Laura

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CUARTA PARTE » V · Las decepciones de Silvia

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V

LAS DECEPCIONES DE SILVIA

Silvia, en la casa, estaba en una situación de privilegio. Tenía una alcoba, un gabinete y una sala grande, en donde recibía a sus amigos los sábados. En el salón, que tenía un mirador al square, había una chimenea con un gran espejo encima; varias estampas inglesas en marcos; un piano de cola, sillones y una alfombra impecable de limpia.

Silvia se mostraba un poco vaporosa e insustancial y un tanto snob. Era su postura ante el público. Así disimulaba su sentido práctico. No quería tratar más que con gente elegante; le había entrado la manía de hablar inglés a la perfección, cosa que, naturalmente, no conseguía, y de recibir solamente a aristócratas y a algunos artistas.

Por el lado del arte se le deslizaban aventureros y judíos en sus reuniones. Silvia se lamentaba a veces de la moral de la gente que la rodeaba. Era un poco absurdo; quería por un lado libertad y por otro no; ser ella el árbitro y la definidora de las conveniencias sociales y de lo que estaba bien y de lo que no estaba bien.

Silvia había cambiado mucho de ideas. Le contó el caso a Laura de dos muchachas americanas, una de ellas pianista, novia de un jovencito griego que había ido a sus reuniones. Se creía que iba a casarse con él. La americana iba de aquí para allá, con su griego, a todos los sitios donde podía divertirse. Luego contó que esperaba a su hermana de la ciudad de los Estados Unidos donde vivía.

La hermana, que era literata, al segundo día de llegar a Londres comenzó a andar acompañada con un rumano amigo del griego y las dos se dedicaron a la orgía con sus acompañantes. Al parecer, estaban acostumbradas; pasaron unas semanas así y al cabo de ellas se fueron a Alemania, y la pequeña, la del griego, la pianista, le escribió una tarjeta postal a su amante en la cual decía: «A ver si vas a ser un buen papá para mis hijos ilegítimos.».

Otra norteamericana pintora, según le contó a Laura, quedó muy convencida de que Silvia tenía un gran conocimiento de las cosas de la vida, y a los dos o tres días de conocerla le telefoneó que quería hablar con ella.

—Tengo que hacerle una consulta —le dijo.

—¿Pues qué hay?

—Mire usted, yo tenía en América un novio que se quería casar conmigo y ha resultado un invertido.

—¿Ah, sí?

—Sí, y he decidido tomar un amante aquí en Londres. ¿Qué le parece a usted?

—No sé cómo le saldrá la combinación. No es fácil dar consejos en esas cuestiones.

A los dos o tres días la pintora le volvió a telefonear y le dijo:

—No me ha resultado bien el amante. Voy a probar con otro.

Entonces a Silvia le entró la idea de la corrección y le dijo a la americana en tono desdeñoso:

—Muy bien; haga usted lo que quiera, pero no me venga usted a contar sus aventuras.

Silvia absorbía el ambiente de elegancia de Londres y sus ideas. Aseguraba que en su medio se consideraba la pequeñez de espíritu, las preocupaciones burguesas, morales y familiares, como cosas pasadas y sin importancia. También se tenía el sentimentalismo como algo ridículo.

—Está bien —le decía Laura—, consideremos que todo eso es viejo y pasado. Ahora lo que no comprendo es con qué vais a defender las mujeres elegantes la superioridad sobre las demás. Porque si esto es así, lo único que os separa de las mujeres del pueblo no es más que el dinero y el traje.

A Silvia le chocó esta salida y dijo que no, que era la cultura y el ingenio, pero Laura se reía de esto. Silvia después trató de demostrar que la diferencia estaba en que unas comprendían a Beethoven o a Bach y las otras no.

Esta categoría moral basada en la música era un poco cómica.

Naturalmente, Laura tenía razón. Un conjunto de costumbres, de prohibiciones, de tabúes —como diría un etnógrafo— han podido dar un privilegio a una clase, porque todas estas cosas siempre son obligaciones: así la castidad para el cura, el valor para el caballero, la erudición para el leguleyo, son imposiciones fuertes que hay que respetar para tener luego derechos, pero gozar de todos los derechos sin ninguna obligación, eso no tenía sentido.

Silvia no aceptaba el punto de vista de su prima y quería creer que el arte de vestirse o de acicalarse era ya por sí una superioridad.

