Kepler

Kepler


I. Misterium Cosmographicum

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—Así es —confirmó moderadamente el hombre mayor y se rascó el mentón—, en usted parece haber demasiada… pasión. De todas maneras, no quisiera que un joven reprimiera su entusiasmo natural. Maestro Kepler, ¿es posible que no estuviera destinado a la enseñanza?

Aunque Johannes alzó la vista alarmado, el rector sólo lo miraba preocupado y con cierto regocijo. Era un hombre afable y algo disperso, erudito y médico; sin duda sabía lo que significaba pasar todo el día en un aula soñando con estar en otra parte. Siempre se había mostrado amable con el extraño hombrecillo de Tubinga, que al principio horrorizó a los miembros más imponentes del claustro con sus pésimos modales y su mezcla desconcertante de amistad, irascibilidad y arrogancia.

En más de una ocasión Papius lo había defendido ante los supervisores.

—Sé que no soy un buen profesor —masculló Johannes—. Mis inclinaciones van por otros derroteros.

—Ah, sí —dijo el rector y tosió—, la astronomía. —Hojeó el informe de los inspectores que tenía sobre el escritorio—. Parece que enseña bien astronomía.

—¡Pero no tengo alumnos!

—No es su culpa… hasta el pastor Zimmermann dice que la astronomía no es materia para todos. Recomienda que le demos las clases de aritmética y de retórica latina de la escuela superior hasta que encontremos más alumnos dispuestos a convertirse en astrónomos.

Johannes se dio cuenta de que se estaban burlando de él, aunque fuera afablemente.

—¡Sólo son bárbaros ignorantes! —exclamó de súbito y del fuego cayó un leño—. Lo único que les interesa es cazar, guerrear y buscar dotes elevadas para sus herederos. Odian y desprecian la filosofía y a los filósofos. Ellos ellos ellos… no se merecen… —Se interrumpió blanco de ira y preocupación. No podía permitirse más arrebatos.

El rector Papius sonrió como un fantasma.

—¿Los inspectores?

—¿Los…?

—Suponía que se refería a nuestro buen pastor Zimmermann y a sus compañeros de inspección. ¿No hablábamos de ellos?

Johannes se llevó la mano a la frente.

—Me… me refería, por supuesto, a los que no envían a sus hijos para que reciban una enseñanza digna.

—Ah. Le diré una cosa, creo que entre nuestras familias nobles y también entre los mercaderes son muchos los que consideran que la astronomía no es un tema de estudio adecuado para sus hijos. Queman en la hoguera a pobres desgraciados que han tenido con la luna menos tratos que usted en sus clases. Comprenderá que no defiendo esa actitud ignorante ante su ciencia y que sólo pretendo llamarle la atención sobre este hecho, como es mi…

—Pero…

—… como es mi deber.

Se miraron, Johannes hosco y el rector firme pero disculpándose. La lluvia gris golpeteaba la ventana y el humo formaba ondas.

Johannes suspiró.

—Compréndalo, Herr Rector, no puedo…

—Pues inténtelo, maestro Kepler. ¿Hará el esfuerzo?

Aunque lo intentó y volvió a intentarlo, ¿cómo podía mantener la calma? Su cerebro era un torbellino. El caos de ideas e imágenes bullía en su interior. En clase guardó silencio cada vez con más frecuencia y se mantuvo totalmente inmóvil, sordo a las risillas de sus alumnos, cual un hierofante enloquecido. Deambuló atontado por las calles y en más de una ocasión estuvo a punto de ser atropellado por los caballos. Pensó que estaba enfermo aunque más bien tenía la sensación de estar… ¡enamorado! Enamorado en un sentido general, no de un objeto definido. La idea, cuando por fin dio con ella, le causó gracia.

A principio de 1595 recibió una señal que, si no procedía del mismo Dios, seguramente provenía de una deidad menor, una de aquéllas cuyo destino consiste en alentar a los elegidos. Su puesto en la Stiftsschule incluía el título de redactor del calendario de la provincia de Estiria. El otoño anterior, previo pago de veinte florines procedentes de los fondos públicos, había trazado el calendario astrológico del año siguiente, prediciendo mucho frío y la invasión turca. En enero la helada fue tan fuerte que los pastores de las granjas alpinas murieron congelados en las laderas y el primer día del nuevo año los turcos emprendieron una ofensiva que, según se dijo, devastó todo el territorio de Neustadt a Viena. Johannes quedó encantado con la presta reivindicación de sus dotes (e íntimamente sorprendido). Oh, sí, por supuesto, una señal. Se puso a trabajar a fondo en el misterio cósmico.

Aún no había alcanzado la solución: todavía estaba planteando las preguntas. La primera decía: ¿por qué en el sistema solar hay seis planetas? ¿Por qué no cinco, siete o, ya que en ello estamos, mil? Por lo que sabía, a nadie se le había ocurrido plantearlo. Para Johannes se convirtió en el misterio fundamental. Hasta la formulación de semejante pregunta le parecía un logro extraordinario.

Era copernicano. En Tubinga, su maestro Michael Maestlin le había hecho conocer el sistema del mundo del maestro polaco. Para Kepler había algo sagrado, casi redentor, en esa visión de un mecanismo ordenado de esferas centradas alrededor del sol. Sin embargo, desde el primer momento vio un defecto, un fallo básico que obligó a Copérnico a practicar todo tipo de truquillos y evasiones. Tal como estaba bosquejada en la primera parte de De revolutionibus, la idea del sistema era evidentemente una verdad eterna, pero la elaboración de la teoría contenía una acumulación cada vez mayor de digresiones —los epiciclos, el ecuante, cosas de esta guisa— exigidas, sin duda, por algún espantoso traspié original. Era como si de las manos vacilantes del maestro hubiese caído su maravilloso modelo del funcionamiento del mundo y, una vez en el suelo, se hubiese adherido a sus radios y al alambre fino de su armazón trocitos de barro, hojas secas y las cáscaras resecas de conceptos agotados.

