Kim

Kim


Capítulo 15

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¡Hai mai! Entonces nadie puede decir que le robé a ella un derecho si… en cuanto tomes el camino de nuevo y esta casa no sea más que una de las miles usadas como refugio y olvidadas, después de una bendición lanzada con facilidad. No importa. No necesito bendiciones, sino… sino… —Y golpeando el suelo con el pie se dirigió a la pariente pobre—. Lleva estas bandejas a la casa. ¿Para qué sirve la comida pasada en la habitación, oh mujer de mal agüero?

—En mi época yo también di a luz a un hijo, pero murió —gimoteó la otra figura hermana inclinada tras el chador—. ¡Tú sabes que él murió! Sólo esperaba la orden de retirar la bandeja.

—Soy yo la mujer de mal agüero —lloró la vieja dama arrepentida—. Nosotros, los que bajamos a los

chattris (las grandes sombrillas sobre los

ghats ardientes donde el sacerdote recoge los últimos pagos), nos agarramos con fuerza a los portadores de los

chattis (jarros de agua; quería decir la gente joven llena de alegría de vivir, pero el juego de palabras es torpe). Cuando uno no puede bailar en la fiesta, uno debe mirar por la ventana y hacer de abuela se lleva todo el tiempo de una mujer. Tu maestro me da ahora todos los conjuros que deseo para el hijo mayor de mi hija, puesto que, ¿es así?, está enteramente libre de pecado. El

hakim ha decaído mucho estos días. Va por ahí envenenando a mis sirvientes a falta de alguien mejor.

—¿Qué

hakim, madre?

—El mismo hombre de Dacca que me dio la pastilla que me desgarró en tres partes. Apareció hace una semana como un camello perdido, jurando que él y tú habíais sido hermanos de sangre allá arriba en el camino de Kulu, y aparentando una gran preocupación por tu salud. Estaba muy delgado y hambriento, así que di órdenes para que le cebaran también… ¡a él y a su preocupación!

—Quisiera verlo si está aquí.

—Come cinco veces al día y pincha los pequeños furúnculos de mis mozos para salvarse a sí mismo de una apoplejía. Está tan ansioso por tu salud que se queda en la puerta de la zona de cocina y se mantiene con los restos. Se nos quedará aquí plantado. No nos libraremos de él nunca.

—Envíale aquí, madre —el brillo volvió a los ojos de Kim por un segundo— y yo intentaré echarle.

—Le enviaré, pero espantarle no sería bueno. Al fin y al cabo tuvo el sentido común de pescar al santo en el arroyo, adquiriendo mérito de esa forma, como el santo

no dijo.

—Es un

hakim muy sabio. Envíamelo, madre.

—¿Un sacerdote alabando a otro sacerdote? ¡Qué milagro! Si es amigo tuyo de verdad (porque reñisteis durante vuestro último encuentro) le obligaré a venir aquí con un ronzal y… y después le daré un cena digna de su casta, hijo mío… ¡Levántate y ve el mundo! Estar postrado en la cama es la madre de los setenta demonios… ¡hijo mío!, ¡hijo mío!

La

sahiba salió al trote para desatar un tifón en la parte de la cocina y casi sobre su sombra entró el babu envuelto en tela hasta los hombros como un emperador romano, mofletes como Tito, la cabeza descubierta, nuevos zapatos de charol y en el grado superlativo de gordura, exudando alegría y saludando.

—Por Júpiter, señor O’Hara, pero qué contento

estoy de verle. Cerraré amablemente la puerta. Es una lástima que se encuentre mal. ¿Está muy enfermo?

—Los papeles… los papeles del

kilta. ¡Los mapas y la

murasla! —Kim le alargó la llave con impaciencia porque en ese momento la única necesidad de su alma era deshacerse del botín.

—Tiene mucha razón. Es correcta perspectiva departamental a adoptar. ¿Lo tiene todo?

—Cogí todo lo que estaba escrito a mano en el

kilta. El resto lo tiré montaña abajo. —Podía oír la llave arañando la cerradura, el sonido del hule pegajoso difícil de desgarrar y un rápido revuelo de papeles. Durante los días inactivos de la enfermedad, le había irritado hasta la exasperación el saber que los tenía debajo: Una carga que no podía traspasar. Por esa razón, la sangre le cosquilleó por el cuerpo cuando Hurree, brincando como un elefante, le dio de nuevo la mano.

