Kim

Kim


Capítulo 3

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Capítulo 3

Sí, voz de toda Alma que se agarra

A la Vida que se afana de peldaño en peldaño

Cuando el dominio de Devadatta aún era nuevo,

El cálido viento trae a Kamakura

El Buda en Kamakura

Un campesino furioso blandía un palo de bambú detrás de ellos. Era un jardinero del mercado, de casta arain, que cultivaba hortalizas y flores para la ciudad de Ambala, Kim conocía bien ese tipo de gente.

—Este hombre —dijo el lama, ignorando a los perros—, es descortés con los extranjeros, malhablado y sin caridad. Guárdate de tal comportamiento, discípulo mío.

—¡Ho, pordioseros desvergonzados! —gritó el campesino—. ¡Fuera de aquí! ¡Largaos!

—Nos vamos —el lama se dio la vuelta con serena dignidad—. Nos vamos de estos campos que están sin bendecir.

—Ah —dijo Kim, sorbiendo el aire entre los dientes—. Si las próximas cosechas fallan, sólo podrás culpar a tu lengua por ello.

El hombre, inquieto, se balanceaba sobre sus alpargatas.

—El campo está lleno de pedigüeños —empezó a decir medio disculpándose.

—¿Y por qué sabes que te íbamos a pedir, oh mali? —le espetó Kim cortante, usando el mote que menos le gusta a un jardinero del mercado—. Lo único que buscábamos era echarle un vistazo al río allí, más allá de los campos.

—Río, ¡hay que ver! —bufó el hombre—. ¿De qué ciudad venís que no reconocéis un canal abierto? Corre tan recto como una flecha y pago por el agua como si fuera plata fundida. Más allá hay un afluente de un río. Pero si necesitáis agua, puedo dárosla… y leche.

—Nay, iremos al río —dijo el lama, alargando el paso.

—Leche y una comida —balbuceó el hombre mientras observaba la alta y extraña figura—. No quiero atraer la mala suerte hacia mí… ni hacia mis cosechas. Pero hay tantos mendigos en estos tiempos difíciles.

—Toma nota. —El lama se volvió hacia Kim—. La niebla roja de la ira le impulsó a hablar con dureza. En cuanto se desvaneció de sus ojos, se ha vuelto cortés y de corazón afable. ¡Que tus campos sean bendecidos! Evita juzgar a los hombres demasiado rápido, oh campesino.

—He conocido a santos que te habrían maldecido desde el fogón hasta el establo —dijo Kim al avergonzado hombre—. ¿A que es un hombre sabio y santo? Yo soy su discípulo.

Alzó la nariz con altivez y cruzó los estrechos límites del campo con gran dignidad.

—No hay orgullo —dijo el lama tras una pausa—, no hay orgullo para aquellos que siguen la Senda Media.

—Pero tú has dicho que él era de casta baja y desconsiderado.

—No he dicho casta baja porque ¿cómo puede ser aquello que no es? Después reparó su descortesía y he olvidado la ofensa. Además él está, como nosotros, atado a la Rueda de las Cosas, pero no sigue la Senda de la liberación. Se paró en un pequeño arroyo entre los campos y contempló la ribera marcada por las huellas de pezuñas.

—Ahora, ¿cómo reconocerás tu río? —dijo Kim, agachándose a la sombra de una alta caña de azúcar.

—Cuando lo encuentre, seguramente me será concedida una revelación. Siento que este no es el sitio. Oh pequeña entre las corrientes, ¡si pudieras decirme dónde está mi río! Pero te bendigo por hacer fértiles los campos.

—¡Mira! ¡Mira! —Kim se abalanzó hacia él y le empujó hacia atrás. Una línea amarilla y marrón se deslizó desde las cañas púrpuras y crujientes hacia la orilla, estiró el cuello hacia el agua, bebió y quedó inmóvil, una gran cobra con ojos fijos y sin párpados.

—No tengo un palo… No tengo un palo —dijo Kim—. Buscaré uno y le romperé la columna.

—¿Por qué? También está en la Rueda como nosotros, una vida que asciende o desciende, muy lejos de la liberación. Gran mal ha debido hacer este alma para ser materializada en esa forma.

—Odio a todas las serpientes —dijo Kim. No hay educación nativa que pueda aplacar el horror del hombre blanco ante la serpiente.

—Déjala vivir su vida. —El reptil enroscado siseó y medio abrió el capuchón—. ¡Que tu liberación llegue pronto, hermana! —continuó el lama plácidamente—. ¿Sabes acaso algo sobre mi río?

—Nunca he visto a un hombre como tú —murmuró Kim, abrumado—. ¿Entienden las serpientes lo que dices?

—¿Quién sabe? —El lama pasó a un pie de distancia de la cabeza estirada de la cobra. Esta la dejó reposar sobre la polvorienta espiral de su cuerpo.

—¡Ven! —le llamó el lama sin girarse.

—Yo no —dijo Kim—. Yo doy un rodeo.

—Ven. No te hará daño.

