Kim

Kim


Capítulo 3

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—¿Qué vida has llevado para no conocer el Año Negro? ¡Un rumor! ¡La tierra entera se enteró y tembló!

—-Nuestra tierra nunca tembló, excepto una vez, el día en que el Excelso recibió la Iluminación.

—¡Umph! Yo por lo menos vi Delhi temblar y Delhi es el ombligo del mundo.

—¿Así que se volvieron contra las mujeres y los niños? Esa fue una mala acción, cuyo castigo es inevitable.

—Muchos lo intentaron, pero con poco provecho. Yo estaba entonces en un regimiento de caballería. Se deshizo. De seiscientos ochenta sables fueron leales a la mano que les daba el pan… ¿cuántos crees? Tres. Yo fui uno de ellos.

—Aún mayor el mérito.

—¡Mérito! Eso no se consideraba un mérito en aquellos días. Mi gente, mis amigos, mis hermanos se apartaron de mí. Decían: «La época del inglés se ha acabado. Deja que cada uno se haga con un pedazo de tierra para sí». Pero había hablado con los hombres de Sobraon, de Chilianwallah, de Moodkee y de Ferozeshah. Les dije: «Esperad un poco y el viento cambiará de nuevo. Estas acciones están malditas». En aquellos días cabalgué setenta millas con una

memsahib[52] inglesa y su bebé en mi montura. (¡Wow! ¡Aquel era un caballo digno de un hombre!). Los puse a salvo y regresé junto a mi oficial, el único de nuestros cinco al que no mataron. «Deme trabajo», le dije, «porque soy un descastado entre mi gente y la sangre de mi primo humedece mi sable». «Puedes estar satisfecho», dijo él. «Hay un gran trabajo por delante. Cuando pase esta locura, habrá una recompensa».

—Ay, ¿de veras hay una recompensa cuando se acaba la locura? —murmuró el lama mitad para sí.

—En aquellos días no se daban medallas a todos los que habían oído un disparo por casualidad. ¡No! Tomé parte en diecinueve batallas encarnizadas, en cuarenta y seis escaramuzas a caballo y en cantidad de pequeñas refriegas. Recibí nueve heridas, una medalla, cuatro barras y la condecoración de una Orden, porque mis capitanes, que ahora son generales, me recordaron cuando la

Kaisar-i-Hind[53] cumplió cincuenta años de reinado y todo el pueblo lo celebró. Dijeron: «Dadle la Orden de la India británica». La llevo ahora al cuello. Tengo también mi

jaghir (terreno), concedido por el Estado, un regalo para mí y los míos. Los hombres de aquellos tiempos son ahora comisionados, vienen a verme a caballo entre las cosechas, bien estirados para que todo el pueblo los vea, y hablamos sobre las viejas batallas, el nombre de un muerto nos lleva al siguiente.

—¿Y después? —preguntó el lama.

—Oh, después se van, pero no antes de que el pueblo los haya visto.

—¿Y al final qué harás?

—Al final moriré.

—¿Y después?

—Que los dioses lo decidan. Nunca les he fastidiado con oraciones. No creo que me molesten. Mira, he notado en mi larga vida que a aquellos que interrumpen constantemente a los de arriba con quejas y cuentos y gritos y lloros, ahora son reclamados con rapidez, como nuestro coronel solía mandar llamar a los campesinos de lengua suelta que hablaban demasiado. No, nunca he agobiado a los dioses. Se acordarán de ello y me darán un sitio tranquilo donde pueda clavar mi lanza a la sombra y esperar a mis hijos para darles la bienvenida: Tengo tres, ni más ni menos, todos comandantes ressaldar[54] en los regimientos.

—Y ellos igualmente, atados a la Rueda, pasan de una vida a otra, de una desesperación a otra desesperación —dijo el lama por lo bajo—, febriles, intranquilos y codiciosos.

—Sí —dijo el viejo soldado soltando una risita—. Tres comandantes ressaldar en tres regimientos. Un poco jugadores, pero yo también lo soy. Tienen que tener buenas monturas; y no se pueden tomar caballos como uno tomaba mujeres en los viejos tiempos. Bien, bien, mi terreno puede pagarlo todo. ¿Qué creéis? Es una franja bien regada, pero mis campesinos me engañan. No sé cómo conseguir algo de ellos si no es a punta de lanza. ¡Ugh! Me pongo furioso, les maldigo y ellos fingen arrepentimiento, pero a mis espaldas sé que me llaman «viejo mono desdentado».

—¿Nunca has deseado otra cosa?

—¡Sí, sí, mil veces! Una espalda derecha y una rodilla que doble bien de nuevo; una muñeca rápida y una vista aguda; y la sustancia que hace a un hombre. ¡Oh, los viejos tiempos, la época dorada de mi fuerza! —Esa fuerza es debilidad.

—Se ha convertido en eso; pero hace cincuenta años habría demostrado lo contrario —replicó el viejo soldado, clavando el borde del estribo en el flanco magro del poni.

