Laura

Laura


SEGUNDA PARTE » II · Dificultades

Página 16 de 61

II

DIFICULTADES

Camila Trousseau vivía en una calle pequeña de aspecto triste, en una casa moderna. Tenía varios cuartos, un saloncito, el comedor, la cocina y el baño. La francesa les recibió muy bien. Podían quedarse en la casa el tiempo que quisieran, si se arreglaba una de ellas a dormir en el saloncito, en un diván.

—Yo dormiré en el diván. Me gusta —indicó Mercedes.

—Lo dices por decir —repuso Laura.

—No, es verdad que me gusta. En cambio, esas camas blandas donde se hunde el cuerpo, no me hacen gracia.

Laura encontró a Camila marchita.

La francesa se enteró de las pretensiones de las dos españolas de buscar trabajo y les dijo que la cosa era difícil pero no imposible; habría que andar mucho de un lado a otro para llegar a conseguir algo.

Camila hablaba muy bien. Se explicaba con una gran claridad y exactitud en un francés muy perfilado.

Camila tenía en su casa a su padre y a un sobrino que estudiaba en el Liceo. El padre, un señor muy viejo, llevaba una vida mecánica de persona agotada y enferma. El sobrino Carlos no manifestaba ninguna condición para el estudio. El comprobarlo producía la tristeza de la profesora, pues no veía más camino para él que la enseñanza, en cuyos centros ella tenía amistades.

Laura, los días siguientes, fue a la Facultad de Medicina y a varios hospitales; no había empleo pequeño ni grande retribuido. Sus visitas le sirvieron únicamente para conocer a algunos muchachos estudiantes. Estuvo también en tratos con una señora vieja que vivía en una casa semiconvento de Passy, y necesitaba una acompañante médica.

Esta señora le ofreció presentarla a varias personas distinguidas de la aristocracia española y francesa, pero no habló de pagar más que de una manera muy vaga.

Luego preguntó a Laura si era monárquica y como esta dijo que era cuestión que no le interesaba, la vieja se incomodó y comenzó a perorar y a decir que una española que no era monárquica era una renegada.

«Bueno, bueno —dijo Laura—, yo no he venido aquí a oír sermones.»

Las demás tentativas para buscar empleo resultaron inútiles. Esto le hacía estar mustia, entristecida y pesimista.

Mercedes dio también sus pasos y fracasó y se decidió a esperar. No encontraba por el momento nada de provecho.

Los ofrecimientos que le hicieron no valía la pena de tomarlos en cuenta. Uno de ellos fue de entrar de figuranta en un music-hall. Había que salir al escenario desnuda haciendo como de estatua. Otra plaza de institutriz, sin sueldo, le ofrecieron en casa de un matrimonio de aire muy pobre y de aspecto sospechoso.

La ambición de Mercedes, no muy grande, era llegar a ser señorita de mostrador. Estuvo de interina más de una semana con sesenta francos al día. El sitio estaba lejos, había que almorzar en un restaurante. Pudo ganar seiscientos francos y ahorró trescientos.

Después y mientras esperaba algunas respuestas a sus demandas, se dedicó a la cocina. Camila, la profesora, le dijo que así hacía en la casa un trabajo utilísimo para todos porque no estando ella comían muy medianamente.

—Si ustedes quieren, yo no tengo reparo en guisar —dijo Mercedes.

—Ah, claro que queremos —le replicó Camila—. Si usted desea ser la dueña de la casa estaremos encantados. Ahora, si lo encuentra denigrante…

—Yo no, ¡yo qué voy a encontrar eso denigrante! ¿Por qué?

—Bueno, pues entonces se encarga usted por ahora de la casa. Yo le daré lo que necesite. Después ya veremos si le sale a usted algo bueno.

El sobrino de Camila, Carlos, chico holgazán por excelencia, se constituyó en mentor de Mercedes. Le decía dónde debía comprar y cómo.

A Carlos no le gustaba hacer nada. Era un tipo un poco decadente, enemigo de la vida moderna. Le entusiasmaba el lujo y no pensaba más que en hacer versos, en montar a caballo y en lucir.

Si le obligaban, estudiaba de mala gana y se empeñaba en no enterarse.

—Su padre, mi hermano, era todo lo contrario de él —decía Camila—; se pasaba la vida leyendo, estudiando, tomando notas… ¡qué lástima!