—¡Esto está bien! ¡Esto está muy bien! ¡Señor O’Hara! Usted ha, ¡ha!, ¡ha!, les ha dejado con lo puesto. ¡Ellos me dijeron que era el trabajo de ocho meses volatilizado en el aire! Por Júpiter, ¡cómo me golpearon!… Mire, ¡aquí está la carta para Hilás! —Entonó una línea o dos del persa de la corte, que es la lengua de la diplomacia autorizada y desautorizada—. El señor

sahib rajá ha metido la pata hasta el cuello. Tendrá que explicar

ofeecialmente cómo demonios es que escribe cartas de amor al zar. Y los mapas son muy inteligentes… y hay tres o cuatro primeros ministros de estas tierras implicados en la correspondencia. ¡Por los dioses,

sar! El Gobierno inglés cambiará la sucesión de Hilás y Bunár y designará a sus herederos al trono. «Traición de lo más despreciable»… pero ¿usted no entiende nada?, ¿eh?

—¿Está todo en tus manos? —dijo Kim. Era todo lo que le importaba.

—Puede apostar que lo está. —El babu Hurree guardó todo el tesoro alrededor de su cuerpo, como sólo los orientales pueden hacer—. Esto va a ir a la oficina también. La vieja señora piensa que soy apéndice fijo aquí, pero me iré de inmediato con todo. El señor Lurgan estará orgulloso. Está

ofeecialmente subordinado a mí, pero incorporaré su nombre en mi informe verbal. Es una pena que no se nos permitan informes escritos. Nosotros, los bengalíes, destacamos en las ciencias exactas. —Le lanzó la llave de vuelta y mostró el cofre vacío.

—Bien. Eso está bien. Estaba muy cansado. Mi santo estaba también cansado. Y cayó en…

—Oah, sí. Soy su buen amigo, se lo digo. Estaba comportándose de forma extraña cuando bajé detrás de ustedes y pensé que quizás él tuviera los papeles. Le seguí en sus meditaciones y para discutir también temas etnológicos. Sabe, aquí soy una persona

muuy insignificante estos días, en comparación con todos sus conjuros. Por Júpiter, O’Hara, ¿sabe que el viejo padece enfermedad de ataques?

Ssí, digo. Cataléptico, si no incluso epiléptico también. Le encontré en tal estado bajo un árbol

in articulo mortem[167], de golpe se puso en pie y saltó a un arroyo y casi se ahoga si no es por mí. ¡Yo le saqué!

—¡Porque yo no estaba allí! —dijo Kim—. Podría haber muerto.

—Sí, podría haber muerto, pero ahora está seco y afirma que ha sufrido transfiguración. —El babu se golpeó la frente con aire entendido—. Tomé notas de sus aseveraciones para Real Sociedad,

in posse[168]. Tiene que darse prisa, ponerse bueno, volver a Simia y le contaré toda mi historia en casa de Lurgan. Fue genial. Las culeras de sus pantalones estaban en

bastante mal estado y el viejo rajá Nahan pensó que eran soldados europeos desertores.

—Oh, ¿los rusos? ¿Cuánto tiempo estuvieron contigo?

—Uno era francés. ¡Oh, días y días y días! Ahora toda la gente de la montaña cree que todos los rusos son mendigos. ¡Por Júpiter!, no tenían una maldita cosa que yo no les hubiera conseguido. Y le conté a la gente… oah, ¡

tales historias y anécdotas! Se las contaré en casa del viejo Lurgan, cuando suba. Tendremos, ah, ¡una velada divertida! ¡Tenemos de qué enorgullecemos!

Ssí, y ellos me dieron una recomendación. Eso es lo mejor del chiste. ¡Tendrías que haberlos visto en el Banco Alianza identificándose a sí mismos! ¡Y gracias al Dios Todopoderoso que usted se apropió de sus papeles con pericia! No se ríe

demaasiado, pero se reirá cuando esté bien. Ahora iré directamente al tren y partiré. Tendrá todo tipo de honores por su Juego. ¿Cuándo vendrá? Estamos muy orgullosos de usted, aunque nos dio grandes sustos. Y, especialmente, a Mahbub.

—Ay, Mahbub. ¿Y dónde está?

—Vendiendo caballos en esta vecindad, desde luego.