Kim titubeó un instante. El lama reforzó su orden con la salmodia de alguna citación china, que Kim tomó por un encantamiento. Obedeció y saltó a través del arroyo y la serpiente, ciertamente, no se movió.

—Nunca he visto un hombre así. —Kim se secó el sudor de la frente—. Y ahora ¿para dónde vamos?

—Eso lo tienes que decir tú. Yo soy viejo y extranjero, estoy lejos de mi tierra. Si no fuera porque el rêl[47] con vagones me llenan la cabeza con ruidos de tambores malignos, iría en él ahora a Benarés… Sin embargo, de esa forma nos arriesgaríamos a perder el río. Busquemos otra corriente.

Anduvieron todo el día allí donde el suelo cultivado con esfuerzo da tres o incluso cuatro cosechas al año, a través de parcelas de caña de azúcar y tabaco, de rábanos largos y blancos y de nol-kol[48], desviándose cada vez que vislumbraban agua; despertando a los perros de las aldeas y a pueblos somnolientos al mediodía; el lama respondía a la retahíla de preguntas con una simplicidad inalterable. Ellos buscaban un río, un río que curaba de forma milagrosa. ¿Conocía alguien una corriente así? A veces los hombres reían, pero, más a menudo, escuchaban la historia hasta el final y les ofrecían un sitio a la sombra, un trago de leche y algo de comer. Las mujeres eran siempre amables y los niños pequeños, como todos los niños del mundo, a veces tímidos, a veces atrevidos. El atardecer les pilló descansando bajo el árbol de un pueblo con cabañas de paredes y techos de barro, charlando con el jefe del lugar mientras el ganado volvía de los pastos y las mujeres preparaban la última comida del día. Habían sobrepasado el cinturón de los huertos del mercado, que circundaban la voraz Ambala, y se encontraban en medio de campos verdes que se extendían hasta perderse de vista.

El jefe era un hombre mayor, afable y de barba blanca, acostumbrado a recibir extranjeros. Sacó un catre de cuerdas para el lama, colocó comida caliente ante él, le preparó una pipa y, una vez acabadas las ceremonias del atardecer en el templo del pueblo, mandó buscar al sacerdote.

Kim les contó a los niños mayores historias sobre el tamaño y la belleza de Lahore, sobre los viajes en tren y otras cosas por el estilo propias de la ciudad, mientras los hombres hablaban tan lentamente como rumiaba el ganado.

—No acabo de entenderlo —dijo finalmente el jefe al sacerdote—. ¿Cómo interpretas tú lo que ha dicho? —El lama, una vez contada su historia, estaba pasando las cuentas del rosario en silencio.

—Él es un buscador —contestó el sacerdote—. El campo está lleno de ellos. ¿Te acuerdas del que vino el mes pasado, el faquir con la tortuga?

—Sí, pero aquel hombre tenía derecho y razón porque el mismo Krishna se le había aparecido en una visión prometiéndole el Paraíso sin la pira ardiente si hacía la peregrinación a Prayag[49]. Este hombre no busca ningún dios de los que yo conozco.

—Haya paz, es viejo, viene de muy lejos y está loco —replicó el sacerdote, que estaba afeitado a la perfección—. Escúchame. —Se volvió hacia el lama—. A tres koss (seis millas) hacia el oeste pasa la Gran Carretera hacia Calcuta.

—Pero yo quiero ir a Benarés, a Benarés.

—La carretera va también para Benarés. Cruza todas las corrientes en esta parte del Indostán. Ahora, santo, mi consejo para ti es: descansa aquí hasta mañana. Luego toma esa carretera (se refería a la Grand Trunk Road[50]) y comprueba cada corriente que cruces, porque, según lo que he entendido, la virtud de tu río no está ni en un remanso ni en un punto, sino a todo lo largo del recorrido. Entonces, si tus dioses lo quieren, puedes estar seguro de que hallarás tu liberación.

—Bien dicho. —El lama estaba muy impresionado por el plan—. Empezaremos mañana y recibid una bendición por mostrar a estos pies viejos una ruta tan cercana. —Un profundo canturreo chino concluyó la frase. Incluso el sacerdote estaba admirado y el jefe temía un encantamiento maligno; pero nadie podía mirar la cara sencilla y ansiosa del lama y dudar de él mucho tiempo.

—¿Ves chela mío? —dijo, tomando una buena porción de rapé de su tabaquera. Era su deber devolver cortesía con cortesía.

—Veo… y oigo. —El jefe giró los ojos hacia el sitio donde Kim estaba charlando con una chica vestida de azul, mientras ella echaba espinos crujientes a un fuego.

—Él también tiene su propia búsqueda. No es un río, sino un toro. Sí, un toro rojo sobre campo verde que algún día le elevará al honor. Él no es del todo de este mundo, creo. Me fue enviado de repente para ayudarme en esta búsqueda y su nombre es Amigo de todo el Mundo.

El sacerdote sonrió.

—Ho, ven aquí, Amigo de todo el Mundo —gritó a través del humo acre, ¿qué eres?

