Laura

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PRIMERA PARTE » IV · Laura y su familia

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IV

LAURA Y SU FAMILIA

La familia de Monroy, a pesar de sus ingresos relativamente pequeños, salía los veranos de España e iba una temporada a Francia, al País Vasco.

A mediados de junio o principios de julio, todos los años marchaban doña Paz, Laura y la criada vieja Constantina a pasar tres meses a un molino antiguo de la finca Etchebiague, entre San Juan de Luz y Biarritz.

Laura hablaba bastante bien francés, doña Paz se hacía entender en caso de necesidad. La Constantina consideraba imposible que ella pudiera pronunciar dos palabras en una lengua tan oscura y enrevesada, y esta imposibilidad le parecía una muestra de su talento y de su buen juicio.

Luis, el hermano mayor, no podía estar la temporada entera en Etchebiague, sino el tiempo que le daban de licencia, una semana o dos.

La relación de la familia con esta finca del País Vasco venía indirectamente de un viaje realizado por el padre de Laura a la Argentina. El señor Monroy, catedrático de geología de la Universidad de Madrid, marchó en una ocasión a dar unos cursos a Córdoba, invitado por la Universidad de este pueblo argentino.

En el viaje intimó con un vasco francés llamado Ansorena que tenía negocios en la capital y era propietario de unos grandes comercios en donde se vendía indistintamente un automóvil, un saco de maíz, un mono o una pianola.

El viejo Ansorena concibió cierta admiración por el señor Monroy, al verle modesto y sabio. Le tuvo en su casa de Córdoba y le proporcionó las comodidades posibles.

Al cabo de poco tiempo, Ansorena se retiró en parte de los negocios y volvió a su pueblo, a Bidart, de donde había salido a los catorce años para regresar hecho un plutócrata.

Por entonces, el millonario compró parte de la finca llamada Etchebiague, del pueblo Bidart, a la izquierda de la carretera de Hendaya a Burdeos, entre esta y la costa; le correspondió un gran edificio con muebles antiguos, cuadras, prados y huertas con magníficos frutales.

La parte comprada por Ansorena tenía una pequeña casa rústica que en otro tiempo debió de ser molino. Ansorena la arregló e invitó a su amigo el profesor Monroy a que fuera a pasar allí la temporada veraniega con su familia.

El profesor no quiso aceptar la invitación gratis y pagaba un precio irrisorio por este molino, rincón admirable rodeado de árboles y de jardines y a poca distancia del mar.

Ansorena vivía con su única hija, casada con un ingeniero, y sus nietas, dos niñas pequeñas.

El viejo indiano marchaba con frecuencia a la Argentina; su yerno seguía allí sus trabajos de ingeniería.

Ansorena era un hombre alto, corpulento, con la cara larga, manos grandes y pies grandes. Le gustaba contar anécdotas de su vida con cierto humorismo. Hablaba de un amigo suyo de tanta estatura como él, que le decía con frecuencia:

—Los hombres altos como nosotros no tienen gracia; yo me cambiaría por el tipo más pequeño del pueblo.

También contaba que en los primeros años había vivido en la parte norte de la Argentina, en zona caliente, y que un día, en una fiesta, había sacado a bailar a una criolla pequeñita, morenita, muy guapa y que después ella había dicho a sus amigas:

—He bailado con Ansorena, pero como es tan alto y yo no le llego más que al cuello, al bailar con él, miraba a un lado y a otro y no veía más que el paño de su chaqueta.

La hija y las nietas de Ansorena, a las que no probaba el clima americano, se quedaban temporadas en Bayona. La hija del señor Ansorena, al parecer, tenía diferencias con su marido.

El viejo, en alguna época pensó que su hija debía casarse con Luis, el hermano de Laura, pero no se pudo arreglar la boda. Por otra parte, Ansorena atribuía a Luis Monroy el mismo carácter apacible de su padre el profesor, en lo cual se engañaba de medio a medio.

Luis, por entonces capitán, contaba ya más de treinta años y tenía una novia que conoció en Biarritz y que vivía el invierno en Madrid. Esta muchacha, Mercedes, de una familia rica, era alta, morena, con un tipo un tanto clásico, el mentón saliente; muy atezada, con los brazos y las piernas oscurecidos por el sol, gran nadadora y deportista. Le gustaban los ejercicios atléticos, la barra y el disco. Luis también se mostraba partidario de estos juegos.