—¡Aquí! ¿Por qué? Habla despacio. Todavía no tengo la cabeza despejada.

El babu miró con timidez hacia abajo.

—Bueno, ya sabe, soy un hombre miedoso, y no me gusta la responsabilidad. Usted estaba enfermo, ve, y yo no sabía dónde demonios estaban los papeles, y, en caso de que estuvieran aquí, cuántos eran. Así que cuando bajé hasta aquí, le envié un telegrama privado a Mahbub, estaba en Meerut por las carreras, para explicarle caso. Él viene con sus hombres, se conchaba con el lama, me llama necio y es muy grosero…

—Pero ¿por qué?, ¿por qué?

—Eso es lo que

yo me pregunto. Sólo sugiero que si alguien roba los papeles, quisiera algunos hombres bien fuertes y valientes que los robaran de nuevo. Ve, son de importancia vital y Mahbub Ali no sabía donde estaba usted.

—¿Robar Mahbub Ali en casa de la

sahiba? Tú estás loco, babu —dijo Kim indignado.

—Quería los papeles. ¿Y suponiendo que ella los hubiera robado? Era sólo sugerencia práctica, creo

yo. No le agrada ¿eh?

Un proverbio nativo, imposible de citar, mostró la total desaprobación de Kim.

—Bien —Hurree se encogió de hombros—, sobre gustos no hay nada escrito. Mahbub se enfadó también. Ha vendido caballos por toda esta zona y dice que vieja señora es vieja dama

pukka (respetable) y que no iba a prestarse a actos tan viles.

A mí no me importa. Tengo papeles y agradecí apoyo moral de Mahbub. Se lo digo, soy hombre miedoso, pero, de una forma u otra, cuanto más miedoso soy, en más atolladeros me meto. Así que agradecí que usted viniera a Chini y agradezco que Mahbub haya estado cerca. La vieja dama es a veces muy brusca conmigo y mis maravillosas pastillas.

—¡Alá tenga piedad! —dijo Kim contento, apoyándose en el codo—. ¡Qué animal más raro es un babu! ¡Y ese hombre iba solo, si es cierto que fue así, con extranjeros despojados y hambrientos!

—Oah,

esoo no fue nada, después de que dejaran de golpearme; pero si hubiera perdido los papeles, eso hubiera sido grave de verdad. Mahbub casi me pega también, luego fue a conferenciar interminablemente con el lama. De ahora en adelante, me ocuparé sólo de investigaciones etnológicas. Ahora adiós, señor O’Hara. Si me doy prisa, puedo pillar el tren de las cuatro y veinticinco para Ambala. Será muy divertido cuando todos le contemos la historia allí arriba, en casa del señor Lurgan. Informaré

ofeecialmente que está mejor. Adiós, querido compañero y la próxima vez que se emocione, por favor, no use términos musulmanes con ropa tibetana[169].

Le dio la mano dos veces, babu hasta las últimas consecuencias, y abrió la puerta. Al posarse el sol sobre su cara aún triunfante se convirtió de nuevo en el humilde curandero de Dacca.

—Les robó —pensó Kim, olvidando su propia participación en el Juego—. Les embaucó. Les mintió como un bengalí. Ellos le dieron un

chit (una recomendación). Les convierte en el hazmerreír a riesgo de su vida,

yo nunca habría bajado a ellos después de los disparos y luego dice que es un hombre miedoso… Y

es un hombre miedoso. Tengo que volver de nuevo al mundo.

Al principio sus piernas se doblaban como cañas de pipa de mala calidad y el asalto del aire soleado le mareó. Se agachó junto al muro blanco; su mente revolvía en los episodios del largo viaje en el

dooli, la debilidad del lama, y, ahora que desapareció el estímulo de la conversación, en su propia autocompasión, de la cual, como todo enfermo, tenía buena reserva. El cerebro acobardado se retrajo de todo lo exterior, como un caballo salvaje que, tras haber sentido por primera vez la espuela, intenta deshacerse de ella. Era suficiente, más que suficiente, que el botín del

kilta estuviera lejos, no es sus manos, no en su posesión. Intentó pensar en el lama, preguntarse por qué había tropezado en el arroyo, pero la grandeza de este mundo, visto entre las puertas del patio delantero, barrió a un lado todo pensamiento coherente. Entonces miró los árboles y los anchos campos, con las cabañas de techo de paja escondidas entre las cosechas —miró con ojos extraños, incapaces de captar el tamaño, la proporción y la función de las cosas— se quedó mirando durante una apacible media hora. Todo ese tiempo sintió, aunque no podía expresarlo en palabras, que su alma no estaba en contacto con su entorno, como una rueda dentada desconectada de la maquinaria, justo como la rueda parada de una trituradora de azúcar Beheea de mala calidad que estaba arrinconada en una esquina. Las brisas le abanicaban, los loros le chillaban, los ruidos de la casa habitada detrás —riñas, órdenes y reproches— caían en oídos sordos.

