Laura

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CUARTA PARTE » VI · Los descontentos de la vida fácil

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VI

LOS DESCONTENTOS DE LA VIDA FÁCIL

Le invitaron a Laura a ir a una reunión en un palacio de Londres. La invitación decía: Señora princesa Golowin. Laura fue por curiosidad.

El amo que hacía los honores era un señor muy bien vestido, muy pulcro y muy amadamado. Sin duda no había mujer en la casa y él hacía sus veces. Fueron llegando caballeros y señoras elegantes y se formaron grupos. Abundaban los hombres un poco remilgados y las mujeres atrevidas.

Le presentaron a Laura una señora española, viuda, muy guapa y muy elegante, que iba a casarse con un inglés. El nombre de la dama era María Victoria.

Esta mujer dijo que estaba siempre ocupada porque trabajaba mucho y tenía que verse con unos y con otros.

—¿Es usted madrileña? —le preguntó a Laura.

—Sí.

—Yo también. ¿Su marido es un príncipe ruso?

—No. Yo siempre le he oído decir que no, pero no sé por qué le llaman a él y me llaman a mí también princesa. Suponen sin duda que no nos disgustará ese título y que dará tono a una reunión.

La española era una mujer con unos ojos llenos de fuego, inteligente y contadora de toda clase de historias. Le habló de las personas que estaban en la reunión, de algunas damas feministas y de señoras de la aristocracia, de otras millonarias, de alguna vieja sufragista de las partidarias hacía años de mistress Pankhurst.

Un señor viejo, ya un poco destartalado, se acercó a María Victoria, le besó la mano y le dijo que seguía tan guapa como siempre y tan coqueta.

«Sí, soy coqueta. Tiene usted razón —contestó ella—. Siempre lo he sido.»

Esta señora se desenvolvía con una gran seguridad. Al salir de España, al comenzar la guerra civil, había entrado en una casa de comercio de gran importancia de Londres, donde seguía rodeada de hombres, que la admiraban por su decisión y su atrevimiento.

Había pasado varias veces al lado rojo y después al blanco, enviada por la casa inglesa, y llegó a estar presa y a punto de ser fusilada.

En la conversación habló del diplomático que iba hacía tiempo a casa de Silvia en Madrid.

—¿Qué fue de él? —preguntó Laura.

—Se suicidó.

—¡Que se suicidó!

—Sí. ¿Era amigo suyo?

—Amigo, no…, conocido.

Laura contó cómo en casa de Silvia, terminado un horóscopo medio en broma medio en serio, le habían pronosticado que se suicidaría.

—Pues sí, se suicidó —dijo la española—. Tenía un amigo médico psiquiatra y, asustado de lo que ocurría, se metió en su clínica. Estaba allí cuando un día abren las puertas del jardín de la clínica, entran unos milicianos con un grupo de detenidos y los fusilan delante de una tapia. El diplomático, que había presenciado el fusilamiento desde su ventana, no pareció muy inquieto y nervioso, y por la noche cenó bien, pero al día siguiente, al abrir su cuarto, se encontraron con que se había colgado del techo con el flexible de la electricidad.

Laura quedó asombrada. Otro pronóstico absurdo realizado.

María Victoria presentó a Laura a un joven escritor que apareció en la reunión. Publicaba este cuentos y novelas cortas en revistas; sus relaciones se caracterizaban por un aire misterioso y sombrío… Debía de ser lector e imitador de Edgard Poe. Dijo que no sabía escribir más que de aquello que conocía y a lo más de lo que soñaba. Por eso no escribía de amores, porque no los encontraba por el mundo.

—¿Es que no ha tenido usted mucho éxito con las mujeres? —le preguntó María Victoria.

—Ahora ya ni lo pretendo —contestó el joven—. Eso se queda para bolsistas y dependientes de comercio.

—¿Es que tiene usted vocación de santo?

—Nada de eso. Todo lo contrario.

—Entonces es usted un poco rabioso.

—Puede que sí. No mucho, pero algo.

El joven escritor contó algunas anécdotas cómicas acerca de la excesiva familiaridad que iba reinando en Londres. Hacía unos días había ido a casa de una amiga suya a quien conocía María Victoria y la había encontrado tendida en la cama. En esto entró una muchacha y se tendió también a su lado.

Entonces él les dijo a las dos: «Si ustedes lo permiten me voy a quitar las botas y me voy a echar también en la cama.»