Aunque Copérnico llevaba muerto cincuenta años, en ese momento para Johannes se levantó de la tumba: un ángel plañidero con el que debía combatir antes de seguir adelante y fundar su sistema. Ya podía burlarse de los epiciclos y el ecuante, pero no era fácil descartarlos. Sospechaba que el canónigo polaco había sido mejor matemático de lo que jamás llegaría a serlo el redactor del calendario de Estiria. Johannes se encolerizó con sus propias insuficiencias. Ya podía saber que había un defecto, tal vez grave, en el sistema copernicano, pero encontrarlo era harina de otro costal. Pasaba las noches en vela, convencido de que había oído al viejo, su adversario, riéndose de él, aguijoneándolo.

Entonces hizo un descubrimiento. Se dio cuenta de que Copérnico no había errado en lo que hizo: había cometido un pecado de omisión. Johannes comprendió que el gran hombre no se había preocupado por explicar la naturaleza de las cosas, simplemente se había limitado a demostrarla. Descontento con la concepción tolemaica del mundo, Copérnico había inventado un sistema mejor y más elegante que, pese a su aparente radicalismo, sólo pretendía —según las palabras del escolástico— salvar los fenómenos, crear un modelo que no tenía por qué ser empíricamente verdadero, bastaba que fuese plausible de acuerdo con las observaciones.

¿Copérnico había supuesto que su sistema era una imagen de la realidad o le había bastado con pensar que coincidía, más o menos, con las apariencias? ¿Se planteó la pregunta? En el mundo de ese viejo no existía una música sostenida, sólo aires y fragmentos azarosos, armonías quebradas, cadencias escritas deprisa y sin cuidado. La tarea de Kepler consistiría en dar cuerpo y ritmo a esa música. Porque la verdad era la música ausente. Dirigió la mirada hacia la fría luz del invierno que se colaba por la ventana y se abrazó a sí mismo. ¿No era maravillosa la lógica de las cosas? Preocupado por la falta de elegancia del sistema tolemaico, Copérnico había erigido su gran monumento al sol, en el que estaba encajada la imperfección, la perla que Johannes Kepler debía encontrar.

El mundo no se había creado con el propósito de que tuviera cuerpo y ritmo. Dios no era frívolo. Se aferró desde el principio a esa idea: la canción del mundo era secundaria y nacía naturalmente de la relación armoniosa de las cosas. En cierto sentido, hasta la verdad era secundaria. Todo estaba en la armonía. (¡Algo falla, algo falla!, pensó pero no le hizo caso). Como Pitágoras había demostrado, la armonía era producto de las matemáticas. Por consiguiente, la armonía de las esferas debía ajustarse a un modelo matemático. A Johannes no le cabía la menor duda de que ese modelo existía. Según su axioma principal, en el mundo Dios no creó nada sin designio y su base se encuentra en las cantidades geométricas. El hombre es divino precisa y exclusivamente porque puede pensar en términos que reflejan el modelo de Dios. Había escrito: la mente capta la materia mucho más correctamente cuanto más se aproxima ésta a las cantidades puras como fuente. En consecuencia, su método para identificar el modelo cósmico debía basarse, como el modelo mismo, en la geometría.

La primavera llegó a Graz y, como de costumbre, lo sorprendió. Un día se asomó a la ventana y la percibió en la atmósfera arrebolada, fue un apresuramiento, una sensación de vasta y súbita arremetida, como si la tierra se hubiese lanzado por una curva del espacio cada vez más estrecha. La ciudad centelleaba, despedía luz de los temblorosos cristales de las ventanas y de las piedras pulidas, de los charcos de lluvia azules y dorados que cubrían las calles enlodadas. Johannes pasaba la mayor parte del tiempo de puertas adentro. Lo perturbó el punto hasta el cual la estación hacía juego con su ánimo de desasosiego y oscuro anhelo. Las Carnestolendas pasaron bajo su ventana sin que se apercibiera, salvo cuando una ráfaga de un cómico bugle o el ebrio canto de los juerguistas interrumpían su concentración, momento en que mostraba los dientes con un sordo gruñido.

¿Y si se equivocaba? ¿Y si el mundo no era una estructura ordenada y regida por leyes inmutables? Después de todo, cabía la posibilidad de que Dios —lo mismo que los seres de su creación— prefiriera lo temporal a lo eterno, lo improvisado a lo perfeccionado, los bugles de juguete y los vítores del desgobierno a la música de las esferas. Pero no, no, a pesar de las dudas, no: su Dios era, por encima de todas las cosas, un dios del orden. El mundo funciona por la geometría porque ésta es el paradigma terrenal del pensamiento divino.