—El discípulo de este santo —respondió Kim.

—El dice que tú eres un but (un espíritu).

—¿Pueden comer los buts? —dijo Kim con un guiño—. Porque tengo hambre.

—No es una broma —exclamó el lama—. Un cierto astrólogo de esa ciudad cuyo nombre he olvidado…

—No es más que la ciudad de Ambala, donde dormimos la noche pasada —susurró Kim al sacerdote.

—Ah, ¿era Ambala? Compuso un horóscopo y afirmó que mi chela encontrará lo que busca en dos días. Pero ¿qué dijo sobre el significado de las estrellas, Amigo de todo el Mundo?

Kim se aclaró la garganta y miró a las barbas grises del pueblo a su alrededor.

—El significado de mi estrella es guerra —repuso con pomposidad.

Alguien se rio de la pequeña figura harapienta contoneándose sobre un plinto de ladrillo bajo el gran árbol. Donde un nativo se hubiera tumbado, la sangre blanca de Kim le ponía en pie.

—Sí, guerra —repitió.

—Esa es una profecía segura —retumbó una voz profunda—. Porque hay siempre guerra a lo largo de la Frontera… por lo que sé.

Era un hombre viejo y ajado, que había servido al Gobierno en los días del Motín[51] como oficial nativo en un regimiento de caballería recién formado. El Gobierno le había dado un buen terreno en el pueblo y aunque las peticiones de sus hijos, que eran ahora oficiales de barba gris e independientes, le habían empobrecido, era todavía una persona de importancia. Numerosos oficiales ingleses, incluso comisionados adjuntos, se desviaban de la ruta principal para visitarle y en esas ocasiones se vestía con el uniforme de los viejos tiempos y permanecía tieso como el palo de una escoba.

—Pero esta será una gran guerra… una guerra de ocho mil. —La voz de Kim se alzó aguda a través del gentío que se estaba congregando rápidamente, sorprendiéndole a él mismo.

—¿Casacas rojas o nuestros propios regimientos? —soltó el viejo con brusquedad, como si estuviera preguntando a un igual. Su tono hizo que los hombres respetaran a Kim.

—Casacas rojas —aventuró Kim—. Casacas rojas y artillería.

—Pero… pero el astrólogo no dijo una palabra de eso —dijo el lama, aspirando, en su excitación, una generosa cantidad de rapé.

—Pero lo sé. El aviso me ha llegado a mí, discípulo de este santo. Se organizará un guerra, una guerra de ocho mil casacas rojas. Serán reclutados de Pindi y Peshawar. Es cierto.

—El chico ha escuchado chismes de bazar —dijo el sacerdote.

—Pero él está siempre a mi lado —dijo el lama—. ¿Cómo puede saberlo? Yo no lo sabía.

—Será un astuto charlatán cuando el viejo muera —murmuró el sacerdote al jefe—. ¿Qué nuevo truco es este?

—Un signo. Dame un signo —tronó el viejo soldado de repente—. Si fuera a haber una guerra, mis hijos me lo habrían contado.

—Cuando todo esté preparado, tus hijos serán informados, seguro. Pero es largo el camino entre tus hijos y el hombre en cuyas manos están estas cosas. —Kim se animó con el juego porque le recordó sus aventuras como portador de cartas, cuando, por unas pocas paisas, pretendía saber más de lo que sabía. Pero ahora estaban en juego asuntos más importantes: la pura excitación y la sensación de poder. Cogió aliento de nuevo y continuó.

—Hombre viejo, dame una señal. ¿Ordenan los subordinados los movimientos de ocho mil casacas rojas… con cañones?

—No. El viejo seguía contestando como si Kim fuera un igual.

—¿Sabes entonces quién es él, el que da la orden?

—Le he visto.

—¿Le reconocerías de nuevo?

—Le conozco desde que era un lugarteniente en el top-khana (la artillería).

—Un hombre alto. ¿Un hombre alto con pelo negro que camina así? —Kim dio un par de pasos con un andar estirado y envarado.

—Sí. Pero eso lo pudo haber visto todo el mundo. —Las gentes estaban atentas, conteniendo la respiración durante toda la conversación.

—Cierto —dijo Kim—. Pero te diré más. Mira. Primero el hombre grande camina así. Luego, piensa así. (Kim pasó el dedo índice por la frente y hacia abajo hasta reposar en el ángulo de la mandíbula). Luego mueve nerviosamente los dedos así. Después mete el sombrero bajo el brazo izquierdo. —Kim ilustró el movimiento y se quedó de pie como una cigüeña.

El hombre viejo gruñó, mudo de asombro, y las gentes temblaron.

—Así, así, así. ¿Pero qué hace él cuando está a punto de dar una orden?

—Se frota la piel de la nuca, así. Luego posa un dedo sobre la mesa y suelta un pequeño resoplido por la nariz. Luego habla y dice: «Movilizad a tal y tal regimiento. Solicitad tales armas».

El hombre viejo se levantó con rigidez y saludó.

