Kim

Kim


Capítulo 2

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Capítulo 2

Y aquel que lo desee, liberado del orgullo,

Sin despreciar credo ni sacerdote,

Puede sentir el alma de todo el Oriente

A su alrededor en Kamakura

El Buda en Kamakura

Entraron en la estación de tren parecida a un fuerte y oscura al final de la noche; los cables eléctricos siseaban sobre el patio de mercancías donde tenía lugar el gran tráfico de grano del norte.

—¡Esto es obra de los demonios! —exclamó el lama, retrocediendo ante la oscuridad y sus ecos profundos, el brillo de los raíles entre los andenes de manipostería y el laberinto de vigas por encima. Quedó de pie en una enorme sala de piedra pavimentada, a lo que parecía, con cuerpos amortajados, pasajeros de tercera clase que habían comprado sus billetes la noche anterior y estaban durmiendo en las salas de espera. Para los orientales, todas las horas del día son iguales y el tráfico de pasajeros se regula de la misma manera.

—Aquí es donde llegan los carruajes de fuego. Un hombre se pone detrás de aquel agujero —Kim señaló a la ventanilla de los pasajes— y te dará un papel que te llevará a Ambala.

—Pero nosotros vamos a Benarés —replicó el lama desazonado.

—Es todo lo mismo. Benarés entonces. ¡Aprisa, que viene!

—Toma tú la bolsa.

El lama, no tan acostumbrado a los trenes como pretendía, dio un respingo cuando el enlace con el Sur de las tres y veinticinco entró en la estación. Los durmientes revivieron y la estación se llenó con clamores y gritos, voces de los vendedores de agua y dulces, patrullas de policías nativos, chillidos y alaridos de mujeres recogiendo sus cestos, a sus familias y a sus maridos.

—Es el tren, sólo el te-ren. No llegará hasta aquí. ¡Espera! —Asombrado ante la tremenda ingenuidad del lama (que le había alargado una pequeña bolsa llena de rupias), Kim pidió y pagó el pasaje para Ambala. Un funcionario adormilado gruñó y le lanzó un billete hasta la siguiente parada, a tan solo a seis millas[33] de distancia.

—Nay —dijo Kim, revisándolo con una sonrisa de oreja a oreja—. Esto puede funcionar con los campesinos, pero yo vivo en la ciudad de Lahore. El truco fue bueno, babu[34]. Venga, dame el billete para Ambala.

El babu frunció el ceño y le alargó el billete correcto.

—Ahora, otro para Amritsar —dijo Kim, quien no tenía intención de gastar el dinero de Mahbub Ali en algo tan banal como un trayecto a Ambala—. El precio es tanto. La vuelta es tanto. Ya conozco los trucos del te-ren… Ningún yogui necesita un chela tanto como tú —siguió diciéndole alegremente al aturdido lama—. Te hubieran echado del tren en Mian Mir si no es por mí. ¡Por aquí! ¡Ven! —Devolvió el dinero, quedándose sólo con un anna por cada rupia del precio del billete a Ambala, en concepto de comisión, la comisión inmemorial de Asia.

El lama titubeó ante la puerta abierta de un coche de tercera clase abarrotado de pasajeros.

—¿No sería mejor caminar? —sugirió débilmente.

Un fornido artesano sij sacó su cara cubierta de barba.

—¿El viejo tiene miedo? No temas. Recuerdo los tiempos cuando me asustaba el te-ren. ¡Entra! Esta cosa es obra del Gobierno.

—No tengo miedo —dijo el lama—. ¿Tenéis sitio ahí dentro para dos?

—No hay sitio ni para un ratón —chilló la mujer de un acaudalado agricultor, un jat[35] hindú del rico distrito de Jullundur. Nuestros trenes nocturnos no están tan bien cuidados como los de día, donde los sexos están estrictamente colocados en vagones separados.

—Oh, madre de mi hijo, podemos hacer sitio —dijo el marido con turbante azul—. Coge al niño. Es un hombre santo, ¿no lo ves?

—¡Si mi regazo está lleno de setenta veces siete bultos! ¿Por qué no le dices que se siente en mis rodillas, sinvergüenza? ¡Pero los hombres son siempre así! —Miró alrededor buscando aprobación. Cerca de la ventana, una cortesana de Amritsar aspiró hondo tras el velo de su cabeza.

—¡Sube! ¡Sube! —gritó un prestamista hindú gordo, con su libro de cuentas enrollado en una tela bajo el brazo. Con una sonrisa afectada añadió—: Es bueno ser amable con los pobres.

