Laura

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PRIMERA PARTE » V · Parientes y amigos

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V

PARIENTES Y AMIGOS

Laura tenía cariño por su madre y por su hermano. Comenzaba a comprender por entonces que Luis era de un egoísmo profundo. Él, probablemente, no lo creía. Luis pensaba que los demás eran los egoístas. Su carrera, sus ascensos, su importancia, las ventajas que pudiese obtener, eran su preocupación habitual.

Si hubieran sido Luis y Laura de una edad aproximada, esta hubiera sido automáticamente sacrificada por la madre, pero Luis pensaba ya casarse pronto y la familia no le interesaba y no se ocupaba de ella.

La confianza en su Destino, en su estrella, le hacía creer que todo le saldría bien.

Mercedes, su novia, tenía una idea de la vida como de lucha y deporte. Ya notaba que la gente, ella y todos, en sus relaciones mutuas, adoptaban de primera intención un gesto de indiferencia y de sequedad. Hasta entonces no había necesitado tomar la ofensiva ni la defensiva. Se abstenía en la contienda y se dejaba vivir. Quizá Luis con su profundo egoísmo comprendió la gran energía latente de Mercedes y vio que le podía ayudar a subir en la vida. En él quizá esto no era una idea precisa sino, más bien, una intuición vaga, un atisbo inconsciente.

Mercedes parecía, si no tonta, por lo menos orgullosa e insensible. No decía nada que valiera la pena. Comía sin dar importancia a la comida, bebía, fumaba por moda, y no le preocupaba lo que le decían, ni lo que ella contestaba.

Muchas veces había pensado que andar, comer, dormir, bañarse, era lo suficiente y que no necesitaba más.

Esta actitud de diosa contrastaba con la de Laura, inclinada a desconfiar de sí misma, a encontrarse torpe y poco ágil de inteligencia.

La hermana de Mercedes, Adela, más coqueta y más intrigante, tenía un sentido de gran asimilación. Aprovechaba muy bien cuanto pasaba por su lado, experimentaba envidia por su hermana, cuya superioridad comprendía, halagaba a todo el mundo con sus adulaciones y sus hipocresías y no le gustaba trabajar en nada. Según su madre, era la perla de la casa. Mercedes, a veces, trabajaba como mecanógrafa, ayudaba a su padre y sabía hacer cuentas.

Adela siempre buscaba pretextos para zafarse de cualquier faena aburrida.

Ante Mercedes, como un ídolo indiferente, incapaz de bajar la mano para coger algo, Adela no dejaba de aprovechar nada, la mirada del joven y la palabra amable del viejo.

Los hermanos, el uno era parecido a Mercedes, fuerte y un poco bárbaro, el otro del tipo de Adela, insinuante y diplomático.

El primo de doña Paz, Juan Avendaño, hombre inteligente, de poca decisión, había sido novio de la marquesa, pero como se consideraba machucho y no tenía fortuna, no había querido casarse con ella.

Eduardo, su hermano, no decía ni hacía nada de provecho, era un pobre insignificante.

La madre de Silvia había casado a esta con el marqués de San Felices, hombre nulo, viejo, y poco simpático, del cual había tenido una niña.

Juan Avendaño, lleno de curiosidad por muchas cosas, sentía cierto entusiasmo por la marquesa, pero su entusiasmo no era bastante para acercarse a ella con intenciones amorosas.

Juan tenía amistades con tipos un poco raros, semianarquistas y semiteósofos y se dejaba influir por ellos.

Juan tenía un destino en el Ministerio de Instrucción Pública. Decía que él hubiera vivido más a gusto en el siglo XVIII que en la época actual. Después de pasar algún tiempo por las teorías teosóficas, se había dedicado a leer el Evangelio. Le había comunicado sus aficiones a su hermano Eduardo.

Juan era vegetariano, tenía más de cincuenta años y le gustaba considerarse valetudinario y decrépito, probablemente para evitarse compromisos y molestias. Este Avendaño se sentía antidemócrata y anticolectivista.

«Cuando se reúnen muchas personas en cualquier parte —decía—, no pueden hacer más que necedades.»

Otro tipo que visitaba a veces a doña Paz y a la marquesa —el día del cumpleaños la había visitado— era don Cenón Garrido, el propietario de la casa próxima, antiguo tendero, hombre muy chinche en cuestiones de administración y economía doméstica. A este señor se le atribuían en la casa todos los disparates y quidproquos oídos y tradicionales. Había llamado una vez anacoretas a los aeronautas, decía diferiencia, excremento por incremento, apotosis en vez de apoteosis y llamaba fornicaciones a las fortificaciones.

Doña Paz no salía apenas. Según decía, tenía dolores reumáticos en un pie y no podía andar, pero cuando quería daba más vueltas que una peonza.

Laura pensaba que era un pretexto inventado para no hacer faenas desagradables. En casa, doña Paz trabajaba mucho, cosía a máquina, repasaba la ropa, bordaba y escribía cartas.

La Constatina hacía las compras y los recados y daba las cuentas al céntimo, lavaba y tendía la ropa en la terraza.

Por la tarde, después de comer, doña Paz leía el periódico, el ABC, ponía la radio y oía música, conferencias, discursos y discutía con las vecinas modistas acerca de qué oradores eran más elocuentes. Las modistas se mostraban rojas y tenían odio por la aristocracia. La Constantina lo era también, a su modo, por influencia de su hijo Lorenzo, el impresor socialista.

Doña Paz creía que la época de la reina madre había sido la mejor de España.

«Sí, puede ser —le decían—, pero en esa regencia se han acabado de perder todas las colonias que quedaban al país. Ella no tendría la culpa, pero así ha sido.»

Esto era indudablemente cierto, pero también lo es que en la historia se achacan a los reyes las eventualidades desgraciadas y se les atribuyen los errores y los éxitos, aunque ellos no sean los causantes ni de los unos ni de los otros.

En un saloncito de la casa de doña Paz, en un armario, había unos doscientos o trescientos tomos de novelas, los Episodios, de Galdós, folletines y obras modernas de escritores rusos, ingleses y franceses, que traían Luis o Laura.

Doña Paz solía decir a sus amigas:

—Me gustan más los folletines que esta novelería extranjera.

—Sí, pero los folletines son la mayoría extranjeros —le argumentaban.

Sin duda lo leído por ella, hacía ya mucho tiempo, se le figuraba una cosa próxima, como ocurrida en su misma calle o en los alrededores.

Doña Paz sentía gran admiración por su hijo aunque, en algunos momentos, comprendía el valor de Laura, más justa, más decidida, más inteligente y menos arbitraria. La idea del varón podía mucho en ella y quizá también el comprobar que su hijo había salido a los Avendaño más que a los Monroy.

Laura sentía afecto por las dos personas de su familia, un cariño casi más bien maternal que fraternal o filial.

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