Laura y Mercedes se miraron desde el principio con cierta indiferencia desdeñosa. A Laura le pareció Mercedes un hermoso animal, y a Mercedes, Laura, una señorita ñoña y remilgada.

A Laura no le atraía ni la playa, ni la arena, ni el sol, ni el andar medio desnuda. Decía que todo ello le aburría. Prefería la sombra, cuidar de las plantas, podar los arbustos y los rosales y leer sentada en un banco a la sombra de los árboles de Etchebiague.

Con mucha frecuencia acompañaba al jardinero y veía cómo recogía las semillas, cómo preparaba los viveros y regaba con una solución de sulfato de cobre algunos rosales cuyas hojas empezaban, enfermas por el oidium, a cubrirse de un polvillo blanco.

Doña Paz vivía con sus preocupaciones habituales en verano como en invierno. Se sentía bien con la Constantina, la criada vieja que era de su pueblo.

La vida de la familia de Monroy tenía por lo menos dos partes distintas, con su ambiente diferente, Madrid y el País Vasco. Este cambio hacía su existencia un poco más amena.

Laura conocía una muchacha estudiante, hija de un indiano, que veraneaba en Elizondo, y todos los años en julio o en agosto iba a verla y hacía con ella excursiones cortas por los alrededores. Solían comer con frecuencia en un restaurante del monte Larrun.

Doña Paz era dueña de una finca en Burgos que le daba una pequeña renta. En la finca había las ruinas de un castillejo con una muralla. Hubiera podido ser restaurado. Un maestro de obras, al verlo, dio un presupuesto tan alto para la restauración, que se consideró la cosa imposible. Doña Paz y sus hijos no se preocuparon de aquella tierra, ni fueron a visitarla, y pensaron solo en la renta que producía.

Doña Paz salía apenas de casa. Hablaba con su criada vieja, con la portera y con las vecinas del mismo piso, las dos hermanas vascongadas, modistas muy parlanchinas.

A veces subía su sobrina Silvia, la marquesa joven y viuda que vivía en el principal y había sido novia de Avendaño cuando ella era una muchachita y él cuarentón.

Silvia tenía participación en la casa; había prestado dinero a su tío, el señor Monroy, el marido de doña Paz. Esta, muchas veces, acusaba a su sobrina de que quería quedarse con la casa de Madrid y con la finca de la provincia de Burgos. Doña Paz aseguraba que el castillo era solicitado por muchos.

Silvia se mostraba un poco voluble. A veces manifestaba veleidades aristocráticas y hablaba de su familia y del título; a veces se olvidaba de ello. Tenía mala suerte en sus amores. Había estado a punto de casarse con Juan Avendaño y si la boda se deshizo se debió más a él que a ella. Luego, tuvo otros intentos amorosos: todos fracasados.

Silvia era una mujer guapa, blanca, de ojos negros y pelo negro, un poco vulgar. Se cuidaba mucho, vestía muy bien. Se mostraba muy apasionada; con unos ideales de mujer del pueblo, de modista o de criada. Para ella, un hombre debía ser un tipo guapo y un tanto chulo. De poca fortuna en las lides del amor, le quedaba siempre la esperanza de una gran pasión. No encontraba más que galanteadores de baja estofa y corredores de dote.

Doña Paz estaba muy preocupada porque veía que su hijo tenía ideas matrimoniales. El sueldo no se lo entregaba entero a ella, necesitaba gastar en sus cosas; lo que daba, ayudaba un poco a la marcha de la familia.

El oficial tenía que vestirse bien, los uniformes eran caros, había que acompañar a su novia al cine y a los hoteles en días de baile, él era gran bailarín, pero como también sabía economizar, le quedaba lo bastante para ayudar a la marcha de la casa.

Sin esta ayuda, doña Paz pensaba que solo con una pequeña viudedad de mil quinientas pesetas al año, la renta de la finca del pueblo, que llegaría a otro tanto y la de la casa de Madrid, mermada por la hipoteca, apenas podría pasar el mes por mucha ciencia y ahorro que desplegasen ella y la Constantina.