—Sí, al siete por ciento mensual con una hipoteca sobre el ternero por nacer —dijo un joven soldado dogra[36] que iba al sur de permiso y todos rieron.

—¿Va para Benarés? —dijo el lama.

—Por supuesto. Si no ¿para qué vendríamos? Monta, o nos dejan aquí —gritó Kim.

—¡Mirad! —exclamó la chica de Amritsar—. Nunca se ha subido a un tren. ¡Oh mirad!

—Nay, ayudad —dijo el agricultor, tendiendo una gran mano morena y tirando de él hacia dentro—. Ya está hecho, padre.

—Pero… pero… yo me siento en el suelo. Va contra la Regla sentarse en un banco —dijo el lama—. Además, me produce calambres.

—Es lo que digo yo siempre —comenzó el prestamista, apretando los labios—, no hay una sola regla de vida recta que estos te-renes no nos obliguen a romper. Por ejemplo, tener que sentarse al lado de todo tipo de castas y gente.

—Sí, y alguna de lo más indecente y desvergonzada —dijo la esposa, lanzando una mirada reprobadora a la chica de Amritsar que miraba con coquetería al joven cipayo[37].

—Yo digo que podríamos haber ido en carro por el camino —dijo el marido—, y haber ahorrado así un poco.

—Sí, y gastar el doble de lo que ahorráramos en comer por el camino. Eso lo discutimos mil veces.

—Sí, en diez mil lenguas —gruñó él.

—Los dioses nos ayuden a nosotras, pobres mujeres, si no hablamos. ¡Oho! Ese es del tipo que no puede mirar ni responder a una mujer. —Porque el lama, obligado por su Regla, no le prestaba la menor atención—. ¿Y su discípulo es como él?

—Nay, madre —saltó Kim—. No cuando la mujer es guapa y sobre todo caritativa con los hambrientos.

—La respuesta de un mendigo —dijo el sij riendo—. ¡Tú te lo has buscado, hermana! —Las manos de Kim estaban curvadas en una súplica.

—¿Y a dónde vas tú? —dijo la mujer, pasándole la mitad de un pastel de un envoltorio graso.

—Pues a Benarés.

—¿Sois tal vez malabaristas? —sugirió el joven soldado—. ¿Conocéis algún truco para pasar el tiempo? ¿Por qué no responde este hombre amarillo?

—Porque —respondió Kim con orgullo— es un hombre santo y medita sobre asuntos que te están vedados.

—Puede ser. Nosotros los sijs de Ludhiana —lo pronunció con sonoridad— no nos rompemos la cabeza con una doctrina. Nosotros luchamos.

—El hijo del hermano de mi hermana es naik (cabo) en ese regimiento —dijo el artesano sij con serenidad—. Hay también algunas compañías dogra allí. —El soldado le fulminó con la mirada porque un dogra es de casta más baja que un sij y el banquero se rio con disimulo.

—Para mí son todos iguales —dijo la chica de Amritsar.

—De eso estamos seguros —rezongó la mujer del agricultor con malignidad.

—Nay, pero todos los que sirven al Sirkar[38] con armas en la mano son, de verdad, una hermandad. Hay una hermandad de casta, pero por encima todavía está —la muchacha miró a su alrededor con timidez— el lazo del pulton, del regimiento, ¿no?

—Mi hermano está en un regimiento jat —dijo el agricultor—. Los dogras son hombres valientes.

—Al menos tus sijs eran de esa opinión —dijo el soldado, frunciendo el ceño hacia el viejo, tranquilo en el rincón—. Tus sijs así lo creyeron cuando nuestras dos compañías fueron a ayudarles al Pirzai Kotal frente a ocho estandartes de los afridis[39] en la cima de la montaña, no hace ni tres meses.

Contó la historia de una acción en la Frontera en las que las compañías dogra de los sijs de Ludhiana habían salido bien paradas. La chica de Amritsar sonreía porque sabía que la historia iba destinada a conseguir su favor.

—¡Alas! —dijo la esposa del agricultor al final—. ¿Así que sus pueblos fueron quemados y los niños pequeños dejados sin hogar?

—Ellos habían mutilado a nuestros muertos. Pagaron un alto precio después de que nosotros, los sijs, les dimos una lección. Así fue. ¿Es esto Amritsar?

—Sí, aquí nos pican los billetes —dijo el banquero, buscando a tientas por su cinto.

Las lámparas palidecían al alba, cuando el revisor mestizo hizo la ronda. En Oriente el control de billetes es una operación lenta, dado que la gente esconde sus billetes en todo tipo de sitios raros. Kim enseñó el suyo y el revisor le pidió que saliera.

