Kim

Kim


Capítulo 11

Página 16 de 27

Capítulo 11

Dadle al hombre que no esté hecho

Para su trabajo

Espadas para arrojar y atrapar después,

Monedas para lanzar y recoger después,

Hombres para herir y curar después,

Serpientes para engatusar y atraer después…

Y será herido por su propia hoja,

Desobedecido por sus serpientes,

Puesto en evidencia por su torpeza

Ridiculizado por la gente…

¡No pasa eso con quien ha nacido para malabarista!

Una pizca de polvo o una flor marchita,

Una fruta caída o un bastón prestado,

Es lo único que necesita y consolida su poder,

¡Atrae el hechizo o desata la risa!

Pero un hombre que, etc.

La canción del malabarista, Op. 15.

Siguió una reacción tan natural como repentina.

—Ahora estoy solo, completamente solo —pensó Kim—. ¡En toda la India no hay nadie tan solo como yo! Si me muero hoy, ¿quién llevará la noticia y a quién? Si vivo y Dios es bueno, habrá un precio por mi cabeza, porque soy un Hijo del Encantamiento, yo, Kim.

Pocos blancos, pero muchos asiáticos pueden quedarse embelesados repitiéndose a sí mismos sus propios nombres una y otra vez dejando la mente vagar libre y especular sobre lo que se llama identidad propia. Cuando uno se hace viejo, la capacidad normalmente desaparece, pero mientras dura el arrebato puede sobrevenirle a uno en cualquier momento.

—¿Quién es Kim… Kim… Kim?

Se agachó en una esquina de la ruidosa sala de espera, arrinconando cualquier otro pensamiento; las manos cruzadas en el regazo y las pupilas contraídas como puntas de aguja. En un minuto, en medio segundo más, Kim sentía que llegaría a la solución de ese tremendo rompecabezas, pero en ese momento, como siempre sucede, su mente cayó en picado de esas alturas como un pájaro herido y pasándose la mano por los ojos, sacudió la cabeza.

Un bairagi (santo) hindú de pelo largo, que acababa de comprar un billete, se paró ante él en ese momento y le miró de forma penetrante.

—Yo también he perdido esa facultad —dijo con tristeza—. Es una de la Puertas de la Senda, pero para mí está cerrada desde hace muchos años.

—¿De qué hablas? —preguntó Kim, azorado.

—Te estabas preguntando en tu espíritu qué es tu alma. El impulso te vino de repente. Yo lo conozco. ¿Quién podría conocerlo sino yo? ¿A dónde vas?

—A Kashi (Benarés).

—Allí no hay dioses. Los he puesto a prueba. Yo voy a Prayag (Allahabad) por quinta vez, buscando la Senda de la Iluminación. ¿De qué religión eres?

—Yo soy también un buscador —dijo Kim usando una de las palabras favoritas del lama—. Aunque —y por un instante olvidó sus ropas del norte— aunque sólo Alá sabe lo que busco.

El viejo santón deslizó la muleta del bairagi[129] bajo el brazo y se sentó en un trozo de piel de leopardo rojizo mientras Kim se levantaba a la llamada del tren para Benarés.

—Ve con esperanza, pequeño hermano —dijo—. La Senda hasta los pies del Único es larga, pero hacia allí viajamos todos.

Después de esto, Kim ya no se sintió tan solo, y, antes de haber recorrido veinte millas sentado en el compartimento atestado de pasajeros, estaba entreteniendo a sus vecinos con una sarta de los más fantásticos cuentos sobre sus dones mágicos y los de su maestro.

Benarés le pareció una ciudad extremadamente sucia, aunque era agradable constatar el respeto que su ropaje producía. Al menos un tercio de la población reza eternamente a uno u otro grupo de los muchos millones de dioses y por eso reverencian a toda clase de hombres santos. Kim fue guiado al templo de los Tirthankaras, a una milla aproximadamente de la ciudad, cerca de Sarnath, por un campesino punyabí que conoció por casualidad, un kamboh[130] de la zona de Jullundur, que había apelado en vano a todos los dioses de su tierra para que curaran a su pequeño hijo y probaba en Benarés como último recurso.

—¿Eres del Norte? —preguntó, abriéndose paso con los hombros por entre la muchedumbre de las estrechas y malolientes calles, como su buey favorito habría hecho en casa.

—Sí, conozco el Punyab. Mi madre era una pahareen, pero mi padre venía de Amritsar, cerca de Jandiala —dijo Kim, engrasando su afilada lengua para las necesidades del camino.

—¿Jandiala, Jullundur? ¡Oho! Entonces, somos de alguna manera vecinos, por así decir. —El hombre inclinó con ternura la cabeza hacia el niño que lloraba en sus brazos—. ¿A quién sirves?

—A un hombre muy santo en el templo de los Tirthankaras.

—Todos son muy santos y… muy codiciosos —dijo el jat con amargura—. He vagado por entre los pilares y pateado los templos hasta despellejarme los pies y el niño no se pone ni una pizca mejor. Y la madre está enferma también… Hush, ale pequeñín… Cambiamos su nombre cuando empezó la fiebre. Le vestimos como una niña. No hay nada que no hayamos probado, excepto, se lo dije a su madre cuando me despachó para Benarés, ella debió haber venido conmigo, le dije que el Sultán Sakhi Sarwar[131] nos habría hecho mejor servicio. Conocemos su generosidad, pero estos dioses de la planicie son extraños para nosotros.

El niño se revolvió en el colchón de los grandes y musculosos brazos del padre y miró a Kim por debajo de los pesados párpados.

—¿Y no valió para nada? —preguntó Kim, con sincero interés.

—Para nada, para nada —dijo el niño con los labios cuarteados por la fiebre.

