Kim

Kim


Capítulo 5

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Vuelvo aquí de nuevo con los míos…

Alimentado, perdonado, y reconocido de nuevo…

¡Aceptado de nuevo por la carne de mi carne,

Y hermanado de nuevo con la sangre de mi sangre!

El ternero engordado se adereza para mí,

Pero las cascaras tienen más gusto para mí…

Creo que mis cerdos serán lo mejor para mí,

Así que me voy a las porquerizas de nuevo.

El hijo pródigo

Una vez más la cansina comitiva, en hilera y arrastrando los pies, se puso en marcha y la anciana durmió hasta que llegaron al siguiente punto de descanso. Era un recorrido muy corto y faltaba una hora para la puesta del sol, así que Kim se dispuso a buscar algún entretenimiento.

—Pero ¿por qué no te sientas y descansas? —le dijo uno de la escolta—• Sólo los demonios y los ingleses van de aquí para allá sin razón.

—Nunca hagas amistad con el demonio, un mono o un chico. Nadie sabe lo que harán a continuación —dijo su compañero.

Kim les dio la espalda con desdén, no quería oír la vieja historia de cómo el demonio jugó con los chicos y se arrepintió de ello, y paseó ociosamente por el campo.

El lama le siguió. A lo largo de la jornada, siempre que pasaban por una corriente, se había desviado para echarle un vistazo, pero en ninguna ocasión había recibido una señal de que hubiera encontrado su río. Además, de forma imperceptible, el gusto de hablar con alguien en una lengua razonable, y de ser debidamente honrado y respetado como consejero espiritual por una mujer de alta cuna, había desviado un poco sus pensamientos de su búsqueda. Y lo que es más, estaba preparado para dedicar años a su búsqueda con toda tranquilidad; no teniendo la impaciencia del hombre blanco, sino una gran fe.

—¿Adónde vas? —le dijo a Kim.

—A ningún sitio, fue una marcha corta, y todo esto —Kim extendió las manos hacia el horizonte— es nuevo para mí.

—Ella es sin duda una mujer sabia y con discernimiento. Pero es difícil meditar cuando…

—Todas las mujeres son así. —Kim habló como lo hubiera hecho Salomón.

—Delante de la lamasería había una amplia plataforma —murmuró el lama enroscando el desgastado rosario— de piedra. En ella dejé las marcas de mis pies, andando arriba y abajo con estas.

Chasqueó las cuentas y empezó el

Om mane pudme hum de su devoción, agradecido por el frescor, la tranquilidad y la ausencia de polvo.

Una cosa tras otra atraía el ojo ocioso de Kim a través de la llanura. No había ningún propósito en su vagabundeo, excepto que la construcción de las chozas cercanas parecía nueva y quería investigar.

Salieron a un ancho tramo del terreno de pasto, cobrizo y púrpura a la luz de la tarde, con una tupida arboleda de mangos en el centro. A Kim le pareció curioso que no hubiera un altar en un sitio tan apropiado: el chico estaba atento a esas cosas como lo estaría cualquier sacerdote. En la lejanía, empequeñecidos por la distancia, caminaban al mismo paso por la llanura cuatro hombres. Dándose sombra con las palmas de la manos, Kim observó con atención y percibió el brillo del latón.

—¡Soldados! ¡Soldados blancos! —dijo—. Comprobémoslo.

—Siempre hay soldados cuando tú y yo salimos juntos solos. Pero nunca he visto soldados blancos.

No hacen daño excepto cuando están borrachos. Quédate detrás de este árbol.

Se colocaron detrás de los gruesos troncos en la fresca sombra de los mangos. Dos pequeñas figuras se detuvieron; las otras dos avanzaron con inseguridad. Eran la avanzadilla de un regimiento en marcha, enviados, como de costumbre, para marcar el campamento. Llevaban palos de cinco pies de largo con banderas ondeando y se daban voces unos a otros mientras se diseminaban por el terreno.

Al final entraron en la arboleda de mangos, caminando pesadamente.

—Aquí o en los alrededores, las tiendas de los oficiales bajo los árboles, supongo, y el resto de nosotros fuera. ¿Han marcado allí el sitio para los carros del equipaje?

Gritaron algo de nuevo a sus camaradas en la distancia y la brusca respuesta retornó débil y apenas audible.

