Kiki

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Aunque insistieron para que fuera con ellos al cine, Vicky desestimó la propuesta y prefirió irse a su casa. Antes de marcharse, pidió permiso a Jacinta y cortó una rosa blanca del rosal que había en el patio.  

Al llegar, dejó la maleta en el pasillo de la entrada y volvió a salir. Fue andando por el camino que bordeaba la costa hasta llegar a un banco donde se sentó con la vista perdida en el horizonte. A su madre le encantaba aquel paseo y sentarse allí durante horas. Fue desde ese mismo punto donde, quince años atrás, siguiendo sus instrucciones había esparcido sus cenizas.

Ni supo el rato que pasó allí sentada, teniendo una charla en silencio con su madre, contándole las últimas noticias y lo que había estado haciendo. Hasta le habló de Rai y de la noche que habían pasado juntos. Al final se levantó, besó la rosa y la lanzó al mar antes de volver sobre sus pasos.

No se dio cuenta de que la habían seguido y que la estaban vigilando; Rai, una vez se aseguró de que ya no podía verlo, salió de detrás de una roca donde se había escondido y se acercó al lugar. Primero pensó que esperaba a alguien, pero cuando llegó al banco sus ojos buscaron una pista, sonrió cuando la encontró porque demostraba que empezaba a conocerla. En el respaldo, en medio de la madera estaba escrita la palabra “mama”.

 

Vicky volvió a casa. Al que realmente sentía su hogar, el que la vio crecer y cuidar de su madre. Todo seguía igual. Alfonsita, la mujer de la limpieza que se encargaba de esa tarea ya cuando su madre vivía, pasaba una vez al mes a darle un repaso. El jueves la llamó para decirle que estaría el fin de semana en la isla. Al entrar la fragancia de pino, del jabón friegasuelos, le dio la bienvenida, le gustaba que siempre oliera igual. La casa era pequeña y esquinera; tenía dos plantas, en la superior había dos habitaciones dobles. Estaba situada dentro de unas de las urbanizaciones que había construido Jaime y en la casa de al lado vivían los padres de Miguelín.

Se desnudó —quitándose los shorts y el top que se había puesto después de la ducha en la suite— y se vistió con una camiseta de manga corta vieja que utilizaba para dormir. Conectó el teléfono a los altavoces y empezó a sonar Home de Aaron Wright. La canción compitió con las voces de su cabeza, pero no llegó a aligerar aquella sensación que siempre la rodeaba cuando iba a aquel rincón tan especial. Fue a la cocina y se preparó un vodka con hielo y cogió una caja de Eagle, tenía una extraña adicción a los cacahuetes con miel y sal.

Se sentía agotada, feliz, nerviosa… Todas las emociones se le amontaban y no sabía si reír, llorar o tirarse de los pelos.

Caía la tarde, los recuerdos se sentaron junto a ella en el sofá y camparon a sus anchas ocupándolo todo con su presencia. Cerró los ojos.

Victoria, con unos seis años, corriendo por el comedor con una guirnalda de color dorado en la mano para ponerla en el árbol de Navidad.

Su madre, Katya, bajando por la escalera arreglada para una cena.

Las dos embelesadas mirando Eurovisión.

La risa de las dos juntas estallando contra las paredes.

Las dos tumbadas en el sofá, bajo una manta y repitiendo los diálogos de alguna de sus pelis favoritas.

Katya enferma.

Vicky leyéndole.

El eco del vacío, del silencio, del dolor.

 

Pegó un respingo que hizo que se levantara del sofá de un salto al oír el timbre de la puerta. Ni preguntó quién era, apretó el botón para abrir la verja agradeciendo a quien fuera por irrumpir en su casa a aquellas horas y por sacarla de aquel círculo en el que a veces se perdía.

Sonaba los primeros acordes de Too good at goodbyes de Sam Smith cuando al abrir la puerta se encontró con Rai. Iba vestido aún con la misma ropa, con las manos en los bolsillos traseros y unas gafas de aviador puestas. Él también aprovechó para darle un repaso. Estaba tremendamente sexi vestida solo con aquella camiseta con el eslogan “piensa menos y haz más” —Vicky era una fan de ese tipo de prendas con mensaje— y que le llegaba a mitad de los muslos. Llevaba el pelo suelto, pero lo que más le impactó fue la tristeza que nadaba en aquellos ojos azules.

