Kim

Kim


Capítulo 4

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La buena suerte jamás es una dama,

Sino la más despreciable de las rameras,

Libertina, traviesa e inestable,

Terca si la arrastras o la empujas.

La saludas, ¡ella llama a gritos a un extraño!

Te la encuentras, ¡ella se apura para marcharse!

La abandonas porque sólo es una arpía

¡Y la muy pendona viene a tirarte de la manga!

¡Generosa! ¡Generosa, oh Fortuna!

Da o retén, a tu antojo.

Si no me preocupo de la Fortuna,

¡Ella tiene que seguirme a pesar de ello!

Los pozos de los deseos

Luego, bajando la voz, padre e hijo se pusieron a charlar. Kim fue a descansar bajo un árbol, pero el lama le tiró del codo con impaciencia.

—Continuemos el camino. El río no está aquí.

¡Hai mai! ¿No hemos caminado suficiente por un rato? Nuestro río no se escapará. Paciencia y él nos dará una limosna.

—Este —dijo el viejo soldado de repente— es el Amigo de las Estrellas. Me trajo ayer las noticias. Después de haber visto al Hombre mismo, en una visión, dando órdenes para

la guerra.

—¡Hm! —dijo su hijo desde lo profundo de su ancho pecho—. Oyó un rumor de bazar y le sacó provecho.

Su padre se rio.

—Por lo menos no cabalgó hasta mí para pedirme un nuevo caballo para la batalla y los dioses saben cuántas rupias. ¿Están también los regimientos de tus hermanos bajo órdenes?

—No lo sé. Tomé un permiso y vine a ti rápidamente en caso…

—En caso de que ellos vinieran antes que tú a pedirme. ¡Oh jugadores y derrochadores, todos vosotros! Pero tú todavía no has cabalgado en una carga. Ahí se necesita verdaderamente un buen caballo, un buen ayudante y también un buen poni para la marcha. Ya veremos, ya veremos —dijo tamborileando sobre el pomo.

—No es el lugar para sacar cuentas, padre. Vámonos a tu casa.

—Entonces al menos paga al chico. No tengo una paisa conmigo y trajo noticias de buen augurio. ¡Ho! Amigo de todo el Mundo, una guerra se acerca como tú has dicho.

—Nay, por lo que sé, es

la guerra —replicó Kim con compostura.

—¿Eh? —dijo el lama, pasando sus cuentas, ansioso de retomar el camino.

—Mi maestro no molesta a las estrellas por encargo. Trajimos las noticias, tú eres testigo, trajimos las noticias y ahora nos vamos. —Con disimulo Kim curvó la mano de lado.

El hijo lanzó una moneda de plata a la luz del sol, rezongando algo sobre mendigos y charlatanes. Era una moneda de cuatro annas y les daría bien de comer durante unos cuantos días. El lama, viendo el brillo del metal, canturreó una bendición.

—Sigue tu camino, Amigo de todo el Mundo —dijo el viejo soldado con voz aguda, haciendo girar su flaca montura.

—Por una vez en mi vida, he conocido a un verdadero profeta que no estaba en el Ejército.

Padre e hijo dieron la vuelta juntos: el viejo montado tan derecho como el joven.

Un alguacil punyabí con pantalones de lienzo amarillo cruzó la carretera arrastrando los pies. Había visto volar la moneda.

—¡Alto! —gritó en un inglés oficioso—. No sabes que hay un

takkus[62] de dos annas por cabeza, lo que hace cuatro, para aquellos que entran en la ruta desde esta parte. Es la orden del Sirkar, y el dinero se gasta en plantar árboles y en la mejora de los caminos.

—Y en los estómagos de la policía —dijo Kim, poniéndose fuera del alcance de su brazo—. Piensa un instante, cabeza de chorlito. ¿Crees que hemos salido del charco más cercano como la rana de tu suegro? ¿Has oído alguna vez el nombre de tu hermano?

—¿Y quién era ese? Deja al chico en paz —le dijo un alguacil más viejo, muy divertido por la escena, mientras se agachaba en la veranda para fumar su pipa.

—Cogió una etiqueta de una botella de

belaitee-pani (agua de soda) y, pegándola en un puente, recolectó impuestos durante un mes de aquellos que pasaban, diciendo que eran órdenes del Sirkar. Luego vino un inglés y le rompió la cabeza. ¡Ah, hermano, yo soy un cuervo de ciudad, no de pueblo!

