Kim

Kim


Capítulo 11

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—Quizás; pero no es necesario tirarlas por la ventana… He terminado. —Su voz vibraba con el puro placer de un chico por el juego—. Vuélvete y mira, ¡oh jat!

—Los dioses nos protejan —dijo el encapuchado kamboh, emergiendo de debajo de la colcha como un búfalo de entre los juncales—. Pero ¿adónde se fue el mahratta? ¿Qué has hecho?

Kim había sido entrenado por el sahib Lurgan; y E.23, en virtud de sus actividades, no era mal actor. En lugar del tembloroso comerciante encogido, había ahora, repantigado en una esquina del compartimento, un saddhu casi desnudo, cubierto con cenizas y rayas ocre, el pelo lleno de polvo, los ojos hinchados —el opio hace un efecto rápido en un estómago vacío— encendidos con insolencia y deseo bestial, las piernas cruzadas debajo del cuerpo, el rosario marrón de Kim alrededor del cuello y sobre los hombros, una yarda escasa de cretona estampada de flores y desgastada. El niño escondió su cara entre los brazos del asombrado padre.

—¡Mira, principito! Viajamos con brujos, pero no te harán daño. Oh, no llores… ¿Qué sentido tiene curar a un niño un día y matarle a sustos al siguiente?

—El niño será afortunado toda su vida. Ha visto una gran curación. Cuando yo era niño fabricaba figuritas de hombres y caballos con arcilla.

—Yo también las he hecho. El señor Banás, viene por la noche y les da vida a todas detrás del basurero de nuestra cocina —chilló el niño.

—Y así no te asustas por nada. ¿Eh, príncipe?

—Estaba asustado porque mi padre estaba asustado. Sentía sus brazos temblar.

—¡Oh, gallina de hombre! —dijo Kim, e incluso el avergonzado jat se rio—. He hecho una curación con este pobre comerciante. Debe renunciar a sus ganancias y a sus libros de contabilidad y sentarse al lado del camino tres noches para vencer la malignidad de sus enemigos. Las estrellas están contra él.

—Cuantos menos prestamistas, mejor, digo yo; pero, saddhu o no saddhu, debe pagarme por la tela que lleva sobre sus hombros.

—¿Ah sí? Pero ahí sobre tus hombros está tu hijo, destinado, no hace ni dos días, a las piras de los ghats. Aún queda una cosa más. Hice este hechizo en tu presencia porque la necesidad era grande. Cambié su apariencia y su alma. Sin embargo, si por casualidad, oh hombre de Jullundur, recordaras lo que has visto, sea entre tus convecinos sentado bajo el árbol del pueblo, o en tu propia casa, o en compañía de tu sacerdote al bendecir tu ganado, una plaga caerá sobre tus búfalos y un fuego prenderá en tu tejado, entrarán ratas en tu arca de grano y la maldición de nuestros dioses caerá sobre tus campos que serán estériles ante tu pie y detrás de la reja de tu arado. —Todo eso era parte de una vieja maldición que Kim copió de un faquir junto a la Puerta de Taksali en los días de su inocencia. No perdió nada con la repetición.

—¡Para, santo! ¡Por piedad, para! —gritó el jat—. No maldigas a la casa. ¡No he visto nada! ¡No he oído nada! ¡Soy tu vaca! —e intentó coger el pie desnudo de Kim que golpeaba rítmicamente el suelo del carruaje.

—Pero, como te ha sido permitido ayudarme en el problema con una pizca de harina y un poco de opio y tonterías por el estilo que he honorado al usarlas en mi arte, quieran los dioses devolverte una bendición —y se la otorgó con generosidad, para gran alivio del hombre. Era una que había aprendido del sahib Lurgan.

El lama observaba a través de sus lentes como no lo había hecho antes con el asunto del disfraz.

—Amigo de las Estrellas —dijo al fin—, has adquirido una gran sabiduría. Ten cuidado de que no dé lugar al orgullo. Ningún hombre que tenga la Ley ante sus ojos habla con ligereza de un asunto que ha visto o encontrado.

—No… no… no, de verdad —gritó el campesino, por miedo a que el maestro sintiera la inclinación de superar al discípulo. E.23, con la boca relajada, se entregó al sopor del opio que era carne, tabaco y medicina para el agotado asiático.

Así, en un silencio de admiración y total incomprensión, llegaron a Delhi en el momento en que las farolas se estaban encendiendo.

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