—¿Y qué dijeron las dos señoras? —preguntó la española—. ¿Se alborotaron y empezaron a protestar?

—No. Dijeron que no había sitio.

El joven siguió satirizando a las mujeres.

—Estamos de acuerdo —le dijo Laura— en que no somos un dechado de perfecciones, pero ustedes tampoco creo que lo sean.

—Es evidente. ¿Es que usted tiene un tipo de hombre en la imaginación?

—No lo necesito. Tengo mi marido.

—¡Ah! ¿Es usted casada?

—Sí.

—¿Pero es usted rusa o española?

—Soy española. Mi marido es el ruso.

El joven, sin duda, quería lucir su ingenio. La señora española le excitaba para que contara cosas sobre uno y sobre otro. Habló en burla de las duquesas y otras damas de la aristocracia que sentían simpatía por los revolucionarios y los comunistas.

—Son damas comunistas con un magnífico palacio, varios criados y tres automóviles. Así se puede ser comunista. Claro que ellas son comunistas, principalmente para España.

—Pero usted tiene un caso igualmente contradictorio entre los reaccionarios —dijo la española—. Tiene usted en Francia, en París, periódicos que ensalzan el despotismo y la unión católica, pero en esos periódicos se usa de la mayor libertad para insultar a todo el mundo y hasta para decir que hay que fusilar a este y al otro. Así que es lo mismo; los unos dicen: «Comunismo para España, pero yo con riquezas y automóviles», los otros dicen: «Despotismo para España, pero yo con libertad de decir lo que se me antoje».

El joven defendió después la paradoja de que el escritor debía ser indiferente a la vida vulgar: de que la gente viviera bien o mal, no había que ocuparse. No tenía importancia. Siempre pasaba y pasaría que la masa no fuera más que el fondo para destacarse unos pocos privilegiados. Esta era la ley del mundo y quizá fuera la buena. Cuando en el clan primitivo un macho poderoso y fuerte se apoderaba de todas las riquezas y de todas las mujeres, y el joven que protestaba de la tiranía se llevaba a una mujer para formar una familia lejos, no hacía más que perjudicar al grupo.

—De rebelarse, lo útil es que el rebelde mate al jefe del clan y se erija él en jefe y después celebre a su antecesor como a un héroe y se lo coma simbólicamente en una comida totémica.

—Así que el hombre que suprime al tirano que aterroriza y maltrata a un pueblo, ¿hace un daño, no hace un bien? Es una teoría cómica —indicó la española.

—Sí, a mí tampoco me parece eso muy aceptable —aseguró Laura.

El joven escritor se lució contando muchas anécdotas y se despidió haciendo un saludo ceremonioso.

Poco después María Victoria le dijo a Laura:

—Le voy a presentar otro joven que creo que ha de llegar a ser algo. Es también escritor y ha viajado por todo el mundo.

Era un hombre de aire enérgico y desdeñoso, tenía mediana estatura, era moreno con una cara muy expresiva y la tez curtida por todos los climas del mundo. Hablaba con mucho aplomo. Dijo que por una casualidad había ido a aquella reunión. No le gustaba salir ni acudir a ninguna parte.

—¿Por qué? —le preguntó Laura.

—Porque se falsifica uno a sí mismo y se dice, para hacer efecto, lo que no se siente. Se exagera unas veces la maledicencia y otras la generosidad. Cuando se vuelve a casa se piensa: Todo lo que he estado diciendo es mentira.

—Puede ser —replicó Laura—, pero también puede ser que las reflexiones que se hacen después sean las exageradas y las falsas.

—No niego yo esa posibilidad. Tiene usted razón. De todas maneras, en ninguna parte, y menos en Inglaterra, se puede ir a una reunión y hablar de una manera sincera. No encuentra usted más que gente dogmática, presumida y tonta, o viejas ridículas entusiastas que no saben lo que dicen y por llamar la atención son capaces de defender el comunismo, la poligamia o la antropofagia. Aquí la gente tiene poco ingenio.

—Pero eso dicen en todas partes los descontentos.

—Sí, es posible. Entonces hay que pensar que aquí, como fuera de aquí, no vale la pena de conocer a nadie.

—Todo el mundo tiene sus defectos.

—Sí, pero todos nosotros estamos más acostumbrados a los defectos propios que a los ajenos.

—¿No se siente usted capaz de tener simpatía por la gente?

—No.

—¿Por los jóvenes tampoco?

—Tampoco.

—¿Ni por los niños?

