Kepler

Kepler


I. Misterium Cosmographicum

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I
Misterium Cosmographicum

Dormido con la gola puesta, Johannes Kepler ha soñado con la solución del misterio cósmico. La cobija en su mente como sostendría en las manos un objeto precioso, de fragilidad y esplendor sobrenaturales. ¡Oh, no despiertes! Pero despertará. Con una pizca de torva satisfacción, doña Barbara le sacudió el pie mal calzado y de inmediato el huevo fabuloso reventó, dejando tan sólo un trozo de clara y unas pocas coordenadas de cáscara rota.

Y 0,00429.

Estaba acalambrado, aterido y en la boca tenía el bolo repugnante del sueño. Abrió un ojo, vio que su esposa se acercaba una vez más a su pie colgante y le asestó un delicado puntapié en los nudillos. Barbara lo miró y Johannes reculó y simuló estar ocupado con el ala de sombrero prestado bajo esa mirada rechoncha y rubicunda. Regina la niña, su hijastra, primorosamente sentada junto a su madre, asimiló la breve escaramuza con su apacible mirada de costumbre. En ese momento se asomó desde lo alto del carruaje el joven Tyge Brahe y miró a través de la ventanilla. Era un europeo de pelo oscuro, de piel clara y brillante, magro de pies y manos, y de mirada maliciosa.

—Hemos llegado, señor —dijo con sonrisa presuntuosa.

Esa manera de decir señor. Kepler se limpió discretamente la boca en la manga y se bajó del carruaje con las piernas temblorosas.

—Ah.

El castillo de Benatek apareció antes sus ojos, grandioso e impasible en medio del aire soleado de febrero, más vasto que la negra masa de infortunios que lo había agobiado durante el viaje desde Graz. Una burbuja de pesimismo ascendió y estalló en el lodo de su inteligencia ofuscada. Maestlin, hasta Maestlin le había fallado: ¿por qué esperar algo mejor de Tycho el Danés? Se le obnubiló la visión a medida que las lágrimas acudían a sus ojos. Aún no había cumplido los treinta y se sentía mucho más viejo. Se restregó los ojos y se volvió justo a tiempo de ver que el junker Tengnagel, bestia rubia y engalanada, era arrojado de culo por su encabritado corcel en el camino embarrado y lleno de baches, y se maravilló una vez más de la inagotable generosidad del mundo, que siempre ofrece algún consuelo.

También fue un consuelo que la imperturbable serenidad de Benatek sólo correspondiera a su exterior de piedra: el quinteto de viajeros llegó al corazón mismo de la algarabía una vez franqueadas las puertas que daban al patio empedrado. Los tablones chocaban con estrépito, los ladrillos se estrellaban, los albañiles silbaban. Una acémila demasiado cargada, con las orejas echadas hacia atrás y mostrando los dientes, rebuznaba y volvía a rebuznar.

—¡El nuevo Uranienburg! —exclamó Tyge con un ademán, y rió.

Al pasar bajo un combado dintel de granito, en la garganta de Kepler estalló una oleada de entusiasmo, cual una comilona caliente, teñida con el regusto de su sueño. ¿Era posible que, después de todo, hubiera hecho bien trasladándose a Bohemia? Aquí, en el castillo de Brahe, arropado por los pliegues de una personalidad mucho más grande y delirante que la propia, podría acometer grandes obras.

Entraron en otro patio de dimensiones más reducidas, donde no vio a nadie trabajando. Manchones de nieve con toques de color óxido se adherían a las grietas y a los alféizares. Un rayo de sol reposaba en la pared rojiza. Todo estaba en calma o lo estuvo hasta que, como una piedra arrojada a un estanque inmóvil, de debajo de la sombra de un arco asomó una figura, un enano de manos y cabeza enormes, piernas cortas y joroba. Sonrió e hizo una reverencia cuando pasaron a su lado. Frau Barbara tomó a Regia de la mano.

—Que Dios os proteja, caballeros —canturreó el enano con su voz aflautada, y nadie le hizo caso.

Franquearon una puerta tachonada y entraron en un salón con chimenea abierta. En la penumbra llameante varias figuras se movían de un lado a otro. Kepler se rezagó y, por detrás, su esposa jadeó débilmente en su oído. Se quedaron atónitos. ¿Era posible que los hubiesen conducido al alojamiento de los criados? En una mesa próxima al fuego se encontraba un hombre moreno que comía como un heliogábalo. A Kepler le dio un vuelco el corazón. Había oído hablar de las excentricidades de Tycho Brahe y sin duda entre ellas figuraba comer ahí abajo, y sin duda ese hombre era él, por fin el gran hombre. Pero no era Tycho Brahe. El hombre alzó la vista y comentó con el hijo de Tycho:

—¡Vaya, has vuelto! —Era italiano—. ¿Cómo están las cosas en Praga?

—Más mal que bien —replicó el joven Tyge y se encogió de hombros—. Yo diría que mal.

El italiano frunció el ceño y añadió:

—Ah, te he atrapado, te he atrapado. Ja, ja.

Kepler se impacientó. Seguramente tendrían que haberlo recibido mejor. ¿Lo menospreciaban deliberadamente o sólo era uno de esos caprichos de los aristócratas? ¿Debía hacer valer su presencia? Tal vez fuese una burda falta de tacto. En cuestión de segundos Barbara comenzaría a regañarlo. Algo lo rozó y retrocedió asustado. El enano había entrado sin hacerse notar; se plantó delante del astrónomo y lo escudriñó con serena atención: el rostro blanco y perturbado, la mirada miope, el pantalón raído, la gola aplastada y las manos que aferraban el sombrero empenachado.

—Supongo que usted es el señor Mathematicus. —Hizo una reverencia—. Sea usted bienvenido, ciertamente sea bienvenido —añadió cual si del dueño de casa se tratara.