—Soy Kim. Soy Kim. ¿Y qué es Kim? —Su alma lo repetía una y otra vez.

No quería llorar, nunca en su vida había tenido menos ganas de llorar, pero, de repente, lágrimas suaves y absurdas corrían nariz abajo y con un che casi audible, sintió que las ruedas de su ser se ajustaban de nuevo al mundo. Cosas que hacía un instante desfilaban sin sentido ante el globo de sus ojos, tomaban ahora la proporción adecuada. Los caminos eran para caminar por ellos, las casas para vivir en ellas, el ganado para ser conducido, los campos para ser sembrados, y los hombres y las mujeres para hablar con ellos. Eran todos reales y auténticos, plantados sobre los pies con solidez, perfectamente comprensibles, barro de su barro, ni más ni menos. Se sacudió a sí mismo como un perro con una pulga en la oreja y traspasó la puerta. La

sahiba, a quien unos ojos vigilantes habían informado del movimiento, dijo:

—Déjale ir. Yo he hecho mi parte. La Madre Tierra debe hacer el resto. Cuando el santo vuelva de la meditación, díselo.

A media milla de allí estaba parado un carro de bueyes vacío en un pequeño montículo, con un joven árbol banya detrás, una especie de atalaya sobre los terrenos recién arados, y sus párpados, bañados en el suave aire, se hicieron más pesados al acercarse. El terreno era de buen polvo limpio, ninguna planta nueva que, viviendo, estuviera ya a medio camino de la muerte, sino el polvo esperanzador que contiene las semillas de toda vida. Lo sintió entre los dedos de los pies, lo aplastó con la palma de las manos y, articulación por articulación, suspirando hondo, se tumbó cuan largo era a la sombra del carro de clavos de madera. Y la Madre Tierra fue tan leal como la

sahiba. Le insufló su aliento para restaurar el equilibrio que Kim había perdido postrado tanto tiempo en una cama, aislado de sus buenos influjos. Su cabeza yacía sin fuerza sobre el pecho de la Tierra y sus manos abiertas se rindieron ante la fuerza de esta. El árbol de extensas raíces por encima de él e incluso la madera muerta y manipulada por el hombre a su lado sabían lo que Kim buscaba mejor que él mismo. Hora tras hora yació allí en un estado de inconsciencia más profundo que el sueño.

Hacia el atardecer, cuando el polvo del ganado que regresaba hacía humear todos los horizontes, el lama y Mahbub Ali se acercaron, ambos a pie, caminando con cautela porque en la casa les habían dicho dónde había ido Kim.

—¡Alá! ¡Qué juego de tontos en campo abierto! —murmuró el tratante de caballos—. Podrían dispararle cien veces, menos mal que esto no es la Frontera.

—Y —dijo el lama, repitiendo una historia contada muchas veces— nunca hubo un

chela así. Moderado, amable, sabio, bien dispuesto, con el corazón alegre en el camino, siempre pendiente, educado, sincero, cortés. ¡Grande es su recompensa!

—Conozco al chico… como he dicho.

—¿Y era todo eso?

—Algo hay… pero no he encontrado todavía un conjuro de Gorro Rojo para volverle completamente sincero. Ha sido ciertamente bien cuidado.

—La

sahiba tiene un corazón de oro —dijo el lama serio—. Le considera un hijo.

—¡Hmph! Medio Indostán parece dispuesto a considerarle así. Sólo deseaba ver que al chico no le había pasado nada y que era una persona libre. Como sabes, él y yo éramos ya viejos amigos en los primeros días de vuestro peregrinaje juntos.

—Hay un vínculo entre nosotros. —El lama se sentó—. Estamos al final del peregrinaje.

