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Segunda parte. La chica que rompe el cristal » June

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JUNE

Cuando yo era pequeña, a veces Metias tenía que acudir con su patrulla a sofocar disturbios ciudadanos. Después solía hablarme de ellos. La historia siempre era la misma: diez o doce personas sin recursos económicos (normalmente adolescentes, a veces algo mayores) montaban un alboroto en alguno de los sectores deprimidos para protestar contra las cuarentenas o los impuestos. Después de tirarles unas cuantas bombas de humo, los arrestaban a todos y los llevaban ante los tribunales.

Jamás había presenciado una revuelta como esta: cientos de personas que arriesgan la vida por protestar. Nunca había visto nada ni remotamente parecido.

—¿Qué les pasa? —le pregunto a Thomas—. ¿Han perdido la cabeza?

Estamos de pie en el estrado que se alza frente a la intendencia de Batalla. Los soldados de la comandante Jameson se enfrentan a la muchedumbre y tratan de hacerla retroceder con sus escudos y sus porras.

Hace un rato fui a echarle un vistazo a Day, cuando el doctor le estaba operando. Me pregunto si estará despierto y si habrá visto este caos en los monitores de la planta. Espero que no. Es mejor que no sepa lo que ha comenzado por su causa.

Pensar en él, en la acusación que ha lanzado contra la República al culparla de crear epidemias y de matar a los niños que suspenden la prueba, me llena de cólera. Desenfundo la pistola; prefiero estar preparada.

—¿Habías visto alguna vez una cosa así? —le pregunto a Thomas, esforzándome por mantener la voz en calma.

Sacude la cabeza.

—Solo en una ocasión, y hace ya mucho tiempo.

Le caen en la cara algunos mechones oscuros. No va tan bien peinado como de costumbre; supongo que ha bajado para apoyar a los soldados y ahora se está tomado un descanso. Una de sus manos se posa en la pistola que lleva el cinto, la otra descansa sobre el fusil que le cruza el pecho. No me ha dirigido la mirada ni una sola vez desde que intento besarme anoche en el descansillo.

—Idiotas… —masculla con asco—. Si no se disuelven pronto, los comandantes harán que lo lamenten.

Contemplo a los mandos, que están de pie en uno de los balcones de la intendencia; aunque hay poca luz para ver con claridad, me da la impresión de que la comandante Jameson no se encuentra entre ellos. Pero debe de estar dando órdenes por micrófono, porque Thomas escucha atentamente con una mano apretado contra la oreja. Diga lo que diga la comandante, es solo para él.

La muchedumbre no deja de cargar contra los militares. Por su ropa —camisas desgarradas, pantalones rotos, zapatos desparejos y llenos de agujeros—, parecen todos de los sectores pobres cercanos al lago.

Les ruego en silencio que se retiren. Márchense de aquí antes de que las cosas se pongan peor, pienso una y otra vez.

Thomas se acerca a mí y hace un gesto con la cabeza en dirección a la multitud.

—¿Ves a esa chusma?

Ya me había fijado, pero me giro educadamente y observo lo que señala: varios manifestantes se han teñido un mechón de color rojo para imitar la sangre que manchaba el pelo de Day cuando se dictó la sentencia.

—Vaya héroe que han elegido. Day estará muerto en menos de una semana —masculla.

Asiento sin decir nada.

Se oyen gritos. Una patrulla se ha abierto camino hasta la parte trasera de la plaza, han encajonado a la muchedumbre y la empuja hacia el centro. Frunzo el ceño: este no es el protocolo para manejar a una multitud desatada.

En clase nos enseñaron que las bombas de humo o las lacrimógenas eran más que suficiente para estas situaciones, pero no hay ni rastro de ellas: ningún soldado lleva máscara de gas. Y ahora, otra patrulla carga contra los rezagados que aún no habían entrado en la plaza, persiguiéndolos por callejuelas estrechas en las que es imposible montar una revuelta.

—¿Qué te ha dicho la comandante? —le pregunto a Thomas.

El pelo le cubre los ojos y hace difícil distinguir su expresión.