—Éste es Jeppe, el bufón de mi padre —aclaró el joven Brahe—. Le advierto que es una especie de bestia sagrada que adivina el porvenir.

El enano sonrió y meneó su gran cabeza calva.

—Vamos, amo, no soy más que un pobre tullido, un don nadie. Ha llegado tarde. Durante la interminable semana pasada hemos aguardado su persona y su… su equipaje. —Dirigió una mirada de soslayo a la esposa de Kepler—. Su padre está preocupado.

Tyge frunció el ceño.

—Sapo comemierda, no olvides que un día te heredaré.

Jeppe contempló a Tengnagel que, con la mirada enardecida, se había acercado al fuego.

—¿Qué aflige a nuestro pensativo amigo? —preguntó el enano.

—Una mala caída —respondió Tyge y rió.

—¿Es verdad? ¿Estaban tan alborotadas las meretrices de la ciudad?

La señora Barbara se sintió ofendida. ¡Semejante lenguaje en presencia de la niña! Hacía rato que sumaba mudamente contra Benatek una serie de detalles que ahora totalizaron una afrenta intolerable.

—Johannes… —comenzó a decir con tres semitonos de agorero acento.

En ese instante el italiano se puso en pie y posó ligeramente un dedo en el pecho del joven Tyge.

—Dile a tu padre que lo lamento. Aún está enfadado y no quiere verme, pero no puedo seguir esperando. No fue culpa mía. ¡El animal estaba borracho! ¿Se lo dirás? Bueno, hasta pronto.

El italiano salió deprisa, se cruzó sobre el hombro el extremo de la gruesa capa y se encasquetó el sombrero. Kepler lo miró.

—Johannes…

Tyge se había escabullido. Tengnagel seguía meditabundo y enfurruñado.

—Vamos —propuso el enano y, como algo que se muestra deprisa antes de escamotearlo, volvió a exhibir su sonrisa maliciosa.

Los guió por húmedos tramos de escalera, a lo largo de interminables pasillos de piedra. En el castillo resonaban gritos, fragmentos de canciones procaces, portazos. Las habitaciones de los huéspedes eran cavernosas y estaban escuetamente amuebladas. Barbara frunció la nariz a causa del olor a humedad. No habían subido el equipaje. Jeppe se recostó en la puerta, con los brazos cruzados, y se quedó mirando. Kepler se encaminó a la ventana con parteluces y, de puntillas, contempló el patio, los albañiles y el jinete encapotado que avanzaba a medio galope hacia las puertas. Pese a los recelos que abrigaba, en el fondo de su alma esperaba algo espléndido y generoso de Benatek, habitaciones doradas y aplausos espontáneos, la atención de personas serias y magníficas, luz, espacio y tranquilidad: no contaba con ese gris, esas deformidades, el estrépito y la confusión de otras vidas, ese desorden familiar… ¡oh, tan familiar!

¿Acaso Tycho Brahe no era espléndido ni generoso? A mediodía Kepler fue convocado. Se había vuelto a dormir y deambuló por el castillo hasta dar con un hombre grueso y calvo que, aunque parezca increíble, divagaba sobre su alce domesticado. Entraron en un salón de techo alto y se sentaron. De pronto el danés guardó silencio y observó a su huésped. En lugar de elevar lo suficiente su espíritu para entrevistarse con su eminencia, Kepler se dedicó a hacer una exposición de sus penurias. Le molestó hasta la nota quejumbrosa que percibió en su voz, pero no pudo reprimirla. Al fin y al cabo, tenía motivos de queja. Supuso sombríamente que, por supuesto, el danés nada sabía de preocupaciones económicas y esas cosas, esas sórdidas cuestiones. Su enorme seguridad estaba avalada por siglos de educación patricia. Incluso esa estancia, alta y ligera, de fino techo antiguo, demostraba una grandeza imperturbable. Seguramente el desorden no osaría asomar su rostro impúdico. Con su silencio y su mirada, la cúpula resplandeciente del cráneo y la nariz metálica, Tycho parecía sobrehumano, una máquina enorme y pesada cuyo imperceptible funcionamiento mantenía firmemente en su rumbo los diversos actos del castillo y sus innumerables vidas.

—Y a pesar de que en Graz tuve de mi parte a muchas personas influyentes —decía Kepler—, sí, incluso a los jesuitas, de nada sirvió, las autoridades siguieron acosándome sin piedad y querían que renunciara a mi fe. Señor, tal vez no me crea, pero tuve que pagar una multa de diez florines por el privilegio, escúcheme bien, por el privilegio de enterrar a mis pobres hijos de acuerdo con el rito luterano.

Tycho se revolvió en la silla y se tironeó y acomodó el bigote con el índice y el pulgar. Con mirada afligida, Kepler se hundió un poco más en el asiento, como si el yugo de esos dedos se hubiera posado sobre su delgado cuello.

—Señor, ¿cuál es su filosofía? —inquirió el danés.

Sobre la mesa que los separaba, las naranjas italianas centelleaban en un cuenco de peltre. Era la primera vez que Kepler veía naranjas. Blasonadas y en perfecta madurez, resultaban misteriosas por su tensa e inexorable presencia.

—Sostengo que el mundo es una manifestación de la posibilidad del orden —replicó. ¿Se trataba de otro fragmento del sueño matinal? Tycho Brahe lo observaba fríamente. Kepler se apresuró a añadir—: O sea que abrazo la filosofía natural.

¡Si al menos se hubiese vestido de otra forma! Lamentaba, sobre todo, la gola. Había pretendido causar una buena impresión, pero le estaba demasiado ceñida. El sombrero prestado languidecía en el suelo, a sus pies: otro gesto valeroso pero desmañado, ya que un pisotón inoportuno había hundido la copa. Con la mirada fija en un extremo del techo, Tycho dijo:

—Cuando llegué a Bohemia, el emperador nos alojó en Praga, en la casa del difunto vicecanciller Curtius, donde el infernal tañido de las campanas del cercano monasterio capuchino fue un tormento noche y día. —Se encogió de hombros—. Siempre se soportan molestias.