—No me convences —le replicaba Laura—. Si las mujeres hicieran cada una sus trajes y sus afeites, todavía eso tendría algún valor, pero como no los hacen y los compran, tus razones no tienen valor ninguno.

Silvia se aturdía un poco con los razonamientos de su prima, pero no daba su brazo a torcer.

—Además, aquí no pretendemos ser mujeres extraordinarias, sino como todas —terminaba diciendo Silvia.

—Sí, muy bien, pero aceptada esta igualdad, se tenderá a igualar todo lo demás. Porque si una mujer es igual a otra, ¿por qué a una se le van a conceder unos privilegios y unas preeminencias y a la otra no? Yo creo que la desigualdad del trato debe estar basada en algo, aunque sea en una tontería, pero si se reconoce que no hay diferencia especial, que el obrero no se diferencia del ingeniero, ni el enfermero del médico, ni el mozo de laboratorio del investigador, ni la criada de la señora, todos deben tener la misma categoría y quizá con el tiempo el mismo sueldo.

Silvia pretendía corrección y al mismo tiempo flirt, seguridad y aventuras, algo que era lo mismo que el cuchillo de palo hecho de hierro o del pescado grande y que pese poco.

—Yo creo que no hay más que dos tendencias importantes en la vida —decía Laura—, una pagana, que piensa solo en el bienestar, otra mística, que sueña en el más allá. Cristianismo y paganismo unidos, no puede ser.

—¿Y tú?

—Yo no me creo con libertad de hacer lo que me dé la gana.

—¿Pero crees o no crees?

—No sé.

Silvia le contó el argumento de una novela inglesa. Pasaba entre caballeros y damas muy perfiladas, naturalmente, todos ricos y aristócratas y llenos de problemas psicológicos. No sabían estas damas y caballeros a quién querían, si querían a dos personas a la vez y si a una la querían de una manera y a otra de otra.

Silvia consideraba como la Divina Comedia del tiempo la novela de Huxley, Contrapunto. Se la prestó a Laura en inglés y en francés.

Laura le dijo: «A mí no me ha divertido gran cosa. No digo que sea una novela mala, pero es poco novela».

Silvia se escandalizó como si hubiera dicho una blasfemia. El prestigio de la moda era para ella sagrado.

Le prestó otras novelas de varias escritoras, todas muy alambicadas y superferolíticas. A Laura no le llegaban a producir la admiración por la vida inglesa que habían producido en su prima Silvia.

—Te has hecho alemana —le decía esta.

—¡Yo qué me voy a hacer alemana! Soy madrileña como antes.

Para Silvia estos libros que leía eran una cosa tan superior, sobre todo tan distinta a los antiguos, que los anulaban; eran de otra sustancia, con otros problemas y hasta con otra humanidad.

Laura no lo creía. Había tenido mucho tiempo para pensar, en la soledad, en Suiza; le había escuchado razonar de una manera sencilla y clara a su marido y no creía en lo alambicado y complicado. Más creía en la oscuridad, en lo arbitrario y en el absurdo. A pesar de que no pensaba como ella, Silvia presentaba a Laura a sus amigos como a una intelectual.

«Mi prima Laura —decía—, que se ha casado con un aristócrata ruso y que es muy intelectual.»

Laura muchas veces pensaba con disgusto en que su marido le dejaba largo tiempo sola. Tenía demasiada confianza en ella. La abandonaba en una situación mala y peligrosa. Un poco más de preocupación le hubiera gustado.

La misma Natalia lo comprendía y cuando Laura iba a verla los domingos le preguntaba: «¿Por qué no viene papá? ¿Por qué te deja sola?».

En la sociedad de Silvia tenían a Laura por una mujer separada del marido y, naturalmente, se le acercaban muchos a galantearla. A veces estuvo a punto de escribir a su marido y de decirle: «Me voy de aquí porque estoy demasiado solicitada».

Le parecía muy bien que su marido tuviera confianza en ella, que despreciara la tragedia, no solo la pequeña, sino hasta la ibseniana y la wagneriana, pero a veces le parecía que su confianza era excesiva. Su marido no conocía a las personas. No tenía ese instinto de ver en el interior de los demás que tienen a veces las mujeres y hasta los niños; quizá no le interesaba la gente y se contentaba con la clasificación vulgar de los caracteres hecha a su alrededor. No tenía esa intuición psicológica que ya tenía su hija Natalia.

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