«Porque» —Kim tradujo a la lengua nativa las frases decisivas que había oído en el vestidor de Ambala—, «Porque», dijo él, «debiéramos haber hecho esto hace tiempo. No es una guerra, es un castigo. ¡Snff!».

—Ya es suficiente. Lo creo. Le he visto así entre el humo de las batallas. Visto y oído. ¡Es Él!

—No he visto humo —la voz de Kim pasó al canturreo absorto del adivino callejero—. Lo he visto en la oscuridad. Primero llegó un hombre para aclarar las cosas. Después vinieron los jinetes. Luego vino Él y se quedó de pie en un círculo de luz. El resto siguió como lo he contado. Viejo, ¿he dicho la verdad?

—Es Él. Sin duda, es Él.

Las gentes lanzaron un suspiro largo y vibrante, mirando alternativamente al viejo, todavía atento, y al andrajoso Kim, con la luz púrpura del crepúsculo como trasfondo.

—¿No dije… no dije que era de otro mundo? —gritó el lama con orgullo—. Es el Amigo de todo el Mundo. ¡Es el Amigo de las Estrellas!

—En cualquier caso, no tiene nada que ver con nosotros —gritó un hombre—. Oh tú, joven adivino, si posees ese don en todo momento, tengo una vaca con manchas rojas. Puede que sea la hermana de tu toro…

—Para lo que a mí me importa… —dijo Kim—. Mis estrellas no se interesan por tu ganado.

—Nay, pero está muy enferma —remachó una mujer—. Mi marido es como un búfalo, si no, hubiera escogido mejor sus palabras. Dime ¿se recuperará?

Si Kim hubiera sido un chico cualquiera, hubiera seguido con el juego; pero uno no conoce la ciudad de Lahore, y menos aún a los faquires de la Puerta de Taksali durante trece años, sin conocer también la naturaleza humana.

El sacerdote le miró de reojo, no sin cierto resentimiento, con una sonrisa seca y sarcástica.

—¿No tenéis entonces un sacerdote en el pueblo? Creí haber visto uno bueno hace poco —gritó Kim.

—Sí… pero… —empezó la mujer.

—Pero tú y tu marido esperáis que os curen la vaca por un puñado de gracias. —La pulla dio en el blanco: Ambos eran conocidos por ser la pareja más avara del pueblo—. No está bien engañar a los templos. Dale un ternero joven a tu propio sacerdote y, a menos que tus dioses estén furiosos de veras, la vaca dará leche dentro de un mes.

—Eres un maestro de mendigos —ronroneó el sacerdote con aprobación—. Ni con la astucia de cuarenta años se podría haber resuelto mejor. Habrás hecho rico al viejo seguramente ¿a que sí?

—Un poco de harina, un poco de mantequilla y un puñado de cardamomos. —Kim respondió sonrojado por el cumplido, pero todavía cauteloso—. ¿Se hace uno rico con esto? Y como puedes ver, está loco. Pero me viene bien mientras aprendo al menos a conocer el camino.

Sabía cómo hacían los faquires de la Puerta de Taksali cuando hablaban entre ellos, e imitó el mismo tono que sus impúdicos discípulos.

—¿Es verdad entonces lo de la búsqueda, o es una cortina de humo para otros fines? Quizás se trate de un tesoro.

—Él está loco… loco de remate. No hay nada más.

En ese momento el viejo soldado se acercó cojeando y preguntó si Kim aceptaría su hospitalidad para la noche. El sacerdote le recomendó aceptarla, pero insistió en que el honor de acoger al lama pertenecía al templo, ante lo cual el lama sonrió con candidez. Kim observó una cara y otra y sacó sus propias conclusiones.

—¿Dónde está el dinero? —susurró, haciéndole señas al anciano para que le siguiera afuera, a la oscuridad.

—En mi pecho. ¿Dónde si no?

—Dámelo. Dámelo rápido y sin llamar la atención.

—Pero ¿por qué? Aquí no hay billetes de tren que comprar.

—¿Soy o no soy tu chela? ¿No protejo tus viejos pies por los caminos? Dame el dinero y al alba te lo devolveré. —Deslizó la mano entre el ropaje del lama y sacó el bolsillo.

—Que así sea, que así sea. —Asintió el viejo con la cabeza—. Este es un mundo grande y terrible. No sabía que vivían tantos hombres en él.

A la mañana siguiente, el sacerdote estaba de muy mal humor, pero el lama muy feliz, y Kim había disfrutado de una velada muy interesante con el viejo, el cual había sacado su sable de caballería y, balanceándolo sobre sus rodillas resecas, le estuvo contando historias sobre el Motín y sobre jóvenes capitanes que llevaban ya treinta años en la tumba, hasta que Kim cayó dormido.

—Ciertamente el aire de esta tierra es bueno —dijo el lama—. Suelo dormir ligeramente, como todos los viejos, pero esta noche pasada dormí de un tirón hasta bien entrada la mañana. Todavía me siento pesado.

—Bebe un poco de leche caliente —le aconsejó Kim, que no pocas veces había llevado ese remedio a fumadores de opio conocidos suyos—. Es hora de ponernos en camino.