—Entonces planta aquí la banderola —dijo uno.

—¿Qué están preparando? —dijo el lama maravillado—. Este es un mundo grande y terrible. ¿Qué es esa figura sobre la bandera?

Un soldado clavó una estaca en el suelo a pocos pies de ellos, refunfuñó descontento, la arrancó de nuevo, conferenció con su compañero, que con la mirada recorría la umbrosa bóveda verde y la volvió a colocar en el primer lugar.

Kim, con los ojos dilatados, no perdía detalle y su respiración era profunda y entrecortada. Los soldados salieron al sol moviéndose con lentitud.

—¡Oh santo! —dijo Kim sofocando un grito—. ¡Mi horóscopo! ¡Los signos en el polvo del sacerdote de Ambala! Recuerda lo que dijo. Primero llegan dos…

ferashes[74]… para prepararlo todo, en un sitio oscuro, como sucede siempre al comienzo de una visión.

—Pero esto no es una visión —dijo el lama—. Es la ilusión del mundo y nada más.

—Y tras ellos viene el toro, el toro rojo sobre campo verde. ¡Mira! ¡Es él!

Kim señaló a la banderola que flameaba en la brisa nocturna a menos de diez pies de distancia.

No era más que una vulgar banderola de marcar el campamento; pero el regimiento, siempre puntilloso en temas de accesorios, la había adornado con el propio escudo del regimiento, el toro rojo, el emblema de los Mavericks, el gran toro rojo sobre un fondo de verde irlandés.

—Ya veo y ahora recuerdo —dijo el lama—. Seguro que este es tu toro. Entonces, seguro que los dos vinieron a prepararlo todo.

—Son soldados, soldados blancos. ¿Qué dijo el sacerdote? «El signo sobre el toro es el signo de guerra y de hombres armados», santo, esto tiene que ver con mi búsqueda.

—Verdad. Es verdad. —El lama miró fijamente al escudo llameante como un rubí en el crepúsculo—. El sacerdote de Ambala dijo que el tuyo es el signo de la guerra.

—¿Qué hacemos ahora?

—Esperar. Esperemos.

—Incluso ahora la oscuridad se aclara —dijo Kim. Era natural que los rayos del sol al ponerse se filtraran finalmente a través de los troncos, llenando la arboleda por unos instantes de una luz polvorienta y dorada, pero para Kim suponía la coronación de la profecía del brahmán de Ambala.

—¡Escucha! —dijo el lama—. ¡Alguien toca el tambor allá a lo lejos!

Al principio, el sonido, diluido a través del aire en calma, parecía el latido de una arteria en la cabeza. Pronto adquirió intensidad.

—¡Ah! La música —explicó Kim. Él ya conocía el sonido de una banda de regimiento, pero el lama estaba aturdido.

En el punto más lejano de la llanura, una columna pesada y polvorienta serpenteaba a la vista. Luego el viento trajo una melodía:

¡Rogamos vuestro permiso

Para deciros lo que sabemos

Sobre la marcha con la Guardia de los Mulligan

Al puerto de Sligo allí más abajo!

Aquí interrumpieron los pífanos estridentes:

Con el fusil al hombro,

Marchamos, marchamos lejos.

Desde el parque Phoenix

Hasta la bahía de Dublín.

Los tambores y las gaitas,

¡Oh, tocaron, dulcemente

Mientras marchábamos, marchábamos, marchábamos con la Guardia de los Mulligan!

Era la banda de los Mavericks acompañando al regimiento hasta el campamento puesto que se encontraban realizando una marcha de instrucción con sus equipajes. La columna ondulada avanzó por el terreno llano, con los carros a la cola, se dividió a izquierda y a derecha, se extendió como un hormiguero y…

—¡Pero esto es brujería! —exclamó el lama.

La llanura quedó salpicada de tiendas que parecían salir ya montadas de los carros. Otra oleada de hombres invadió la arboleda, clavaron una gran tienda en silencio, e instalaron todavía ocho o nueve más alrededor, desempaquetaron ollas, sartenes y fardos de los que tomó posesión un grupo de sirvientes nativos; ¡y en un abrir y cerrar de ojos, el bosquecillo se convirtió ante ellos en una ciudad organizada!