—Pero voy a Ambala —protestó él—. Voy con este hombre santo.

—Por mí como si vas a Jehannum[40]. Este billete es sólo hasta Amritsar. ¡Fuera!

Kim estalló en sollozos, argumentando que el lama era su padre y su madre, que él era el apoyo en la edad del declive del anciano y que este moriría sin sus cuidados. Todo el compartimento le rogó al revisor que fuera clemente, el banquero fue especialmente elocuente en este punto, pero el revisor arrastró a Kim al andén. El lama parpadeaba, sobrepasado por la situación, y Kim levantó la voz y lloró del otro lado de la ventanilla del compartimento.

—Soy muy pobre. Mi padre esta muerto, mi madre está muerta. Oh vosotros compasivos, si me dejan aquí, ¿quién va a cuidar de este viejo?

—¿Qué… qué es esto? —repetía el lama—. Él tiene que ir a Benarés. Tiene que venir conmigo. Él es mi chela. Si hay que pagar…

—Oh, cállate —susurró Kim—; ¿es que somos rajás para tirar buena plata cuando el mundo es tan caritativo?

La chica de Amritsar descendió con sus bultos y era a ella a la que Kim observaba. Las señoritas de su oficio, él lo sabía, eran generosas.

—Un billete, un pequeño tikkut[41] para Ambala, ¡oh Rompedora de Corazones! —Ella se rio—. ¿No tienes caridad?

—¿Viene del norte el hombre santo?

—De muy muy lejos en el Norte, viene él —lloraba Kim—. De entre las montañas.

—Allí, en el Norte, hay nieve entre los pinos… hay nieve en las montañas. Mi madre era de Kulu. Te conseguiré un billete. Pídele una bendición para mí.

—Diez mil bendiciones —gritó Kim—. Oh, santo, una mujer nos ha dado una caridad para que pueda ir contigo… una mujer con un corazón de oro. Voy corriendo por el tikkut.

La chica alzó los ojos para mirar al lama, el cual había seguido mecánicamente a Kim al andén. Pero el lama inclinó su cabeza para no verla y murmuró algo en tibetano mientras ella pasaba entre el gentío.

—Fácil ganado, fácil gastado —dijo la mujer del agricultor con maldad.

—Ella ha adquirido mérito —replicó el lama—. Sin duda era una monja.

—Debe de haber unas diez mil monjas de esas sólo en Amritsar. Viejo, vuelve, o el te-ren puede partir sin ti —gritó el banquero.

—No sólo fue suficiente para el billete, sino también para un poco de comida —dijo Kim saltando a su asiento—. Ahora come, santo. Mira. ¡Se hace de día!

Con tonos dorado, púrpura, azafrán y rosa, las neblinas matinales humeaban sobre las verdes llanuras. Todo el rico Punyab se desplegaba bajo el esplendor del cálido sol. El lama se encogió un poco mientras los postes de telégrafos desfilaban al paso del tren.

—Es grande la velocidad del te-ren —dijo el banquero, con una amplia sonrisa protectora—. Nos hemos alejado más de Lahore de lo que tú hubieras caminado en dos días; por la noche llegaremos a Ambala.

—Y eso está todavía lejos de Benarés —dijo el lama fatigado, farfullando por encima de los pasteles que le ofreció Kim. Todos abrieron sus bultos y desayunaron. Luego el banquero, el agricultor y el soldado prepararon sus pipas y envolvieron el compartimento en un humo asfixiante y acre, escupiendo, tosiendo y disfrutando. El sij y la mujer del agricultor mascaban pan[42]; el lama aspiró un poco de rapé y recitó sus cuentas del rosario, mientras Kim, de piernas cruzadas, sonreía con el placer de un estómago lleno.

—¿Qué ríos tenéis cerca de Benarés? —preguntó el lama de repente al compartimento entero.

—Tenemos el Ganges —replicó el banquero, cuando las risitas se habían acallado.

—¿Y qué otros?

—¿Qué otros aparte del Ganges?

—Nay, tenía en mente un cierto río de curación.

—Ese es el Ganges. Aquel que se bañe en él queda purificado y va a los dioses. Tres veces he hecho el peregrinaje al Ganges, —y miró a su alrededor con orgullo.

—Buena falta hacía —dijo el joven cipayo con un humor seco, y la risa de los pasajeros se centró en el banquero.