—Al menos los dioses le han dado una buena cabeza —dijo el padre con orgullo—. Pensar que él lo ha entendido todo con tanta claridad. Allí está tu templo. Ahora soy un hombre pobre, conmigo trataron muchos sacerdotes, pero mi hijo es mi hijo y si un regalo a tu maestro puede curarle… yo ya no sé qué más hacer.

Kim reflexionó un instante estremeciéndose de orgullo. Tres años antes se habría aprovechado al instante de la situación y seguido su camino sin pensarlo dos veces; pero ahora, el respeto mismo que le mostraba el jat le confirmaba que era un hombre. Además, ya había sentido un par de veces lo que era la fiebre y sabía lo suficiente para reconocer las señales de la desnutrición cuando las veía.

—Llámale y le daré un vale por mi mejor yunta de bueyes para que cure al niño.

Kim se detuvo ante la puerta exterior del templo que estaba tallada. Un banquero oswal[132] de Ajmer, vestido de blanco, con sus pecados de usura recién purgados, le preguntó qué quería.

—Soy el chela del lama Teshoo, un santo de Bhotiyal, ahí dentro. Me pidió que viniera. Estoy esperando. Avísale.

—No te olvides del niño —imploró a sus espaldas el inoportuno jat y luego se puso a vocear en punyabí—: ¡Oh santo, oh discípulo del santo, oh dioses por encima de todos los mundos, contemplad la aflicción sentada a la puerta! —Ese grito es tan común en Benarés que los pasantes nunca giran sus cabezas.

El oswal, en paz con la humanidad, llevó el mensaje a la oscuridad trasera y los plácidos e incontables minutos orientales fueron corriendo porque el lama estaba dormido en su celda y ningún sacerdote quería despertarle. Cuando el clic de su rosario volvió a romper el silencio del patio interior, donde estaban las serenas figuras de los Arhats[133], un novicio le susurró:

—Tu chela está aquí, —y el anciano se dirigió a grandes pasos hacia la puerta, olvidando el final de la oración.

Apenas había aparecido la alta figura en el corredor, el jat corrió hacia él, y, levantando al niño, gritó:

—Mírale, santo; y si los dioses quieren, ¡vivirá, vivirá!

El jat revolvió en su cinto y sacó una pequeña moneda de plata.

—¿Qué es esto? —Los ojos del lama se giraron hacia Kim. Era evidente que él hablaba un urdu mucho más comprensible que tiempo atrás, bajo el Zam-Zammah; pero el padre no estaba dispuesto a permitirles tener una charla privada.

—No es más que una fiebre —dijo Kim—. El niño no está bien alimentado.

—Se pone malo con todo y su madre no está aquí.

—Si se me permite, podría curarle, santo.

—¡Qué! ¿Te han convertido en un sanador? Espera aquí —dijo el lama y se sentó al lado del jat sobre el escalón más bajo del templo, mientras Kim, mirándoles de reojo, abrió despacio la pequeña caja de betel. En el colegio había soñado volver junto al lama como un sahib —gastarle una broma al anciano antes de darse a conocer— todo fantasías de chicos. Ahora había mucho más suspense en esa búsqueda distraída, con las cejas enarcadas, por entre los frascos de comprimidos, con una pausa aquí y allá para pensar y murmurar de vez en cuando una invocación. Tenía quinina en comprimidos y tabletas de extracto de carne marrón oscuro —ternera muy probablemente, pero ese no era asunto suyo. El pequeño no podía comer, pero chupó la tableta con avidez y dijo que le gustaba el sabor salado.

—Toma entonces estas seis. —Kim se las dio al padre—. Alaba a los dioses y hierve tres en leche y otras tres en agua. Después de que se haya bebido la leche, dale esto (era la mitad de un comprimido de quinina), y arrópale, que esté caliente. Cuando despierte, dale el agua de las otras tres, y luego la otra mitad de ese comprimido blanco. Entre tanto, aquí hay otra medicina marrón que puede chupar de camino a casa.

—¡Dioses, qué sabiduría! —dijo el kamboh, arrebatándole las medicinas.

Eso era todo lo que Kim podía recordar de su propio tratamiento contra un ataque de malaria otoñal, si se exceptúa la labia extra que le añadió para impresionar al lama.

—¡Ahora ve! Vuelve por la mañana.

—Pero el precio, el precio —dijo el jat, echando los poderosos hombros hacia atrás—. Mi hijo es mi hijo. Ahora que se pondrá bueno otra vez, ¿cómo podría volver con su madre y decirle que acepté tu ayuda por el camino y ni siquiera te di un cuenco de cuajada en compensación?

—Estos jats son todos iguales —dijo Kim con afabilidad—. El jat estaba sobre su estercolero cuando pasaron por delante los elefantes del rey. «Oh conductor de la manada», dijo el jat, «¿por cuánto venderías a esos burritos?».

El jat estalló en carcajadas para a renglón seguido asfixiar al lama con disculpas.

—En mi tierra se habla así, exactamente de esa manera. Así somos todos los jats. Volveré mañana con el niño; y la bendición de los dioses del pueblo, que son dioses pequeños y buenos, sea con vosotros… Ahora, hijo, nos pondremos fuertes de nuevo. ¡No lo escupas, pequeño príncipe! Rey de mi corazón, no lo escupas y mañana seremos hombres fuertes, luchadores y manejaremos las mazas.

Se marchó canturreando y murmurando. El lama se volvió hacia Kim y toda su vieja alma cariñosa se reflejó en sus ojos oblicuos.

—Curar al enfermo es adquirir mérito; pero primero uno consigue conocimiento. Se ha hecho sabiamente, oh Amigo de todo el Mundo.

—Tú me hiciste sabio, santo —dijo Kim, olvidando el pequeño teatro recién representado, olvidando San Javier, olvidando su sangre blanca, olvidando incluso el Gran Juego mientras se inclinaba a la manera musulmana, para tocar los pies de su maestro entre el polvo del templo jain—. Mi enseñanza te la debo a ti. He comido tu pan durante tres años. He completado mi tiempo. Estoy liberado del colegio. Y vengo a ti.