—No es precisamente gracias a ti si el tuyo no se cortó de forma definitiva hace una semana. Oí lo que la

sahiba te decía mientras te llevábamos en el palanquín. —Mahbub se rio y acarició su barba recién teñida.

—Estaba meditando sobre otras cuestiones de importancia. Fue el

hakim de Dacca quien interrumpió mis meditaciones.

—De lo contrario —esto Mahbub lo dijo en pastú[170] por decencia— hubieras terminado tus meditaciones en la parte más cálida del Infierno, siendo como eres un infiel y un idólatra a pesar de tu ingenuidad infantil—. Pero ahora, ¿qué hay que hacer, Gorro Rojo?

—Esta misma noche —las palabras salieron lentas, vibrando con triunfo—, esta misma noche él será tan libre como yo lo soy de toda mancha de pecado, seguro de ser liberado, como yo, de la Rueda de las Cosas, cuando él deje su cuerpo. Tengo una señal —puso su mano sobre el mapa roto en su pecho— de que me queda poco tiempo; pero le habré salvado a través de los años. Recuerda que he alcanzado el Conocimiento, como te dije, hace sólo tres noches.

—Debe de ser cierto, como el sacerdote de Tirah dijo cuando le robé a la esposa de su primo, que soy un sufi (un librepensador) porque aquí estoy sentado —se dijo Mahbub a sí mismo—, tragándome esta blasfemia intolerable… Recuerdo la historia. En ese momento irá entonces al

Jannatu l’Adn (Los Jardines del Edén). ¿Pero cómo? ¿Le matarás o le ahogarás en ese maravilloso río del que el babu te sacó?

—No me sacó de ningún río —dijo el lama simplemente—. Has olvidado lo que ocurrió. Lo encontré gracias al Conocimiento.

—Oh, sí. Es verdad —tartamudeó Mahbub, que se debatía entre una honda indignación y las ganas de soltar una carcajada—. Había olvidado la secuencia exacta de lo sucedido. Encontraste el río a sabiendas.

—Y decir que yo tomaría una vida es… no un pecado, sino una simple locura. Mi

chela me ayudó a encontrar el río. Tiene derecho a ser purificado del pecado… conmigo.

—Sí, el chico necesita un lavado. ¿Pero después, anciano… después qué?

—¿Qué importa eso por todos los cielos? Él tiene asegurado el Nibban[171], la Iluminación, como yo.

—Bien dicho. Tenía miedo de que pudiera montar en el caballo de Mohamed y escaparse volando.

—Nay, debe continuar como maestro.

—¡Aha! ¡Ahora lo entiendo! Ese es el paso correcto para el potro. Ciertamente tiene que continuar como un maestro. El Estado le necesita con urgencia como escribiente, por ejemplo.

—Para ese fin fue preparado. Yo adquirí mérito dando limosnas en su beneficio. Una buena acción no muere. Él me ayudó en mi búsqueda. Yo le ayudé en la suya. Justa es la Rueda, oh vendedor de caballos del norte. Que sea maestro o escribiente ¿qué importa? Habrá alcanzado la libertad al final. El resto es ilusión.

—¿Qué importa? ¡Cuándo tengo que tenerle conmigo más allá de Balkh en seis meses! Vengo aquí con diez caballos cojos y tres hombres de espaldas fuertes, gracias a esa gallina del babu, para llevarme a un muchacho enfermo a la fuerza de la casa de una vieja. En vez de eso, ahora parece que estoy esperando mientras un joven

sahib es elevado a Alá sabe qué Cielo de idólatras por mediación del viejo Gorro Rojo. ¡Y yo paso por ser un aceptable jugador del Juego! Pero este loco le tiene cariño al chico, y yo debo estar también razonablemente loco.

—¿Cuál es tu plegaria? —le preguntó el lama, mientras el brusco pastún rezongaba entre su barba roja.

—No es nada; pero ahora que sé que el chico, con el Paraíso asegurado, puede entrar todavía al servicio del Gobierno, me siento más aliviado. Tengo que volver con mis caballos. Se hace de noche. No le despiertes. No deseo oírle llamándote maestro.

—Pero

es mi discípulo. ¿Cómo va a llamarme si no?

—Me lo contó. —Mahbub se tragó su acceso de mal humor y se levantó riendo—. No pertenezco a tu fe, Gorro Rojo… si te interesa un asunto tan nimio.

—No significa nada —dijo el lama.