—La larga carretera que atraviesa todos los ríos del Indostán —dijo el lama contento—. Vamos. Pero ¿cómo crees tú chela que podemos recompensar a esta gente, y especialmente al sacerdote, por su gran amabilidad? Son sin duda but-parast, pero quizás en otras vidas reciban iluminación. ¿Una rupia para el templo? Esa cosa no es más que piedra y pintura roja, pero hay que saber apreciar el corazón del hombre cuando y donde sea bueno.

—Santo, ¿has tomado alguna vez la carretera solo? —Kim alzó unos ojos severos, como los de los cuervos indios tan afanados por los campos.

—Por supuesto, niño; de Kulu a Pathânkot, desde Kulu donde mi primer chela murió. Cuando los hombres eran generosos con nosotros, hacíamos ofrendas y por todas partes en las montañas las gentes estaban bien dispuestas.

—En el Indostán es de otra manera —dijo Kim con sequedad—. Sus dioses tienen muchos brazos y son malignos. Déjalos tranquilos.

—Os acompañaré un rato por el camino, Amigo de todo el Mundo, a ti y a tu hombre amarillo. —El viejo soldado subió sin prisa por las callejuelas del pueblo, sombrías al alba, montado en un poni flaco de patas débiles—. Ayer por la noche brotaron las fuentes del recuerdo en mi corazón, tan seco ya, y fue una bendición para mí. Verdaderamente hay guerra flotando en el aire. Lo huelo. ¡Mirad! He traído mi espada.

Iba sentado en el pequeño animal con las piernas estiradas y con el sable de lado, la mano sobre su pomo, mirando con furia más allá de las llanuras de los campos, hacia el norte.

—Cuéntame de nuevo cómo se mostró Él en tu visión. Sube y siéntate detrás de mí. El animal lleva a dos.

—Soy el discípulo de este santo —dijo Kim, mientras dejaban atrás la entrada del pueblo. Los lugareños parecían incluso apenados de verlos partir, pero la despedida del sacerdote fue fría y distante. Había malgastado un poco de opio en un hombre que no llevaba dinero.

—Bien dicho. No estoy muy acostumbrado a hombres santos, pero el respeto siempre está bien. En esta época no lo hay, ni siquiera cuando un sahib comisionado viene a verme. ¿Pero por qué alguien cuya estrella le guía a la guerra sigue a un hombre santo?

—Pero él es un hombre santo de verdad —dijo Kim con seriedad—. De verdad, de palabra y de hechos. No es como los otros. Nunca he visto a alguien así. No somos adivinos, ni juglares, ni mendigos.

no lo eres. Lo puedo ver. Pero no sé el otro.

Camina bien de todas formas.

El frescor temprano del día empujaba al lama hacia delante con zancadas largas y sueltas, como las de un camello. Iba enfrascado en su meditación, chasqueando su rosario mecánicamente.

Siguieron por el camino rural, desgastado y lleno de surcos, que corría a través de la llanura entre las grandes arboledas de mangos de un verde oscuro; la línea de las cumbres nevadas de los Himalayas era apenas visible hacia el este. La India entera estaba trabajando en los campos, con las ruedas de los pozos de agua crujiendo, los gritos de los hombres arando detrás de su ganado y el clamor de los cuervos. Incluso el poni sintió la influencia positiva e inició casi un trote cuando Kim puso la mano sobre la correa de piel del estribo.

—Me arrepiento de no haber dado una rupia para el templo —dijo el lama en la última cuenta de las ochenta y una.

El viejo soldado refunfuñó para sus barbas, de modo que, por primera vez, el lama notó su presencia.

—¿Busca también el río? —dijo, dándose la vuelta.

—El día es nuevo —fue la réplica—. ¿Qué necesidad hay de un río salvo para abrevar a los animales antes de la caída del sol? Vengo a mostraros un atajo a la Gran Carretera.

—Esta es una cortesía para ser recordada, oh hombre de buena voluntad. ¿Pero por qué la espada?

El viejo soldado parecía tan azorado como un niño al que pillaran en su juego de fantasías.

—La espada —dijo, tanteándola—. Oh, fue por capricho, el capricho de un viejo. Ciertamente según las órdenes de la policía, ningún hombre debe llevar armas en el Indostán, pero —se animó y palmeó la empuñadura— todos los alguaciles de por aquí me conocen.

—No es un buen capricho —dijo el lama—. ¿Qué aprovecha matar hombres?

—Muy poco, ya lo sé; pero si no se matara a los hombres malvados de vez en cuando, no sería un buen mundo para soñadores desarmados. No hablo por hablar, he visto la tierra desde Delhi hacia el sur bañada de sangre.

—¿Qué locura fue esa?

—Sólo los dioses, que enviaron la plaga, lo saben. Un delirio se apoderó de todo el Ejército y los soldados se volvieron contra sus oficiales. Ese fue el primer mal, aún así hubiera tenido remedio si se hubieran detenido ahí. Pero los rebeldes decidieron matar a las mujeres y a los niños de los sahibs. Entonces vinieron los sahibs de allende del mar y les ajustaron las cuentas con severidad.