Le embargó la ternura y sin decir nada dio un paso hacia adelante y la abrazó. Ella tardó en reaccionar, pero luego se agarró con fuerza a la camiseta de él. Rai cerró la puerta tras de ellos. Parecía que seguía teniendo aquel sexto sentido para la gente. Aquel radar que decía, la noche anterior, haber perdido por la edad.

—¿Os parecíais? —Vicky alzó la cabeza hacia Rai que le regaló una sincera y escueta sonrisa. No le sorprendió que supiera que, si estaba así, era por su madre.

Ella asintió y se separó para coger un marco de fotos que había en el mueble de la entrada. Estaban las dos, Vicky tendría unos trece años, era el día de su cumpleaños y hacía una mueca de fastidio porque no le gustaban las fotos, su madre, al lado, riendo.

—Era una fan de los berberechos, odiaba el vodka y siempre olía a perfume de gardenias —soltó, sonriendo melancólica—. Era increíble. A veces me veo contándole algo que me ha ocurrido y me imagino como sería el tono de su carcajada o lo que me contestaría.

—Eres su viva imagen.

Vicky se dio cuenta que estaba abriéndose demasiado, no estaba acostumbrada a mostrarse tan vulnerable delante de nadie. Rai no estaba allí para saber aquellas nimiedades de alguien que ya no estaba y que lo eran todo para ella. Eran cosas demasiado personales y se cerró en banda, cambiando de tema. Se aproximó y le pasó los brazos por su cuello.

—¿Cómo sabes dónde vivo?

—Te seguí. Fui al acantilado —Confesó, hundiendo los dedos en su pelo y le acarició la nuca.  

—¿Por trabajo o preocupación?

—Un poco de los dos.

—No deberías estar aquí —susurró con la boca pegada al cuello de Rai.

—No me gusta dejar las cosas a medias. Y tienes razón, debería estar en la cama, dentro de ti…

Kiki se separó para poder quitarse la camiseta dejándola caer al suelo y quedando desnuda frente a él. Toda una declaración de intenciones. Nunca se había sentido tan cómoda, tan cómplice, tan completa con nadie. Rai la desconcertaba porque con él olvidaba ser cauta, actuaba sin pensar y era algo a lo que no estaba nada acostumbrada.

Él la observó despojada de ropa y de complejos, mostrándose como la pasada noche, natural. Tal cual era.

—Eres jodidamente perfecta.

Sin apartar los ojos de ella, se desabrochó los vaqueros, pero sin quitárselos, dio dos puntadas a las zapatillas para descalzarse, se quitó la camiseta, y luego sí, despacio, se bajó los pantalones y los dejó a un lado. Vicky lo observó extasiada, era impresionante, pero, sobre todo, lo era por lo que su cuerpo despertaba en ella. Se provocaron con la mirada dominados por el deseo, él tragó saliva y ella se mojó el labio inferior.

—Y tú eres magnífico —Los dos eliminaron la distancia que los separaba.

Sus bocas se buscaron con prisas, y las lenguas bailaron al volver a reencontrarse. Un beso tan explosivo como el primero que se dieron en el camerino. Juguetearon durante unos instantes, se acariciaron con la lengua, con los labios, con los dientes. Los dedos de Kiki tomaron vida propia y se deslizaron por el pecho masculino dibujando el contorno de los músculos. Sus labios tomaron su propia ruta, desde el mentón fueron hacia el lóbulo de la oreja, el hueco del hombro…

Rai la cogió de la cintura e hizo que se diera la vuelta; el pene, al rozar su culo se emocionó y palpitó, Kiki llevó los brazos hacia atrás, arqueándose más y buscando aquella fricción. Él deslizó sus manos hacia sus labios, los de arriba y los de abajo, buscando el calor y la humedad. Le pellizcó el clítoris e introdujo dos dedos dentro tocando el punto G. Kiki no dejaba de gemir.

—Así, grita…

—Raaaaaiiiii.

—Me he pasado todo el día con un puto calentón que no me dejaba ni pensar —confesó.

Ni se molestaron en ir a la cama, la alfombra mullida que había frente al sofá fue suficiente. Rai la empujó hasta allí sin dejar de besarla, alargó la mano para coger una pernera del pantalón y tiró hacia él para coger un preservativo del bolsillo. Se dejó caer de rodillas mientras se lo ponía.