Trabajaba hasta altas horas de la noche y recorría los días a trompicones, en trance. Llegó el verano. Había trabajado ininterrumpidamente durante seis meses y todo cuanto logró —si es que podía considerarse un logro— fue el convencimiento de que no debía ocuparse de los planetas, sus posiciones y velocidades, sino de los intervalos entre sus órbitas. Copérnico fijó los valores de esas distancias y, a pesar de que no eran mucho más confiables que los de Tolomeo, en bien de su cordura Johannes tuvo que suponer que eran lo bastante válidos para sus fines. Los combinó y recombinó una y otra vez en pos de la relación que ocultaban. ¿Por qué sólo hay seis planetas? Era una buena pregunta. Pero resultaba aún más profundo plantearse por qué existen, precisamente, esas distancias entre ellos. Aguardó, atento al zumbido de las alas. Y aquella vulgar mañana de julio se le apareció el ángel que resolvió el enigma. Estaba en clase. El día era cálido y despejado. Una mosca zumbaba en la alta ventana y a sus pies yacía un rombo de luz. Atontados de aburrimiento, los alumnos miraban por encima de su cabeza con los ojos vidriosos. Estaba demostrando un teorema de Euclides —más adelante, por mucho que lo intentó, no logró recordar cuál— y había dibujado un triángulo equilátero en la pizarra. Levantó el enorme compás de madera y en el acto, como siempre, la cosa monstruosa lo pellizcó. Se llevó el pulgar herido a la boca, giró hacia el caballete y se puso a trazar dos círculos, uno dentro del triángulo y tocando los tres lados, y el segundo circunscripto y cortando los vértices. Retrocedió hacia el rombo de luz polvorienta, parpadeó y de pronto algo, acaso su corazón, cayó y rebotó, como el atleta que ejecuta una hazaña milagrosa en la cama elástica. Pensó con desbordante carencia de lógica: viviré eternamente. La relación del círculo exterior con el interior era idéntica a la de las órbitas de Saturno y Júpiter, los planetas más lejanos, y allí, dentro de los círculos y determinando la relación, se inscribía el triángulo equilátero, la figura geométrica fundamental. Por consiguiente, sitúa un cuadrado entre las órbitas de Júpiter y Marte, entre Marte y la Tierra un pentágono, entre la Tierra y Venus un… Sí, claro que sí. El diagrama, el caballete, hasta las paredes del aula se convirtieron en un líquido trémulo y los afortunados alumnos del joven maestro Kepler tuvieron el privilegio extraordinario y gratificante de ver que un profesor se enjugaba las lágrimas y se sonaba ruidosamente la nariz con un pañuelo sucio.

Al atardecer cabalgó por el bosque de Schönbuch. El soleado día de marzo se había vuelto ventoso y una luz rojiza teñía el valle. El Neckar rutilaba azul pizarra y frío. Se detuvo en la cima de una colina y se irguió sobre los estribos para respirar a fondo ese aire bravío y tempestuoso. No recordaba que Suabia fuera tan extraña e impetuosa: ¿se debía, quizás, a que él había cambiado? Llevaba guantes nuevos, veinte florines en el monedero, el permiso para ausentarse de la Stiftsschule, la yegua torda y moteada que le había prestado su amigo Stefan Speidel —ministro de la región de Estiria— y, a salvo en la cartera que llevaba pegada al cuerpo y envuelta en hule, su posesión más preciada: el manuscrito. El libro estaba terminado y se trasladaba a Tubinga para publicarlo. Cuando entró en las callejas de la ciudad, caía una lluvia negra y las antorchas parpadeaban sobre su cabeza, en los muros del bastión de Hohentübingen. Después de las anunciaciones de julio, había necesitado otros siete meses de trabajo y la incorporación de una tercera dimensión a sus cálculos para rematar la teoría y concluir el Misterium. La noche, la tormenta, el viajero solitario y la muda magnificencia del mundo; una gota de lluvia se le coló por el cuello y sus omoplatos temblaron cual alas nacientes.

Un rato más tarde estaba sentado en la cama, en un cuarto marrón y de techo bajo de El Verraco, tapado hasta el mentón con una manta mugrienta, comiendo tortas de harina de avena y bebiendo vino caliente con especias. La lluvia tamborileaba en el tejado. De la parte baja de la taberna llegaban cantos estridentes… los suabos eran cordiales, campechanos e insaciables bebedores. En su época de estudiante, Johannes había vomitado sobre muchos renanos que estaban como una cuba en el local abarrotado. Se sorprendió de lo feliz que se sentía por haber retomado a su tierra natal. Estaba bebiendo el poso de la jarra en un último brindis a la salud de doña Fama, esa diosa corpulenta y garbosa, cuando el mozo de la taberna llamó a la puerta y le pidió que bajara. Sonriente y con los ojos nublados, borracho a medias y envuelto aún en la manta, Kepler descendió con dificultad la desvencijada escalera. La taberna parecía un camarote, los bebedores se bamboleaban, la luz de las velas se movía de un lado a otro y, más allá de las ventanas cubiertas de vapor goteante, se percibía el oleaje de la noche oceánica. Michael Maestlin, su amigo y antiguo maestro, se levantó de la mesa para ir a su encuentro. Se estrecharon las manos y fueron al grano con inesperada timidez. Johannes informó sin preámbulos:

—He escrito el libro.

Miró con el ceño fruncido la mesa sucia y los vasos de cuero: ¿por qué nada se estremecía ante la noticia?

El profesor Maestlin contemplaba la manta.

—¿Está enfermo?

—¿Cómo? No, tenía frío y estaba mojado. Acababa de llegar. ¿Recibió mi mensaje? Claro, puesto que está aquí. Ja, ja. Disculpe que lo diga, pero las almorranas me producen un terrible dolor después del viaje.

—Supongo que no se alojará aquí… no, no, vendrá a mi casa. Vamos, apóyese en mí, iremos a buscar su equipaje.

—No estoy…

—He dicho que nos vamos. Hombre, está ardiendo, mire cómo le tiemblan las manos.

—No estoy, le aseguro que no estoy enfermo.

La fiebre duró tres días. Johannes temió por su vida. Deliró y oró tendido boca arriba en un sofá de las habitaciones de Maestlin, acosado por visiones de pavorosa devastación y tormentos. Su carne rezumaba un sudor pernicioso: ¿de dónde salía tanto veneno? Maestlin lo cuidó con la desmañada ternura de los solterones y la cuarta mañana Johannes despertó, frágil vasija bordeada de cristal, vio a través de un ángulo de la ventana nubecillas que recorrían el manchón del cielo azul y se sintió recuperado.

