Kepler

Kepler


II. Astronomia Nova

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Al retornar a Bohemia, encontraron a Tycho y a su circo provisionalmente alojados en la Posada del Grifo Dorado, a punto de trasladarse a la casa de Curtius en el Hradschin, morada que el emperador había comprado a la viuda del vicecanciller para cedérsela a Tycho. Kepler no podía creerlo. ¿Qué pasaba con las famosas campanas de los capuchinos? ¿Y con Benatek, con los esfuerzos y los gastos consagrados a su reconstrucción? Tycho se encogió de hombros: prosperaba con el derroche, con el majestuoso despilfarro de fortunas. El carruaje lo aguardaba bajo el letrero de la posada. Había espacio para Barbara y la niña. A Kepler le tocaba caminar. Subió jadeante la empinada colina de Hradschin, hablando para sus adentros y meneando su perturbada cabeza. Una compañía de la caballería imperial estuvo a punto de atropellarlo. Al llegar a la cumbre se dio cuenta de que había olvidado dónde se encontraba la casa y al preguntar, le dieron indicaciones incorrectas. Los centinelas de la puerta de palacio lo miraron recelosos cuando pasó por tercera vez. Hacía calor y el sol era un ojo gordo clavado en él con malicioso regocijo; miraba constantemente por encima del hombro con la esperanza de entrever una calle conocida a punto de apoderarse rápidamente del complicado paisaje que había montado con el propósito de desconcertarlo. Podría haber pedido ayuda en casa del barón Hoffmann, pero no era acogedora la idea de la mirada inflexible de la baronesa. Giró en una esquina y se dio cuenta de que había llegado. Ante la puerta había un carro y figuras heroicamente cargadas, con las piernas separadas, subían a duras penas la escalera. Doña Christine se asomó por una ventana del primer piso y gritó algo en danés; todos hicieron un alto y la contemplaron con una especie de sorpresa estupefacta y sin expectativas. La casa despedía una atmósfera desconsolada y desconcertada. Kepler deambuló por las espaciosas habitaciones vacías. Lo llevaron de regreso al vestíbulo, como si amablemente intentaran decirle algo. La tarde estival vacilaba en el umbral y en un gran espejo un paralelogramo de pared iluminado por el sol mantenía una inclinación jadeante, con una mancha más clara en el lugar del que habían quitado un cuadro. El ocaso fue una rúbrica de oro y en los jardines de palacio gorjeaba un mirlo extasiado. La niña Regina se encontraba al otro lado del umbral con la mirada perdida, cual la dorada figura de un friso. Kepler se mantuvo en las sombras, atento a los latidos de su corazón. ¿Qué veía Regina que tanto la absorbía? Podría haber sido una minúscula novia asomada a la ventana la mañana de su boda. En la escalera, a sus espaldas, resonaron pisadas y doña Christine bajó corriendo, sujetándose las faldas con una mano y esgrimiendo un atizador en la otra.

—¡No quiero a ese hombre en mi casa!

Kepler miró atentamente a doña Christine. Cabizbaja, Regina pasó deprisa junto a su padrastro y entró en la casa. Johannes se volvió y al pie de la escalera vio que se detenía una figura a lomos de una mula extenuada. El hombre vestía andrajos y apretaba contra el cuerpo un brazo vendado, como si fuera el sucio hato de pertenencias de un mendigo. Desmontó y subió la escalera a duras penas. Doña Christine se plantó en la puerta, pero el hombre la rodeó, mirando distraídamente a su alrededor.

—Estuve en Benatek, en el castillo —masculló—. ¡Ya no queda nadie!

La idea le causó gracia. Se sentó en una silla, junto al espejo, y sin prisa quitó el vendaje del brazo herido, arrojando al suelo espiral tras espiral de venda con una mancha de sangre regularmente repetida y cada vez más notoria, mancha que tenía la forma de un cangrejo cobrizo con un rubí rojo y húmedo en el centro. La herida, una rajadura de espada, estaba profundamente infectada. El hombre la observó con asco y presionó con cuidado el lívido cerco.

Porco Dio —murmuró y escupió en el suelo.

Doña Christine alzó los brazos en señal de desesperación y se alejó, hablando para sus adentros.

—Mi esposa puede vendarle la herida —dijo Kepler.

De un bolsillo del jubón de cuero el italiano sacó un trozo de trapos sucios, lo rasgó con los dientes y envolvió la herida. Alzó las puntas para que alguien las atara. Al agacharse Kepler percibió el calor de la carne supurante y su picante hedor.

—Por lo que parece, aún no lo han ahorcado —comentó el italiano.

Kepler lo contempló y al levantar lentamente la mirada hacia el espejo, vio a Jeppe a sus espaldas.

—Todavía no, amo, todavía no —intervino el enano sonriente—. ¿Y qué hay de usted?