—Limpio… para volver de nuevo con los dioses —murmuró el lama—. Y seguir de nuevo en el ciclo de las vidas, atados todavía a la Rueda. —Sacudió la cabeza con irritación—. Pero quizás haya un error. ¿Quién creó el Ganges al comienzo?

—Los dioses. ¿De qué religión conocida eres? —preguntó el banquero escandalizado.

—Yo sigo la Ley, la Ley Más Excelente. Así que fueron los dioses quienes crearon el Ganges. ¿Qué tipo de dioses?

El compartimento le miraba sin dar crédito. Era inconcebible que alguien no conociera el Ganges.

—¿Cuál… cuál es tu Dios? —preguntó finalmente el prestamista.

—¡Escuchad! —dijo el lama, cogiendo el rosario en la mano—. ¡Escuchad porque hablo de Él ahora! ¡Oh gente del Indostán, escuchad!

Empezó con la historia del Señor Buda en urdu, pero, impulsado por sus propios pensamientos, pasó a textos tibetanos y a salmodiar largos textos de un libro chino sobre la vida de Buda. La gente, amable y tolerante, le miraba con reverencia. La India entera está llena de hombres santos balbuceando evangelios en lenguas extrañas; hombres agitados y consumidos en el fuego de su propio celo religioso; soñadores, charlatanes y visionarios, como siempre ha sido desde el principio y como será hasta el final.

—¡Um! —dijo el soldado de los sijs de Ludhiana—. Había un regimiento musulmán acampado a nuestro lado en el Pirzai Kotal y un sacerdote suyo —era, si bien recuerdo, un naik—, cuando estaba poseído, lanzaba profecías. Pero todos los locos están bajo la protección de Dios. Los oficiales le pasaban muchas cosas por alto a ese hombre.

El lama retomó el urdu, recordando que estaba en tierra extraña.

—Oíd la historia de la flecha que nuestro Señor disparó con el arco —dijo.

Eso era más del gusto de la audiencia y le escucharon con curiosidad mientras la contaba.

—Ahora, oh gente del Indostán, voy a buscar ese río. ¿Sabéis algo que me pueda guiar? Porque todos, hombres y mujeres, estamos en una prisión abominable.

—Está el Ganges, y sólo el Ganges, para purificar los pecados —el murmullo corrió por todo el compartimento.

—Aunque no se puede negar que también tenemos dioses buenos en Jullundur —dijo la mujer del agricultor mirando por la ventana—. Mirad como han bendecido las cosechas.

—Investigar cada río del Punyab no es un asunto trivial —dijo su marido—. A mí, ya me basta con una corriente que deje un buen limo en mis tierras y doy las gracias a Bhumia, el dios del hogar —y encogió un hombro moreno y nudoso.

—¿Crees que nuestro Señor llegó tan al norte? —dijo el lama volviéndose hacia Kim.

—Puede ser —replicó Kim en tono conciliador, mientras escupía en el suelo el jugo rojo del pan.

—El último de los Grandes —dijo el sij con autoridad— fue Sikander Julkarn (Alejandro Magno). Él pavimentó las calles de Jullundur y construyó un gran depósito cerca de Ambala. El pavimento se ha conservado hasta hoy; y el depósito está también allí. Nunca he oído hablar de tu dios.

—Déjate crecer el pelo y habla punyabí —dijo burlonamente el joven soldado a Kim, citando un proverbio del norte—. No hace falta más para ser un sij. —Pero no lo dijo muy alto.

El lama suspiró y se replegó en una masa oscura y sin forma. En las pausas de la conversación podían oír su salmodiar bajo:

¡Om mane pudme hum! ¡Om mane pudme hum[43]! —y el chasquido seco de las cuentas de madera del rosario.

—Me fatiga —dijo al fin—. La velocidad y el traqueteo me fatigan. Además, chela mío, temo que quizás hayamos pasado ya ese río.

—Calma, calma —dijo Kim—. ¿No estaba el río cerca de Benarés? Estamos todavía lejos del lugar.

—Pero, si nuestro Señor fue al norte, puede ser cualquiera de esos pequeños ríos que hemos cruzado.

—No lo sé.

—Pero me fuiste enviado —¿no es verdad que me fuiste enviado?— por el mérito que adquirí allá en Such-zen. Viniste de junto al cañón… con dos caras… y dos vestimentas.

—Tranquilo. No se debe hablar aquí de estas cosas —susurró Kim—. Yo no era más que una sola persona. Piensa de nuevo y lo recordarás. Un chico, un chico hindú, al lado del gran cañón verde.