—Hace mucho tiempo me llegó un rumor sobre eso, creo. Lo llamaron el Año Negro, si bien recuerdo.

—¿Qué vida has llevado para no conocer el Año Negro? ¡Un rumor! ¡La tierra entera se enteró y tembló!

—-Nuestra tierra nunca tembló, excepto una vez, el día en que el Excelso recibió la Iluminación.

—¡Umph! Yo por lo menos vi Delhi temblar y Delhi es el ombligo del mundo.

—¿Así que se volvieron contra las mujeres y los niños? Esa fue una mala acción, cuyo castigo es inevitable.

—Muchos lo intentaron, pero con poco provecho. Yo estaba entonces en un regimiento de caballería. Se deshizo. De seiscientos ochenta sables fueron leales a la mano que les daba el pan… ¿cuántos crees? Tres. Yo fui uno de ellos.

—Aún mayor el mérito.

—¡Mérito! Eso no se consideraba un mérito en aquellos días. Mi gente, mis amigos, mis hermanos se apartaron de mí. Decían: «La época del inglés se ha acabado. Deja que cada uno se haga con un pedazo de tierra para sí». Pero había hablado con los hombres de Sobraon, de Chilianwallah, de Moodkee y de Ferozeshah. Les dije: «Esperad un poco y el viento cambiará de nuevo. Estas acciones están malditas». En aquellos días cabalgué setenta millas con una memsahib[52] inglesa y su bebé en mi montura. (¡Wow! ¡Aquel era un caballo digno de un hombre!). Los puse a salvo y regresé junto a mi oficial, el único de nuestros cinco al que no mataron. «Deme trabajo», le dije, «porque soy un descastado entre mi gente y la sangre de mi primo humedece mi sable». «Puedes estar satisfecho», dijo él. «Hay un gran trabajo por delante. Cuando pase esta locura, habrá una recompensa».

—Ay, ¿de veras hay una recompensa cuando se acaba la locura? —murmuró el lama mitad para sí.

—En aquellos días no se daban medallas a todos los que habían oído un disparo por casualidad. ¡No! Tomé parte en diecinueve batallas encarnizadas, en cuarenta y seis escaramuzas a caballo y en cantidad de pequeñas refriegas. Recibí nueve heridas, una medalla, cuatro barras y la condecoración de una Orden, porque mis capitanes, que ahora son generales, me recordaron cuando la Kaisar-i-Hind[53] cumplió cincuenta años de reinado y todo el pueblo lo celebró. Dijeron: «Dadle la Orden de la India británica». La llevo ahora al cuello. Tengo también mi jaghir (terreno), concedido por el Estado, un regalo para mí y los míos. Los hombres de aquellos tiempos son ahora comisionados, vienen a verme a caballo entre las cosechas, bien estirados para que todo el pueblo los vea, y hablamos sobre las viejas batallas, el nombre de un muerto nos lleva al siguiente.

—¿Y después? —preguntó el lama.

—Oh, después se van, pero no antes de que el pueblo los haya visto.

—¿Y al final qué harás?

—Al final moriré.

—¿Y después?

—Que los dioses lo decidan. Nunca les he fastidiado con oraciones. No creo que me molesten. Mira, he notado en mi larga vida que a aquellos que interrumpen constantemente a los de arriba con quejas y cuentos y gritos y lloros, ahora son reclamados con rapidez, como nuestro coronel solía mandar llamar a los campesinos de lengua suelta que hablaban demasiado. No, nunca he agobiado a los dioses. Se acordarán de ello y me darán un sitio tranquilo donde pueda clavar mi lanza a la sombra y esperar a mis hijos para darles la bienvenida: Tengo tres, ni más ni menos, todos comandantes ressaldar[54] en los regimientos.

—Y ellos igualmente, atados a la Rueda, pasan de una vida a otra, de una desesperación a otra desesperación —dijo el lama por lo bajo—, febriles, intranquilos y codiciosos.

—Sí —dijo el viejo soldado soltando una risita—. Tres comandantes ressaldar en tres regimientos. Un poco jugadores, pero yo también lo soy. Tienen que tener buenas monturas; y no se pueden tomar caballos como uno tomaba mujeres en los viejos tiempos. Bien, bien, mi terreno puede pagarlo todo. ¿Qué creéis? Es una franja bien regada, pero mis campesinos me engañan. No sé cómo conseguir algo de ellos si no es a punta de lanza. ¡Ugh! Me pongo furioso, les maldigo y ellos fingen arrepentimiento, pero a mis espaldas sé que me llaman «viejo mono desdentado».

—¿Nunca has deseado otra cosa?

—¡Sí, sí, mil veces! Una espalda derecha y una rodilla que doble bien de nuevo; una muñeca rápida y una vista aguda; y la sustancia que hace a un hombre. ¡Oh, los viejos tiempos, la época dorada de mi fuerza! —Esa fuerza es debilidad.