—Que esperemos sus órdenes.

Nos quedamos ahí parados durante al menos media hora. Me meto las manos en los bolsillos y acaricio el colgante de Day con el pulgar. No sé por qué, estos disturbios me recuerdan a la pelea de skiz. Puede que algunos manifestantes formaran parte del público.

Entonces me fijo en los soldados que se mueven por las azoteas de la plaza. Algunos avanzan corriendo por las cornisas mientras otros forman en línea recta sobre los edificios. Algo no cuadra. Las guerras de los soldados normales llevan cordones de color negro y una hilera de bonotes plateados. Sin embargo, estos uniformes no tiene botones: solo una raya blanca que les cruza el pecho. En las mangas distingo brazaletes grises. Me lleva unos instantes reconocerlos.

—Thomas —le doy un toquecito y señalo los tejados—. Son ejecutores.

Su rostro no muestra la menor sorpresa; no hay emoción alguna en sus ojos. Carraspea.

—Así es.

—¿Qué hacen ahí? —pregunto alzando la voz.

Bajo la vista hacia los manifestantes y la subo de nuevo a los tejados. Ni un solo soldado lleva bombas de humo ni lacrimógenas. En cambio, cada uno porta un fusil de precisión.

—No los están dispersando, Thomas. Los están acorralando. —Me dirige una mirada severa.

—Mantén la posición June. Presta atención a la multitud.

No le hago caso. Continúo con la vista fija en los tejados y al cabo de un rato veo que la comandante Jameson se asoma a la azotea de la intendencia, rodeada de soldados. Agacha la cabeza y dice algo por el micrófono.

Pasan unos segundos. Me invade una sensación de ahogo creciente. Sé dónde va a parar esto.

De pronto, Thomas murmura algo al micrófono; parece una respuesta a alguna orden. Clavo los ojos en los suyos. Él me sostiene la mirada y después se gira hacia el resto de la patrulla, que permanece a nuestro lado en la plataforma.

—¡Fuego a discreción! —grita.

—¡Thomas! —grito, pero ya han empezado a sonar disparos en los tejados y la plataforma.

Me abalanzo hacia adelante. Ni siquiera sé lo que estoy haciendo (¿qué pretendo, interponerme entre los soldados y la multitud?), pero Thomas me agarra del hombro antes de que pueda dar un paso.

—¡Atrás, June!

—¡Ordena que detengan el fuego! —chillo sin dejar de debatirme—. ¡Diles…! —Thomas me derriba con tanta fuerza que se me abre la herida del costado.

—¡Maldita sea June! ¡Atrás!

El suelo está sorprendentemente frío. Me quedo ahí desorientada, incapaz de moverme. No entiendo lo que acaba de pasar.

La piel me arde alrededor de la herida. Llueven balas en la plaza. La gente cae, la multitud entera se derrumba como un dique en una riada. Thomas para. Por favor, para. Me gustaría levantarme y gritarle, hacerle daño. Si estuviera vivo, Metias te mataría por hacer esto Thomas.

Me tapo los oídos. Los disparos son ensordecedores.

El tiroteo no dura más que unos minutos, pero se hacen eternos. Al fin, Thomas ordena a los soldados que detengan el fuego y los manifestantes que no han sido heridos caen de rodillas con los brazos en alto. Los soldados se apresuran para reducirlos; les esposan las manos en la espalda y los obligan a formar grupos. Me incorporo con dificultad. Todavía me zumban los oídos. Contemplo la escena: sangre, cadáveres, prisioneros. Hay noventa y siete… noventa y ocho muertos. No, por lo menos son ciento veinte. Varios centenares más están arrestados. Soy incapaz de concentrarme; no puedo ni contarlos.

Thomas me echa una mirada antes de descender de la plataforma. Su expresión es grave, incluso culpable. De pronto, me doy cuenta con un sentimiento de vértigo de que no se arrepiente de la masacre que acaba de provocar, si no de haberme tirado al suelo. Echa a andar hacia la intendencia, seguido de varios soldados. Giro la cara para no mirarle.

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