—Vamos —dijo el lama, retrocediendo asustado, mientras las hogueras empezaban a crepitar y los oficiales blancos con sus espadas tintineando se juntaban en la tienda de la cantina.

—Quédate en la oscuridad. Nadie puede ver más allá de la claridad del fuego —dijo Kim, con los ojos todavía fijos en la banderola. Hasta ese momento, nunca había presenciado con qué rutina un regimiento experimentado planta un campamento en treinta minutos.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! —exclamó el lama—. Allí viene un sacerdote.

Era Bennett, el capellán anglicano del regimiento, cojeando, vestido de negro y lleno de polvo. Uno de su rebaño había hecho algunos comentarios hirientes sobre el temple del capellán y para dejarle en evidencia, ese día Bennett había marchado codo a codo con los hombres. La vestimenta negra, la cruz de oro en la cadena del reloj, la cara sin barba y el sombrero de ala ancha, flexible y negro le habrían señalado como un hombre santo en cualquier lugar de la India. Bennett se dejó caer en una silla de campaña al lado de la puerta de la cantina y se sacó las botas. Tres o cuatro oficiales se juntaron a su alrededor, riéndose y bromeando sobre su logro.

—La charla del hombre blanco carece de dignidad —dijo el lama, quien juzgaba sólo por el tono de voz—. Pero he observado el semblante de ese sacerdote y creo que es un hombre culto. ¿Comprenderá nuestra lengua? Me gustaría hablar con él de mi búsqueda.

—Nunca hables con un hombre blanco hasta que no haya comido —dijo Kim, citando un conocido proverbio—. Cenarán ahora y… y no creo que sean buenos para mendigarles algo. Volvamos al lugar de descanso. Después de haber cenado, vendremos de nuevo. Es cierto que era un toro rojo,

mi toro rojo.

Era evidente que ambos tenían la mente en otra parte cuando el séquito de la vieja dama les colocó la comida delante, así que nadie rompió su reserva, ya que no trae buena suerte importunar a los invitados.

—Ahora —dijo Kim, escarbándose los dientes— volveremos a ese sitio; pero tú, oh santo, tienes que esperar un poco alejado, porque tus pies son más pesados que los míos y yo estoy ansioso por saber más sobre el rojo.

—¿Pero cómo puedes comprender la conversación? Ve despacio. El camino está oscuro —replicó el lama con inquietud.

Kim pasó por alto la pregunta.

—Me fijé en un sitio junto a los árboles —dijo— donde puedes sentarte hasta que te llame. Nay —dijo cuando el lama intentó oponerse—, recuerda que esta es mi búsqueda, la búsqueda de mi toro rojo. El signo de las estrellas no era para ti. Conozco un poco las costumbres de los soldados blancos y siempre me apetece ver cosas nuevas.

—¿Qué no conoces aún de este mundo? —El lama se agachó obediente en un pequeño desnivel del terreno, a menos de cien yardas de la arboleda de mangos, oscura en contraste con el cielo cubierto de estrellas.

—Quédate hasta que te llame. —Kim se deslizó furtivamente en la penumbra. Sabía que con toda probabilidad habría centinelas alrededor del campamento y sonrió para sí al oír las botas pesadas de uno de ellos. Un chico que, en una noche de luna, puede escabullirse por los tejados de Lahore sirviéndose de cada pequeña sombra y cada esquina oscura para desorientar a su seguidor, no es probable que se deje detener por una línea de soldados bien entrenados. Kim les hizo el cumplido de tomarse la molestia de arrastrarse entre una pareja de centinelas y corriendo, parándose, agachándose y tirándose al suelo, se acercó a la tienda iluminada de la cantina donde se agazapó detrás del mango más próximo, esperando que alguna palabra ocasional le diera alguna pista a seguir.

