Laura

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SEGUNDA PARTE » III · Una mujer de carácter

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III

UNA MUJER DE CARÁCTER

Mercedes necesitaba quien la orientase en su papel de ama de casa. Camila no se ocupaba más que de sus lecciones del Liceo y no sabía dónde se compraba barato y bien. La profesora llegaba cansada y a veces tarde del colegio y se contentaba con tomar como cena algún bocadillo que compraba al paso y una taza de té que calentaba en el mechero de gas.

La propietaria de una pequeña tienda le dirigió a Mercedes en el comercio del barrio.

La tienda esta se encontraba en una casa baja con un chaflán, entre dos calles. Era una casita de color azul oscuro, antigua, de las pocas de otro tiempo. Tenía solo un piso con ventanas pequeñas, con las jambas pintadas de rojo, un tejado negro, con claraboyas y chimeneas altas y sobre el chaflán una torrecilla con un mirador recubierto de zinc. Debajo estaba la tienda, o pequeño bazar, con la muestra con un solo nombre: Honorina.

Esta tiendecita tenía de todo; un género muy variado; había en ella ropa blanca, ropa de chicos, medias, guantes, mercería, paraguas, zapatillas. El escaparate mostraba anuncios en colores, estampas, cajas de sobres, pastas para los dientes, y un busto de mujer con una camisa blanca calada, amarillenta por la acción del tiempo. La tienda se comunicaba con el interior de la casa por un pasillo largo, lleno de armarios repletos.

Había un escritorio pequeño en un ángulo, a la izquierda del mostrador. Invadido por las cajas y los paquetes, se hallaba iluminado por una ventana con una cortina roja. Tenía una máquina de coser, una mesa con libros de comercio y una estantería con trescientos o cuatrocientos tomos encuadernados con la misma pasta. A la puerta del despacho había una estufa grande de porcelana verde.

La dueña de la tienda era un tipo raro. Al principio a Mercedes le pareció seca y antipática, después llegó a simpatizar con ella y a hacerse amiga suya.

Esta mujer, la señorita Honorina, mostraba una cara severa, marchita y fatídica. Sin embargo, debía de haber sido guapa; usaba anteojos de metal y una peluca rubia.

Si no había parroquianos, Honorina pasaba a su despacho y se ponía a trabajar en la máquina, a coser y a bordar, mientras dos gatos, el uno negro y el otro gris, dormían al lado de la estufa.

Cuando estaba cansada de coser, entonces se dedicaba a leer los libros de su biblioteca y los leía íntegramente con un aire lúcido y un perfil de erudito parecido al de un retrato de Erasmo. Esta mujer, además de que vendía mucho, aunque barato, tenía pequeñas comisiones; aceptaba ropa para teñir, botas para componer, camisas y calcetines para zurcir y enviaba esta labor a gentes que conocía y cobraba ella un tanto por ciento de comisión. Se creía que con todo esto ganaba abundantemente su vida.

Pronto Honorina convidó a Mercedes a entrar en su escritorio, donde la invitaba a tomar café.

La casa de Honorina cogía el piso bajo entero y era grande y confusa, llena de estanterías en los cuartos y en los corredores con géneros de todas clases. El comedor era muy íntimo, muy agradable, tenía una ventana grande a un patio como de casa de aldea, un aparador de nogal antiguo con una vajilla de Sèvres, con centro de mesa de plata y unos muebles viejos, cómodos y oscuros. En invierno la planta baja estaba completamente a oscuras y había que encender la luz para buscar algo. Honorina recordaba muy bien dónde se encontraba lo guardado por ella.

La señorita Honorina tenía una idea clara y fría de las cosas. Era una mujer pesimista, escéptica y misantrópica. Creía fuertemente en la maldad nativa del hombre. Decía que donde ella se encontraba más a gusto era en su casa del pueblo, sola, con sus dos gatos.

No conocía bien el París moderno; desde hacía mucho tiempo no le interesaba lo más mínimo a pesar de haber nacido en la capital.

La tendera tenía una ahijada bonita, pálida, con un aire ligero y un poco insustancial: Visitación. Esta oía las frases misantrópicas de su tía, así llamaba a Honorina, como quien oye llover. Llevaba las cuentas en los libros. A veces se quedaba en la tienda sola porque su tía estaba enferma, y como la clasificación del género era un poco confusa entraba por un pasillo a preguntar a la dueña que descansaba en la cama, en su cuarto: «Tía, ¿cuánto vale esto?».

Honorina hablaba con una claridad violenta, no velaba sus palabras. Pensaba mucho en la carestía de la vida y en los impuestos:

—Esta subida del precio de todo no para —decía—. Vamos a ir a la ruina.

—Si es igual —decía Visitación—, sube la comida y suben los jornales y los sueldos.

Visitación no encontraba más que motivos de optimismo. Cuando el periódico de la noche venía lleno de relaciones de crímenes, decía:

—Hoy este periódico vale diez francos por la diversión que trae.

—La calle de París promete mucho y parece que da algo, pero en realidad da poco o no da nada, prefiero con mucho el campo —decía Honorina.

Visitación contestaba:

—Yo adoro París. El campo me parece aburridísimo.

A uno de los que odiaba más violentamente Honorina era a un rival, el señor Brunot, dueño de otro bazar por el estilo, a poca distancia del suyo. Aquel hombre, según ella, era un hipócrita, un falso. Había tenido el atrevimiento de poner a su tienda el título petulante de: A la Marquesa de Pompadour. ¿Qué pensaba este hombre? ¿Qué relación podía haber entre gentes tan vulgares como los Brunot y la célebre marquesa protectora de las artes? Como decía a veces Honorina, el cinismo de la época llegaba a extremos insospechables.

El señor Brunot parecía un sacristán o un demandadero de monjas. Tenía una cara larga y un aire plácido de filántropo. Llevaba unas antiparras de plata. Hacía unos saludos muy ceremoniosos. Honorina hablaba siempre de él con desprecio.

La rivalidad de Honorina y del señor Brunot llegaba a grandes extremos. Se odiaban los dos a muerte. Si se encontraban, el señor Brunot miraba a Honorina con una indiferencia y una mansedumbre que hacía hervir la sangre a la tendera. Por su voluntad, se hubieran aniquilado el uno al otro.

«Es un Tartufo —decía Honorina con desprecio—. No tiene dignidad y es capaz de cualquier bajeza.»

Honorina sentía cariño por su ahijada Visitación, pero no la estimaba. La consideraba insustancial y ligera, capaz de casarse con un estúpido y de vivir enamorada de él.

—¡Si fuera como usted, señorita! —le decía a Mercedes.

—¡Bah! Ya se despabilará —le replicaba esta—. No tenga usted cuidado.

—No creo.

A Camila, la profesora que enseñaba español en un Liceo, le asombraba lo rápidamente que Mercedes aprendía el francés.

—¡Cómo habla! ¡Qué bien! —decía Camila—. Yo que llevo aprendiendo el español veinte años y todavía no lo sé.

—Ella dice —le contestaba Laura— que eso de aprender idiomas es cosa de monos.

Una de las aficiones de Camila era ir por la mañana los domingos a la feria de la puerta de Clignancourt, donde solía comprar algunos muebles y objetos antiguos. Laura fue varias veces con ella. Este Rastro parisiense era muy interesante y pintoresco. Camila sabía muy bien lo que compraba, y adquiría curiosidades que encontraba en esa feria conocida vulgarmente con el nombre de Mercado de las Pulgas.

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