El policía se retiró avergonzado y Kim le silbó desde la carreta.

—¿Hubo alguna vez un discípulo como yo? —gritó alegremente al lama—. El mundo entero te habría despojado hasta los huesos antes de alejarte diez millas de Lahore si yo no te hubiera protegido.

—Me pregunto todavía a veces si eres un espíritu o un pequeño demonio malicioso —dijo el lama, sonriendo con calma.

—Yo soy tu

chela. —Kim ajustó su paso al del lama, esa indescriptible zancada de los vagabundos de largas distancias por todo el mundo.

—Ahora caminemos —murmuró el lama, y siguiendo el chasquido del rosario caminaron en silencio milla tras milla. El lama, como de costumbre, iba sumido en su meditación, pero los ojos brillantes de Kim estaban bien abiertos. Este ancho y sonriente río de vida, pensaba Kim, era una mejora enorme en comparación con las calles de Lahore, angostas y atestadas. A cada paso había gente y vistas nuevas, castas que él conocía y castas con las que nunca se había tropezado.

Se encontraron con un tropel de sansis de pelo largo y olor penetrante con cestas a la espalda que contenían lagartos y otros alimentos impuros, sus perros enjutos olisqueando a sus talones. Esta gente se mantenía en la misma parte de la carretera, avanzando con un trotecillo rápido y furtivo y todas las otras castas les dejaban mucho sitio para pasar porque el sansi conlleva una gran impureza. Tras ellos, por entre las densas sombras, caminaba con las piernas rígidas y separadas un tipo recién salido de prisión, todavía con el recuerdo de los grilletes; el estómago lleno y la piel brillante probaban que el Gobierno alimentaba a sus prisioneros mejor de lo que muchos hombres honrados podían alimentarse a sí mismos. Kim conocía bien ese andar e hizo una broma pesada sobre ello al pasar. Luego los adelantó a grandes zancadas un akali, un devoto sij de ojos y pelo salvajes, con las ropas de cuadros azules de su fe, unos discos de acero pulido brillaban en el cono de su alto turbante azul; volvía de una visita a uno de los Estados sijs independientes, donde había estado cantando las antiguas glorias de khalsa[63] a jóvenes príncipes con botas altas y pantalones de pana blancos, educados en colegios ingleses. Kim se guardó de irritar a ese hombre porque los akali tienen mal genio y mano rápida. Aquí y allá se encontraban con, o eran adelantados por, grupos de pueblos enteros vestidos con colores alegres, de camino a alguna feria local; las mujeres, con sus niños en la cadera, andando tras los hombres; los niños mayores, encaramados a palos de caña de azúcar, arrastraban toscos modelos de locomotoras de hojalata como los que se vendían por medio penique o dirigían rayos de sol a los ojos de sus mayores con espejos baratos. Bastaba un vistazo para saber lo que cada uno había comprado y, por si hubiera alguna duda, sólo se necesitaba observar a las mujeres comparando, brazo moreno contra brazo moreno, sus nuevos brazaletes de cristal opaco fabricados en el Noroeste. Estos festivos caminantes iban despacio, llamándose unos a otros a voces y parándose para regatear con los vendedores de dulces o para orar ante alguno de los altares del camino, a veces hindú, a veces musulmán, que las castas bajas de ambos credos compartían con admirable imparcialidad. Una línea gruesa y azul, que subía y bajaba como la espalda de una oruga con prisas, se acercaba ondulando a través del polvo en suspensión y pasó al trote entre un coro de carcajadas. Se trataba de un grupo de changars —las mujeres que habían tomado a su cargo todos los terraplenes de todos los trenes del norte—, un clan de acarreadoras de tierra con pies planos, pecho grande, muslos fuertes y enaguas azules, apresurándose hacia el norte al enterarse de un trabajo y sin perder tiempo por el camino. Estas mujeres pertenecen a la casta cuyos hombres no cuentan y caminaban con los codos doblados, las caderas contoneantes y las cabezas erguidas, típico en las mujeres que suelen llevar grandes pesos sobre la cabeza. Un poco más tarde la comitiva de una boda irrumpía en la Gran Carretera con música, gritos y un perfume de caléndulas y jazmín más fuerte incluso que el hedor del polvo. Uno podía ver el palanquín de la novia, una mancha de rojo y oropel, oscilando a través de la neblina, mientras que el poni enguirnaldado del novio se volvía a un lado para darle un bocado al heno de una carreta que pasaba. Después Kim se unió al fuego cruzado de buenos deseos y chistes malos, augurando a la pareja cientos de hijos y ninguna hija, como en el dicho. Aún era más interesante y más motivo de jolgorio cuando algún juglar errante con un par de monos medio amaestrados, o con un oso enclenque y jadeante, o con una mujer con unos cuernos de cabra atados a los pies y bailando así sobre una cuerda floja, hacía callar a los caballos y arrancaba a las mujeres un grito profundo de asombro.