La fiebre lo había depurado como el fuego purificador. Volvió a ocuparse de su libro con una nueva mirada. ¿Cómo osó imaginar que estaba terminado? Arrodillado en la maraña de sábanas, atacó el manuscrito y lo marcó, lo cortó, lo empalmó, desmontó la teoría y la volvió a acomodar plano tras plano hasta que le pareció milagrosa dadas su elegancia y su fuerza renovadas. La ventana tronó encima de su cabeza, sacudida por la ventolera, y al incorporarse sobre el codo divisó los árboles que temblaban en el patio del colegio. Tuvo la sensación de que ráfagas de ese aire eminente y tónico también recorrían su persona. Maestlin le llevó comida —pescados hervidos, sopas y bofes estofados— pero, por lo demás, lo dejó solo; le ponía nervioso ese fenómeno excitable y veinte años más joven, instalado en el sofá con la camisa de dormir manchada y tomando notas día tras día como un muñeco animado. Le advirtió que tal vez la enfermedad no estaba superada y que la sensación de lucidez de la que se jactaba podía ser nada más que otra fase del mal. Johannes estuvo de acuerdo porque, ¿qué era ese frenesí de trabajo, ese embeleso con un pensamiento renovado, si no una indisposición?

También se recuperó del frenesí y una semana después habían retomado las viejas dudas y temores. Hojeó la nueva versión del manuscrito. ¿Era tan superior al anterior? ¿No se había limitado a reemplazar los viejos desatinos por otros? Buscó confirmación en Maestlin. Asustado por la intensidad de esa necesidad, el profesor frunció el ceño a media distancia, como si buscara subrepticiamente un agujero por el que emprender la retirada.

—Sí —dijo y tosió—, sí, la idea es, sin duda, eh… ingeniosa.

—¿Le parece auténtica?

Maestlin se puso serio. Era domingo por la mañana. Caminaban por el terreno comunal situado detrás de la sala principal de la universidad. Los olmos se estremecían bajo el cielo tempestuoso. El profesor tenía la barba cana y nariz de bebedor. Sopesaba las cosas minuciosamente antes de expresarse. Europa lo consideraba un gran astrónomo. Anunció:

—Soy de la opinión según la cual el matemático ha cumplido su propósito cuando postula hipótesis con las cuales los fenómenos se corresponden lo más estrechamente posible. Estoy convencido de que usted mismo se desdiría si alguien planteara principios aún mejores que los suyos. Y en modo alguno significa que la realidad se ajusta inmediatamente a las hipótesis pormenorizadas de cada maestro.

Debilitado y de mal humor, Johannes puso cara de pocos amigos. Era la primera vez que se atrevía a salir desde que se le había pasado la fiebre. Se sentía transparente. En el aire se oyó un zumbido y de inmediato, súbitamente, un tañido de campanas que sacudió sus nervios.

—¿Para qué desperdiciar palabras? —preguntó, gritó, las campanas, maldita sea. La geometría existía antes de la Creación, es coeterna con la mente de Dios, es el propio Dios…

Repique de campanas.

—¡Oh! —Maestlin lo miró fijo.

—… ¿acaso existe en Dios algo que no sea el propio Dios? —inquirió mesuradamente. Un viento gris arremolinó la hierba y fue a su encuentro. Kepler se estremeció—. Sólo estamos repitiendo citas. Me gustaría conocer su sincera opinión.

—He dicho lo que pienso —espetó Maestlin.

—Perdóneme, maestro, pero no son más que titubeos escolásticos.

—¡Pues yo soy escolástico!

—¿Usted, el que enseña a sus alumnos, el mismo que me enseñó a mí la doctrina heliocéntrica de Copérnico… usted es escolástico? —De todas maneras, Johannes dirigió al profesor una meditabunda mirada de soslayo.

Maestlin dio un respingo.

—¡Ajá, también él fue escolástico y salvador de los fenómenos!

—Sólo…

—¡Señor, fue un escolástico! Copérnico respetaba a los ancianos.

—Ya lo sé. ¿Cree que yo no?

—¡Me parece, jovencito, que usted no siente un gran respeto por nada ni por nadie!

—Respeto el pasado —afirmó Johannes con moderación—. Me gustaría saber si es tarea de los filósofos seguir servilmente las enseñanzas de los viejos maestros.

Se preguntó realmente si ésa era tarea de los filósofos. Cual monedas de prestidigitador, las gotas de lluvia salpicaron los adoquines. Se resguardaron en el porche del aula magna. Aunque las puertas estaban cerradas y con el cerrojo echado, había lugar suficiente bajo el sello platónico de piedra. Guardaron silencio, mirando hacia afuera. Maestlin respiraba ruidosamente porque el malestar lo ponía como un fuelle. Ignorante de la cólera del otro, Johannes contempló distraído un rebaño de ovejas que paseaba por el terreno comunal, con sus cabezas lúgubremente nobles y sus ojos apacibles, la forma en que mascaban la hierba con suma delicadeza como si, además de alimentarse, estuvieran cumpliendo una tarea ímproba y onerosa: esos seres divinos, mudos e insignificantes, tantos y tan variados. En ocasiones como ésta, súbitamente el mundo lo dominaba: todo lo que carece de modelo o forma evidente y simplemente existe. El viento espantó de los grandes árboles una bandada de grajos. De lejos llegó el murmullo de un cántico y por la ladera del terreno comunal marchaba una desgarbada hilera de jóvenes que avanzaban viento en contra. El canto —un trepidante himno de Lutero— se difundió en el aire tumultuoso. Con remordimientos Kepler reconoció la túnica amorfa de los seminaristas: así había sido él en otros tiempos. El espectro multiplicado por diez pasó delante de ellos y, cuando la lluvia arreció, rompió filas y correteó los últimos metros, chillando hasta protegerse en la capilla de Santa Ana, bajo los olmos. Maestlin decía:

—… a Stuttgart, pues tengo cosas que hacer en la corte del duque Federico. —Hizo una pausa y esperó respuesta. Había hablado con tono conciliador—. Por orden del duque he preparado un calendario y debo entregarlo… —Volvió a intentarlo—: Claro que usted ha hecho cosas parecidas.