—Pero yo conozco un río muy curativo.

—He bebido agua del Ganges hasta llegar casi a la hidropesía. Todo lo que me trajo fue una diarrea y ninguna fuerza.

—No es el Ganges. El río que conozco lava todo rastro de pecado. Cuando uno alcanza la orilla opuesta tiene la liberación asegurada. No conozco tu vida, pero tu cara es la de alguien honrado y cortés. Tú te has mantenido en tu camino, brindando fidelidad cuando era difícil hacerlo en aquel Año Negro del cual recuerdo ahora otras historias. Entra ahora en la Senda Media, que es la de la liberación. Escucha la Ley Más Excelsa y no persigas sueños.

—Habla pues, viejo —sonrió el soldado, medio saludando—. A nuestra edad todos parloteamos con gusto.

El lama se agachó bajo un mango cuya sombra componía un tablero de ajedrez sobre su cara; el soldado estaba sentado tieso sobre el poni y Kim, tras asegurarse de que no había ninguna serpiente, se acurrucó en el hueco de unas raíces retorcidas.

Al calor del sol se oía un somnoliento runrún de vida, el zureo de las palomas y un rumor adormecido de ruedas de pozos por los campos. El lama empezó despacio y con tono grave. Al cabo de diez minutos el viejo soldado desmontó del poni para escuchar mejor lo que decía y se sentó con las riendas enroscadas alrededor de la muñeca. La voz del lama vaciló, las pausas se alargaron. Kim estaba distraído mirando una ardilla gris. Cuando el pequeño bulto de pelo revuelto, molesto por la intrusión y bien agarrado a la rama, desapareció, el predicador y la audiencia estaban profundamente dormidos, la cabeza del viejo oficial, de rasgos marcados, descansaba sobre su brazo, la cabeza del lama reposaba contra el tronco del árbol, donde destacaba como si fuera marfil amarillo. Un niño desnudo llegó trastabillando, se quedó mirándoles y movido por una especie de impulso respetuoso, hizo un solemne gesto de obediencia ante el lama, pero era tan pequeño y rollizo que al inclinarse volcó de lado y Kim se rio de sus piernas regordetas pataleando en el suelo. El niño, asustado y ofendido, se echó a llorar a pleno pulmón.

¡Hai! ¡Hai! —exclamó el soldado, levantándose de un salto—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué órdenes?… ¡Es… un niño! Soñaba que era una alarma. Pequeño, pequeño, no llores. ¿Me he dormido? ¡Pero qué descortesía la mía!

—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —chillaba el niño.

—¿De qué tienes miedo? ¿De dos hombres y un chico? ¿Cómo vas a llegar a soldado, pequeño príncipe?

El lama se había despertado también, pero, sin prestar atención al niño de forma directa, chasqueaba su rosario.

—¿Qué es eso? —preguntó el chiquillo, frenando en seco a mitad de un berrido—. Nunca he visto esa cosa. Dámela.

—Aha —recitó el lama sonriendo y arrastrando el rosario por la hierba:

Esto es un puñado de cardamomos,

Esto es un poco de ghi:

Esto es mijo y chiles y arroz,

¡Un festín para ti y para mí!

El pequeño chilló de contento e intentó agarrar las cuentas oscuras y brillantes.

—¡Oho! —dijo el viejo soldado—. ¿De dónde has sacado esa canción, tú que desprecias este mundo?

—La aprendí en Pathânkot, sentado ante una puerta —explicó el lama azorado—. Es bueno ser amable con los niños pequeños.

—Si bien recuerdo, antes de que nos diera el sueño, me dijiste que el matrimonio y la procreación oscurecían la luz verdadera, que eran obstáculos en la Senda. ¿En tu tierra caen los niños del cielo? ¿Es esa la Senda, cantarles canciones?

—Ningún hombre es perfecto —dijo el lama con gravedad, enroscando el rosario—. Corre con tu madre ahora, pequeño.

—¡Lo oyes! —le dijo el soldado a Kim—. Se avergüenza porque ha hecho feliz a un niño. Contigo se perdió un buen hombre de familia, hermano. ¡

Hai niño! —El viejo le arrojó una moneda de una paisa—. Los dulces son siempre dulces. —Y cuando la diminuta figura se alejó dando brincos bajo la luz del sol, añadió—: Crecen y se hacen hombres. Santo, siento haberme dormido en medio de tu plegaria. Perdóname.

—Somos dos hombres viejos —dijo el lama—. La culpa es mía. Escuché tu charla sobre el mundo y sus locuras y una falta condujo a la otra.

—¡Pero le oyes! ¿Qué daño han sufrido tus dioses porque hayas jugado con un niño? Y la canción estuvo bien cantada. Sigamos el camino y te cantaré la canción de Nikal Seyn[55] frente a Delhi, una vieja canción. Y continuaron la marcha abandonando la sombra de la arboleda de mangos; la voz alta y aguda del hombre resonó por los campos mientras, en una serie de quejidos profundos, iba narrando la historia de Nikal Seyn (Nicholson), la canción que, todavía hoy, cantan los hombres del Punyab. Kim estaba entusiasmado y el lama escuchaba con profundo interés.