Kepler asintió. Campanas, claro: sin duda las campanas afectarían gravemente la concentración, aunque no tanto, imaginó, como los lloros de los propios hijos sufriendo atrozmente antes de morir. Ese danés y él tenían mucho que aprender el uno del otro. Miró a su alrededor con una sonrisa que expresaba admiración y envidia.

—Claro que aquí…

La pared junto a la cual estaban sentados era casi una inmensa ventana de arco con muchos cristales emplomados y daba a una panorámica de viñas y tierras de pastoreo que se perdían en la lejanía azul y translúcida. El sol invernal llameaba sobre el Isar.

—El emperador considera que Benatek es un castillo, pero no lo es —dijo Tycho Brahe—. Estoy haciendo grandes modificaciones y ampliaciones pues pretendo convertirlo en mi Uranienburg bohemio. Sin embargo, uno se frustra a cada instante. Aunque su majestad es comprensiva, no puede ocuparse personalmente de todos los detalles. El administrador de las propiedades de la corona en los alrededores, la persona con que trato habitualmente, no está tan bien dispuesto hacia mí como sería de mi agrado. Se llama Mühlstein, Kaspar von Mühlstein… —Miró sombríamente el nombre como calcularía el verdugo la longitud de un cuello—. Creo que es judío.

A mediodía sonó una campana y el danés pidió el desayuno. Un criado les sirvió pan caliente envuelto en servilletas y llenó las tazas con un líquido negruzco y humeante que sirvió de una jarra. Kepler observó la bebida y Tycho preguntó:

—¿No conoce este brebaje? Viene de Arabia. En mi opinión, agudiza maravillosamente el cerebro. —Aunque Tycho se expresó a la ligera, Kepler supo que quería impresionarlo. Bebió, chasqueó los labios apreciativo y Tycho sonrió por primera vez—. Herr Kepler, debe perdonar que a su llegada a Bohemia no acudiera a recibirlo personalmente. Como le expuse en mi carta, casi nunca voy a Praga, a menos que tenga que visitar al emperador. Además, como comprenderá, la posición de Marte y Júpiter en esta época me llevaron a proseguir el trabajo. Sin embargo, confío en que comprenderá que ahora lo recibo, no tanto como huésped, sino como amigo y colega.

Pese a su aparente calidez, el breve discurso los dejó oscuramente insatisfechos. En lugar de continuar, Tycho desvió la mirada hacia la ventana y el día invernal. El criado arrodillado ante la estufa azulejada avivaba el fuego con los leños de pino. Llevaba el pelo muy corto y tenía las manos carnosas y los pies despellejados y enrojecidos encajados en zuecos de madera. Kepler suspiró. Se dio cuenta de que irremediablemente pertenecía a esa clase que repara en el estado de los pies de los siervos. Bebió otro sorbo del brebaje árabe. Despejaba la mente y comprobó alarmado que también parecía provocarle temblores. Temió sufrir una recaída en sus fiebres. Hacía más de seis meses que lo acosaban y, en las grises horas del alba, había llegado a pensar que estaba tísico. A pesar de todo tenía la sensación de que estaba engordando: la maldita gola lo asfixiaba.

Tycho Brahe se volvió y, con mirada atenta, preguntó:

—¿Trabaja los metales?

—¿Los metales…? —preguntó débilmente.

El danés había sacado una cajita laqueada para bálsamo y se ponía un toque de ungüento aromático en la piel que rodeaba el falso caballete —fabricado con una aleación de oro y plata— de su nariz lesionada, desfigurada en un duelo que libró en sus mocedades. Kepler lo miró asombrado. ¿Acaso le pedirían que fabricara un órgano nuevo y más fino con el que adornar la carota del danés? Sintió un profundo alivio cuando Tycho añadió con un deje de irritación:

—Me refiero al alambique. Me ha dicho que es filósofo natural, ¿verdad?

Tycho tenía la inquietante costumbre de oscilar en la conversación, como si los temas figuraran en los contadores de un juego que jugaba ociosamente en su cerebro.

—No, no, la alquimia no es… no soy…

—Pero hace horóscopos.

—Sí, siempre que…

—¿De pago?

—Bueno, sí.

Kepler empezaba a tartamudear. Sintió que lo obligaban a reconocer una esencial mezquindad de espíritu. Molesto, se preparó para el contraataque, pero Tycho volvió a cambiar bruscamente la dirección del juego.

—Sus escritos son muy interesantes. He leído con gran interés Misterium cosmographicum. Aunque no coincidí con el método, las conclusiones a las que arribó me parecieron… significativas.

Kepler tragó saliva.

—Es muy amable.

—Diría que el fallo está en que basó sus teorías en el sistema copernicano.

Y no en el tuyo, eso es lo que quieres decir. Por fin habían llegado al meollo del asunto. Con los puños cerrados sobre las piernas para evitar que le temblaran las manos, Kepler buscó febrilmente el mejor modo de abordar de inmediato la cuestión esencial. Notó con enfado que titubeaba. No confiaba en Tycho Brahe. Era un hombre demasiado sosegado y circunspecto, como una especie de enorme y perezoso depredador que caza inmóvil desde la trampa con muelles de su guarida. (También era, a su manera, un gran astrónomo, lo que resultaba tranquilizador. Kepler creía en la hermandad de la ciencia). Además, ¿cuál era la cuestión esencial? Buscaba en Benatek algo más que alojamiento para él y los suyos. Para Kepler la vida era una especie de entidad milagrosa, casi un organismo viviente de maravillosa complejidad y gracia, atormentada por una fiebre crónica y devastadora. De Benatek y su señor esperaba la concesión de un orden perfecto y una paz que le permitieran aprender a refrenar el ímpetu de la vida, a apaciguar sus febriles conmociones y a esquivar las acechanzas de la muerte. Mientras reflexionaba con serena consternación supo que había pasado el momento de plantear sus aspiraciones. Tycho apartó los huesos roídos del desayuno y se puso en pie.