—Aquí está mi recompensa. ¡Entra! ¡Entra! ¿Y va todo bien? —Pasaron al patio interior, donde el sol dorado de la tarde descendía en ángulo—. Quédate de pie que te pueda ver. ¡Así! —Lo miró con ojo crítico—. Ya no es un niño sino un hombre, madurado con la sabiduría, ejerciendo como médico. Hice bien, hice bien cuando te entregué a los hombres armados aquella negra noche. ¿Recuerdas nuestro primer día bajo el Zam-Zammah?

—Sí —dijo Kim—. Recuerdas cuando salté del carruaje el primer día que fui a…

—¿Las Puertas de la Sabiduría? Ciertamente. Y el día que comimos juntos los pasteles por donde el río cerca de Nucklao. ¡Aha! Has mendigado para mí muchas veces, pero aquel día yo mendigué para ti.

—Por una buena razón —repuso Kim—. Entonces era un estudiante tras las Puertas de la Sabiduría e iba vestido como un sahib. No olvides, santo —siguió bromeando—, que todavía soy un sahib, gracias a tu bondad.

—Verdad. Y un sahib muy estimado. Ven a mi celda, chela.

—¿Cómo lo sabes?

El lama sonrió. Al principio gracias a las cartas del amable sacerdote a quien conocimos en el campamento de los hombres armados; pero ahora se ha ido a su propio país y yo he seguido enviando el dinero a su hermano. —Aunque el coronel Creighton, que había asumido la guardia y custodia cuando el padre Víctor se fue a Inglaterra con los Mavericks, no era en absoluto el hermano del capellán—. Pero no entiendo muy bien las cartas de los sahibs. Me las tienen que interpretar. Por eso escogí un camino más seguro. Varias veces cuando volvía de mi búsqueda a este templo, que ha sido siempre como un refugio para mí, vino alguien buscando iluminación, un hombre de Leh, que había sido, según contó, un hindú, pero que estaba cansado de todos esos dioses. —El lama señaló a los Arhats.

—¿Un hombre gordo? —preguntó Kim con una chispa en sus ojos.

—Muy gordo; pero percibí al instante que su mente estaba completamente dedicada a cosas inútiles, como demonios y hechizos, el modo y manera de tomar el té en los monasterios, y por qué camino iniciamos a los novicios. Un hombre lleno de preguntas, pero era un amigo tuyo, chela. Me dijo que tú ibas camino de recibir grandes honores como escribiente. Y veo que eres un médico.

—Sí, eso soy; un escribiente cuando soy un sahib, pero eso queda a un lado cuando vengo como tu discípulo. He cumplido los años establecidos para la educación de un sahib.

—¿Cómo si fueras un novicio? —dijo el lama, asintiendo con la cabeza.

—¿Estás libre de la escuela? No quisiera que vinieras conmigo siendo aún inmaduro.

—Soy del todo libre. Cuando llegue el momento, entraré al servicio del Gobierno como escribiente.

—No como guerrero. Eso está bien.

—Pero primero vengo a peregrinar… contigo. Por eso estoy aquí. ¿Quién mendiga por ti estos días? —continuó con ansiedad. Kim sentía que estaba pisando terreno resbaladizo.

—Muy a menudo mendigo yo mismo, pero como sabes, rara vez estoy aquí, excepto cuando vengo para ver otra vez a mi discípulo. He viajado de un extremo al otro del Indostán a pie y en el te-ren. ¡Una tierra grande y maravillosa! Pero cuando regreso aquí, es como si estuviera en mi propio Bhotiyal.

Miró complacido alrededor de la celda pequeña y limpia. Un cojín bajo le proporcionaba un asiento sobre el cual se había colocado con las piernas cruzadas en la actitud del Bodhisattva emergiendo de la meditación; ante él estaba una mesa de madera de teca negra, de menos de veinte pulgadas de alto, ocupada con tazas de té en cobre. En una esquina había un pequeño altar, también de teca muy tallada, con una imagen de cobre dorado de Buda sentado y frente a él había una lámpara, así como un soporte para el incienso y un par de maceteros de cobre.

—El Conservador de las Imágenes de la Casa de las Maravillas adquirió mérito dándome todo eso hace un año —dijo, siguiendo la mirada de Kim—. Cuando uno está lejos de su propia tierra estas cosas traen recuerdos; y tenemos que reverenciar al Señor por haber mostrado la Senda. ¡Mira! —Señaló un curioso montón de arroz coloreado con un extraño ornamento de metal encima—. Cuando era abad en mi monasterio… antes de adquirir un conocimiento más elevado, hacía esta ofrenda a diario. Es el sacrificio del universo al Señor. Así lo hacemos los de Bhotiyal, ofrecer todo el universo diariamente a la Ley Excelsa. Y lo hago incluso ahora, aunque sé que el Excelso está más allá de toda presión y adulación. —Y aspiró rapé de la tabaquera.

—Bien hecho, santo —murmuró Kim, hundiéndose a gusto en los cojines, muy feliz y bastante cansado.

—Y también —-dijo el anciano con una risita complaciente—, hago pinturas de la Rueda de la Vida. Tres días para una pintura. Estaba ocupado con ello, o puede ser que hubiera cerrado mis ojos un poco, cuando me dieron tu recado. Es bueno tenerte aquí. Te enseñaré mi arte, no por orgullo, sino porque tienes que aprender. Los sahibs no tienen toda la sabiduría del mundo.