La Constantina tenía dos hijos, un chico cajista y socialista, Lorenzo; la otra, una muchacha doncella en casa de la marquesa en el piso principal, llamada Pascuala. La Constantina vivía con doña Paz, la Pascuala con la marquesa, y Lorenzo con la gallega, patrona de huéspedes en la buhardilla.

De la novia de Luis, aunque vivía en casa de gran lujo, tenía automóvil, vestía con mucha elegancia y veraneaba en Biarritz, se decía que no era rica. Se motejaba a la familia de aparatosa. Algunos cazadores de dote no veían allí cimientos sólidos.

El padre, un señor García Pacheco, intentaba toda clase de negocios y era hombre arribista, ambicioso y conservador. Según decían los cazadores de dote, se metía en asuntos muy complicados, en grandes empréstitos y salía no siempre muy bien librado. Aquello no era trigo limpio. Allí no había acciones seguras, sólidas y cédulas del Banco Hipotecario.

Cuando se encontraban juntas la novia y la hermana de Luis, Laura y Mercedes, se trataban con indiferencia desdeñosa.

Laura no se recataba en decir a sus amigos:

—No sé si mi futura cuñada es tonta o impertinente, aunque quizá haya otra eventualidad, y es que no tenga educación.

Así se lo había indicado a su hermano.

Este se quedó serio al oír la frase y dijo:

—Sí, ya sé yo que el primer momento de Mercedes es un poco seco pero, conociéndola, se ve que es una chica que vale mucho.

Laura deseaba a toda costa concluir la carrera; el profesor de la escuela de Puericultura de la calle de Ferraz, le había prometido un puesto en seguida, desde que tuviera su título.

Doña Paz, al principio de comenzar su hija sus estudios, los consideró como una fantasía, sin utilidad, casi estólida. Después empezó a mirar la medicina como algo salvador para ellas. Pensaba que Laura tenía las condiciones de su padre, el profesor de geología, de quien una vieja amiga suya romántica decía, repetidas veces, que era como las violetas; que a pesar de que apenas se les ve en los jardines, perfuman todos los alrededores.

Laura, en una época estudiaba mal, defectuosamente, pero al fin de la carrera comenzaba a sacar provecho de sus lecturas.

El cuarto de Laura era muy bonito; tenía un papel rojo y dorado, vistoso y elegante, una cama baja de madera, con incrustaciones de cobre, un escritorio antiguo, una estantería con libros de medicina y un retrato al óleo muy bueno de doña Paz en la pared. Delante del balcón, una mesa y una butaca cómoda. Desde él se veía un magnífico paisaje con el Guadarrama en el fondo, prolongado por la sierra de Gredos, un promontorio gris que iba penetrando en la tierra castellana. No le cansaba a Laura aquella vista, le atraía siempre mirar la Casa de Campo con sus cerros, el lago y sus bosques y sus diferentes matices de color, según las estaciones y las horas del día.

Al anochecer, cuando las filas de faroles de la carretera del Campamento comenzaban a encenderse, solía contemplar estas filas de luces como las de los malecones de los puertos.

Muchas veces se pasaba el tiempo viendo cómo anochecía desde el balcón. Le entraba, entonces, una tristeza profunda, un sentimiento de angustia y de soledad, casi un deseo de morir y de desaparecer.

Después se decía a sí misma: «Yo no vivo en mayor soledad que las demás amigas mías, pero a mí me impresiona esta idea y a ellas no.»

En el tejado de la casa había varias terrazas para secar la ropa. Como los Monroy eran los amos, al menos legalmente, habían elegido para ellos una azotea que daba a la calle con unas vistas espléndidas.

Al comienzo del verano Laura la utilizaba como punto de reunión; ponía un toldo, unas macetas y regaba el suelo durante largo tiempo.

Algunas tardes de mayo y de junio, cuando se acercaban los exámenes, ella y dos o tres compañeras iban allá a estudiar y después charlaban de los cursos y del porvenir. Como no disponían de mucho dinero, escotaban entre todas y mandaban traer horchata o limón helado a la Constantina, del puesto de la calle, y lo tomaban con gran entusiasmo y algazara.

«Solo por la horchata final se puede soportar esta pesadez del estudio», decía alguna de las chicas.

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