Herr Kepler, ¿lo veremos durante la cena?

—¡Pero…! —Kepler buscaba a tientas el sombrero bajo la mesa.

—Así conocerá a algunos de mis ayudantes y podremos analizar la redistribución de las tareas ahora que somos uno más. Pensaba encomendarle la órbita lunar. Antes debemos consultar a Christian Longberg, mi ayudante principal, que como comprenderá tiene voz y voto en estos asuntos.

Abandonaron lentamente la estancia. Más que andar, Tycho navegaba como un buque majestuoso. Presa de una gran palidez, Kepler retorció el ala del sombrero entre los dedos temblorosos. Era una locura. ¡Vaya amigo y colega! Lo trataban como un vulgar aprendiz. Distraído, Tycho Brahe lo despidió en el pasillo y se alejó parsimoniosamente.

Frau Barbara lo aguardaba en sus habitaciones. Tenía aspecto de estar siempre cruelmente abandonada, tanto por su presencia como en su ausencia. Preguntó atribulada aunque ilusionada:

—¿Qué nuevas traes?

Kepler adoptó una expresión de amable perplejidad.

—Hmmm.

—Habla —insistió su esposa—. ¿Qué ocurrió?

—En fin, desayunamos. Mira, te he traído algo. —Con la habilidad de un prestidigitador, sacó una naranja de la copa del sombrero, que le había servido de escondite—. ¡Ah, bebí café!

Regina, que hasta ese momento había permanecido asomada a la ventana, se volvió y se acercó sonriente a su padrastro. La franca mirada de la niña siempre acentuaba la timidez del astrónomo.

—En el patio hay un ciervo muerto —dijo Regina—. Si te asomas, lo verás en el interior de la carreta. Es muy grande.

—Es un alce —la corrigió Kepler afablemente—. Se trata de un alce. Se emborrachó y rodó escaleras abajo cuando…

Habían subido el equipaje. Barbara había deshecho las maletas y ahora, con la naranja brillante en las manos, súbitamente se sentó en medio de los restos dispersos de sus pertenencias y se echó a llorar. Kepler y la niña la miraron sobresaltados.

—¡No has acordado nada! —gimió—. Ni siquiera lo intentaste.

Oh, cuán familiar era: el desorden había sido la sempiterna condición de su vida. Si fugazmente lograba algo de calma interior, ya podía esperar que el mundo externo cayera sobre él. Al final, también había ocurrido lo mismo en Graz. A pesar de todo el último año —antes de que lo obligaran a huir a Bohemia y a apelar a Tycho Brahe— había comenzado maravillosamente bien. De momento, el archiduque se había hartado de perseguir a los luteranos, Barbara volvía a estar preñada y, cerrada la Stiftsschule, tenía tiempo de sobra para proseguir sus propios estudios. Incluso había atemperado su actitud hacia la casa de la Stepfergasse, que al principio le produjo una profunda aversión cuyo origen ni se molestó en indagar. Corría el último año del siglo e imperaba la sensación de alivio porque, después de haber causado mucho daño, por fin agonizaba algo viejo y maligno.

Con el corazón henchido de esperanzas, en primavera emprendió una vez más la gran tarea de formular las leyes de la armonía del mundo. Su taller se encontraba en el fondo de la casa y era un chiribitil situado a un lado del pasillo húmedo y embaldosado que conducía a la cocina. En tiempos del difunto marido de Barbara había servido de trastero. Kepler había dedicado un día a desprenderse de los trastos, papeles, cajas viejas y muebles desvencijados que arrojó sin miramientos por la ventana, hacia el arriate cubierto de hierbajos. Ahí seguían: un humeante montón de abono que cada primavera engendraba ramilletes de gencianas silvestres, quizás en memoria del antiguo dueño de casa, el pobre Marx Müller, pagador y sisador cuyo tétrico espectro aún merodeaba por su dominio perdido.

Como la casa era grande, podría haber elegido otras habitaciones más suntuosas, pero Kepler prefería ese cuchitril. Era un sitio aislado. Por entonces Barbara aún tenía pretensiones sociales y casi todas las tardes la casa se llenaba con las esposas cara de caballo de concejales y burgueses. Los únicos sonidos que perturbaban el silencio de su refugio con el cerrojo echado eran el cloqueo quejumbroso de las gallinas en el patio y los canturreos de la criada en la cocina. La luz tenue y verdosa que se colaba desde el jardín aliviaba sus ojos enfermos. A veces Regina se presentaba y se sentaba a su lado. El trabajo avanzaba.

Por fin había logrado llamar la atención. El italiano Galileo había respondido al envío de un ejemplar del Misterium cosmographicum. Es verdad que su misiva había sido decepcionantemente breve y apenas cortés. Pero Tycho Brahe le había escrito cálidamente y no había escatimado elogios sobre el libro. Además, a pesar de la agitación religiosa, seguía carteándose con el canciller bávaro Herwart von Hohenburg. Llegó a creer que se estaba convirtiendo en una persona importante porque, ¿cuántos hombres de veintiocho años podían decir que entre sus colegas figuraban semejantes lumbreras? (Kepler no la consideraba una palabra demasiado fuerte).

Es posible que esas migajas lo impresionaran, pero fue más difícil convencer a otros. Recordaba la disputa con Jobst Müller, su suegro. Aunque no sabía bien por qué, en su recuerdo suponía el principio de aquel período crítico que concluyó nueve meses después con su expulsión de Graz.