—¿Pero no había allí también un inglés de barba blanca —un santo entre las imágenes— quien reafirmó mi confianza en la existencia del Río de la Flecha?

—Él fue… nosotros fuimos al Ajaib-Gher en Lahore para rezar allí ante los dioses —explicó Kim a la compañía que escuchaba toda oídos—. Y el sahib de la Casa de las Maravillas habló con él, sí, esa es la verdad, como con un hermano. Él es un hombre muy santo, de más allá de las montañas. Descansa. Llegaremos a tiempo a Ambala.

—¿Pero mi río, el río de mi curación?

—Y después, si quieres, iremos a la búsqueda de ese río a pie. Para no perdernos nada, ni tan siquiera un pequeño riachuelo a un lado de un huerto.

—¿Pero tú tienes una búsqueda propia? —El lama, muy complacido de haberlo recordado tan bien, se sentó derecho.

—Sí —dijo Kim para complacerle. El chico estaba completamente feliz de estar allí sentado mascando pan y viendo gente nueva en el mundo vasto y benévolo.

—Era un toro, un toro rojo que vendrá y te ayudará, y te llevará… ¿Adónde? Lo he olvidado. Un toro rojo sobre campo verde, ¿verdad?

—Nay, no me llevará a ningún lado —dijo Kim—. No es más que una historia que te conté.

—¿Qué es eso? —La mujer del agricultor se inclinó hacia adelante, los brazaletes tintineando en su brazo—. ¿Los dos soñáis sueños? Un toro rojo sobre campo verde que te llevará a los cielos, ¿o qué? ¿Fue una visión? ¿Hizo alguien alguna profecía? ¡Nosotros tenemos un toro rojo en nuestro pueblo, más allá de la ciudad de Jullundur, y pasta de preferencia en el más verde de nuestros prados!

—Dale a una mujer una historia de viejas y a un pájaro tejedor una hoja e hilo y ambos tejerán maravillas —dijo el sij—. Todos los hombres santos sueñan sueños y, por seguir a los hombres santos, sus discípulos consiguen ese poder.

—Un toro rojo sobre campo verde, ¿era eso? —repitió el lama—. Puede ser que en una vida anterior hayas adquirido mérito y el toro venga para recompensarte.

—Nay, nay, no es más que una historia que alguien me contó en broma, seguramente. Pero buscaré al toro en los alrededores de Ambala, y tú puedes buscar tu río y descansar del traqueteo del tren.

—Tal vez el toro sepa… tal vez sea enviado para guiarnos a ambos —dijo el lama, con una esperanza infantil. Luego, señalando hacia Kim, se dirigió a los compañeros de viaje—: Él me fue enviado justamente ayer. Creo que no es de este mundo.

—He encontrado mendigos a montones y hombres santos a patadas, pero nunca un yogui así ni un discípulo así —dijo la mujer.

Su marido se tocó la frente ligeramente con un dedo y sonrió. Pero cuando el lama quiso comer de nuevo se encargaron de darle lo mejor.

Y al fin, cansados, adormecidos y polvorientos, llegaron a la estación de la ciudad de Ambala.

—Nos quedamos aquí a causa de un pleito —dijo la mujer del agricultor a Kim—. Nos alojamos con el hermano pequeño del primo de mi marido. Hay sitio en el patio para tu yogui y para ti. ¿Querrá… querrá darme una bendición?

—¡Oh hombre santo! Una mujer con un corazón de oro nos da alojamiento para la noche. Es una tierra amable, la del sur. ¡Mira cómo nos han ayudado desde por la mañana!

El lama inclinó su cabeza en un gesto de bendición.

—Llenar la casa del hermano pequeño de mi primo con vagabundos —empezó a despotricar el marido, mientras se echaba al hombro un pesado palo de bambú.

—El hermano pequeño de tu primo le debe todavía algo al primo de mi padre por la fiesta de la boda de su hija —atajó la mujer con viveza—. Que cargue sus comidas a esa cuenta. El yogui mendiga. Estoy segura.

—Sí, yo mendigo por él —dijo Kim, ansioso tan sólo de poner al lama en sitio seguro para la noche, de modo que él pudiera buscar al inglés de Mahbub Ali y desembarazarse del pedigrí del semental blanco.

—Ahora —dijo cuando el lama había echado el ancla en el patio interior de una respetable casa hindú, detrás de los cuarteles—, me voy un rato… para… para comprarnos provisiones en el bazar. No salgas hasta que yo no haya vuelto.

—¿Volverás? ¿Volverás de verdad? —El viejo le cogió por la muñeca—. ¿Y volverás con la misma forma? ¿Es demasiado tarde para buscar el río esta noche?