Sacó de debajo de la mesa una hoja de un papel chino extrañamente perfumado, los pinceles y un pedazo de tinta india. Con trazos muy precisos y severos había dibujado la Gran Rueda con sus seis radios, cuyo centro era la conjunción del Cerdo, la Serpiente y la Paloma (Ignorancia, Ira y Lujuria), y cuyos compartimentos representaban todos los Cielos e Infiernos, y todas las vicisitudes de la vida humana. Dicen que el mismo Bodhisattva lo dibujó primero con granos de arroz sobre el polvo, para enseñar a sus discípulos la Causa de las Cosas. Muchos años más tarde se había cristalizado en un maravilloso diseño tradicional coronado con cientos de pequeñas figuras, donde cada línea tenía un significado. Pocos logran traducir la parábola de la pintura; no hay veinte personas en todo el mundo que lo puedan dibujar con seguridad, sin un modelo; y sólo tres que pueden a la vez dibujarla y explicarla.

—He aprendido a dibujar un poco —dijo Kim—. Pero esto es la maravilla de las maravillas.

—Lo he escrito durante muchos años —dijo el lama—. Hubo un tiempo en el que podía escribirlo todo entre el encendido de una lámpara y el siguiente. Te enseñaré el arte, después de la debida preparación; y te enseñaré el significado de la Rueda.

—¿Tomamos el camino entonces?

—El camino y nuestra búsqueda. Sólo esperaba por ti. Se me hizo claro en cien sueños, sobre todo en uno que me vino la noche del día en el que las Puertas de la Sabiduría se cerraron por primera vez detrás de ti, que nunca encontraré mi río sin ti. Como sabes, lo aparté de mí una y otra vez, temiendo que fuera una ilusión. Por ello, no te quería llevar conmigo aquel día en Lucknow, cuando comimos los pasteles. No pensaba llevarte hasta que el momento fuera adecuado y propicio. He ido de las montañas al mar, del mar a las montañas, pero en vano. Luego me acordé del Jâtaka.

Le contó a Kim la historia del elefante con el hierro en la pierna, como se la había contado tantas veces a los sacerdotes jaines.

—No se necesitan más testimonios —concluyó con serenidad—. Tú fuiste enviado para ayudarme. Cuando faltó esa ayuda, mi búsqueda se paralizó. Por ello, saldremos de nuevo juntos, y nuestra búsqueda no fracasará.

—¿A dónde iremos?

—¿Qué importa, Amigo de todo el Mundo? La búsqueda, digo, no fracasará. Si es necesario, el río surgirá del suelo ante nosotros. Yo adquirí mérito cuando te envié a las Puertas de la Sabiduría y te di la joya del conocimiento. Volviste, como he visto, convertido en un seguidor de Sakyamuni, el médico, que tiene muchos altares en Bhotiyal. Es suficiente. Estamos juntos y todo es como era, Amigo de todo el Mundo, Amigo de las Estrellas, ¡mi chela!

Luego hablaron de asuntos mundanos; pero resultaba extraño que el lama no preguntara detalles de la vida en San Javier, ni mostrara la más mínima curiosidad por los usos y costumbres de los sahibs. Su mente se movía en el pasado y revivía cada etapa de su maravilloso primer viaje juntos, frotándose las manos y riéndose para sí, hasta que le apeteció enroscarse en el repentino sueño de la vejez.

Kim contempló los últimos rayos polvorientos de sol desvanecerse en el patio y jugueteó con su daga ceremonial y el rosario. El clamor de Benarés, la ciudad más vieja del mundo, despierta ante los dioses día y noche, golpeaba los muros como el rugido del mar contra un rompeolas. De vez en cuando, un sacerdote jain cruzaba el patio con alguna pequeña ofrenda para las imágenes divinas, barriendo el camino delante de él por miedo a que, por accidente, le quitara la vida a algún ser vivo. Una lámpara parpadeaba y a continuación se oía el murmullo de una oración. Kim contempló las estrellas mientras se elevaban una tras otra en la oscuridad tranquila y bochornosa, hasta que se quedó dormido a los pies del altar. Esa noche soñó en indostaní, sin una palabra de inglés…

—Santo, hay un niño a quien le dimos la medicina —dijo, hacia las tres de la mañana, cuando el lama, que también se había despertado de su sueño, quería iniciar la peregrinación—. El jat estará aquí en cuanto se haga de día.

—Me he merecido esa respuesta. En mi prisa, habría cometido una injusticia. —Y el anciano se sentó sobre los cojines y volvió a su rosario—. En verdad, los viejos son como niños —dijo con patetismo—. Desean algo, ves, tiene que ser hecho al instante ¡o se quejan y lloran! Muchas veces cuando iba por la Ruta, he estado apunto de patalear ante el obstáculo de una carreta de bueyes en el camino, o ante una simple nube de polvo. No era así cuando era un hombre… hace mucho tiempo. De cualquier manera, está mal…

—Pero tú eres de verdad viejo, santo.

—El hecho ha sucedido. Una causa fue colocada en el mundo y, viejo o joven, sano o enfermo, sabio o no sabio, ¿quién puede frenar el efecto de esa causa? ¿Se para la Rueda si un niño la gira… o un borracho? Chela, este es un mundo grande y terrible.

—A mí me parece bueno —bostezó Kim—. ¿Qué hay para comer? No he comido desde ayer.

—He olvidado tus necesidades. Ahí hay buen té de Bhotiyal y arroz frío.

—Con eso no podremos caminar mucho. —Kim sintió las ganas de carne de un europeo, pero esta no está disponible en un templo jain. Sin embargo, en vez de salir de inmediato con la escudilla de mendigo se quedó y aplacó su estómago con bolas de arroz frío hasta que amaneció por completo. Ello trajo al campesino, desbordante y tartamudeando de gratitud.

—Por la noche la fiebre apareció y brotó el sudor —gritó—. ¡Pálpale aquí, su piel está fresca y como nueva! Le gustaron las pastillas saladas y bebió la leche con avidez. —Levantó el paño de la cara del niño y este, medio dormido, sonrió a Kim.