La primavera de aquel año fue mala y abril estuvo plagado de aguaceros y vendavales. A principios de mayo se produjo una calma inquietante. Durante días el cielo se convirtió en una cúpula de extrañas nubes claras y por la noche caía la bruma. Nada se movía. Daba la sensación de que el aire se había congelado. Las calles apestaban. Kepler le temía a ese clima devorador que alteraba el delicado equilibrio de su constitución, le atenazaba el cerebro y lograba que sus venas se hincharan de una manera alarmante. Corrió la voz de que en Hungría aparecieron manchas de sangre en todas partes, en las puertas, las paredes y hasta en los campos. En Graz una mañana descubrieron a una vieja meando detrás de la iglesia de los jesuitas, no lejos de la Stempfergasse, y la apedrearon porque la tomaron por bruja. Barbara, preñada de siete meses, empezó a irritarse.

La ocasión era propicia para que la peste campara por sus respetos. Y para Kepler fue una especie de pestilencia el hecho de que Jobst Müller decidiera viajar desde Gössendorf y pasar tres días con ellos.

Müller era un hombre triste, orgulloso de su molino, de su dinero y de su propiedad en Mühleck. Al igual que Barbara, también tenía pretensiones sociales, se reivindicaba de noble ascendencia y firmaba zu Gössendorf. Y también como Barbara, aunque no tan espectacularmente, era un consumidor de cónyuges: su segunda esposa estaba enferma. Acumulaba riquezas con una pasión ausente en las demás facetas de su vida. Parecía considerar a su hija como una posesión material, hurtada por el advenedizo Kepler.

La visita sirvió, al menos, para levantar un poco el decaído ánimo de Barbara, que se alegró de contar con un aliado. Jamás se quejaba abiertamente de Kepler en su presencia. Su táctica consistía en el sufrimiento mudo. Kepler pasó la mayor parte de los tres días de la visita encerrado en su taller. Regina le hizo compañía. La niña tampoco sentía un gran afecto por el abuelo Müller. Entonces tenía nueve años y era menuda para su edad, pálida y con el pelo rubio ceniza, que siempre parecía húmedo, aplastado sobre su estrecha cabeza. No era agraciada, se la veía demasiado demacrada, pero tenía carácter. Tenía un aura de algo consumado, de bastarse a sí misma; Barbara le tenía cierto temor. Regina se sentaba en un taburete del taller, con un juguete olvidado sobre el regazo, y miraba el entorno: gráficos, sillas, el descuidado jardín, a Kepler cuando tosía, restregaba los pies o dejaba escapar un gemido involuntario. Era un extraño modo de compartir y Kepler no sabía a ciencia cierta qué compartían. Era el tercer padre que Regina conocía en tan pocos años y Kepler suponía que la niña quería comprobar si resultaba más perdurable que los anteriores. ¿Era eso lo que compartían, algo reservado para el futuro?

En aquellos días Regina tuvo más motivos que de costumbre para cuidarlo. Kepler estaba muy agitado. Fue incapaz de trabajar sabiendo que su esposa y su suegro —ese par— rondaban por la casa, bebían su aguardiente del desayuno y se ensañaban con sus defectos. Por eso permaneció sentado ante el escritorio revuelto, gimió, masculló y anotó cálculos disparatados que, más que matemáticas, eran una especie de código que en su airada irracionalidad expresaban su ira y su frustración reprimidas.

Las cosas no podían seguir de esa manera.

—Johannes, tenemos que hablar.

Jobst Müller extendió sobre su cara, como si se tratara de pegajosas natillas, una de sus excepcionales sonrisas. Rara vez llamaba a su yerno por el nombre de pila. Kepler intentó escapar.

—Estoy… estoy muy ocupado.

Esa respuesta fue un error. No era posible que estuviera ocupado porque la escuela estaba cerrada. Para ellos la astronomía era puro juego, señal de su profunda irresponsabilidad. La sonrisa de Jobst Müller se agrió. Ese día no llevaba el sombrero cónico de ala ancha que casi siempre lucía tanto al aire libre como en interiores y daba la sensación de que le faltaba un trozo de cabeza. Tenía el pelo cano y lacio y la barbilla azulada. Pese a su edad, era un hombre elegante que gastaba chalecos de terciopelo, cuellos de encaje y lazos azules a la altura de las rodillas. Kepler no quiso mirarlo. Estaban en la galería, encima del vestíbulo. La tenue luz de la mañana se colocaba por la ventana con barrotes que tenía detrás.

—¿Serías tan amable de dedicarme una hora?

Bajaron la escalera y los zapatos con hebillas de Jobst Müller produjeron una sorda escala descendente de desaprobación en las tablas enceradas. El astrónomo recordó sus tiempos de colegial: Kepler, te la has buscado. Barbara los esperaba en el comedor. Johannes reparó con desagrado que tenía la mirada encendida. Barbara conocía al viejo y lo había abordado: navegaban por las mismas aguas. La noche anterior Barbara había hecho pruebas con su cabello (se le había caído a mechones después del nacimiento del primer hijo de ambos) y cuando los hombres entraron se quitó la redecilla protectora y un montón de rizos se desplegaron sobre su frente. Johannes tuvo la impresión de que los oía crujir.

—Buenos días, querida —la saludó y, más que sonreír, le mostró los dientes.

Barbara se acarició nerviosa los rizos.

—Papá quiere hablar contigo.

Johannes se sentó a la mesa, frente a Barbara.

—Lo sé.

Esas sillas, viejos muebles italianos que formaban parte de la dote de Barbara, eran demasiado altas para Kepler, que debía estirarse para tocar el suelo con las puntas de los pies. De todos modos, le gustaban tanto como el resto del mobiliario y la estancia. Le agradaban la madera tallada, los ladrillos viejos y las vigas negras del techo, en su totalidad cosas sólidas que, aunque en un sentido estricto no le pertenecían, contribuían a mantener unido su mundo.