—Demasiado tarde y demasiado oscuro.

No te preocupes. Piensa cuán lejos has llegado en el camino, unos cien koss[44] ya desde Lahore.

—Sí… y aún más lejos de mi monasterio. ¡Alas! El mundo es grande y terrible.

Kim se escabulló sigilosamente, jamás una figura tan común y corriente llevó colgando del cuello su propio destino junto con el de unos cuantos miles de personas.

Las señas de Mahbub Ali no le dejaban dudas acerca de la casa donde vivía su inglés y un mozo, conduciendo un pequeño carro del club a casa se lo confirmó. Quedaba por último identificar a su hombre, y Kim se deslizó por el seto del jardín, escondiéndose en un haz de tallos altos cerca de la veranda. La casa resplandecía con las luces y los sirvientes se afanaban entre las mesas adornadas con flores, cristalería y plata. En ese momento apareció un inglés vestido de blanco y negro, tarareando una melodía. Estaba demasiado oscuro para verle la cara, así que Kim probó un viejo truco al estilo de los mendigos.

—¡Protector de los pobres!

El hombre retrocedió hacia la voz.

—Mahbub Ali dice…

—¡Hah! ¿Qué dice Mahbub Ali? —No mostró intención de buscar al hablante y eso le indicó a Kim que estaba al tanto.

—El pedigrí del semental blanco está plenamente confirmado.

—¿Qué prueba hay? —El inglés agitó con su bastón el seto de rosas al borde del sendero de la entrada.

—Mahbub Ali me ha dado esta prueba. —Kim lanzó de un capirotazo la bolita de papel doblado y esta cayó sobre el sendero delante del hombre, el cual puso el pie encima, pues justo en aquel momento un jardinero apareció por una esquina. Cuando el sirviente desapareció, lo recogió, dejó caer una rupia —Kim pudo oír el sonido metálico— y se alejó a grandes pasos hacia la casa sin girarse ni una sola vez. Rápidamente Kim cogió el dinero; pero, a pesar de su experiencia, era lo suficientemente irlandés de nacimiento como para considerar que, en un juego, el dinero era lo menos importante. Lo que deseaba era presenciar el efecto visible de la acción; así que en vez de largarse, se tiró sobre la hierba y, arrastrándose, se acercó a la casa.

Dado que los bungalós indios están abiertos por los cuatro costados, Kim vio al inglés regresar a un pequeño vestidor, en una esquina de la veranda, que hacía en parte las veces de oficina, atestado de papeles esparcidos y paquetes de envíos, y sentarse a estudiar el mensaje de Mahbub Ali. A la luz de la lámpara de keroseno, su cara cambió y se ensombreció, y Kim, acostumbrado, como todo mendigo tiene que estarlo, a escrutar los rostros, tomó buena nota.

—¡Will! ¡Will, querido! —llamó una voz de mujer—. Deberías estar en el salón. Estarán aquí en unos minutos.

El hombre siguió leyendo con atención.

—¡Will! —llamó la voz cinco minutos más tarde—, Él ha llegado. Oigo a los soldados a caballo en la entrada.

El hombre se precipitó fuera con la cabeza descubierta justo en el momento en el que un gran lando, con cuatro jinetes nativos detrás, se detenía en la veranda y un hombre alto, de pelo negro, tieso como una palo, se inclinaba para bajar precedido de un oficial joven que reía de forma agradable.

Kim estaba tumbado boca abajo, tocando casi las grandes ruedas. Su hombre y el extranjero de pelo negro intercambiaron dos frases.

—Ciertamente, señor —dijo el joven oficial de inmediato—. Cuando se trata de un caballo, todo lo demás debe esperar.

—No nos llevará más de veinte minutos —dijo el hombre de Kim—. Puede hacer los honores. Manténgalos entretenidos y todo eso.

—Dígale a uno de los jinetes que espere —dijo el hombre alto, y ambos pasaron al vestidor mientras el landó se alejaba. Kim vio sus cabezas inclinarse sobre el mensaje de Mahbub Ali y oyó las voces, una baja y respetuosa, la otra cortante y decidida.

—No es una cuestión de semanas. Es una cuestión de días… horas casi —dijo el hombre más viejo—. Lo estaba esperando desde hacía algún tiempo, pero esto —y golpeó ligeramente con la mano el papel de Mahbub Ali lo zanja definitivamente. Grogan cena esta noche aquí, ¿verdad?

—Sí, señor, y Macklin también.