Lo único que tenía ahora en mente era obtener más información sobre el toro rojo. Suponía —y las limitaciones de Kim eran tan curiosas y repentinas como sus capacidades— que los hombres, los novecientos demonios de la profecía de su padre, adorarían al animal al caer la noche, como los hindúes adoran a la Vaca Sagrada. Eso, por lo menos, resultaría totalmente correcto y lógico y, en ese caso, el padre con la cruz de oro sería el hombre a consultar sobre el asunto. Por otra parte, recordando a los padres de caras serias a quienes había eludido en la ciudad de Lahore, el sacerdote podría convertirse en un molesto entrometido que le obligaría a estudiar. Pero ¿no se había demostrado en Ambala que su signo en los altos cielos anunciaba guerra y hombres armados? ¿No era él, el Amigo de las Estrellas y también de todo el Mundo, cargado hasta los dientes con terribles secretos? Por último —pero en primer lugar, en el fondo de sus rápidos pensamientos— esa aventura, aunque no conocía la palabra inglesa, era una diversión estupenda, una extraordinaria continuación de sus antiguas huidas a través de los terrados de las casas, así como el cumplimiento de la profecía sublime. Se tumbó boca abajo y serpenteó hacia la entrada de la cantina con una mano en el amuleto alrededor de su cuello.

Fue tal como suponía. Los

sahibs estaban adorando a su dios porque en el centro de la mesa de la cantina había un toro dorado, único ornamento cuando estaban en marcha, fabricado con el viejo botín del Palacio de Verano de Pekín[75], un toro dorado y rojo con la cabeza gacha, rampante sobre un campo de verde irlandés. Los

sahibs levantaron sus copas hacía él y gritaron confusamente.

Ahora bien, el reverendo Arthur Bennett siempre dejaba la cantina tras el brindis y como se sentía bastante cansado por la marcha, sus movimientos eran más bruscos que de costumbre. Kim, con la cabeza ligeramente levantada, estaba todavía observando el tótem sobre la mesa, cuando el capellán le pisó el hombro derecho. El chico soltó un quejido bajo el cuero de la bota y, al rodar a un lado, derribó al capellán, quien, hombre de acción en todo momento, le cogió por la garganta y casi le ahoga. En ese momento, Kim, desesperado, le dio una patada en el estómago. El señor Bennett quedó sin aliento y se retorció de dolor, pero sin soltar su presa, rodó de nuevo sobre sí mismo y en silencio arrastró a Kim hacia su propia tienda. Los Mavericks eran bromistas incurables y al inglés se le ocurrió que lo mejor era callarse hasta haber investigado a fondo.

—¡Qué! ¡Es un chico! —exclamó al colocar su presa bajo la luz de la linterna que colgaba del poste de la tienda. Luego zarandeándole con severidad gritó—: ¿Qué estabas haciendo? Eres un ladrón:

¿Choor? ¿Mallum?[76] —Su indostaní era muy limitado y Kim, alterado y ofendido, se propuso actuar de acuerdo con el papel que se le había asignado. Mientras recobraba la respiración, Kim inventaba una patraña eficaz y plausible sobre sus relaciones con algún ayudante de cocina y, al mismo tiempo, no quitaba ojo de la axila izquierda del capellán. La oportunidad llegó; Kim se escabulló hacia la puerta, pero un brazo largo se estiró y le atrapó por el cuello, le arrancó el cordel del amuleto y lo apretó en el puño.

—Dámelo. Oh, dámelo. ¿Lo tienes? Dame los papeles.

Las palabras eran en inglés, el inglés escaso y entrecortado de los nativos, y el capellán se sobresaltó.

—Un escapulario —dijo, abriendo la mano—. No, algún tipo de talismán pagano. ¿Por qué, por qué hablas inglés? A los chicos que roban se les da una paliza. ¿Lo sabes?

—No, no he robado —Kim se agitaba agonizante como un terrier ante un bastón levantado—. Oh, dámelo. Es mi amuleto. No me lo robes.

El capellán no le hizo caso, pero, encaminándose a la puerta de la tienda, gritó con fuerza. Apareció un hombre regordete y bien afeitado.

—Quiero su consejo, padre Víctor —dijo Bennett—. Encontré a este chico en la oscuridad, fuera de la cantina. Normalmente, le hubiera castigado y dejado ir porque creo que es un ladrón. Pero parece que habla inglés y le da un cierto valor a un talismán alrededor de su cuello. Pensé que quizás usted pudiera ayudarme.

Entre él y el capellán católico del contingente irlandés había, como creía Bennett, un abismo insalvable, pero era curioso que cuando la Iglesia de Inglaterra trataba con problemas humanos, tendía a involucrar a la Iglesia de Roma. El horror oficial de Bennett ante la Mujer Escarlata[77] y sus maneras, sólo era igualado por su respeto personal por el padre Víctor.