—¿Cómo? Ah, sí, calendarios. No son más que travesuras de nigromantes.

Maestlin lo miró fijo.

—¿Nada más que…?

—Sortilegios, magia estelar, esas cosas. De todos modos —tomó aliento—, estoy convencido de que las estrellas influyen en nuestros asuntos…

Kepler se interrumpió y frunció el ceño. El pasado desfilaba en su mente hacia un futuro sin límites. A sus espaldas las puertas se entreabrieron con un repiqueteo y se asomó una figura esquelética, que se apartó inmediatamente. Maestlin suspiró.

—¿Irá o no conmigo a Stuttgart?

A primera hora del día siguiente partieron hacia la capital de Württemberg. El humor de Kepler había mejorado notablemente y cuando arribaron a la primera escala, Maestlin se había desplomado mudo en un rincón del carruaje postal, agotado luego de tres horas de disquisiciones sobre los planetas, la periodicidad y las formas perfectas. Pretendían pasar, como máximo, una semana en Stuttgart, pero Johannes se quedaría seis meses.

Elaboró un plan magistral para promover su teoría de la geometría celeste.

—Veréis —confió a los demás comensales en la trippeltisch del palacio del duque—, he diseñado un vaso de aproximadamente este tamaño que será el modelo del mundo según mi sistema, vaciado en plata y con los signos de los planetas trabajados en piedras preciosas: Saturno el diamante, la Luna la perla y así sucesivamente… y, fijaos bien, ¡con un mecanismo de vertido a través de siete espitas pequeñas, correspondientes a los siete planetas, para servir siete bebidas distintas!

Los presentes lo miraron. Johannes sonrió y disfrutó de la silente sorpresa de sus contertulios. Un hombre grueso y de peluca, cuyas facciones coloradas y su porte erguido expresaban un jupiteriano poder absoluto, se quitó de la boca un trozo de cartílago y preguntó:

—Por favor, ¿le molestaría decirme quién costeará su maravilloso proyecto?

—Pues sí, señor, su excelencia el duque. Para eso estoy aquí. Sé que los príncipes gustan de entretenerse con juguetes inteligentes.

—¿De verdad?

Una mujer desmelenada con el cuello cubierto de encaje bueno y antiguo y algo que se parecía mucho a un herpes venéreo asomando en su labio superior, se inclinó para observar atentamente a ese joven estrafalario.

—En ese caso, debería cultivar la amistad de mi marido —dijo, asintió desconcertada bajo el peso del rebuscado capotillo y lanzó una enervante carcajada—. Por si no lo sabe, es el segundo secretario del embajador de Bohemia.

Johannes ladeó la cabeza con un ademán que, en medio de compañía tan elevada, supuso que serviría como reverencia.

—Me sentiría muy honrado de conocer a su esposo, madame —añadió como gesto final.

La señora sonrió y extendió la mano con la palma hacia arriba por encima de la mesa presentándole, cual si se tratara de una fuente con manjares, al rubicundo personaje de la peluca. Éste lo miró y de pronto, como si se tratase del sello de su cargo, mostró una boca llena de dientes de oro.

—Jovencito, le aseguro que el duque Federico es meticuloso con su dinero —declaró.

Todos rieron como si se tratara de un chiste conocido y volvieron a concentrarse en la comida. Un joven soldado de bigote lo contempló pensativo al tiempo que deshuesaba un trozo de pollo.

—¿Ha dicho siete tipos de bebida?

Johannes ignoró la actitud marcial y replicó:

—Sí, siete. Agua vitae por el Sol, coñac por Mercurio, hidromiel para Venus y agua para la Luna —contó ajetreadamente los planetas con los dedos—. Por Marte vermut, vino blanco por Júpiter y de la espita de Saturno… —rió con disimulo—, de Saturno sólo saldrá vino agrio o cerveza rancia para que los que ignoran la astronomía sean expuestos al ridículo.

—¿Qué…?

La pata de pollo se separó con un golpe seco. Kepler respondió con una sonrisa presuntuosa. Tellus, el jardinero mayor del duque —un hombre alegre y grueso, de cráneo liso y lampiño, cuya presencia en esa mesa de viajeros se debía al reciente trastocamiento del protocolo—, rió y exclamó:

—¡Atrapado, atrapado!

Los colores treparon al rostro del soldado. Lucía rizos castaños y grasos que llegaban hasta el cuello de su sobreveste de terciopelo.

Un hombre parecido a un ave asomó la cabeza por detrás del hombro del vecino de Kepler y cacareó:

—Bueno, quiere decir, si no lo he entendido mal, que, por así decirlo, no podremos conocer su maravillosa… su maravillosa teoría, ¿no? —Rió y rió, mercurial y enloquecido, agitando sus manos menudas.

—Tengo intención de pedir discreción al duque —reconoció Johannes—. Cada parte del vaso será fabricada por un platero y montada más adelante, a fin de garantizar que mi inventum no sea conocido antes del momento oportuno.

—¿Su qué…? —gruñó su vecino y se volvió bruscamente.

Era un individuo atezado y saturnino, con cabeza de campesino —posteriormente Johannes se enteró de que era barón—, que hasta ese momento había dado la impresión de que era sordo, consumiendo vorazmente un plato tras otro.

—Es latín —informó secamente Peluca—. Quiere decir su invento. —Dedicó a Kepler una severa mirada de reproche.

—Sí, quise decir invento… —reconoció Johannes con humildad.