Un pequeño grupo de sacerdotes jaines, silenciosos, pero observándolo todo, se reunió junto a la puerta del templo. Sabían, y Kim sabía que lo sabían, cómo el anciano lama había conocido a su discípulo. Siendo personas corteses, la noche anterior habían evitado imponerse de presencia, palabra o gesto. Por lo cual Kim los recompensó en cuanto salió el sol.

—Agradéceselo a los dioses de los jaines, hermano —dijo, sin saber cómo se llamaban esos dioses—. La fiebre ha desaparecido de veras.

—¡Mirad! ¡Ved! —Al fondo el lama sonrió hacia sus anfitriones de los últimos tres años—. ¿Hubo alguna vez un chela así? El sigue el ejemplo de nuestro Señor, el Sanador.

Los jaines reconocen a todos los dioses del credo hindú, así como al lingam[134] y a la serpiente. Llevan el cordón brahmán; observan todas las normas del sistema de castas hindú. Pero, porque conocían y amaban al lama, porque era un anciano, porque buscaba la Senda, porque era su invitado, y porque debatía durante largas noches con el superior de la orden —un metafísico tan librepensador como para dividir un pelo en setenta— murmuraron asintiendo.

—Recuerda —Kim se inclinó sobre el niño— que el mal puede aparecer de nuevo.

—No si tienes el hechizo adecuado —dijo el padre.

—Pero muy pronto, nos iremos.

—Cierto —dijo el lama a todos los monjes jaines—. Partimos ahora juntos a la búsqueda sobre la que he hablado tan a menudo. Estaba esperando a que mi chela madurara. ¡Miradle! Nos vamos al norte. Nunca más volveré a ver este sitio de mi reposo, oh gente de buena voluntad.

—Pero yo no soy un mendigo. —El agricultor se puso en pie, estrechando al niño en sus brazos.

—Tranquilo. No molestes al santo —dijo un sacerdote.

—Vete —le susurró Kim—. Nos encontraremos de nuevo bajo el gran puente del ferrocarril y por todos los dioses de nuestro Punyab, trae comida: curry, legumbres, tortas fritas en grasa y dulces. Especialmente dulces. ¡Hazlo rápido!

La palidez del hambre le sentaba muy bien a Kim de pie, alto y delgado, en sus ropas amplias de color apagado; con una mano sostenía el rosario y con la otra hacía el gesto de bendición, copiado fielmente del lama. Un observador inglés podría haber dicho que parecía más bien un joven santo de una vidriera, cuando no era sino un muchacho que estaba creciendo y a punto de desmayarse por el estómago vacío.

La despedida fue larga y ceremoniosa, tres veces acabada y tres veces recomenzada. El buscador —que había invitado al lama desde el lejano Tíbet a ese puerto, un asceta de cara plateada y sin pelo— no tomó parte en ella, sino que meditaba, como siempre, solo entre las imágenes. Los otros eran muy humanos; insistieron en que el anciano aceptara pequeños regalos —una caja de betel, un fino plumier nuevo de hierro, una bolsa con provisiones y cosas parecidas— advirtiéndole sobre los peligros del mundo y profetizando un final feliz para la búsqueda. Entretanto Kim, más solo que nunca, se agachó en los escalones y juró para sí en el lenguaje de San Javier.

—Es culpa mía —concluyó—. Con Mahbub, comía el pan de Mahbub, o el del sahib Lurgan. En San Javier tres comidas al día. Aquí tengo que apañármelas por mí mismo. Encima no estoy bien entrenado. ¡Qué plato de carne me comería ahora!… ¿Se ha terminado, santo?

El lama, con ambas manos levantadas, entonó una bendición final en un chino florido.

—Debo apoyarme en tu hombro —dijo al cerrarse las puertas del templo—. Creo que nos vamos anquilosando.

El peso de un hombre de seis pies no es fácil de soportar durante millas de calles llenas de gente y Kim, cargado con los bultos y paquetes para el camino, se alegró de alcanzar la sombra del puente del ferrocarril.

—Aquí comeremos —dijo resuelto, mientras el kamboh, vestido de azul y sonriente, apareció a la vista llevando una cesta en una mano y al niño en la otra.

—¡Tomad, santos! —gritó a cincuenta yardas de distancia. (Estaban en el bancal de arena bajo el primer arco del puente, a resguardo de sacerdotes hambrientos)—. Arroz y buen curry, tortas bien calientes y perfumadas con hing (asafétida), cuajada y azúcar. Rey de mis campos —esto a su hijo pequeño—, mostrémosles a estos santos que los jats de Jullundur pueden recompensar un servicio… He oído que los jaines no comerían nada que no hubieran cocinado, pero ciertamente —por educación miró a lo lejos, más allá del ancho río— donde no hay ojo, no hay casta.

—Y nosotros —dijo Kim, dando la espalda y llenando un plato hecho de hojas para el lama—, estamos por encima de toda casta.

En silencio saciaron el hambre con la buena comida. Hasta que Kim no hubo lamido de su dedo pequeño el último resto de los pegajosos dulces, no se dio cuenta de que el kamboh también estaba equipado para un viaje.

—Si nuestro camino es el mismo —dijo el hombre con brusquedad—, yo voy contigo. Uno no encuentra a menudo un hacedor de milagros y el niño todavía está débil. Pero yo no soy en absoluto un junco débil. —Cogió su lathi, una caña de bambú-macho de cinco pies con anillos de hierro pulido enroscados en ella y lo blandió en el aire—. A los jats se les considera pendencieros, pero no es cierto. Si no se nos enfada, somos como nuestros propios búfalos.

—Que así sea —dijo Kim—. Un buen palo es una buena razón.

El lama observaba con tranquilidad corriente arriba hacia donde ascendían sin pausa, en una perspectiva amplia y emborronada, las incesantes columnas de humo de las piras de los ghats[135] a la orilla del río. De vez en cuando, a pesar de todas las regulaciones municipales, una parte de un cuerpo medio quemado pasaba flotando zarandeado por la corriente.