Kepler volvió a mirar al italiano.

—Fíjese, está herido, su brazo…

El italiano rió, se recostó sobre el espejo y se fundió con su propia imagen.

Lo llamaban Félix. De él se contaban diversas historias. Había luchado contra los turcos, embarcado con la flota napolitana. Por lo que decía, había sido alcahuete de todos los cardenales de Roma. Se había cruzado por primera vez con el danés en Leipzig, dos años atrás, cuando Tycho deambulaba hacia el sur, rumbo a Praga. El italiano se había fugado, hubo una pelea por una puta y murió un guardia vaticano. Estaba hambriento y Tycho lo contrató para que escoltara a Bohemia sus animales domésticos, con lo que mostró un insólito sentido del humor. De todos modos, la broma salió mal. Tycho jamás le perdonó la pérdida del alce. Alertado por doña Christine, salió rugiendo al vestíbulo para echarlo con cajas destempladas. Pero Kepler y el enano ya lo habían hecho desaparecer en el primer piso.

Daba la impresión de que moriría. Pasó días enteros tendido en un jergón en una de las enormes estancias vacías del ático, delirando y blasfemando, enloquecido por la fiebre y la pérdida de sangre. Temeroso de que estallara el escándalo si el renegado moría en su casa, Tycho mandó llamar a Michael Maier, el médico imperial, un hombre discreto y meticuloso. Le aplicó sanguijuelas, le administró un purgante y jugó ansioso con la idea de amputarle el brazo envenenado. El tiempo era cálido y no había brisa, la habitación parecía un horno; Maier ordenó que cerraran la ventana y corrieran las cortinas para evitar la influencia malsana del aire puro. Kepler pasó muchas horas junto al lecho del enfermo, secando la frente empapada del italiano o sujetándolo de los hombros mientras vomitaba los restos verdosos de su vida en una palangana de cobre que cada noche era enviada a palacio, al arúspice Maier. En ocasiones, por la noche, sentado ante su escritorio, repentinamente alzaba la cabeza y aguzaba el oído, creyendo haber percibido un gemido, ni siquiera eso: una flexión de dolor que rasgaba como una grieta la delicada cúpula de la luz de las velas, dentro de la cual permanecía sentado. En esas circunstancias, ascendía por la casa en silencio y permanecía un rato junto a la inquieta figura tendida en el jergón. En esa penumbra fétida experimentó una vivida y sobrecogedora sensación de su propia presencia, como si durante unos segundos le devolvieran una dimensión de sí mismo que la luz del sol y otras vidas no le concedían. Con frecuencia el enano se le anticipaba y se acuclillaba en el suelo sin emitir más sonido que el rápido e inequívoco latido de su respiración. No hablaban, se limitaban a esperar juntos como asistentes al santuario de una oráculo demente.

Una mañana el joven Tyge subió al ático, rodeó la puerta con su repugnante sonrisa y asomó la punta de su lengua sonrosada.

—Pues aquí está el alegre trío. —Se paseó hasta la cama y estudió al italiano enredado en la sábana—. ¿Todavía está vivo?

—Está durmiendo, joven amo —respondió Jeppe.

Tyge tosió.

—Por Dios que apesta. —Se acercó a la ventana, abrió las cortinas de par en par y contempló el magnífico cielo azul. Los pájaros gorjeaban en los jardines imperiales. Tyge se dio la vuelta y rió—. Dígame, doctor, ¿cuál es

su pronóstico?

—La ponzoña se ha extendido desde el brazo —replicó Kepler y se encogió de hombros. Esperaba que el joven se largara de una vez—. Es posible que no sobreviva.

—Ya conoce el refrán: quien a hierro mata… —La segunda parte se confundió con una carcajada—. Ay, por Dios, qué cruel es la vida. —Se llevó la mano al corazón—. ¡Miradlo, agoniza como un perro en tierra extraña! —Se dirigió al enano—: Dime, monstruo, ¿no es suficiente para hacerte llorar?

Jeppe sonrió.

—Amo, es usted muy ingenioso.

Tyge lo miró.

—Ya lo creo. —Se alejó malcarado y volvió a contemplar al enfermo—. En una ocasión nos encontramos en Roma, donde él era un gran chulo. Aunque dicen que, personalmente, prefiere a los donceles. Los italianos son así. —Miró a Kepler por el rabillo del ojo—. Creo que usted le resultaría demasiado maduro. Pero es posible que esta rana se adapte a sus debilidades. —Se detuvo antes de salir—. A propósito, mi padre quiere que se reponga para tener el gusto de echarlo a patadas Hradschin abajo. Formáis una extraordinaria pareja de cuidadores. Miradlo.