El lama nunca levantaba los ojos. No vio al prestamista en su poni de cuartos traseros flojos, corriendo a recoger sus crueles intereses; o al pequeño tropel de soldados nativos de permiso, todavía en formación militar, gritando a todo pulmón, contentos de haberse liberado de los pantalones de uniforme y de las polainas y soltando los requiebros más ultrajantes a la vista de las mujeres más respetables. Se perdió incluso al vendedor de agua del Ganges, aunque que Kim esperaba que comprara al menos una botella del precioso líquido. El lama miraba fijamente al suelo y caminaba sin parar, hora tras hora, con el alma ocupada en otro sitio. Pero Kim se encontraba en el séptimo cielo. La Gran Carretera estaba construida en ese punto sobre un terraplén para prevenir las riadas de invierno que bajaban de las montañas, así que, de hecho, uno caminaba un poco por encima del terreno, a lo largo de un corredor imponente, viendo a toda la India desplegada a derecha e izquierda. Era estupendo observar los numerosos carros de grano y de algodón tirados por yuntas de bueyes, desplazándose por las carreteras del campo; uno podía oír a una milla de distancia sus ejes quejumbrosos acercándose hasta que con gritos, alaridos y juramentos subían el desnivel para desembocar en la dura carretera principal, un carretero insultando al otro. Era igualmente magnífico contemplar a la gente, grumos pequeños de rojo y azul y rosa y blanco y azafrán, desviándose a un lado para ir hacia su propio pueblo, dispersándose y volviéndose más pequeños a través de la llanura, de dos en dos o de tres en tres. Kim sentía todas estas emociones, aunque no podía expresar sus sentimientos, por lo que se contentaba comprando caña de azúcar pelada y escupiendo la médula en abundancia a un lado y a otro del camino. De vez en cuando, el lama tomaba una pizca de rapé y, al final, Kim no pudo soportar más el silencio.

—¡Esta es una buena tierra, la tierra del sur! —dijo—. El aire es bueno; el agua es buena. ¿Eh?

—Y todos están atados a la Rueda —dijo el lama—. Atados una vida tras otra. A ninguno de ellos les ha sido revelada la Senda. —Y se forzó a sí mismo a volver a este mundo.

—Y ahora hemos hecho un camino agotador —dijo Kim—. Seguramente llegaremos pronto a un

parao (un sitio de reposo). ¿Nos quedamos allí? Mira, el sol se está poniendo.

—¿Quién nos recibirá esta noche?

—No hay problema. Esta tierra está llena de buena gente. Además —bajó su voz en un susurro— tenemos dinero.

La multitud se espesó al acercarse al sitio de acampada que marcaba el fin de la jornada. Una línea de tenderetes vendiendo comida muy sencilla y tabaco, una pila de leña para el fuego, una comisaría, un pozo, un abrevadero, unos pocos árboles y, debajo de ellos, un terreno pisoteado y punteado con cenizas de anteriores hogueras, todo ello constituía la señal de un

parao en la Gran Carretera; si uno exceptúa los mendigos y los cuervos… ambos hambrientos por igual.

Para entonces el sol trazaba amplios radios dorados a través de las ramas bajas de los árboles de mango; los periquitos y las palomas volvían a centenares a sus nidos; las siete hermanas[64] de dorso gris charloteaban sobre las aventuras del día, moviéndose hacia adelante y hacia atrás en grupos de dos y de tres, casi bajo los pies de los viajeros; el revuelo y las trifulcas en las ramas indicaban que los murciélagos se preparaban para hacer la ronda nocturna. Rápidamente la luz se concentró en un punto y pintó por un instante los rostros, las ruedas de los carros y los cuernos de los bueyes de rojo sangre. Luego cayó la noche, transformando la caricia del aire, corriendo un velo de niebla uniforme y fina como una gasa azul sobre el rostro de la tierra y realzando el olor punzante y distintivo de la madera ardiendo, del ganado y del excelente aroma de las tortas de trigo preparadas sobre las cenizas. La patrulla de la tarde se apresuró a salir de la comisaría con carraspeos de importancia y dando órdenes reiteradas; a un lado del camino brillaba una piedra roja de carbón encendida en la cazoleta del narguile de un carretero mientras los ojos de Kim miraban mecánicamente el último destello del sol sobre las pinzas de latón.