De pronto se sintió acosado por las dudas. Esa mesa y esas personas, la sala situada a sus espaldas con las jerarquías mezcladas en otras mesas, los criados que corrían de un lado a otro y el griterío de los comensales, súbitamente todo se convirtió en expresión de un desorden irremediable. Se descorazonó. Su alegre petición de una audiencia con el duque, escrita deprisa el día que llegó a la corte, aún no había obtenido respuesta; cumplida una semana, la gélida ráfaga de ese silencio lo golpeó de lleno por primera vez. ¿Por qué había sido tan ingenuo y abrigado esperanzas tan excelsas?

Guardó los dibujos del vaso cósmico y se dispuso a poner inmediatamente rumbo a Graz. Maestlin apeló a una última reserva de paciencia, lo retuvo y lo convenció de que redactara una petición más elaborada. Johannes se dejó persuadir, hinchado como un pavo real. La respuesta a la segunda carta llegó con asombrosa presteza esa misma noche y en el margen, con letra infantil, le invitaban a fabricar una muestra del vaso y cuando nos lo veamos y lleguemos a la conclusión de que merece la pena su vaciado en plata, medios no faltarán. Maestlin le pellizcó el brazo y Kepler, fuera de sí, sonrió jubiloso y suspiró:

—¡Nos…!

Armado de tijera, engrudo y tiras de papeles de color, tardó una semana en montar la muestra sentado en el frío suelo de su habitación, en lo alto de un torreón ventoso. El modelo le gustó, con los planetas en rojo sobre órbitas de color azul cielo. Lo entregó amorosamente a los complicados vericuetos que lo llevarían a manos del duque y se dispuso a esperar. Pasaron varias semanas, un mes, otro y un tercero. Hacía mucho que Maestlin había regresado a Tubinga para supervisar la impresión del Misterium. Johannes se convirtió en una figura familiar de la aburrida vida cortesana, otro de esos pobres suplicantes dementes que, cual un cinturón de satélites, rondaban la presencia invisible del duque. Recibió una carta de Maestlin: Federico había solicitado su opinión experta en la cuestión. Le habían concedido audiencia. Kepler estaba indignado: ¡una opinión experta…!

Lo recibieron en un salón inmenso y espléndido. La chimenea de mármol italiano era más alta que él. De las enormes ventanas escapaba una gasa de pálida luz. En el techo, como un milagro colgante de guirnaldas de yeso y cabezas molduradas, un dibujo oval representaba la vertiginosa escena de un grupo de ángeles que ascendía en tomo a un dios colérico y barbudo, entronizado en la sombría atmósfera. El salón estaba atestado y los cortesanos se movían a la vez sin rumbo y decididos, como si interpretaran una compleja danza cuyos pasos solo se percibían desde arriba. Un lacayo tomó a Kepler del brazo, por lo que se volvió. Un hombrecillo delicado se le acercó y preguntó:

—¿Es usted Repleus?

—No, sí, yo…

—Me lo imaginaba. Nos hemos estudiado su modelo del mundo —sonrió dulcemente—. No tiene sentido.

El duque Federico estaba regiamente disfrazado con una túnica de tisú de oro y pantalón de terciopelo. Las joyas resplandecían en sus manos diminutas. Lucía rizos canos muy cortos, como una multitud de muelles, y en el mentón gastaba un pequeño cuerno velloso. Era suave y blando y Johannes pensó en la carne dulce y cerosa de una castaña cobijada en el cráneo lustroso de su cáscara. Percibió la medida de la zarabanda de los cortesanos pues estaba en su mismo centro. Intentó barbotar una explicación acerca de la geometría de su sistema del mundo, pero el duque alzó la mano.

—Sin duda todo eso es muy correcto e interesante pero ¿en dónde radica el significado general?

El modelo de papel reposaba sobre una mesa pintada a la laca. Dos órbitas se habían despegado. Kepler sospechó que un dedo ducal había toqueteado las entrañas del modelo.

—Señor, sólo existen cinco sólidos perfectos y regulares, llamados también formas platónicas. Se los denomina perfectos porque sus lados son idénticos. —El rector Papius quedaría impresionado al ver la paciencia que estaba mostrando—. De las infinitas formas que existen en el mundo de las tres dimensiones, sólo estas cinco figuras son perfectas: el tetraedro o pirámides, limitado por cuatro triángulos equiláteros; el cubo, con sus seis cuadrados; el octaedro, con ocho equiláteros; el dodecaedro, limitado por doce pentágonos, y el icosaedro, que presenta veinte triángulos equiláteros.

—Veinte —repitió el duque y asintió con la cabeza.

—Sí. Como puede ver aquí ilustrado, sostengo que en los cinco intervalos entre los seis planetas del mundo pueden inscribirse estos cinco sólidos regulares… —Se sobresaltó. El orate mercurial de la trippeltisch intentaba pasar por encima de él hacia el duque, seguía riendo y apretaba los labios a modo de silente disculpa. Johannes dio un codazo en las costillas de la criatura e insistió—: Pueden inscribirse… —y volvió a insistir—, para satisfacer exactamente —prosiguió jadeante— las cantidades entre los intervalos, tal como las midieron y las establecieron los antiguos. —Sonrió: lo había planteado claramente.

El loco volvió a soltarle zarpazos y vio que todos estaban presentes: la señora de la venérea, Meister Tellus, el soldado Kaspar, Peluca por descontado y, desde las lindes del baile, el barón melancólico. ¿Y qué? Estaba poniéndolos en su sitio. De pronto fue consciente de sí mismo: joven, genial y, por alguna razón, maravillosamente frágil.

—Como puede verse —añadió a la ligera—, he situado el cubo entre las órbitas de Saturno y Júpiter, el tetraedro entre las de Júpiter y Marte, el dodecaedro entre Marte y la Tierra, entre la Tierra y Venus el icosaedro y… mire, se lo enseñaré —abrió el modelo cual si fuera una fruta para revelar su interior secreto—, entre Venus y Mercurio he situado el octaedro. ¡Ya está!

El duque frunció el ceño.