—Muy bien. Hablaré con ellos personalmente. El Consejo será informado de este asunto, por supuesto, pero este es un caso en el que uno está totalmente justificado para adoptar medidas inmediatamente. Avise a las brigadas de Pindi y de Peshawar. Va a trastocar todos los relevos de verano, pero no podemos evitarlo. Esto nos pasa por no haberlos aplastado completamente la primera vez. Ocho mil serán suficientes.

—¿Qué hacemos con la artillería, señor?

—Tengo que consultarlo con Macklin.

—¿Entonces significa la guerra?

—No. Un castigo. Cuando un hombre se ve obligado por la actuación de su predecesor…

—Pero C.25 puede haber mentido.

—Él confirma la información del otro. En realidad ya mostraron sus cartas hace seis meses. Pero Devenish insistió en que había una posibilidad de paz. Por supuesto, lo aprovecharon para fortalecerse. Envíe estos telegramas inmediatamente en el código nuevo, no en el viejo, el mío y el de Warton. No creo que necesitemos hacer esperar más tiempo a las damas. Podemos arreglar el resto a la hora del cigarro. Lo veía venir. Es un castigo… no la guerra.

Mientras los soldados se iban a medio galope, Kim gateó hasta la parte trasera de la casa, donde, según su experiencia de Lahore, supuso que habría comida… e información. La cocina estaba llena de pinches nerviosos, uno de los cuales le dio una patada.

—Ay —dijo Kim, fingiendo lágrimas—. Vengo sólo a lavar platos a cambio de llenar el estómago.

—Toda Ambala viene con el mismo cuento. Lárgate. Van a llevar la sopa a la mesa. ¿Crees que nosotros, que servimos al sahib Creighton, necesitamos ayudantes de fuera para ayudarnos en una gran cena?

—Es una cena muy grande —dijo Kim, mirando las bandejas.

—No es de extrañar. El invitado de honor es ni más ni menos el sahib Jang-i-Lat (el comandante en jefe).

—¡Ho! —dijo Kim con la nota gutural correcta para indicar admiración. Había oído ya lo que quería saber, y cuando el criado volvió, Kim ya se había largado.

—¡Y todo este lío —se dijo a sí mismo pensando, como de costumbre, en indostaní[45]—, por el pedigrí de un caballo! Mahbub Ali debería venir a que le enseñe un poco a mentir. Antes siempre llevaba mensajes que tenían que ver con una mujer. Ahora se trata de hombres. Mejor así. El hombre alto dijo que van a enviar un gran ejército para castigar a alguien en algún sitio, la noticia va a Pindi y a Peshawar. Hay cañones también. Lástima no haberme acercado más. ¡Esto son noticias!

A su regreso se encontró al hermano pequeño del primo del agricultor discutiendo detalladamente con este, su mujer y unos pocos amigos todas las consecuencias del pleito familiar, mientras el lama dormitaba. Tras la cena se le ofreció a Kim una pipa de agua y se sintió casi un hombre mientras chupaba de la cascara de coco pulida, con las piernas estiradas bajo la luz de la luna; de vez en cuando, lanzaba algún comentario chasqueando la lengua. Sus anfitriones eran sumamente educados porque la mujer del agricultor les había contado la visión del toro rojo y su probable procedencia de otro mundo. Además el lama era toda una curiosidad, grande y venerable. Más tarde pasó por allí el sacerdote de la familia, un brahmán sarsut[46], viejo y tolerante y, naturalmente, empezó una discusión teológica para impresionar a la familia. Como es lógico, de acuerdo con sus creencias estaban todos de parte del brahmán, pero el lama era su invitado y la novedad. Su gentileza y sus impresionantes citaciones chinas que parecían encantamientos, les fascinaban; y en este entorno sencillo y simpático, el lama se abrió como el propio loto del Bodhisattva y les contó de su vida en las grandes montañas de Such-zen antes de que, como él decía, «me elevara para buscar la Iluminación».

Luego, durante la conversación, salió a relucir que, en aquellos días mundanos, el lama había sido un maestro en formular horóscopos y natalicios, y el sacerdote de la familia le persuadió para que explicara sus métodos; cada uno daba a los planetas nombres que los otros no podían entender y señalaban hacia arriba mientras las grandes estrellas surcaban el firmamento. Los niños de la casa tiraban del rosario del lama sin ser reprendidos y este olvidó por completo la regla que prohíbe mirar a las mujeres mientras hablaba de nieves eternas, de deslizamientos de terreno, de pasos cortados, de precipicios remotos donde los hombres encontraban zafiros y turquesas, y de aquella maravillosa ruta de alta montaña que llevaba finalmente hasta la misma China.