A pequeña escala, la vida del

parao era muy parecida a la del caravasar de Cachemira. Kim se sumergió en el feliz desorden asiático que, si se le da tiempo, le dará a un hombre todo lo que necesita.

Las necesidades de Kim eran pocas porque, como el lama no tenía escrúpulos de casta, era suficiente la comida cocinada en el tenderete más cercano; pero, por tener un poco de lujo, Kim compró un montón de tortas de boñiga seca para hacer fuego. Alrededor, yendo y viniendo en torno a las pequeñas llamas, los hombres gritaban pidiendo aceite, o grano, o dulces, o tabaco, empujándose unos a otros mientras esperaban su turno en el pozo; y por debajo de las voces masculinas, provenientes de carros parados y cerrados, se oían los chillidos agudos y las risitas sofocadas de mujeres cuyas caras no debían ser vistas en público.

Hoy en día, los nativos educados son de la opinión de que cuando sus mujeres viajan, y ellas hacen muchas visitas, es mejor llevarlas rápido en tren, en un compartimento reservado y con cortinas; y esta costumbre se está extendiendo. Pero siempre hay los de la vieja escuela que siguen las costumbres de sus ancestros; y, sobre todo, siempre están las mujeres viejas, más conservadoras que los hombres, quienes hacia el final de sus días emprenden peregrinajes. Ya marchitas y no deseables, no tienen problemas para ir sin velo en ciertas circunstancias. Tras su larga reclusión, durante la cual siempre mantuvieron contacto con mil asuntos del exterior, a estas mujeres les encanta el jaleo y la agitación del camino abierto, las reuniones en los altares y las infinitas posibilidades de comadreo con otras ancianas, viudas como ellas. Muchas veces a una familia que la haya sufrido largo tiempo le conviene que la vieja señora de lengua afilada y voluntad de hierro corretee por la India de esta forma porque, en verdad, a los dioses les son gratos los peregrinajes. En consecuencia, por toda la India, de los lugares más remotos a los más públicos, uno encuentra algún corrillo de sirvientes canosos al servicio, simbólico, de una vieja dama que está más o menos protegida por cortinas y en un carro de bueyes. Estos hombres son serios y discretos, y cuando un europeo o un nativo de casta alta está cerca, envolverán el objeto de sus cuidados con las más elaboradas precauciones; pero en las ocasiones normalmente azarosas de un peregrinaje no hay tantos miramientos. La vieja dama es, después de todo, profundamente humana y disfruta observando la vida.

Kim reparó en un carro de bueyes familiar, un

ruth, alegremente decorado con un baldaquín bordado de doble cúpula, como un camello de dos jorobas, que acababa de entrar en el

parao. Ocho hombres formaban la comitiva y dos de ellos estaban armados con sables herrumbrosos —señal segura de que acompañaban a una persona distinguida porque el pueblo llano no lleva armas—. De detrás de las cortinas salía un creciente chorro de quejas, órdenes y burlas, en lo que un europeo consideraría un lenguaje soez. Ahí había seguro una mujer acostumbrada a mandar.

Kim contemplaba con ojo crítico al séquito. La mitad de ellos eran uryas[65] de las llanuras, de piernas delgadas y barba gris. La otra mitad eran hombres de las montañas del norte, con ropajes de lana gruesa y sombreros de fieltro. La mezcla revelaba su propia historia, incluso aunque no hubiera oído las disputas incesantes entre las dos facciones. La vieja dama iba hacia el sur para hacer una visita, probablemente a ver a algún pariente rico, más probablemente a un yerno, el cual habría enviado la escolta como señal de respeto. Los montañeses pertenecerían a la gente de la dama, habitantes de Kulu o de Kangra. Estaba bastante claro que no llevaba consigo a una hija para casarla, si no, las cortinas estarían bien atadas y el centinela no permitiría a nadie acercarse al carro. Una dama divertida y de carácter, pensó Kim, balanceando la torta de boñiga en una mano, la comida preparada en la otra, y conduciendo suavemente al lama con el hombro. Algo podría resultar del encuentro. El lama no colaboraría, pero, como

chela responsable, Kim estaba encantado de mendigar por los dos.