—Si no fuera por ti —le dijo el kamboh a Kim, apretando al niño contra su pecho peludo—, quizás hubiera tenido que ir hoy allí, con este pequeño. Los sacerdotes nos dicen que Benarés es santa, lo cual nadie pone en duda, y un lugar deseable para morir. Pero no conozco sus dioses y piden dinero; y cuando uno ha cumplido un ritual, un cabeza rapada asegura que todo eso no tiene efecto a no ser que se haga otro. ¡Lávate aquí! ¡Lávate allá! Echa agua, bebe, báñate y arroja flores, pero paga siempre a los sacerdotes. No; para mí, el Punyab es la mejor tierra y el mejor terruño el del doab[136] de Jullundur.

—He dicho muchas veces, en el templo, creo… que si fuera necesario, el río surgirá a nuestros pies. Por ello, iremos hacia el norte —dijo el lama levantándose—. Recuerdo un lugar agradable, con muchos árboles frutales, donde uno puede pasear meditando y el aire está más fresco que aquí. Viene de las montañas y de la nieve de las montañas.

—¿Cómo se llama? —preguntó Kim.

—¿Cómo podría saberlo? ¿No te acuerdas?… No, fue después de que el ejército saliera de la tierra y te llevara consigo. Me alojé allí meditando en una habitación frente a un palomar, excepto cuando ella se ponía a hablar sin pausa.

—¡Oho! La mujer de Kulu. Eso es por Saharunpore —rio Kim.

—¿Cómo impulsa el espíritu a tu maestro? ¿Va a pie por pecados pasados? —preguntó el jat con cautela—. Hay un buen trecho desde aquí hasta Delhi.

—No —dijo Kim—. Mendigaré un tikkut para el te-ren. —En la India uno nunca admite poseer dinero.

—Entonces, en el nombre de los dioses, tomemos el carruaje de fuego. Mi hijo está mejor en los brazos de su madre. El Gobierno nos ha cargado con muchos impuestos, pero nos da una cosa buena, el te-ren que reúne a los amigos y junta a los ansiosos. Una maravilla es ese te-ren.

Un par de horas más tarde estaban los cuatro amontonados en uno y durmieron durante todo el calor del día. El kamboh acosó a Kim con diez mil preguntas sobre la peregrinación del lama y su misión en la vida y recibió algunas respuestas curiosas. Kim estaba contento de estar donde estaba, de contemplar el paisaje llano del noroeste y de charlar con la masa cambiante de compañeros de viaje. Incluso hoy en día, los billetes y la revisión de los mismos constituyen una oscura opresión para los campesinos indios. Ellos no entienden por qué, cuando han pagado por un trozo mágico de papel, unos extraños deben perforar un gran trozo del talismán. Por ello, los debates entre pasajeros y revisores euroasiáticos son largos y acalorados. Kim ayudó en dos o tres peleas dando serios consejos, a fin de oscurecer aún más la cuestión y presumir de su sabiduría ante el lama y el admirativo kamboh. Pero en la calle Somna, el destino le envió un problema con el que romperse la cabeza. Allí, cuando el tren se puso en marcha, entró tambaleante en el compartimento un hombre bajo, flaco y pobre, un mahratta[137], por lo que Kim dedujo a partir de la inclinación del apretado turbante. Su cara estaba llena de cortes, la ropa de muselina estaba desgarrada por completo y tenía una pierna vendada. Les contó que un carro de campo había volcado y casi le mata: ahora iba de camino a Delhi, donde vivía su hijo. Kim le estudiaba con atención. Si, como él aseguraba, había caído y rodado por tierra, debiera haber arañazos en su piel por el roce de la grava. Pero todas sus heridas parecían cortes limpios y una mera caída de un carro no aterrorizaría a un hombre de forma tan extrema. Cuando desabotonó la tela desgarrada con dedos temblorosos, quedó al descubierto alrededor de su cuello un amuleto del tipo llamado «Infunde Valor». Ahora bien, aunque los amuletos son bastante comunes, por lo general no están engarzados en un hilo de cobre trenzado de forma cuadrada, y todavía menos común es que lleven un esmalte negro sobre la plata. Excepto el kamboh y el lama, no había nadie en el compartimento, que era del viejo estilo con paredes sólidas. Kim fingió que se rascaba el pecho y levantó su propio amuleto. La cara del mahratta cambió completamente al verlo y colocó su amuleto sobre el pecho, bien a la vista.

—Sí —prosiguió el hombre dirigiéndose al kamboh—, iba con prisa y el carro, guiado por un bastardo, metió la rueda en un foso de agua y además del daño que me hizo, se perdió un cuenco entero de tarkeean. Hoy no he sido un Hijo del Encantamiento (un hombre con suerte).

—Una gran pérdida —dijo el kamboh, con poco interés. Su experiencia en Benarés le había vuelto suspicaz.

—¿Quién lo cocinó? —preguntó Kim.

—Una mujer. —El mahratta levantó los ojos.

—Pero todas las mujeres pueden cocinar tarkeean —dijo el kamboh—. Es un buen curry, lo sé.

—Oh, sí, es un buen curry —dijo el mahratta.

—Y barato —dijo Kim—. Pero ¿y la casta de la mujer?

—Oh, no hay castas cuando los hombres van a… buscar tarkeean —repuso el mahratta con la cadencia prescrita—. ¿Al servicio de quién estás tú?

—Estoy al servicio de este santo. —Kim señaló al feliz y adormilado lama, que se despertó con un respingo al oír el apelativo bien amado.

—Ah, él me fue enviado por el Cielo para ayudarme. Le llaman el Amigo de todo el Mundo. También el Amigo de las Estrellas. Va en calidad de médico porque llegó su hora. Su sabiduría es grande.