—Siéntate sobre mí, como antes.

Le hizo caso, le dio la espalda y se puso con las piernas abiertas a horcajadas sobre él que mantenía erecto el pene para cuando ella se dejó caer y la penetró.

—¡Dios!

—Joder… —soltó Rai de un bufido acoplando del todo sus cuerpos.

—Exactamente —le respondió, jadeando y riendo al mismo tiempo.

—Llevaba todo el día esperando esto… —Pasó el brazo por la cintura para estrecharla más y ayudarla en el movimiento—. Me vuelves loco.

Se movieron a la vez. Arriba y abajo. Con un variado repertorio de gemidos que incluían todas las vocales. El roce era eléctrico, Kiki se recostó sobre el pecho masculino sintiéndose plena. Se tensaba y cerraba los ojos en cada contracción, jadeaba al sentirlo tan profundo.

—Te gusta. —Rai ni siquiera lo dijo como una pregunta. Le clavó los dientes en la clavícula femenina con lascivia, le encantaba verla disfrutar.

—Oh, dios… sí…

Las piernas de Kiki empezaron a cansarse por la postura. Se prometió apuntarse a yoga y hacer sentadillas si con ello podía volver a repetir y aguantar más en aquella posición. Se levantó para sentarse de nuevo, pero cara a cara. Rai siguió sentado sobre sus talones. Se besaron hambrientos sin dejar de acariciarse. Volvió a penetrarla consiguiendo que los dos lanzaran un grito de placer. Rai la empujó hasta que apoyó la espalda en la alfombra, en aquella postura tenía una increíble y sensual visión de Kiki y de sus pechos moviéndose deliciosos. La agarró abarcando todo su culo y manteniéndola así, arqueada consiguiendo que la penetración fuera aérea, más profunda y teniendo el completo control. Bombeando, dentro, fuera, con el glande rozando y pervirtiendo el clítoris. Ella curvó más la espalda hacia arriba de puro placer. Sonaba Dusk till dawn de Zyan junto a Sia.

«Porque quiero tocarte, cielo, y también quiero sentirte.

Quiero ver el sol alzarse sobre tus pecados, solos tú y yo.

(…) hagamos el amor esta noche.

(…) Pero nunca estarás solo,

estaré contigo desde el anochecer hasta el alba».

Rai la dejó de nuevo recostada y la acarició desde el ombligo hasta el cuello, donde apretó para robarle el aire suficiente que hiciera aumentar las sensaciones y se volvieran más salvajes, profundas. Kiki estaba disfrutando como nunca en su vida. Eso, junto a la perfecta velocidad, los hizo llegar a ese punto donde todo se precipita, y no hay marcha atrás. Se deja de respirar y te lanza hasta el séptimo cielo del universo del orgasmo.

Estaban recuperando las pulsaciones y la respiración cuando el teléfono de Rai empezó a sonar.

—¡Ni que tuviera un rastreador en el puto rabo!

La carcajada de Kiki resonó en toda la casa mientras él se daba la vuelta para tirar de nuevo del pantalón y coger el móvil.

—¡¿Qué?! —contestó furioso—. Media hora… Joder que sí, que ya voy. —Colgó y se giró hacia ella con cara de frustración—. Sé que vas a odiarme, pero tengo que irme.

—Después de este orgasmo siento decepcionarte, pero me va a costar.

Se puso de rodillas sobre la alfombra frente a él que ya empezaba a vestirse.

—Ten piedad, mujer —se quejó—. Pues yo sí me cabreo por irme. Es lo último que deseo.

—Puede que sea lo mejor —sugirió Vicky mordiéndose el carrillo, empezaba a gustarle demasiado aquel falsoestríperqueresultóserpoli.

—¿Lo mejor? Se me ocurren tantas formas de hacerte cambiar de opinión —dijo cayendo sobre ella que reía mientras se besaban—. No quiero irme, y dudo que pueda volver después.

—No pasa nada, creo que podré soportarlo. —Kiki lo empujó, se levantaron y lo acompañó hasta la puerta.

—Ni despedirme —susurró cogiéndola por la nuca y acercándola a sus labios.

—Pues no digas adiós.

Volvieron a besarse, pero a diferencia de las otras veces, no había prisa ni furia; al contrario, fue dulce, saboreándose lentamente porque eran conscientes de que aquel beso sería el último que se darían.

 

 

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