—Johannes se ha dignado consagrarme una hora de su valioso tiempo —dijo Jobst Müller y se sirvió un pichel de cerveza.

Barbara se mordisqueó el labio.

—Hmmm —masculló Kepler.

El astrónomo sabía perfectamente de qué hablarían. Ulrike, la criada, entró chapoteando, con el desayuno en una enorme bandeja. El huésped de Mühleck comió un huevo duro. Johannes estaba inapetente. Esa mañana sus tripas eran un torbellino. Sus entrañas eran un mecanismo delicado y el clima más Jobst Müller lo afectaban.

—¡El maldito pan está seco! —se quejó Kepler.

Ulrike lo miró desde la puerta.

—Dime, ¿hay indicios de que la Stiftsschule vuelva a abrir sus puertas? —preguntó el suegro.

Johannes se encogió de hombros y escapó por la tangente:

—Ya sabe, el archiduque…

Barbara ofreció a su marido una fuente humeante y dijo:

—Johannes, come un poco de bratwurst. Ulrike ha preparado tu salsa de crema favorita.

Kepler la miró y la mujer retiró rápidamente la bandeja. Barbara estaba tan barrigona que tenía que inclinarse desde los hombros para coger algo de la mesa. Durante unos segundos su estado lamentable y desgarbado conmovió a Kepler. La había considerado hermosa cuando llevaba en su seno el primer hijo. Taciturno, Kepler añadió:

—No creo que vuelvan a abrir las puertas de la escuela mientras gobierne el archiduque. —El astrónomo empezó a animarse—. Se dice que tiene la sífilis. Si ese mal acaba con él, habrá esperanzas.

—¡Johannes!

Regina entró en el comedor y ejerció un cambio ligero pero perceptible en el ambiente. Cerró con suma delicadeza la pesada puerta de roble, como si estuviera montando un fragmento de la pared. El mundo estaba construido en una escala desmesurada con relación a Regina. Johannes la comprendía.

—¿Esperanzas de qué? —preguntó modestamente Jobst Müller y tomó el último bocado de clara de huevo. Esa mañana era pura zalamería y esperaba el momento oportuno. La cerveza dejó un ligero bigote de espuma en su labio superior. Moriría dos años después.

—¿Cómo? —preguntó Kepler, decidido a crear dificultades.

Jobst Müller suspiró.

—Has dicho que habría esperanzas si el archiduque mue… pasa a mejor vida. ¿Podremos preguntar qué tipo de esperanzas?

—Esperanzas de tolerancia y un mínimo de libertad para que el pueblo pueda practicar la religión según los dictados de su conciencia.

¡Ja, ja! Eso sí que estaba bien. Durante el último estallido de fervor religioso de Fernando, Jobst Müller se había pasado a los papistas mientras Johannes resistía y padecía un exilio transitorio. La afabilidad del viejo creó una onda que recorrió su mandíbula apretada y tensó sus labios exangües.

—La conciencia, sí, la conciencia está bien para algunos, para los que están tan engreídos que no se ocupan de asuntos triviales y dejan que otros los alimenten y alberguen tanto a ellos como a sus familias.

Johannes depositó la taza con un ligero estrépito. La taza estaba franqueada con el sello de los Müller. Regina lo observaba.

—Aún me pagan el salario. —Su rostro, ceroso por la cólera reprimida, enrojeció. Barbara hizo un gesto de súplica, pero Kepler la ignoró—. Por si no lo sabe, en esta ciudad me aprecian. Los concejales… ay, hasta el propio archiduque reconocen mi valía aunque otros no estén enterados.

Jobst Müller se encogió de hombros. Se había agazapado y parecía una rata a punto de entrar en combate. Pese a su porte elegante, exhalaba un lejano olor a carne sucia.

—Vaya manera de mostrar su aprecio, si tenemos en cuenta que te expulsaron como a un vulgar delincuente.

Johannes arrancó con los dientes una corteza de pan.

—Ve bervidiedon… —tragó con gran esfuerzo—, me permitieron regresar un mes después. De los nuestros, fui el único seleccionado.

Jobst Müller se dio el lujo de esbozar otra débil sonrisa.

—¿Es posible que los jesuitas no salieran en defensa de los demás? —inquirió con ligero énfasis—. ¿Es posible que sus conciencias les impidieran buscar el auxilio de esa congregación católica?

El rostro de Kepler se inflamó. Guardó silencio, se mantuvo expectante y miró al viejo con encono. Reinó la calma. Barbara se sorbió los mocos.

—Regina, come la salchicha —la reprendió Barbara suave y pesarosa, como si la quisquillosa forma de comer de la niña fuera el motivo soterrado del malestar imperante.

Regina apartó el plato cuidadosamente.

—Dime —insistió Jobst Müller, todavía agazapado y sonriente—, ¿a cuánto asciende el salario que los concejales siguen pagándote a cambio de nada?

¡Cómo si no lo supiera!

—No entiendo…

—Papá, lo han reducido —intervino Barbara impaciente—. ¡Ascendía a doscientos florines y han restado veinticinco!

Cuando hablaba a contracorriente de la cólera de su marido, Barbara tenía la costumbre de cerrar los ojos y agitar los párpados para no ver sus tics ni su mirada feroz. Jobst Müller asintió y dictaminó:

—No es mucho, claro que no.

—Así es, papá.

—De todos modos, doscientos florines por mes…

Barbara abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Por mes? —chilló—. ¡Papá, es por año!

—¿Cómo?

Estaban montando una comedia.

—Sí, papá, es así. Si no fuera por mis modestas rentas y por lo que tú nos envías de Mühleck, bueno…

—¡Cállate! —ordenó Johannes.

Barbara dio un brinco.

—¡Ay! —Una lágrima furtiva rodó por su mejilla regordeta y sonrosada.

Jobst Müller observó con interés a su yerno.

—Creo que tengo derecho a saber cuál es la situación —declaró—. Al fin y al cabo se trata de mi hija.