—¿Qué le pasó?

—Murió en la guerra.

—¿Y la madre?

—La madre era una mujer inteligente, un poco nerviosa… pero este es una calamidad. Cualquier cosa le gusta más que estudiar…

—Quizá tenga condiciones de hombre de mundo —le dijo Laura.

—Sí, tiene condiciones para vivir bien sin hacer nada. Lo que es, si no cambia, no sé cómo acabará este chico… porque no quiere a nadie ni le importa por nadie… hace lo suyo y nada más.

La calle donde vivía Camila era calle de arrabal, todavía poco urbanizada. El barrio tenía casas antiguas de dos pisos, de todos los colores, verdes y azules, amarillas y grises, alabeadas, condenadas a desaparecer; ahumadas, desconchadas, con las puertas y ventanas rotas; algunas convertidas en almacenes de materiales de derribo, con montones de tejas, persianas verdes, tablas, puertas de cristal, jarrones y estatuas sin narices y sin brazos y barracas de madera y zinc. De trecho en trecho había pasadizos o callejones angostos con cierto aire napolitano y plazoletas dentro con casas leprosas, negras, ropas en las ventanas puestas a secar y tiestos y jaulas de pájaros en las puertas.

Se veían también hotelitos del siglo XIX petulantes, ridículos, con balcones de fundición que querían parecer forjados y una verja roñosa y carcomida que rodeaba un jardín raquítico.

En medio de esta construcción pobre y miserable se levantaban algunos edificios altos, enormes, de cemento, de color amarillento y rojo pálido.

La calle tenía ciertas pretensiones de elegancia en algunos portales y tiendas. De día se notaba cierta animación, pero de noche era desolada.

Todo el barrio ofrecía el mismo aspecto provisional y poco definitivo. Formaba parte de esas afueras de las grandes ciudades, borrosas, sin carácter y sin gracia.

De lo antiguo no quedaban más que barracas despintadas, casuchas bajas y grises y de ladrillo rojo, talleres de cantería con lápidas sepulcrales de mármol y algunos almacenes negros de carbón y de leña con las paredes de entramado de madera.

Lo moderno eran aquellas casas grandes de cemento de diez o doce pisos que parecían enormes cuerpos pálidos y anémicos, y los garajes inmensos como estaciones de tren. El comercio era mezquino y daba la impresión de sordidez y de miseria: fruterías, tiendas de comestibles, algún restaurante, alguna papelería y alguna tienda de modas que parecía allí extraviada.

Había una calle próxima con una escalera; tenía unos desmontes de hierba verde llenos de papeles y de basuras. Pasaba un ferrocarril de circunvalación por una zanja que probablemente era el foso de las antiguas fortificaciones de Paris.

Había también un colegio y cerca estaba la calle de Cádiz, sin ningún aspecto andaluz, húmeda y sombría y que tenía cierto nombre porque había en ella una academia de baile que se anunciaba en las tapias y en las estaciones del Metropolitano.

Los domingos, en la Puerta de Vanves y de Versalles se notaba algo de feria por los alrededores: tiovivos, montañas rusas, rifas callejeras, loterías y tiros al blanco. La gente se amontonaba alrededor de los vendedores ambulantes.

Desde el balcón de casa, hacia el campo, se veían entre la niebla casas pequeñas, negruzcas, barracas, torres, depósitos de agua y aquellas chimeneas altas de algunas fábricas de Issy que parecían reunidas en un conciliábulo misterioso. Se oían las bocinas de los autos en el bulevar próximo, sirenas de las fábricas y rumores de gramófonos y de organillos en la feria.

Laura no quería insistir en las sensaciones porque veía que eran habitualmente melancólicas y amargas y se empeñaba en no darles importancia.

Como desde la infancia en Madrid había pasado largas horas en una azotea, allí subía también a una pequeña de la casa a mirar lo que se veía alrededor.

Aquel mar de tejados, brillantes con frecuencia por la lluvia, le llamaba la atención: los había de zinc, con claraboyas, de tablas reverdecidas por la humedad, llenos de piedras, de tejas planas con buhardillas de todas formas y colores. ¡Qué chimeneas más raras! ¡Qué garitas! ¡Qué estudios de pintor o de fotógrafo cubiertos de cristales!