—Y también me llaman Hijo del Encantamiento —dijo Kim muy bajo, mientras el kamboh se apresuraba a prepararse una pipa por miedo a que el mahratta le pidiera limosna.

—¿Y quién este ese? —preguntó el mahratta, mirando nervioso de reojo.

—Uno a cuyo hijo he… hemos curado y que tiene una gran deuda con nosotros, siéntate junto a la ventana, hombre de Jullundur. Aquí hay un enfermo.

—¡Humph! No tengo ganas mezclarme con tunantes conocidos por casualidad. No tengo orejas largas. No soy una mujer que desea espiar secretos. —El jat se movió pesadamente hacia una esquina alejada.

—¿Eres alguna especie de sanador? Yo estoy metido a diez leguas de profundidad en calamidades —dijo el mahratta, siguiendo el hilo.

—Este hombre está cortado y magullado por todo el cuerpo. Voy a intentar curarle —le replicó Kim al kamboh—. Nadie se interpone entre tu niño y yo.

—Me está bien empleado ser reprendido —dijo el kamboh con humildad—. Te debo la vida de mi hijo. Tú eres un hacedor de milagros… lo sé.

—Enséñame las heridas. —Kim se inclinó sobre el cuello del mahratta, los latidos de su corazón casi le ahogaban porque ese era el Gran Juego de verdad—. Ahora cuéntame tu historia rápido, hermano, mientras recito el encantamiento.

—Vengo del sur, donde está mi trabajo. A uno de los nuestros lo mataron en el camino. ¿Lo sabes? —Kim negó con la cabeza. Él, por supuesto, no sabía nada del predecesor de E.23, asesinado en el Sur bajo el disfraz de comerciante árabe—. Después de haber encontrado una carta que me enviaron a buscar, me marché. Escapé de la ciudad y me fugué a Mhow. Estaba tan seguro de que nadie lo sabía que no cambié mi cara. En Mhow una mujer presentó cargos en mi contra por robar joyas en la ciudad que había abandonado. Luego vi que había una revuelta contra mí. Huí de Mhow de noche, sobornando a la policía, que había sido sobornada a su vez para entregarme sin preguntas a mis enemigos en el Sur. Luego me quedé en la ciudad de Chitor una semana, como penitente en un templo, pero no pude deshacerme de la carta que estaba a mi cargo. La enterré bajo la Piedra de la Reina, en Chitor, en el sitio que todos conocemos.

Kim no lo conocía, pero por nada del mundo habría interrumpido el relato.

—En Chitor, fíjate, estaba en territorio de reyes[138], porque Kotah al este no está bajo la ley de la reina y más al este están Jaipur y Gwalior. A ninguno de ellos le gustan los espías y no hay justicia. Me dieron caza como a un chacal mojado; pero me escabullí en Bandakui, donde oí que había una acusación contra mí por asesinato, de un chico, en la ciudad que había abandonado. Tienen el cuerpo y los testigos esperando.

—¿Pero no te puede proteger el Gobierno?

—Nosotros los del Juego estamos más allá de toda protección. Si morimos, morimos. Nuestros nombres son borrados del libro. Eso es todo. En Bandakui, donde vive uno de Nosotros, pensé que cambiando mi aspecto, me perderían el rastro así que me convertí en un mahratta. Luego llegué a Agra y hubiera regresado a Chitor para recobrar la carta. Tan seguro estaba de que los había despistado. Por eso no envié un tar (telegrama) a nadie diciendo donde estaba. Quería todo el mérito para mí. —Kim asintió. Comprendía bien ese sentimiento—. Pero en Agra, mientras caminaba por las calles, un hombre gritó que yo tenía una deuda con él y acercándose con muchos testigos, quería llevarme a juicio allí sin más. ¡Oh, son listos en el Sur! Me reconoció como su agente para el comercio de algodón. ¡Que arda en el Infierno por ello!

—¿Y lo eras?

—¡Oh tonto! ¡Yo era el hombre que buscaban por el asunto de la carta! Me metí corriendo en el barrio de los carniceros y salí por la casa del judío, el cual temiendo un tumulto me expulsó de allí. Llegué a pie a la calle Somna, sólo tenía dinero para mi tikkut a Delhi, y allí, mientras estaba tumbado en una zanja con fiebre, alguien saltó de entre los arbustos y me dio una paliza, me hizo cortes y me registró de pies a cabeza. ¡Tan cerca del te-ren que incluso podían oírnos!

—¿Por qué no te mató allí mismo?

—No son tan estúpidos. Si me detienen en Delhi a petición de los abogados por un cargo probado de asesinato, seré entregado al Estado que lo desee. Regresaré custodiado y luego, moriré lentamente como ejemplo para el resto de Nosotros. El Sur no es mi país. Me muevo en círculos, como una cabra tuerta. No he comido desde hace dos días. Estoy marcado —tocó el sucio vendaje de su pierna— para que me reconozcan en Delhi.

—Al menos en el te-ren estás seguro.

—¡Quédate un año en el Gran Juego y ya me contarás después! ¡Los telegramas ya habrán llegado a Delhi describiendo cada desgarrón y cada andrajo que llevo encima! Veinte, cien, si es necesario, me habrán visto matar al chico. ¡Y no puedes hacer nada!

Kim conocía lo suficiente los métodos nativos de ataque para no dudar de que estaría todo apañado, hasta el cadáver. De tanto en tanto el mahratta retorcía los dedos de dolor. En su esquina, el kamboh le miraba sombrío; el lama estaba ocupado con su rosario; y Kim, palpando a la manera de un médico el cuello del hombre, tejía su plan entre invocaciones.

—¿Tienes un hechizo para cambiar mi forma? Si no, soy hombre muerto. Cinco, diez minutos a solas, si no hubiera estado tan apurado, hubiera podido…

—¿Ya está curado, hacedor de milagros? —dijo el kamboh celoso—. Ya has invocado lo suficiente.