—Se ha convertido en eso; pero hace cincuenta años habría demostrado lo contrario —replicó el viejo soldado, clavando el borde del estribo en el flanco magro del poni.

—Pero yo conozco un río muy curativo.

—He bebido agua del Ganges hasta llegar casi a la hidropesía. Todo lo que me trajo fue una diarrea y ninguna fuerza.

—No es el Ganges. El río que conozco lava todo rastro de pecado. Cuando uno alcanza la orilla opuesta tiene la liberación asegurada. No conozco tu vida, pero tu cara es la de alguien honrado y cortés. Tú te has mantenido en tu camino, brindando fidelidad cuando era difícil hacerlo en aquel Año Negro del cual recuerdo ahora otras historias. Entra ahora en la Senda Media, que es la de la liberación. Escucha la Ley Más Excelsa y no persigas sueños.

—Habla pues, viejo —sonrió el soldado, medio saludando—. A nuestra edad todos parloteamos con gusto.

El lama se agachó bajo un mango cuya sombra componía un tablero de ajedrez sobre su cara; el soldado estaba sentado tieso sobre el poni y Kim, tras asegurarse de que no había ninguna serpiente, se acurrucó en el hueco de unas raíces retorcidas.

Al calor del sol se oía un somnoliento runrún de vida, el zureo de las palomas y un rumor adormecido de ruedas de pozos por los campos. El lama empezó despacio y con tono grave. Al cabo de diez minutos el viejo soldado desmontó del poni para escuchar mejor lo que decía y se sentó con las riendas enroscadas alrededor de la muñeca. La voz del lama vaciló, las pausas se alargaron. Kim estaba distraído mirando una ardilla gris. Cuando el pequeño bulto de pelo revuelto, molesto por la intrusión y bien agarrado a la rama, desapareció, el predicador y la audiencia estaban profundamente dormidos, la cabeza del viejo oficial, de rasgos marcados, descansaba sobre su brazo, la cabeza del lama reposaba contra el tronco del árbol, donde destacaba como si fuera marfil amarillo. Un niño desnudo llegó trastabillando, se quedó mirándoles y movido por una especie de impulso respetuoso, hizo un solemne gesto de obediencia ante el lama, pero era tan pequeño y rollizo que al inclinarse volcó de lado y Kim se rio de sus piernas regordetas pataleando en el suelo. El niño, asustado y ofendido, se echó a llorar a pleno pulmón.

¡Hai! ¡Hai! —exclamó el soldado, levantándose de un salto—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué órdenes?… ¡Es… un niño! Soñaba que era una alarma. Pequeño, pequeño, no llores. ¿Me he dormido? ¡Pero qué descortesía la mía!

—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —chillaba el niño.

—¿De qué tienes miedo? ¿De dos hombres y un chico? ¿Cómo vas a llegar a soldado, pequeño príncipe?

El lama se había despertado también, pero, sin prestar atención al niño de forma directa, chasqueaba su rosario.

—¿Qué es eso? —preguntó el chiquillo, frenando en seco a mitad de un berrido—. Nunca he visto esa cosa. Dámela.

—Aha —recitó el lama sonriendo y arrastrando el rosario por la hierba:

Esto es un puñado de cardamomos,

Esto es un poco de ghi:

Esto es mijo y chiles y arroz,

¡Un festín para ti y para mí!

El pequeño chilló de contento e intentó agarrar las cuentas oscuras y brillantes.

—¡Oho! —dijo el viejo soldado—. ¿De dónde has sacado esa canción, tú que desprecias este mundo?

—La aprendí en Pathânkot, sentado ante una puerta —explicó el lama azorado—. Es bueno ser amable con los niños pequeños.

—Si bien recuerdo, antes de que nos diera el sueño, me dijiste que el matrimonio y la procreación oscurecían la luz verdadera, que eran obstáculos en la Senda. ¿En tu tierra caen los niños del cielo? ¿Es esa la Senda, cantarles canciones?

—Ningún hombre es perfecto —dijo el lama con gravedad, enroscando el rosario—. Corre con tu madre ahora, pequeño.

—¡Lo oyes! —le dijo el soldado a Kim—. Se avergüenza porque ha hecho feliz a un niño. Contigo se perdió un buen hombre de familia, hermano. ¡Hai niño! —El viejo le arrojó una moneda de una paisa—. Los dulces son siempre dulces. —Y cuando la diminuta figura se alejó dando brincos bajo la luz del sol, añadió—: Crecen y se hacen hombres. Santo, siento haberme dormido en medio de tu plegaria. Perdóname.

—Somos dos hombres viejos —dijo el lama—. La culpa es mía. Escuché tu charla sobre el mundo y sus locuras y una falta condujo a la otra.