Se advertían muestras de ingenio. En un almacén de madera se había hecho que los árboles atravesaran el tejado y extendiesen su follaje por encima de él. Así el propietario, que vivía detrás del almacén, en vez de tener delante de los balcones unas tejas negras y sucias, contemplaba un bosquecillo verde y tupido en primavera y en verano.

Había tejados que mostraban una variedad de chimeneas retorcidas y de distinto tamaño, cubiertas de zinc y de plomo, ventanales, tragaluces y buhardillas de toda clase de formas y de colores; paredes con escalas de hierro, torres y veletas.

Alguna gente convertía la azotea en un jardín, otra en un palomar o en una conejera; quién en un gimnasio, o en un invernadero con sus cristales y su chimenea. Toda clase de fantasías individuales se desarrollaban sobre los tejados.

En la casa de Camila no se conocía a los inquilinos. Había mucho matrimonio, parejas jóvenes que dejaban el cochecito del niño en un cuarto próximo al portal, obreros con su mujer y dos o tres hijos, y viejos retirados, solitarios y sombríos. La mayoría era gente tranquila aunque no siempre, pues a veces había sus riñas y sus escándalos. Aquella gente trabajaba mucho y la casa y la calle eran como colmenas. Se veía que todo el mundo buscaba el pan con energía y por procedimientos lo más rápidos posibles. Hasta el trapero pasaba en automóvil anunciando su comercio, en un automóvil sucio y destartalado pero que andaba como otro cualquiera.

En las buhardillas vivía una vieja alborotada y libidinosa que algunos decían que era echadora de cartas.

Esta mujer, ya de más de sesenta años, bajaba con alguna frecuencia a una taberna del bulevar y se emborrachaba, y cuando estaba ya alcoholizada, empezaba a provocar a algún jovencito medio chulo y se lo llevaba a su casa. La fisonomía de esta vieja era pesada, vulgar, de un rojo terroso. Cuando se exaltaba por el alcohol su cara tomaba un aire erótico y fiero que le iluminaba y le daba un aspecto trágico y desafiador de bacante. Según decían, en su cuarto fumaba en pipa.

—¿Y cómo no la echan a esta mujer? —preguntó Camila, al conserje varias veces.

—¿Qué quiere usted? Paga bien.

Esto era allí lo esencial.

Laura vio alguna vez a la mujer aquella en la escalera, pero cuando no tenía alcohol en el cuerpo se mostraba tranquila y humilde.

Otro personaje raro que había en la casa era un vejete, tipo de mal genio a quien Camila llamaba Ferragus, héroe de una novela de Balzac. El viejo tenía traza de espadachín retirado, y de hombre peligroso, aunque quizá en él todo era fachenda y no pasaba de ser un pobre diablo, antiguo empleado en alguna oficina o almacén. Tenía una cicatriz en la mejilla, una mirada de águila, dura, un bigote blanco que debía de haber sido rubio, erizado como de gato, que se retorcía con aire de mosquetero. Usaba un sombrero raído con el ala sobre los ojos y un bastón con el que golpeaba la acera. Marchaba despacio, en actitud de desafío. Camila lo encontraba sin duda parecido al personaje romántico de Balzac en su decadencia.

Mercedes, de ama de casa, comenzó a ir diariamente de compras a un mercado del bulevar Lefèbvre, que estaba cerca. Había allá de todo, en una fila de puestos instalados delante de la tapia de un depósito de forrajes.

En la calle de la Convención existía también otro mercado, pero estaba ya más lejos.

Al cabo de un mes, Mercedes conocía a los dueños de los puestos del bulevar Lefèbvre y las tiendas de la calle de los alrededores de su casa y saludaba a los amos o dependientes y cambiaba con ellos algunas palabras.

Mercedes tomaba a broma lo que le decían, pero aunque no les diera importancia, le gustaban los cumplimientos de los vendedores y vendedoras del mercado. Discutiendo con ellos el precio y la calidad de los géneros, Mercedes aprendía a hablar el argot popular y como tenía condiciones de adaptación y de imitación, lo empleaba. Evidentemente era más fácil usando este argot no dar la impresión de extranjera. La pronunciación y la construcción de las frases era más sencilla que la un poco afectada y académica del francés elegante.

Ir a la siguiente página

Report Page