—Ahí fallo, pero espero llegar a mirarlos con indiferencia.

El escritor y viajero, prácticamente no parecía que, fuera de sus ideas, se mostrase tan enemigo de los hombres y de la sociedad, porque se le veía hablando con todos y haciendo saludos ceremoniosos a unos y a otros, aunque siempre con cierto aire seco.

—¡Qué país el nuestro! —le dijo a Laura—. Es un país ridículo.

—¿Por qué?

—Por este sentimentalismo vulgar. El otro día me dijo un amigo que se habían presentado unas señoras en el consulado de España a pedir que se salvaran de la guerra en la península diez o doce perros, para lo cual pagarían lo necesario y los adoptarían.

—Pero eso será una invención.

—Me han asegurado que no. El caso es que no hace mucho se hizo una suscripción para un hospital de personas y poco después otra para un hospital de perros, y la del hospital de perros alcanzó mayor suma. Estos pueblos tan celebrados —añadió el viajero—, París, Londres, Roma, son pueblos muy monótonos y de una vida mezquina e insignificante; si hay algo nuevo en ellos es algo desagradable: la noticia de que en un punto de Asia o de Europa están bombardeando ciudades y que se mueren las mujeres y los niños. Todo eso a mí me da ganas de marcharme a cualquier país desierto a luchar con la naturaleza o con las fieras.

Laura se sintió atraída por la prestancia de este hombre. Le impresionó su aire fuerte y de mal genio.

Europa y toda la vida civilizada era para él una cosa repugnante; no quería vivir entre gente civilizada, prefería los lugares desiertos mejor que los sitios cómodos y excesivamente civilizados. Este hombre, al parecer, tenía gran entusiasmo por el explorador y aventurero inglés comandante Lawrence, a quien había conocido cuando estaba en el colegio en Oxford. Entonces se tenía a Lawrence como a un jovencito sabio que estudiaba lenguas orientales. Al comenzar la guerra, en 1914, al aventurero Lawrence le declararon inútil por falta de peso; luego fue a El Cairo y se metió entre los árabes y los beduinos y los sublevó contra los turcos. Hizo cosas extraordinarias.

—¿Y ha escrito algo? —preguntó Laura.

—Sí, ha escrito un libro, La sublevación del Desierto, y desgraciadamente ha muerto para Inglaterra y para sus entusiastas.

El viajero siguió hablando de Lawrence y de sus trabajos en la Intelligence Service. Para él, era el hombre más romántico del tiempo nuestro.

—El insoportable Lawrence, como le llamaban los jefes, rehusó los honores, después de la guerra donde se había distinguido y llegado a coronel, se inscribió como soldado en el ejército del Aire y siguió así doce años.

—¿Y dónde ha muerto?

—Murió en un accidente de motocicleta. Se cuenta que tenía un pájaro domesticado en casa que le dio mala suerte.

Cuando se despidió el viajero, la española María Victoria le dijo a Laura:

—Como ve usted, hay ahora muchos ingleses que parece que están cansados de su éxito en el mundo y que quisieran las dificultades y los fracasos de los demás países. La mayoría siguen sintiendo la clásica satisfacción de ser ingleses, pero otros no y encuentran su pueblo amanerado y poco ágil de inteligencia. Esta idea de que los ingleses no son inteligentes corre entre ellos y es aceptada por gente mundana.

Después de decir esto, la española añadió que le iba a presentar un inglés clásico de novela de Dickens.

Este se hallaba escribiendo un diccionario de los clubs y de los coleccionistas que habían existido en Londres y hablaba de ello con fruición. Había habido en la gran ciudad clubs de todas clases, coleccionistas de las cosas más inverosímiles, de esquelas funerarias, de etiquetas de botellas, de chimeneas, de cuerdas de ahorcado, de retratos de asesinos, de botones, de trajes de hombres célebres, de ligas de mujeres, de bozales de perro, de sombreros, de anuncios de bodas, de cajas de cerillas, de pilas de agua bendita, de lápidas sepulcrales, de muestras y enseñas de tiendas, de cuadros hechos con pelo, de instrumentos de pesca, de canciones callejeras, de candidaturas de elecciones… No quedaba actividad a la cual los londinenses no se hubieran dedicado con intenciones de coleccionistas. Además de los cuadros, libros, estampas, porcelanas, esmaltes, obras de arte, etc…

Después de oír a este especialista, Laura dejó la tertulia en compañía de María Victoria, que la llevó en auto hasta su casa.

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