Hizo su fuego tan cerca del carro como se atrevió, esperando que uno de la escolta le mandara largarse de allí. El lama se dejó caer al suelo pesadamente, como se encogería un murciélago que hubiera comido mucha fruta y volvió a su rosario.

—¡Mantente lejos de aquí, mendigo! —La orden fue dada por uno de los montañeses en un indostaní malo.

—¡Huh! Es sólo un pahari (un montañés) —dijo Kim por encima del hombro—. ¿Desde cuándo los burros de las montañas poseen todo el Indostán?

La réplica fue un rápido y brillante esbozo de los antepasados de Kim de tres generaciones en adelante.

—¡Ah! —la voz de Kim era más dulce que nunca mientras rompía las tortas de boñiga en trozos convenientes—. En

mi tierra le llamamos a esto el comienzo de un cuchicheo amoroso.

Una risita fina y estridente detrás de las cortinas incitó al montañés a mostrar su valía en una segunda andanada.

—Nada mal, pero que nada mal —dijo Kim con calma—. Pero ten cuidado, hermano, no se nos vaya a ocurrir,

nos, digo, echarte una maldición o algo parecido, en respuesta. Y nuestras maldiciones tienen la virtud de hacer diana.

Los uryas rieron; el montañés se adelantó de forma amenazadora. De repente el lama levantó la cabeza, quedando su gran gorro a la luz de la hoguera recién encendida por Kim.

—¿Qué es esto? —dijo.

El hombre se paró como si se hubiera convertido en piedra.

—Yo… yo… me he salvado de un gran pecado —tartamudeó.

—El extranjero ha encontrado uno de sus sacerdotes al final —susurró uno de los uryas.

¡Hai! ¿Por qué no habéis dado un buena tunda a ese mocoso lenguaraz? —chilló la vieja mujer.

El montañés retrocedió hacia el carro y susurró algo a la cortina. Hubo un silencio de muerte, luego un murmullo.

—Esto va bien —pensó Kim, fingiendo que ni oía ni veía.

—Cuando… cuando… él haya comido —el montañés se dirigió a Kim con humildad— se… se ruega al hombre santo que tenga la bondad de conversar con alguien que quiere hablar con él.

—Después de haber comido, dormirá —contestó Kim con altivez. No podía discernir claramente qué giro había tomado el juego, pero estaba decidido a sacar beneficio de ello—. Ahora le llevaré su comida. —La última frase, dicha en alto, acabó en un suspiro como de agotamiento.

—Yo… yo mismo y el resto de mi gente nos ocuparemos de ello, si se nos permite.

—Se os permite —dijo Kim más altanero que nunca—. Santo, esta gente nos traerá comida.

—La tierra es buena. Toda la tierra del sur es buena… un mundo grande y terrible —musitó somnoliento el lama.

—Déjale dormir —dijo Kim—, pero encárgate de que coma bien cuando se despierte. Es un hombre muy santo.

De nuevo uno de los uryas dijo algo con desdén.

—Él no es un faquir. No es un mendigo de la llanura —continuó Kim con severidad, dirigiéndose a las estrellas—. Es el más santo de los santos. Está por encima de todas las castas. Yo soy su

chela.

—¡Ven aquí! —dijo la voz seca y aguda tras la cortina; Kim se acercó, consciente de que unos ojos que él no podía ver le miraban fijamente. Un dedo moreno y huesudo, lleno de anillos, se posó sobre el borde del carro y la conversación tomó el siguiente derrotero:

—¿Quién es él?

—Un hombre extremadamente santo. Viene de muy lejos. Viene del Tíbet.

—¿De dónde en el Tíbet?

—De más allá de las nieves, de un sitio muy lejano. Conoce las estrellas, hace horóscopos, lee natalicios. Pero no lo hace por dinero. Lo hace por amabilidad y por una gran caridad. Yo soy su discípulo. También me llaman el Amigo de las Estrellas.

—Tú no eres ningún montañés.

—Pregúntaselo. Te dirá que yo le fui enviado por las estrellas para mostrarle la meta de su peregrinaje.

—¡Humph! Fíjate, bribonzuelo, que soy una mujer vieja y para nada tonta. Conozco a los lamas y les reverencio, pero tú tienes tanto de

chela obediente como mi dedo de lanza de este carro. Tú eres un hindú sin casta, un mendigo atrevido e insolente, pegado al santo, supongo, para sacar ganancia.