—¿Qué piensas de él? —preguntó el agricultor en un aparte al sacerdote.

—Un hombre santo, un hombre santo, sin duda. Sus dioses, no son los Dioses, pero sus pies van por el buen camino —fue su respuesta—. Y sus métodos para establecer natalicios, aunque no lo puedas entender, son sabios y seguros.

—Dime —le pidió Kim con pereza— si encontraré a mi toro rojo sobre campo verde, como se me prometió.

—¿Qué sabes sobre la hora de tu nacimiento? —preguntó el sacerdote, henchido de importancia.

—Entre el primer y el segundo canto del gallo de la primera noche de mayo.

—¿De qué año?

—No lo sé; pero sobre la hora en la que di mi primer grito ocurrió el gran terremoto en Srinagar, que está en Cachemira. —Esto lo supo Kim por la mujer que le cuidaba y esta a su vez por Kimball O’Hara. El terremoto se había sentido en la India y durante mucho tiempo fue una fecha de referencia en el Punyab.

—¡Ay! —exclamó una mujer con excitación. Aquello pareció dar más verosimilitud al origen sobrenatural de Kim—. ¿No fue entonces cuando nació la hija de aquel…?

—Y su madre le dio a su marido cuatro hijos en cuatro años, todos varones —añadió la mujer del agricultor, sentada en la sombra, fuera del círculo.

—Nadie que sea instruido —dijo el sacerdote de la familia—, olvida cómo estaban los planetas en sus Casas aquella noche. —Empezó a dibujar en el polvo del patio—. Al menos tú tienes derecho a la mitad de la Casa del Toro. ¿Cómo es la profecía?

—Un día —dijo Kim, encantado con la sensación que estaba creando— seré grande gracias a un toro rojo sobre campo verde, pero primero aparecerán dos hombres para prepararlo todo.

—Sí, pasa siempre al comienzo de una visión. Una oscuridad densa que se aclara poco a poco; luego aparece alguien con una escoba para preparar el sitio. Entonces empieza la visión. ¿Dos hombres dijiste? Sí, sí. El Sol, abandonando la Casa del Toro, entra en la de los Gemelos. De ahí los dos hombres de la profecía. Veamos ahora. Tráeme una rama, pequeño.

Enarcó las cejas, hizo un garabato, lo borró y garabateó de nuevo signos misteriosos en el polvo para maravilla de todos, excepto del lama, quien, por delicadeza, se abstuvo de interferir.

Al cabo de media hora arrojó la rama con un gruñido.

—¡Hm! Esto dicen las estrellas. Dentro de tres días vendrán los dos hombres para prepararlo todo. Tras ellos vendrá el toro; pero el signo bajo el que está, es el signo de la guerra y de hombres armados.

—Es verdad que había un hombre de los sijs de Ludhiana en el compartimento de Lahore —dijo la mujer del agricultor esperanzada.

—¡Tck! Hombres armados, muchos cientos. ¿Qué tienes tú que ver con una guerra? —dijo el sacerdote a Kim—. El tuyo es un signo rojo y furioso de una guerra que se desencadenará pronto.

—Nada, nada —dijo el lama con seriedad—. Nosotros sólo buscamos la paz y nuestro río.

Kim sonrió recordando lo que había escuchado en el vestidor. Decididamente era un favorito de las estrellas.

El sacerdote restregó los pies sobre el primitivo horóscopo.

—No puedo ver más que eso. En tres días el toro vendrá a ti, muchacho.

—Y mi río, mi río —rogaba el lama—. Esperaba que el toro nos condujera al río.

—Lástima por ese río maravilloso, hermano —replicó el sacerdote—. Tales hechos no son frecuentes.

A la mañana siguiente, aunque les insistieron para que se quedaran, el lama quiso partir. La familia le dio a Kim un gran fardo con buena comida y casi tres annas en monedas de cobre para las necesidades del camino, y con muchas bendiciones vieron a ambos partir de madrugada hacia el sur.

—Es una pena que estas personas y otras iguales no puedan ser liberadas de la Rueda de las Cosas —dijo el lama.

—Nay, entonces sólo quedaría gente mala sobre la tierra, ¿y quién nos daría comida y refugio? —replicó Kim, que caminaba alegremente con el peso a la espalda.

—Allí a lo lejos hay una pequeña corriente. Vamos a ver —dijo el lama y se desvió del camino blanco a través de los campos, al encuentro de un verdadero enjambre de perros vagabundos.

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