—Nay. No hay cura para sus heridas por lo que veo, excepto que se siente tres días con el atuendo de un bairagi. —Esta es una penitencia muy corriente que un maestro espiritual impone a menudo a un obeso comerciante.

—Un sacerdote siempre intenta convertir a otro en sacerdote —fue la réplica. Como mucha de la gente extremadamente supersticiosa, el kamboh no pudo morderse la lengua y evitar mofarse de su Iglesia.

—¿Se convertirá entonces tu hijo en sacerdote? Es hora de que tome más de mi quinina.

—Nosotros los jats somos todos como búfalos —dijo el kamboh suavizándose de nuevo.

Kim frotó una pizca de la sustancia amarga sobre los labios pequeños y confiados del niño.

—No he pedido nada —le dijo al padre con dureza—, excepto comida. ¿Me reprochas eso? Voy a curar a otro hombre. ¿Tengo tu permiso, príncipe?

El hombre levantó las grandes manos en una súplica.

—Nay… nay. No te burles así de mí.

—Me complace curar a este enfermo. Tú tienes que adquirir mérito ayudándome. ¿De qué color es la ceniza ahí, en la cazoleta de tu pipa? Blanco. Es de buen augurio. ¿Hay cúrcuma cruda entre tus vituallas?

—Yo… yo…

—¡Abre tu hatillo!

Era la colección habitual de pequeñas menudencias: trozos de tela, remedios de curandero, mercaderías baratas compradas en ferias, un envoltorio de atta, la harina nativa, grisácea y molida gorda, rollos de tabaco de la llanura, cañas de pipa chillonas y un paquete de ingredientes para el curry, todo envuelto en una colcha. Kim revolvió con el aire de un sabio hechicero, murmurando un invocación musulmana.

—Esta es sabiduría que aprendí de los sahibs —susurró al lama; y, si uno piensa en su entrenamiento en casa de Lurgan, sobre este punto no decía más que la verdad—. Como muestran las estrellas, hay un gran mal en la suerte de este hombre, que… que le oprime. ¿Lo hago desaparecer?

—Amigo de las Estrellas, has hecho bien en todo. Que sea como desees. ¿Es otra curación?

—¡Rápido! ¡Rápido! —dijo el mahratta con voz entrecortada—. El tren puede pararse.

—Una curación contra la sombra de la muerte —dijo Kim, añadiendo a la harina del kamboh la mezcla de carbón y ceniza de tabaco en la cazoleta de la pipa de tierra roja. E.23, sin una palabra, se quitó el turbante y dejó suelto su largo pelo negro.

—Esa es mi comida, sacerdote —refunfuñó el jat.

—¡Búfalo en el templo! ¿Te has atrevido a mirar incluso hasta ahora? —exclamó Kim—. Debo realizar curaciones milagrosas ante tontos; pero ten cuidado con tus ojos. ¿Hay ya un velo ante ellos? Salvo a tu niño y como recompensa tú… ¡oh, desvergonzado! —El hombre se estremeció ante la mirada directa de Kim porque este hablaba muy en serio—. Tendré que maldecirte, o te… —Levantó la colcha que envolvía el bulto y la arrojó sobre la cabeza inclinada—. Atrévete a pensar en desear ver, y… y… incluso yo no podré salvarte. ¡Siéntate! ¡No digas ni pío!

—Soy ciego, mudo. ¡No me maldigas! …ven, niño; jugaremos a un juego de escondite. Por mi bien, no mires por debajo de la tela.

—Veo una esperanza —dijo E.23—. ¿Cuál es tu plan?

—Eso viene después —dijo Kim, quitándole la fina camisa del cuerpo. E.23 vacilaba con toda la reticencia de un hombre del Noroeste a desnudar su cuerpo.

—¿Qué significa la casta para una garganta cortada? —preguntó Kim, desgarrando la camisa hasta la cintura—. Tenemos que convertirte en un saddhu[139] amarillo de pies a cabeza. Desnúdate… desnúdate con rapidez y agita el pelo sobre los ojos mientras yo extiendo las cenizas. Ahora, una marca de casta sobre tu frente. Sacó de su pecho la pequeña caja de pintura del Departamento y un pedazo de esmalte carmesí.

—¿Eres sólo un principiante? —dijo E.23, afanándose literalmente por su vida, cuando se quitó los trapos y se quedó únicamente con un paño por la cadera, mientras Kim le ponía con cenizas una noble marca de casta sobre las cejas.

—Hace sólo dos días que entré en el Juego, hermano —replicó Kim—. Extiende más cenizas sobre el pecho.

—¿Has conocido… a un médico de perlas enfermas? —Desenvolvió la larga tela del turbante, fuertemente enrollada y con manos ligeras la volvió a enrollar alrededor de los riñones y por los muslos a la manera enrevesada de un saddhu.

—¡Hah! ¿Conoces su toque entonces? Fue mi profesor por un tiempo. Tenemos que camuflar tus piernas. Las cenizas curan las heridas. Échate más.

—Yo fui una vez su orgullo, pero tú eres casi mejor. ¡Los dioses son clementes con nosotros! Dame eso.

Entre las bagatelas del hatillo del jat, había una cajita de latón con pastillas de opio. E.23 se tragó medio puñado de ellas.

—Son buenas contra el hambre, el miedo y el frío. Y también te ponen los ojos rojos —explicó—. Ahora tendré coraje para jugar al Juego. Nos faltan sólo las tenazas de un saddhu. ¿Qué hacemos con las ropas viejas?

Kim las enrolló con fuerza y las introdujo entre los anchos pliegues de su túnica. Con un trozo de pintura amarillo-ocre le pintó las piernas y el pecho, trazando grandes rayas sobre el fondo de harina, cenizas y cúrcuma.

—La sangre sobre las ropas es suficiente para colgarte, hermano.

Ir a la siguiente página

Report Page