—Un ladrón hablando en inglés, ¿de verdad? Veamos su talismán. No, no es un escapulario, Bennett —dijo extendiendo la mano.

—¿Pero tenemos derecho a abrirlo? Una buena azotaina…

No he robado —protestó Kim—. Tú me has dado patadas por todo el cuerpo. Ahora dame mi amuleto y me iré.

—No tan rápido. Primero le echaremos un vistazo —dijo el padre Víctor, desenrollando despacio el pergamino

ne varietur del pobre Kimball O’Hara, su certificado de exención y el certificado bautismal de Kim. Al llegar a este, O’Hara, con alguna confusa noción de estar haciendo maravillas por su hijo, había garabateado repetidamente:

«Cuiden del chico. Por favor, cuiden del chico», firmando con su nombre completo y el número del regimiento.

—¡Por los poderes de las tinieblas de abajo! —dijo el padre Víctor, pasándoselo todo al señor Bennett—. ¿Sabes lo que es todo esto?

—Sí —dijo Kim—. Son míos y quiero irme.

—No lo acabo de entender —dijo el señor Bennett—. Probablemente los trajo a propósito. Puede que sea alguna clase de truco de mendigos.

—En ese caso, nunca he visto un mendigo menos ansioso de estar en su compañía. Esto tiene toda la traza de algún buen misterio. ¿Cree en la Providencia, Bennett?

—Espero que sí.

—Bien, yo creo en los milagros, así que viene a ser lo mismo. ¡Poderes de las tinieblas! ¡Kimball O’Hara! ¡Y su hijo! Pero entonces, este es un nativo, y yo mismo vi a Kimball casado con Annie Shott ¿Desde cuándo has llevado estas cosas chico?

—Desde que era pequeño.

El padre Víctor dio un paso rápido hacia Kim y le abrió la pechera de la camisa.

—Ve usted, Bennett, no es muy moreno. ¿Cómo te llamas?

—Kim.

—¿O Kimball?

—Quizás. ¿Me dejaréis marchar?

—¿Qué más?

—Me llaman Kim Rishti ke. Quiere decir, Kim del Rishti.

—¿Qué es eso de… «Rishti»?

Eye-rishti… era el regimiento… el de mi padre.

Irish (irlandés)… oh, ahora entiendo.

—Sí. Así me lo contó mi padre. Mi padre, él ha vivido.

—¿Ha vivido dónde?

—Ha vivido. Pero por supuesto está muerto… se ha marchado.

—¡Oh! Esa es tu manera brusca de decirlo ¿verdad?

Bennett le interrumpió.

—Es posible que no le haya hecho justicia al chico. Es cierto que es blanco, aunque evidentemente está desaseado. Estoy seguro de que le he lastimado. No creo que el alcohol…

Dele un vaso de jerez entonces y déjele sentarse en el catre. A ver, Kim —continuó el padre Víctor—, nadie va a hacerte daño. Bébete esto y cuéntanos de ti. La verdad, si no te importa.

Kim tosió un poco al dejar el vaso vacío y reflexionó. En su opinión la situación requería precaución e inventiva. Los chicos que merodean por los campamentos son generalmente expulsados después de una paliza. Pero él no había recibido ningún coscorrón; evidentemente, el amuleto jugaba a su favor y era como si el horóscopo de Ambala y las pocas palabras que podía recordar de los desvaríos de su padre encajaran milagrosamente. Si no, ¿por qué parecía el sacerdote gordo tan impresionado y por qué el flaco le dio un vaso con ese líquido amarillo que quemaba?

—Mi padre, él está muerto en la ciudad de Lahore desde que yo era pequeño. La mujer, ella tenía una tienda

kabarri[78], cerca de donde están los coches de alquiler —soltó Kim, no muy seguro de hasta qué punto le serviría la verdad.

—¿Tu madre?

—¡No! —con un gesto de horror—. Ella se fue cuando yo nací. Mi padre consiguió esos papeles del Jadoo-Gher… ¿cómo decís? (Bennett asintió) porque él tema allí una buena posición. ¿Cómo decís? (Bennett asintió de nuevo). Mi padre me lo dijo. Me dijo también, y el brahmán que hizo un dibujo en el polvo en Ambala hace dos días también lo dijo, que yo encontraría un toro sobre campo verde y que ese toro me ayudaría.

