concentrarme.

—Deberías haberme llevado contigo —le susurro.

Aprieto mi frente contra la suya y empiezo a llorar mientras le hago una promesa silenciosa a su asesino:

Voy a darte caza. Registraré todas las calles de Los Ángeles para encontrarte. Recorreré la República entera si es necesario. Te tenderé una trampa y te conduciré a ella; engañaré, mentiré y robaré para encontrarte, te tentaré con cebos hasta que salgas de tu escondite, y luego te perseguiré hasta que no tengas a dónde huir. Te lo juro: tu vida me pertenece.

Al cabo de una eternidad, o tal vez de un segundo, llegan los soldados que tienen que llevar a Metias al depósito de cadáveres.

* * * *

03:17

Mi apartamento

La misma noche

Ha empezado a llover.

Me tumbo en el sofá, abrazada a Ollie. El sitio donde se suele sentar Metias está vacío. Sobre la mesilla se apilan álbumes de fotos y diarios de mi hermano. Era muy tradicional, como nuestros padres, y nunca dejó de escribir a mano sus diarios y de guardar fotografías de papel. «Así nadie puede rastrearme ni etiquetarme en la red», decía siempre. Una ironía, viniendo de un hacker experto.

¿Fue ayer por la tarde cuando me recogió de Drake? Quería decirme algo importante, lo noté antes de que se fuera. Ahora nunca sabré de qué se trataba. Los documentos en informes se esparcen a mi alrededor. Agarro con fuerza un colgante que llevo un rato estudiando. Escudriño su superficie lisa y dejo caer la mano con un suspiro. Me duele la cabeza.

Antes de irme del hospital, me enteré de la razón por la que la comandante Jameson me ha sacado de Drake. Parece que lleva observándome algún tiempo, y ahora que ha perdido a una persona de la patrulla, tiene que rellenar el hueco. Es el momento perfecto para reclutarme antes de que lo intenten hacer otros. A partir de mañana, Thomas ocupará el puesto de Metias y yo entraré en la patrulla como agente en prácticas.

Mi primera misión de rastreo: Day.

—Hemos probado todo tipo de tácticas para atrapar a Day, pero ninguna ha funcionado —me dijo la comandante antes de mandarme a casa—. Así que esto es lo que vamos a hacer: mientras yo continúo con las asignaciones rutinarias de mi patrulla, pondré a prueba tus habilidades con una tarea práctica. Muéstrame cómo sigues la pista de Day. Puede que consigas algo y puede que no, pero eres joven y tal vez veas algo que los demás hemos pasado por alto. Si me impresionas, te ascenderé y serás una auténtica agente de mi patrulla. Te haré famosa: la agente más joven de la historia.

Cierro los ojos e intento concentrarme.

Day mató a mi hermano. En la escalera del hospital, a la altura del tercer piso, encontraron una tarjeta de identificación robada, y el soldado al que pertenecía balbuceó una descripción del chico que se la había quitado. Nada encaja con lo que tenemos en la ficha de Day, salvo su edad: el que estuvo esta noche en el hospital era un chico joven. Las huellas dactilares que hay en la tarjeta de identificación coinciden con las que se encontraron en la escena de otro de los crímenes de Day, y no pertenecen a ningún civil de la República que esté en la base de datos.

Day estuvo allí, en el hospital. Y fue lo bastante descuidado como para dejarse una tarjeta de identificación con sus huellas marcadas.

Eso me hace recapacitar. Day entró en el laboratorio buscando un medicamento. Su plan era pobre, mal pensado, de última hora: desesperado. Si se llevó amortiguadores y analgésicos es porque no encontró nada más potente. Pero no puede tener la peste: si estuviera enfermo, no habría podido escapar como lo hizo.

Sin embargo, la padece alguien que conoce, alguien a quien aprecia lo bastante como para arriesgar su vida por él o ella. Ese alguien debe vivir en Blueridge, en Lake, en Winter o en Alta, los sectores que han sido afectados últimamente por la peste. Si es así, no creo que se vaya de la ciudad por el momento. Se quedará aquí, atado por sus emociones.

También es posible que le hayan contratado para cometer el robo. Pero el hospital es un sitio peligroso, y quien encargara el trabajo tendría que haberle pagado a Day una buena cantidad. Con tanto dinero en juego, es de suponer que habría planeado mucho mejor el golpe y se habría molestado en averiguar cuándo iba a llegar al laboratorio el siguiente envío de vacunas. Además, Day nunca ha actuado como mercenario. Ha atacado los destacamentos militares de la República por su cuenta y riesgo, ha entorpecido los envíos al frente de batalla y ha destruido aviones de combate. Debe tener algún tipo de interés en impedir que derrotemos a las Colonias. Durante un tiempo pensé que trabajaba para ellas; pero sus métodos son rudimentarios, carece de tecnología avanzada y no parece estar respaldado por una buena financiación. No es lo que se espera de nuestro enemigo. Nunca ha aceptado trabajos por encargo, hasta donde sabemos, y es raro que empiece a hacerlo ahora. ¿Quién se fiaría de un mercenario novato? Puede que lo hayan contratado los Patriotas, pero si Day trabajara para ellos, habría marcado la escena del crimen con su bandera (trece franjas rojas y blancas con cincuenta puntos blancos sobre un rectángulo azul). Los Patriotas jamás pierden la oportunidad de atribuirse sus triunfos.

Y lo que menos me encaja es esto: Day nunca había matado a nadie (de hecho, ese es otro motivo por el que creo que no está vinculado a los Patriotas). En uno de sus delitos anteriores, se coló en una zona en cuarentena. Para hacerlo tuvo que atar a un policía, y cuando lo liberaron solo tenía un ojo morado. Otra vez abrió la cámara acorazada de un banco, pero a los cuatro guardias de seguridad no les hizo nada salvo dejarlos estupefactos. También prendió fuego en mitad de la noche a un escuadrón de aviones de combate, y en dos ocasiones evitó que despegaran aviones manipulando sus motores. Ha destrozado la mitad de un edificio militar; ha robado dinero, alimentos y bienes. Pero no pone bombas en la carretera. No dispara a los soldados. No asesina. No mata.

¿Por qué a Metias? Day podría haber escapado sin matarle. ¿Le guardaba rencor? ¿Le habría hecho algo mi hermano en el pasado? No pudo ser accidental: el cuchillo le atravesó el corazón. Se clavó en el centro de su inteligente, idiota, terco y sobreprotector corazón.

Abro los ojos, levanto la mano y vuelvo a estudiar el colgante. Pertenece a Day; es lo que nos dicen las huellas dactilares. Se trata de un disco de metal sin nada grabado. Lo encontramos en las escaleras del hospital, junto a la tarjeta de identificación. No es el símbolo de ninguna religión que yo conozca. Carece de valor económico: tanto la cadena como el colgante parecen hechos de una aleación de níquel barato y cobre. Es posible que no lo haya robado, que tenga un significado especial para él y que por eso lo llevara encima a pesar del riesgo de perderlo. Puede que sea un amuleto, o que se lo regalara alguien importante para él. Tal vez la misma persona para la que intentó robar la vacuna. El colgante guarda un secreto, pero no sé cuál es.

Day empieza a fascinarme, pero sé que es mi enemigo acérrimo. Mi objetivo. Mi primera misión.

Dedico dos días a organizar mis pensamientos. Al tercero, llamo a la comandante Jameson. Tengo un plan.

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