¡Ahi! Nikal Seyn está muerto, ¡murió frente a Delhi! Lanzas del norte, tomad venganza por Nikal Seyn. —Con voz trémula desgranó la canción hasta el final, marcando los quiebros sobre el lomo del poni con la hoja de su espada.

—Y ahora llegamos a la Gran Carretera —dijo, tras recibir los elogios de Kim porque el lama se mantenía marcadamente silencioso—. Hace mucho tiempo desde la última vez que cabalgué por este camino, pero lo que el chico contó me animó. Mira, hombre santo, la Gran Carretera es la columna vertebral del Indostán. La mayor parte está a la sombra, como aquí, con cuatro filas de árboles; la parte central de la carretera, de buen piso duro, se reserva para el tráfico rápido. En la época anterior a los trenes, los

sahibs viajaban por ella a cientos, arriba y abajo. Ahora sólo hay carros del campo y demás. A la derecha y a la izquierda las carreteras tienen más baches y son para los carros pesados de grano, algodón, madera, forraje, cal y cuero. Un hombre viaja seguro por aquí porque cada pocos

koss hay una comisaría. Los policías son unos ladrones y unos chantajistas (yo haría patrullar el camino con una caballería, algunos reclutas jóvenes bajo el mando de un capitán enérgico), pero al menos no toleran rivales. Por aquí circulan todas las castas y todo tipo de gente. ¡Mira! Brahmanes y chumares[56], banqueros y caldereros, barberos y bunnias[57], peregrinos y alfareros, todo el mundo yendo y viniendo. A mí se me parece a un río del que yo hubiera sido arrojado como un tronco tras una riada.

Y verdaderamente la Grand Trunk Road ofrece un espectáculo maravilloso. Corre recta, soportando sin atascos el tráfico de la India a lo largo de unas mil quinientas millas[58], un río de vida tal como no existe en ningún otro lugar del mundo. Contemplaron la extensión de arcos verdes, moteada de sombras, la blanca anchura punteada de gente que caminaba lentamente y, del otro lado, la comisaría de dos habitaciones.

—¿Quién lleva armas contraviniendo la ley? —gritó un alguacil sonriente cuando echó la vista encima a la espada del soldado—. ¿No basta la policía para eliminar a los malhechores?

—Precisamente a causa de la policía la compré —fue la respuesta—. ¿Va todo bien en el Indostán?

—Va todo bien,

sahib ressaldar.

—Mira, soy como una tortuga vieja que saca la cabeza desde la orilla y la esconde de nuevo. Sí, esta es la ruta del Indostán. Toda la gente pasa por aquí…

—Hijo de cerdo, ¿está hecha la parte suave de la carretera para que tú te rasques la espalda sobre ella? Padre de todas las hijas de la vergüenza y marido de diez mil sin virtud, tu madre se entregó a un demonio, obligada por su propia madre. ¡Tus tías no tuvieron narices durante siete generaciones[59]! Tu hermana… ¿Quién te dijo descerebrado que atravesaras tus carros en la carretera? ¿Una rueda rota? ¡Entonces toma también una cabeza rota y junta las dos!

La voz y el restallar feroz de un látigo venían de una columna de polvo a cincuenta yardas[60] de distancia, donde un carro se había roto. Una yegua kathiawar[61] delgada y alta, con los ojos y los ollares congestionados, salió disparada del bloqueo, resoplando y sacudiéndose, mientras su jinete la espoleaba por la carretera en persecución de un hombre que gritaba. El jinete era alto y de barba gris, y montaba el animal casi enloquecido como si fuera una parte de él, azotando a su víctima con precisión científica entre brinco y brinco del caballo. La cara del viejo se iluminó con orgullo.

—¡Mi hijo! —dijo simplemente, e intentó dirigir el cuello del poni hacia el ángulo conveniente.

—¿Voy a ser golpeado delante de la policía? —chilló el carretero—. ¡Justicia! Quiero justicia…

—¿Tengo que ser detenido por un mono gritando que vuelca diez mil sacos delante de las narices de un caballo joven? Así se arruina a una yegua.

—Dice la verdad. Dice la verdad. Pero ella obedece a su jinete en todo —señaló el viejo. El carretero se metió raudo bajo las ruedas de su carro y desde allí amenazó con toda suerte de venganzas.

—Tus hijos son hombres fuertes —dijo el policía imperturbable, hurgándose entre los dientes.

El jinete lanzó un último y sañudo chasquido con su látigo y llegó a medio galope.

—¡Padre mío! —tiró de las riendas haciendo recular a la yegua unas diez yardas y desmontó.

El viejo desmontó del poni en un instante y se abrazaron como hacen padre e hijo en Oriente.

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