—Pues sí, lo que ha hecho y cómo lo ha hecho es evidente —opinó el duque—, pero, si me permite, ¿podemos preguntar por qué?

—¿Por qué? —preguntó Kepler paseando la mirada del modelo desmembrado al hombrecillo que tenía delante—. Bueno… bien, porque…

Un espumajo de risa enloquecida resonó junto a su oreja.

El proyecto quedó en agua de borrajas. Aunque el duque estuvo de acuerdo en que se fabricara el vaso, pronto perdió el interés. El platero de la corte se mostró escéptico y del tesoro llegaron gritos de consternación. Johannes retomó atribulado a Graz. Había dilapidado medio año soñando con los favores principescos. Fue una lección que, según se dijo, debía recordar siempre. De todos modos, poco después una preocupación mucho más importante apartó de sus pensamientos esa humillante historia.

Uno de los inspectores de la escuela, el médico Oberdorfer fue el primero que lo abordó con sonrisa furtiva y —¿era posible?— un guiño de ojos y lo invitó a presentarse cierto día en la casa de Herr Georg Hartmann von Stubenberg, uno de los mercaderes de la ciudad. Acudió pensando que le pedirían que preparara un horóscopo o cualquiera de sus famosos calendarios. Pero no hubo encargo. Ni siquiera conoció a Herr burgomaestre Hartmann y ese apellido resonaría siempre en su memoria como el retumbo de una catástrofe del pasado. Perdió una hora en la escalera, agarrado a una copa de vino aguado e intentando pensar en lo que le diría al doctor Oberdorfer. En el gran salón de la planta baja iban y venían grupos de personas: mujeres exageradamente atildadas y obesos hombres de negocios, un obispo y los clérigos asistentes, un rebaño de jinetes de la caballería del archiduque, calzados con botas altas y torpes como centauros. Se casaba uno de los hijos de Hartmann. En una habitación alejada una orquesta de cuerdas tocaba y la música se dispersaba por la casa como el vuelo sin rumbo fijo de flechas delgadas y brillantes. Johannes se inquietó. No lo habían invitado oficialmente y lo perturbaban imágenes de desafío y expulsión. ¿Para qué lo quería Oberdorfer? El médico, hombre corpulento y pálido de mandíbula colgante y ojos húmedos demasiado pequeños, vibraba nerviosamente expectante, escudriñaba el gentío que pasaba por debajo y tarareaba a sotto voce, trazando un inarmónico contrapunto a los deslizamientos argentinos y embelesados de los músicos. Por fin hundió un dedo en la manga de Kepler. Una joven rolliza vestida de azul se aproximaba al pie de la escalera. El doctor Oberdorfer la miró de soslayo y maliciosamente.

—¿No le parece guapa?

—Sí, sí —murmuró Johannes, esforzándose por mirar la nada, temeroso de que la dama los oyera—, sí, claro, es muy guapa.

Para susurrar de lado como un mal ventrílocuo, Oberdorfer inclinó su cabezota temblorosa casi hasta apoyarla en el oído de Kepler.

—Por lo que me han dicho, también es rica. —La joven se detuvo, se agachó para hablar con un chiquillo pálido y con los labios apretados, vestido de pana, que volvió su rostro pétreo y tironeó enérgicamente de la mano de su aya. Kepler recordaría toda su vida a ese arisco Cupido. El doctor siseó—: Su padre… su padre tiene propiedades en el sur. Por lo que dicen, ha puesto una considerable fortuna a nombre de la joven. —Bajó aún más la voz—: Por cierto, la mujer también ha sido bien atendida por su… —titubeó—, por sus… bueno, por sus difuntos maridos.

—¿Sus…?

—Sí, sus maridos. —El doctor Oberdorfer cerró fugazmente sus ojillos—. Es tan trágico, tan trágico: ha enviudado dos veces. ¡Y es tan joven!

Johannes se dio cuenta de lo que el doctor tramaba. Se ruborizó y, asustado, subió un peldaño. La viuda le dirigió una mirada afligida. El doctor apostilló:

—Se llama Barbara Müller… de soltera, ja, ja, Müller. —Johannes lo miró y Oberdorfer tosió—. No es más que una broma, discúlpeme. Se apellida Müller, Müller zu Gössendorf, y por casualidad también es el apellido de su ultimísimo, de su último, mejor dicho, de su difunto marido… —Sus palabras se perdieron en un zumbido hosco.

—¿De verdad? —preguntó Johannes con desgana, se apartó de la mirada acuosa de su compañero y acabó por añadir—: De todas maneras, la encuentro algo gorda.

El doctor Oberdorfer reculó y replicó, sonriendo valientemente con torpe picardía:

—Más bien rolliza, maestro Kepler, rolliza. Y los inviernos son muy largos, ¿no? Ja, ja, ja.

Sujetó firmemente al joven del codo y lo guió escaleras arriba hasta un hueco donde aguardaba un hombre elegante, impecable y ceñudo que, sin entusiasmo, miró a Johannes de arriba abajo y murmuró:

—Mi querido señor —como si él, Jobst Müller, lo hubiera ensayado.

Así comenzó el asunto largo, complicado y sórdido de su casorio. Desde el primer momento le temió a la viuda joven y rolliza. Las mujeres eran un territorio extranjero cuya lengua ignoraba. Una noche de hacía cuatro años, durante una visita a Weilderstadt, embotado de cerveza y deseoso de afirmarse después de haber perdido a las cartas, se lió con una chica flaca y, según le aseguraron, virgen. Ésa era toda su experiencia del amor. Después la marrana había reído y probado con sus dientecillos amarillentos la calidad de la moneda que le entregó. Más allá del acto mismo, ese frenético ejercicio natatorio de ranas hasta el borde mismo de la catarata, había encontrado algo conmovedor en los costados delgados y en el pecho frágil de la muchacha, una rosa exuberante bajo la cofia vellosa. La muchacha era más pequeña que él, pero no podía decir lo mismo de Frau Müller. No, no, la perspectiva no le parecía halagüeña. ¿Acaso no era feliz tal como estaba? Suponía que así era más feliz de lo que lo sería con una esposa. Más adelante, cuando el matrimonio fracasó, responsabilizó de buena parte del desastre al trueque indecoroso por el cual llegó a celebrarse.