—Un pequeño mentiroso formidable —farfulló Bennett.

—Por los poderes de las tinieblas de abajo, ¡qué país este! —murmuró el padre Víctor—. Continúa, Kim.

—Yo

no he robado. Además, justo ahora soy discípulo de un hombre muy santo. Está sentado fuera. Vimos venir a dos hombres con banderas, preparando el sitio. Es

siempre así en un sueño o cuando es una… una… profecía. Así que sabía que se iba a cumplir. Vi el toro rojo sobre campo verde, y mi padre dijo: «¡Novecientos demonios

pukka[79] y el coronel montando a caballo cuidarán de ti, cuando encuentres al toro rojo!». No sabía qué hacer cuando vi al toro, pero me fui y volví cuando era de noche. Quería ver al toro otra vez, y vi al toro otra vez, con los

sahibs rezándole. Creo que el toro me ayudará. El santo lo dijo también. Está sentado fuera. ¿Le haréis daño si le llamo ahora? Él es muy santo. Puede dar fe de todo lo que he dicho y sabe que no soy un ladrón.

—«¡

Sahibs que rezan a un toro!». ¿Qué diablos le parece esto? —dijo Bennett—. «¡Discípulo de un santo!». ¿Esta loco el chico?

—Es el hijo de O’Hara, está claro. El chico de O’Hara aliado con todos los poderes de las tinieblas. Es exactamente lo mismo que su padre habría hecho… si estuviera borracho. Mejor invitamos al santo. Quizás sepa algo.

—Él no sabe nada —dijo Kim—. Te lo enseñaré si vienes. Él es mi maestro. Después nos podemos ir.

—¡Poderes de las tinieblas! —fue todo lo que acertó a decir el padre Víctor cuando Bennett acompañó a Kim con una mano bien firme sobre el hombro del chico.

Encontraron al lama donde se había quedado.

—La búsqueda se ha acabado para mí —gritó Kim en la lengua nativa—. He encontrado al toro, pero Dios sabe qué pasará después. No te harán daño. Ven a la tienda del sacerdote gordo con este hombre flaco y mira en qué acaba todo. Todo esto es nuevo y no pueden hablar hindi. No son más que burros sin cepillar.

—Entonces no está bien burlarse de su ignorancia —replicó el lama—. Me alegro si tú estás contento,

chela.

Con dignidad y sin recelo, entró en la pequeña tienda, saludó a las Iglesias como un hombre de Iglesia y se sentó al lado del brasero abierto de carbón. El reflejo de la luz sobre la tela amarilla de la tienda confería a su rostro un tono rojo dorado.

Bennett lo miró con el desinterés triplemente acorazado de un ere-Jo que agrupa al noventa por ciento del mundo bajo la categoría de «pagano».

—¿Y cuál era el final de la búsqueda? ¿Qué don te ha traído el toro rojo? —El lama se dirigió a Kim.

—Él dice, «¿Qué vais a hacer?» —Bennett miraba con desasosiego al padre Víctor, y Kim se atribuyó el oficio de intérprete para sus propios fines.

—No veo qué relación tiene este faquir con el chico, probablemente o es un inocentón víctima del muchacho, o bien es su cómplice —comenzó a decir Bennett—. No podemos permitir que un chico inglés… Aceptando que es de veras el hijo de un masón, cuanto antes vaya al orfanato masónico mejor.

—¡Ah! Esa es

su opinión como secretario de la Logia del regimiento —dijo el padre Víctor—; pero también podemos decirle al anciano lo que vamos a hacer. No parece un rufián.

—Mi experiencia es que uno nunca puede sondear la mente oriental. A ver, Kimball, quiero que le repitas a este hombre lo que digo, palabra por palabra.

Kim resumió el significado de las frases que siguieron y comenzó así:

—Santo, el tonto flaco que parece un camello dice que soy el hijo de un

sahib.

—¿Pero cómo?

—Oh, es verdad. Lo supe desde mi nacimiento, pero

él sólo ha podido descubrirlo arrancándome el amuleto del cuello y leyendo todos los papeles. Él piensa que una vez

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