El italiano se recuperó. Un día Kepler lo encontró asomado a la ventana, vestido con una camisa sucia. No quiso hablar, ni siquiera se volvió, como si fuera incapaz de romper esa absorta contemplación del mundo que había estado a punto de perder: la lejanía brumosa, las nubes, la luz del verano acariciando su rostro vuelto hacia el cielo. Kepler se marchó sigilosamente y por la noche el italiano lo miró como si fuera la primera vez que se encontraban y lo apartó cuando pretendió cambiarle la venda encostrada que le cubría el brazo. Quería comida y bebida.

—¿Dónde está el

nano? Dígale que venga, ¿eh?

Para Kepler los días siguientes supusieron el ceniciento despertar de un sueño. El italiano seguía mirándolo con profundo desconocimiento. ¿Qué esperaba? Afecto no y menos aún amistad, nada tan insípido como semejantes sentimientos. Tal vez soñara con una especie de temible camaradería, a través de la cual podría acceder a ese mundo de acción e intensidad, a la Italia del espíritu, de la que ese renegado era mensajero. ¡Vida, vida, eso era lo que esperaba! En el italiano creyó reconocer por fin, aunque vicariamente, la espléndida y estimulante sordidez de la vida real.

Con esa hipocresía azarosa que Kepler tan bien conocía, los Brahe celebraron la recuperación de Félix como si fuera su niño mimado. Lo bajaron de la vacía habitación, le regalaron un traje nuevo y, sonrientes, lo llevaron al jardín, donde la familia comía a la sombra de los álamos. El danés lo sentó a su diestra. Aunque la celebración comenzó con brindis y palmadas en la espalda, muy pronto se convirtió en un ebrio rencor. Enfermo y medio borracho, Tycho mencionó una vez más el doloroso tema del alce perdido, pero en medio de estentóreos vituperios cayó dormido sobre el plato. El italiano comió como un perro, con celo y prisa circunspecta: también conocía al dedillo a esos daneses caprichosos. Su brazo reposaba en un cabestrillo de seda negra que había preparado Elizabeth, la hija de Tycho. Tengnagel amenazó con arrojar al italiano a los espadachines si no dejaba en paz a Elizabeth, se puso de pie, arrojó la silla y abandonó la mesa. Félix rió; el junker ignoraba lo que todos sabían: mucho antes, en Benatek, el italiano ya había pulido el cuerpo de esa mozuela. Y no había regresado por ella. Por lo que le contaron, la corte praguense era rica y estaba presidida por un imbécil. ¿Era posible que Rodolfo pudiera aprovechar los servicios de un hombre de su talento? El enano consultó a Kepler y éste respondió con irónica gracia:

—Vaya, tuve que esperar un año para que su amo concertara una audiencia en mi nombre y desde entonces sólo he estado dos veces en palacio. ¿Cree que tengo alguna influencia?

—Pronto la tendrá —susurró Jeppe—, antes de lo que imagina.

Kepler guardó silencio y desvió la mirada. Las dotes proféticas del enano lo perturbaban. Tycho Brahe despertó súbitamente.

—Señor, lo requieren —dijo Jeppe con tono sereno.

—Y yo te requiero a ti —gruñó Tycho y se frotó los ojos legañosos.

—Pues aquí estoy.

Tycho lo observó cansino con una especie de infortunado resentimiento.

—Bah.

Indudablemente era un hombre enfermo. Kepler tuvo conciencia de que el enano sonreía a sus espaldas. ¿Qué veía esa criatura en el futuro de todos? Del cielo llegó un viento cálido y el sol de la tarde adquirió un matiz ocre oscuro, como si la ventolera lo hubiese magullado. Los álamos se estremecieron. De repente le pareció que todo temblaba al borde de la revelación, como si esas contingencias de luz, clima y actividad humana hubieran tropezado casi con un modo de expresión. Félix hablaba en voz queda con Elizabeth Brahe y se las ingeniaba para que los lóbulos de sus orejas translúcidas brillaran de agitación. El italiano partiría antes de que acabara el año, esta vez para siempre, perdido el interés por el mecenazgo imperial, aunque para entonces la profecía de Jeppe se cumpliría y el astrónomo se convertiría, por cierto, en un hombre influyente.