—Eso pensé yo. Por ello, no te ofenderás, tú, sin pecado, recién lavado y ahogado casi tres cuartos, si te llamo un buen hombre… un hombre muy bueno. Hemos hablado cuatro o cinco noches y, a pesar de no ser más que un tratante, puedo todavía, como quien dice, ver la santidad más allá de las patas de un caballo. Sí, puedo ver también como nuestro Amigo de todo el Mundo puso su mano en la tuya al principio. Trátale bien, y permítele que vuelva al mundo como maestro, cuando hayas… lavado sus piernas, si esa es la buena medicina para el potro.

—¿Por qué no sigues tú mismo la Senda y acompañas así al chico?

Mahbub se le quedó mirando estupefacto ante la magnífica insolencia de la petición que, del otro lado de la Frontera, hubiera pagado con algo más que un golpe. Pero enseguida la parte humorística de la situación prevaleció en su alma mundana.

—Despacio… despacio… un paso de cada vez, como hacía el caballo castrado y cojo para saltar los obstáculos en Ambala. Puedo ir al Paraíso más tarde… siento una predisposición en ese sentido… grandes inclinaciones… y se las debo a tu sencillez. ¿Nunca has mentido?

—¿Para qué?

—¡Oh Alá, óyele! «¿Para qué?» ¡en este mundo Tuyo! ¿Nunca has hecho daño a un hombre?

—Una vez, con un plumier, antes de ser sabio.

—¿Ah sí? Ahora ha mejorado mi opinión sobre ti. Tus enseñanzas son buenas. Has apartado a un hombre que yo conozco del camino de la trifulca. —Rio a mandíbula batiente—. Ese hombre llegó aquí con la intención de cometer un

dacoity (robo de casa con violencia). Sí, para herir, robar, matar y llevarse lo que deseaba.

—¡Una gran tontería!

—¡Oh!, una negra vergüenza también. Eso pensó después de haberte visto… y algunos otros, hombres y mujeres. Así que abandonó el plan y ahora se va para vapulear a un babu grande y gordo.

—No te entiendo.

—¡Alá lo impida! Algunos hombres son buenos entendiendo, Gorro Rojo. Tu fuerza es aún más grande. Consérvala, creo que lo harás. Si el chico no es buen sirviente, tírale de las orejas.

Ajustándose su ancho cinto de Bucara, el pastún se alejó contoneándose en el anochecer y el lama bajó de sus nubes lo suficiente para mirar la ancha espalda.

—A esa persona le falta cortesía y está engañado por la sombra de las apariencias. Pero habló bien de mi

chela, que ahora obtendrá su recompensa. ¡Haré la plegaria!… Despierta, oh afortunado entre todos los nacidos de mujeres. ¡Despierta! ¡Se ha encontrado!

Kim emergió de los profundos pozos donde se hallaba y el lama chasqueó debidamente los dedos para ahuyentar malos espíritus y esperó a que acabara de bostezar tranquilamente.

—He dormido cien años. ¿Dónde…? Santo, ¿hace mucho que estás aquí? Salí para buscarte, pero… —rio adormilado— me dormí por el camino. Ahora estoy muy bien. ¿Has comido? Vamos a la casa. Hace muchos días que no te cuido. ¿Y la

sahiba te alimentó bien? ¿Quién masajeó tus piernas? ¿Qué tal la debilidad… la barriga, el cuello, y el zumbido en los oídos?

—Desaparecieron… pasó todo. ¿No lo sabes?

—No sé nada, pero no te he visto desde hace una eternidad. ¿Saber el qué?

—Es extraño que el conocimiento no te llegara también a ti, cuando todos mis pensamientos iban en tu dirección.

—No puedo verte la cara, pero tu voz es como un gong. ¿La

sahiba con su cocina ha hecho de ti un joven?

Kim echó un vistazo a la figura de piernas cruzadas, perfilada de negro intenso contra el movimiento de luz color limón. De esa forma estaba sentado el Bodhisattva de piedra que mira hacia abajo en el torniquete de autorregistro del Museo de Lahore.

El lama mantuvo la calma. Excepto por el clic del rosario y un débil clop-clop de los pies de Mahbub alejándose, el suave y humeante silencio del atardecer en la India los envolvió a los dos estrechamente.

—¡Escúchame! Traigo noticias.

—Pero,…

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