Descubrió que Graz era un pueblo muy pequeño: al parecer, todos sus conocidos participaron en los turbulentos preparativos de los esponsales. A veces creía ver una nota lasciva en el rostro mismo de la ciudad. El doctor Oberdorfer fue el negociador principal y contó con la asistencia de Heinrich Osius, antiguo profesor de la Stiftsschule. En septiembre los dos próceres viajaron a Mühleck para conocer las exigencias de Jobst Müller. El molinero abrió tímidamente la licitación y declaró que no estaba impaciente por ver casada una vez más a su hija. El tal Kepler no era un buen partido, ya que estaba escaso de medios y no tenía un futuro demasiado prometedor. ¿Cuál era su origen? ¿Acaso no era el vástago de un soldado disoluto? Oberdorfer replicó con un discurso que alababa la laboriosidad y el prodigioso saber del joven. Su mecenas era ni más ni menos que el duque Federico de Württemberg. Osius, al que había llevado por su franqueza, se refirió a la situación de doña Barbara: ¡tan joven y dos veces viuda! Jobst Müller frunció el ceño y se le crispó la mandíbula. Estaba harto de esa cantinela.

Los negociadores regresaron a Graz rebosantes de confianza. Surgió un obstáculo grave e inesperado cuando Stefan Speidel, secretario regional y amigo de Kepler, se mostró contrario a la boda. Conocía a la dama y opinaba que debía ser mejor atendida. Además, reconoció confidencialmente ante Kepler, prefería que contrajera matrimonio con un cortesano al que conocía, un hombre de influencia creciente. Le pidió disculpas y agitó la mano. Supongo que lo comprendes, Johannes, ¿no? A Johannes le costó trabajo disimular lo aliviado que se sentía.

—Sí, claro, Stefan, por supuesto que lo comprendo, se trata de una cuestión de conciencia y de asuntos de la corte. ¡Lo entiendo perfectamente, perfectamente!

La impresión del Misterium seguía su curso. Maestlin había conseguido para la obra el beneplácito del consejo universitario de Tubinga y supervisaba la composición realizada por los impresores Gruppenbach. Informó fielmente de la conclusión de cada capítulo y se quejó de los gastos de dinero y energía. Kepler le respondió con una animada nota en la que afirmaba que, después de todo, la asistencia a ese parto garantizaría fama inmortal al comadrón.

Kepler también estaba ocupado. Encolerizadas por su estancia de seis meses en la corte de Württemberg, las autoridades escolares habían seguido el consejo de los inspectores y le habían asignado clases de aritmética y de retórica en la escuela superior. Esas clases eran un verdadero tormento. Pese a sus tibias amenazas, el rector Papius se había abstenido de incrementar las obligaciones del joven maestro… pero a Papius lo habían llamado para ocupar la cátedra de medicina de Tubinga. Su sucesor, Johannes Regius, era un calvinista severo y enjuto. Kepler y él fueron enemigos desde el primer momento. Regius consideraba al joven irrespetuoso, mal educado y falto de domesticación: el mocoso debía casarse. Jobst Müller aceptó con el súbito chasquido de quien se juega un triunfo porque la propuesta de Speidel no había cuajado en nada real y el molinero de Mühleck aún tenía una hija que mantener. A Kepler se le cayó el alma a los pies. En febrero de 1597 se firmaron los desposorios y un día ventoso de finales de abril, sub calamitoso caelo, doña Barbara Müller se quitó los lutos de viuda y casóse por tercera y última vez en su corta vida. A la sazón Kepler contaba veinticinco años, siete meses y… dada la calamitosa disposición de los astros, no tuvo ánimos ni valor para calcularlo.

Después de la breve ceremonia en la colegiata, el banquete de bodas se celebró en la casa de la Stempfergasse que Barbara había heredado. Una vez firmado el acuerdo, en cuanto pudo volver a permitirse el lujo del desdén, Jobst Müller declaró que no había querido celebrar en su propio hogar, ante sus arrendatarios y sus criados, esa afrenta al apellido familiar. Asignó a Kepler una cantidad en efectivo, así como el rendimiento de un viñedo, y un subsidio para Regina, la niña. ¿No era suficiente? Pasó toda la mañana en silencio, con el entrecejo fruncido bajo el ala del sombrero, taciturnamente ebrio de su vino de Mühleck. Al verlo enfurruñado, Kepler extrajo una gota de amarga satisfacción llamándolo repetidas veces para un brindis, para pronunciar un discurso, pasándole un brazo por los hombros y apremiándolo para que cantara, cante, señor, un caluroso coro de buenas y viejas coplas de Gössendorf.

Hostigar al suegro fue el modo de eludir a la desposada. Apenas habían hablado o se habían visto durante los largos meses de la negociación y el día de los esponsales, cuando por casualidad se encontraban frente a frente, el desconcierto los paralizaba. Johannes notó meditabundo que Barbara parecía radiante, ésa era la palabra correcta. Era bonita de una forma vacua. Se agitaba nerviosa. Cuando en medio del tintineo de las copas en alto Johannes posó torpemente las manos en la espalda húmeda y temblorosa de Barbara y la besó en beneficio de los presentes, abrazó algo inesperadamente vivido y exótico, un ser de otra especie. Aspiró su aroma cálido y picante y se excitó. Se puso a beber sin freno y al rato estaba delirantemente borracho. Pero ni siquiera eso bastó para apaciguar sus temores.

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