—¿No trabajamos todos para sacar ganancia? —Kim cambió su tono de inmediato para igualar el de la voz alterada—. He oído —esto era un tiro al azar—, he oído…

—¿Qué has oído? —preguntó la anciana con brusquedad, golpeteando con el dedo.

—No lo recuerdo bien, pero alguna habladuría de bazar, mentira sin duda, asegurando que incluso los rajás, los pequeños rajás de las montañas…

—Y sin embargo, de pura sangre rajput[66].

—Desde luego, de pura sangre. Se comentaba que estos vendían incluso a las más atractivas de sus mujeres por sacar ganancia. En el Sur las venden… a zamindares[67] y gente así de Oudh.

Si hay una cosa en el mundo que los pequeños rajás de montaña nunca admitirán es justamente esta acusación; pero es lo que se cree en los bazares cuando se discute sobre el misterioso tráfico de esclavos en la India. En un susurro tenso e indignado, la vieja dama le explicó a Kim qué tipo y estilo preciso de perverso calumniador era. Si Kim lo hubiera sugerido cuando ella era joven, esa misma noche habría sido aplastado por un elefante. Lo cual era totalmente cierto.

¡Ahai! Soy sólo un mendigo mocoso, como el Ojo de la Belleza acaba de decir —gimió Kim con un terror exagerado.

—Ojo de la Belleza, ¡válgame el Cielo! ¿Quién soy yo para que tengas que lanzarme galanteos de mendigo? —Aunque sonrió ante el nombre largo tiempo olvidado—. Hace cuarenta años lo hubieran podido decir y con justicia. Sí, incluso hace treinta. Pero por culpa de este vagar de un lado a otro por el Indostán, la viuda de un rey tiene que tropezar con toda la escoria de la tierra y dejar que los mendigos se burlen de ella.

—Gran Reina —dijo Kim apresuradamente porque la sintió temblar de indignación—, soy justamente lo que la Gran Reina dice que soy; pero a pesar de ello mi maestro es santo. Él todavía no conoce la orden de la Gran Reina de…

—¿Orden? ¿Yo ordenar a un santo, a un Maestro de la Ley, que venga y hable con una mujer? ¡Nunca!

—Ten compasión de mi estupidez. Pensé que tu mensaje era una orden…

—No lo fue. Fue una petición. ¿Queda claro?

Una moneda de plata tintineó al borde del carro. Kim la cogió y saludó con un profundo

salam. La vieja dama se había dado cuenta de que, en su calidad de ojos y oídos del lama, Kim tenía que ser propiciado.

—No soy más que el discípulo del santo. Cuando haya comido quizás venga.

—¡Oh, tunante, villano y sinvergüenza! —El dedo índice enjoyado le apuntó con reprobación; pero se podía oír la risita de la vieja señora.

—Nay, ¿de qué se trata? —dijo Kim, descendiendo a su tono más acariciador y confidencial, al cual, como bien sabía, pocos podían resistirse—. ¿Hay… hay alguna necesidad de un hijo en tu familia? Habla en confianza porque somos sacerdotes… —Esto último era una imitación exacta de un faquir de la Puerta de Taksali.

—¡Nosotros sacerdotes! Tú no eres todavía lo suficientemente mayor para… —interrumpió su broma con otra risa—. Créeme, de vez en cuando, nosotras las mujeres, oh sacerdote, pensamos en otras cosas aparte de los hijos. Además, mi hija ya ha tenido su varón.

—Dos flechas en el carcaj son mejor que una; y tres todavía mejor. —Kim citó el proverbio aclarándose la garganta con gravedad y mirando al suelo en un gesto de discreción.

—Verdad, ¡oh, qué verdad! Pero quizás esto llegue también. En todo caso, estos brahmanes de la llanura no valen para nada. Les envié regalos y donativos y más regalos otra vez e hicieron una profecía.

—¡Ah! —exclamó Kim arrastrando la vocal con un desprecio infinito—, ¡profetizaron! —Un sacerdote profesional no lo habría hecho mejor.

—Y hasta que no imploré a mis propios dioses, mis plegarias no fueron escuchadas. Escogí una hora propicia y… quizás tu santo haya oído hablar del abad de la lamasería de Lung-Cho. Le expuse a él el problema y, fíjate, a su debido tiempo todo sucedió como deseaba. Desde entonces, el brahmán de la casa del padre del hijo de mi hija asegura que fue gracias a

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