—¡Pero le oyes! ¿Qué daño han sufrido tus dioses porque hayas jugado con un niño? Y la canción estuvo bien cantada. Sigamos el camino y te cantaré la canción de Nikal Seyn[55] frente a Delhi, una vieja canción. Y continuaron la marcha abandonando la sombra de la arboleda de mangos; la voz alta y aguda del hombre resonó por los campos mientras, en una serie de quejidos profundos, iba narrando la historia de Nikal Seyn (Nicholson), la canción que, todavía hoy, cantan los hombres del Punyab. Kim estaba entusiasmado y el lama escuchaba con profundo interés.

¡Ahi! Nikal Seyn está muerto, ¡murió frente a Delhi! Lanzas del norte, tomad venganza por Nikal Seyn. —Con voz trémula desgranó la canción hasta el final, marcando los quiebros sobre el lomo del poni con la hoja de su espada.

—Y ahora llegamos a la Gran Carretera —dijo, tras recibir los elogios de Kim porque el lama se mantenía marcadamente silencioso—. Hace mucho tiempo desde la última vez que cabalgué por este camino, pero lo que el chico contó me animó. Mira, hombre santo, la Gran Carretera es la columna vertebral del Indostán. La mayor parte está a la sombra, como aquí, con cuatro filas de árboles; la parte central de la carretera, de buen piso duro, se reserva para el tráfico rápido. En la época anterior a los trenes, los sahibs viajaban por ella a cientos, arriba y abajo. Ahora sólo hay carros del campo y demás. A la derecha y a la izquierda las carreteras tienen más baches y son para los carros pesados de grano, algodón, madera, forraje, cal y cuero. Un hombre viaja seguro por aquí porque cada pocos koss hay una comisaría. Los policías son unos ladrones y unos chantajistas (yo haría patrullar el camino con una caballería, algunos reclutas jóvenes bajo el mando de un capitán enérgico), pero al menos no toleran rivales. Por aquí circulan todas las castas y todo tipo de gente. ¡Mira! Brahmanes y chumares[56], banqueros y caldereros, barberos y bunnias[57], peregrinos y alfareros, todo el mundo yendo y viniendo. A mí se me parece a un río del que yo hubiera sido arrojado como un tronco tras una riada.

Y verdaderamente la Grand Trunk Road ofrece un espectáculo maravilloso. Corre recta, soportando sin atascos el tráfico de la India a lo largo de unas mil quinientas millas[58], un río de vida tal como no existe en ningún otro lugar del mundo. Contemplaron la extensión de arcos verdes, moteada de sombras, la blanca anchura punteada de gente que caminaba lentamente y, del otro lado, la comisaría de dos habitaciones.

—¿Quién lleva armas contraviniendo la ley? —gritó un alguacil sonriente cuando echó la vista encima a la espada del soldado—. ¿No basta la policía para eliminar a los malhechores?

—Precisamente a causa de la policía la compré —fue la respuesta—. ¿Va todo bien en el Indostán?

—Va todo bien, sahib ressaldar.

—Mira, soy como una tortuga vieja que saca la cabeza desde la orilla y la esconde de nuevo. Sí, esta es la ruta del Indostán. Toda la gente pasa por aquí…

—Hijo de cerdo, ¿está hecha la parte suave de la carretera para que tú te rasques la espalda sobre ella? Padre de todas las hijas de la vergüenza y marido de diez mil sin virtud, tu madre se entregó a un demonio, obligada por su propia madre. ¡Tus tías no tuvieron narices durante siete generaciones[59]! Tu hermana… ¿Quién te dijo descerebrado que atravesaras tus carros en la carretera? ¿Una rueda rota? ¡Entonces toma también una cabeza rota y junta las dos!

La voz y el restallar feroz de un látigo venían de una columna de polvo a cincuenta yardas[60] de distancia, donde un carro se había roto. Una yegua kathiawar[61] delgada y alta, con los ojos y los ollares congestionados, salió disparada del bloqueo, resoplando y sacudiéndose, mientras su jinete la espoleaba por la carretera en persecución de un hombre que gritaba. El jinete era alto y de barba gris, y montaba el animal casi enloquecido como si fuera una parte de él, azotando a su víctima con precisión científica entre brinco y brinco del caballo. La cara del viejo se iluminó con orgullo.

—¡Mi hijo! —dijo simplemente, e intentó dirigir el cuello del poni hacia el ángulo conveniente.

—¿Voy a ser golpeado delante de la policía? —chilló el carretero—. ¡Justicia! Quiero justicia…

—¿Tengo que ser detenido por un mono gritando que vuelca diez mil sacos delante de las narices de un caballo joven? Así se arruina a una yegua.

—Dice la verdad. Dice la verdad. Pero ella obedece a su jinete en todo —señaló el viejo. El carretero se metió raudo bajo las ruedas de su carro y desde allí amenazó con toda suerte de venganzas.

—Tus hijos son hombres fuertes —dijo el policía imperturbable, hurgándose entre los dientes.

El jinete lanzó un último y sañudo chasquido con su látigo y llegó a medio galope.

—¡Padre mío! —tiró de las riendas haciendo recular a la yegua unas diez yardas y desmontó.

El viejo desmontó del poni en un instante y se abrazaron como hacen padre e hijo en Oriente.

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