Con los dientes apretados, Johannes emitió un sonido agudo y penetrante que era a medias aullido y a medias gemido.

—¡Me niego! —protestó—. ¡No lo permitiré en mi propia casa!

—¿En tu propia casa? —se regodeó Jobst Müller.

—Basta, papá, ya está bien —dijo Barbara.

Kepler les apuntó con dedo temblón.

—Me mataréis —dijo con el tono tenso de quien acaba de descubrir algo inesperado y terrible—. Pues sí, es lo que haréis, me mataréis entre los dos. Es lo que os habéis propuesto. Os gustaría verme con la salud quebrantada. Seríais felices. Entonces usted y este engendro que juega a ser mi esposa… emprenderéis el regreso a Mühleck, lo sé… —Te has excedido, has ido demasiado lejos.

—Cálmate —pidió Jobst Müller—. Nadie te desea ningún mal ¡Te agradeceré que no te burles de Mühleck ni de los beneficios que produce, ya que pueden convertirse en tu salvación cuando el duque decida desterrarte nuevamente, quizá para siempre!

Johannes dio un ligero tirón a las riendas de su ira galopante. ¿Había percibido un atisbo de arreglo en esas palabras? ¿El viejo macho cabrío se armaba de valor para ofrecerse a comprar a su hija? La idea lo enfureció aún más. Rió como un orate.

—Mujer, escucha a tu padre —gritó Kepler—. ¡Tiene más celo por sus propiedades que por ti! Puedo decir lo que quiera de ti, pero no debo siquiera pronunciar el nombre de Mühleck, pues lo mancillaría.

—Jovencito, no defenderé a mi hija con palabras sino con actos.

—¡Su hija! Permítame que le diga que su hija de usted no necesita defensores. Es mayor, ya ha enterrado dos maridos… y está en camino de meter bajo tierra al tercero. ¡Oh, has ido demasiado lejos!

—¡Señor!

Se incorporaron a punto de llegar a las manos y se dirigieron funestas miradas entrelazadas como cornamentas. Barbara soltó una risilla en medio del asfixiante silencio. Se cubrió la boca con la mano. Regina observó a su madre con interés. Los hombres se serenaron y respiraron dificultosamente, sorprendidos de la actitud que habían adoptado.

—Papá, está convencido de que sus días están contados —dijo Barbara y lanzó otra risilla maníaca—. Dice… dice que tiene la señal de la cruz en el pie, en el mismo sitio donde le clavaron los clavos al Salvador, señal que aparece y desaparece y que cambia de color según la hora del día… ¿No es verdad, Johannes? —Se restregó las manos y ya no hubo nada que la refrenara—. Pero yo no puedo verla, supongo que porque no soy uno de los elegidos o porque no soy lo bastante inteligente como tú… como tú siempre… —Bárbara guardó silencio.

Johannes la contempló. Jobst Müller se mantuvo expectante. Se volvió hacia Barbara, que apartó la mirada. Se dirigió a su yerno:

—¿Cuál es la enfermedad que, según supone, te afecta? —Johannes masculló algo con tono imperceptible—. Disculpa, pero no te he entendido…

—He dicho la peste.

El viejo se sobresaltó.

—¿La peste? Barbara, ¿hay peste en la ciudad?

—Claro que no, papá. Se la ha imaginado.

—Pero…

Johannes alzó el rostro con una mueca mortecina.

—Por alguien tiene que empezar, ¿no cree?

Jobst Müller experimentó un gran alivio.

—Seamos serios, todo esta charla sobre… ¡y en presencia de la niña!

Johannes volvió a la carga con su suegro.

—¿Cómo pretende que no me preocupe si tomé mi propia vida en mis manos casándome con este ángel de la muerte que usted me impuso?

Barbara lanzó un quejido y se cubrió el rostro con las manos. Johannes se estremeció, su cólera se disipó y súbitamente se sintió desfallecer. Se acercó a Barbara. Por fin dolor auténtico. Barbara no le permitió tocarla e, impotente, paseó las manos por encima de sus hombros agitados, como si masajeara la proyección invisible de su aflicción.

—¡Barbara, soy un perro, un perro rabioso, perdóname! —se disculpó y se mordió los nudillos.

Jobst Müller contempló al hombrecillo que se cernía sobre su esposa corpulenta y sollozante y, disgustado, frunció los labios. Regina abandonó el comedor en silencio.

—¡Ay, Cristo! —gimió Kepler y pateó el suelo.

Iba en pos de las leyes eternas que rigen la armonía del mundo. Acechaba a su presa fabulosa a través de terribles bosquecillos y en lo más oscuro de la noche. Sólo al cazador más sigiloso se le había concedido un disparo y él, burdamente armado con el trabuco de sus defectuosas matemáticas, apenas tenía oportunidades rodeado de payasos saltarines que gritaban, chillaban y tocaban las campanillas, que respondían a los nombres de Paternidad, Responsabilidad y maldita Domesticidad. Pues sí, en una ocasión había visto fugazmente a un pájaro mítico, un punto, nada más que un punto encumbrado a alturas inefables. Aquella visión fugaz fue inolvidable.

El momento aconteció el 19 de julio de 1595, exactamente a las 11 y 27 minutos de la mañana. Si sus cálculos eran exactos, a la sazón contaba 23 años, 6 meses, 3 semanas, 1 día, 20 horas y 57 minutos, segundo más o menos.

Luego dedicó mucho tiempo a analizar esos números, a la búsqueda de significados ocultos. La suma de fecha y hora daba un producto de 1.6 5 2. En esa cifra no descubrió nada. Combinó las cifras de ese total y obtuvo 14, que equivalía a 7 —el número místico— multiplicado por 2. O tal vez se debía, simplemente, a que 1652 sería el año de su muerte. Para entonces tendría ochenta y un años. (Soltó la carcajada: ¿con su salud?). Se ocupó de la segunda cifra: su edad en aquel trascendental día de julio. El resultado también era poco prometedor. Combinadas sin incluir el año, daban una cantidad cuyo único significado parecía consistir en que era divisible por 5 y le dejaba el resultado de 22, edad en la que había salido de Tubinga. No era mucho. Pero si dividía 22 por 2 y restaba 3 (¡de nuevo el 5!), le quedaban 6 y fue a los seis años cuando su madre lo llevó a la cima de la Colina de la Horca para ver el planeta de 1577. Y el 3, ¿qué significaba ese 3 insistente? ¡Vaya, era el número de los intervalos entre los planetas, el número de notas del arpegio de las esferas, la escala de cinco tonos de la música del mundo… siempre y cuando sus cálculos fueran exactos!

Hacía seis meses que trabajaba en la que se convertiría en su primera obra: Misterium cosmographicum. Entonces su situación era más desahogada. Aún era soltero, no había oído hablar de Barbara y vivía en la Stiftsschule, en un cuarto atestado y frío pero que le pertenecía. Al principio la astronomía sólo había sido un pasatiempo, una ampliación de los juegos matemáticos que como estudiante había gustado de practicar en Tubinga. A medida que pasaba el tiempo y que se frustraban sus ilusiones de una nueva vida en Graz, ese juego exaltado lo obsesionaba cada vez más. Era algo en sí mismo, un ámbito de orden que podía contraponer al mundo real y desvencijado del que era prisionero. Graz era una especie de prisión. Y en esta ciudad a la que gustaban llamar urbe, la capital de Estiria, regida por mercaderes de miras estrechas y por un príncipe papista, el espíritu de Johannes Kepler estaba encadenado, esposados sus talentos, sus grandes aptitudes especulativas sujetas al potro de tormento de la enseñanza… ¡exacto, sí, eso es! Reía, gruñía y se burlaba de sí mismo… ¡por Dios, estaba encerrado en una mazmorra! Tenía veintitrés años.

La ciudad era bastante bonita. Quedó impresionado cuando vio por primera vez el río, las agujas de las iglesias y la colina coronada por el castillo, desdibujados y brillantes bajo el aguacero de abril. Parecía existir cierta amplitud y generosidad que incluso creyó percibir en la extensión y el equilibrio de los edificios, tan distintos a la arquitectura sobresaliente de las ciudades de su Wurtemberg natal. También la gente le pareció diferente. Los paseantes eran muy propensos a los discursos y las disputas públicas y Johannes recordó que había recorrido un largo camino desde su tierra, que casi estaba en Italia. Pero era pura ilusión. Cuando más tarde observó atentamente las calles hormigueantes, se dio cuenta de que la inmundicia y el hedor, los tullidos, los pordioseros y los locos eran los mismos de todas partes. Es verdad que se trataba de orates protestantes, de inmundicia protestantes y de que las agujas apuntaban a un cielo protestante, por eso el ambiente de por aquí parecía menos estrecho. Pero el archiduque era un católico recalcitrante y la ciudad estaba plagada de jesuitas e incluso entonces en la Stiftsschule se hablaba de la clausura y de la separación entre la Iglesia y el Estado.

A pesar de que había sido un estudiante genial, Johannes aborrecía la enseñanza. En las clases experimentaba una extraña frustración. Las lecciones que debía explicar siempre estaban un poquitín al margen de lo que realmente le interesaba, por lo que se veía obligado a contenerse del mismo modo que el botero retiene el esquife en medio de la corriente del río. El esfuerzo lo agotaba, lo dejaba sudoroso y embotado. A menudo el timón se le escapaba de las manos e, impotente, se dejaba arrastrar por la marea de su entusiasmo, mientras sus pobres y cortos alumnos quedaban abandonados en la orilla en lontananza y desde allí saludaban desganadamente con la mano.

La Stiftsschule era administrada como una academia militar. Consideraban negligente a todo profesor que no castigaba a sus alumnos hasta hacerlos sangrar. (Johannes hizo lo imposible y la única vez que no pudo evitar una azotaina, la víctima fue un chico fornido y sonriente, casi de su misma edad, y una cabeza más alto). El nivel de enseñanza era elevado y se encargaban de sostenerlo el comité de supervisores y sus falanges de inspectores. Johannes tenía pánico a los inspectores. Se presentaban en las aulas sin avisar, a menudo de a dos, y escuchaban en silencio desde el fondo, mientras sus escasos alumnos permanecían con los brazos cruzados, se congratulaban de la situación y lo miraban jubilosamente atentos, a la espera de que hiciera el ridículo. En la mayoría de los casos les daba el gusto pues se crispaba y tartamudeaba mientras luchaba con los hilos enmarañados de su discurso.

—Procure mantener la calma —le aconsejó el rector Papius—. Tengo la impresión de que se apresura y tal vez olvida que sus alumnos carecen de su agudeza mental. No lo siguen, se confunden y luego vienen a mí a quejarse o… —sonrió—, o sus padres vienen a quejarse.

—Lo sé, lo sé —reconoció Johannes y se miró las manos. Estaban sentados en el rectorado, que daba al patio central de la escuela. Llovía. El viento se acumulaba en el cañón de la chimenea, de la que escapaban bolas de humo que pendían de la atmósfera y le escocían los ojos—. Hablo demasiado deprisa y digo cosas cuyo modo de expresión no he tenido tiempo de pensar. A veces, en medio de una clase, cambio de idea y me pongo a hablar de otro tema o me doy cuenta de que mis palabras eran imprecisas y empiezo de nuevo para explicar detalladamente la cuestión. —Cerró la boca y se retorció; cada vez que hablaba empeoraba un poco más la situación. El doctor Papius contemplaba el fuego cejijunto—. Verá, Herr Rector, mi cupiditas speculandi me lleva por mal camino.

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