Kepler volvió a consagrarse a su trabajo sobre Marte. A su alrededor la situación mejoró. Harto de disputas, Christian Longberg regresó a Dinamarca y no se habló más de la apuesta. Casi nunca veía a Tycho Brahe. Corrían rumores de peste y de avanzadas turcas y necesitaban consultar frecuentemente las estrellas. Cada vez más nervioso, el emperador Rodolfo había sacado a su matemático imperial de Benatek, pero la casa de Curtius no estaba lo bastante cerca y el danés acudía constantemente a palacio. Hacía buen tiempo: días de color vino del Mosela y noches espectaculares y cristalinas. En ocasiones Kepler se sentaba junto a Barbara en el jardín o recorría apaciblemente el Hradschin en compañía de Regina, admirando las casas de los ricos y contemplando el paso de la caballería imperial. En agosto los rumores sobre la peste obligaron a clausurar las grandes casas durante la temporada y hasta la caballería encontró excusas para trasladarse. El emperador levantó el campamento en dirección a su residencia campestre de Belvedere y llevó consigo a Tycho Brahe. La apacible melancolía del verano se aposentó en la colina desierta y Kepler recordó que de niño, al final de cualquiera de sus enfermedades frecuentes, deambulaba sobre las piernas temblorosas por una ciudad que se volvía mágica en virtud de la mera ausencia de sus compañeros de estudio por las calles.

Inopinadamente Marte le ofreció un regalo cuando, con sorprendente facilidad, Johannes refutó la oscilación copernicana y demostró, gracias a los datos acumulados por Tycho, que la órbita del planeta cruza el sol en un ángulo fijo con respecto a la órbita de la tierra. También obtuvo victorias menores. Sin embargo, a cada paso que daba, invariablemente afrontaba el enigma de la variación evidente de la velocidad orbital. Se remontó al pasado en busca de consejo. Tolomeo había salvado el principio de la velocidad uniforme a través del

punctum equans, un punto del diámetro de la órbita desde el cual la velocidad parece invariable para un observador imaginario (a Kepler le divertía figurarse a ese hombre viejo y brusco, con el triquetum de bronce, los ojos llorosos y una certidumbre presuntuosa e ilusoria). Escandalizado por el juego de manos de Tolomeo, Copérnico había rechazado el ecuante por considerarlo descaradamente chabacano, pero no había encontrado nada que lo sustituyera salvo la tosca combinación de cinco movimientos uniformes epicíclicos y superpuestos. También fueron maniobras inteligentes y sofisticadas y salvaron los fenómenos de una manera admirable. Kepler se preguntó si los grandes predecesores habían considerado que representaban el verdadero estado de cosas. La cuestión lo perturbaba. ¿Acaso existía una nobleza innata, ausente en él, que le situaba por encima de lo puramente empírico? ¿Era irredimiblemente vulgar su búsqueda de las formas de la realidad física?

Un sábado por la noche se encontró con Jeppe y el italiano en una taberna del Kleinseit. Estaban con un par de ayudantes de cocina de palacio, un serbio tuerto y gigante y un sujeto huraño y bajito, de Württemberg, que afirmó haber servido en las campañas húngaras codo a codo con el hermano de Kepler. Se llamaba Krump. El serbio se llevó la mano al bolsillo y sacó un florín para invitar a una ronda de schnapps. Alguien atacó con el violín y un trío de colipoterras entonó una canción picaresca y danzó. Krump las miró con los ojos entrecerrados y escupió.

—Están infestadas, las conozco —aseguró Krump.

El serbio estaba encantado y con su único ojo semejante a una ostra devoraba a las marranas que se contorsionaban y seguía el ritmo de la giga golpeando la mesa con la mano. Kepler pidió otra ronda.

—Ah —dijo Jeppe—. Esta noche el señor Matemático está exultante. ¿Acaso mi amo se ha equivocado y le ha pagado su salario?

—Algo por el estilo —replicó Kepler y se sintió como un perro dichoso.

Jugaron a los naipes y siguieron bebiendo. El italiano vestía traje de terciopelo y sombrero flexible. Kepler lo vio escamoteando una jota. Ganó, sonrió a Kepler, pidió que tocaran otra giga, se puso de pie, hizo una profunda reverencia e invitó a bailar a las putas. Las velas de la barra de la taberna temblaron con las pisadas.

—Es un hombre muy animado —afirmó Jeppe.

Kepler asintió y sonrió sin saber a qué carta quedarse. El baile se convirtió en un tumulto generalizado y súbitamente se encontraron en el callejón. Una de las putas cayó y permaneció tendida, riendo y agitando en el aire sus fornidas piernas. Kepler se apoyó en la pared y contempló a los danzantes que, como cabras, trazaban círculos en el charco de luz que escapaba de la ventana de la taberna. De repente, de la nada y de todas partes, de la música del violín, la luz parpadeante y las pisadas, de la danza en círculo y la ebria mirada del italiano, le llegó el fragmento irregular de un pensamiento: falso. ¿Qué era falso? Ese principio era falso. Una de las putas le metió mano. Sí, por fin lo había comprendido.

El principio de la velocidad uniforme es falso. Le causó mucha gracia, sonrió, se volvió de lado y vomitó distraídamente en la cuneta. Krump le posó una mano en el hombro.

—Oiga, amigo, si vomita en un aro pequeño, procure que nada se derrame… ¡porque será el agujero de su culo!

A sus espaldas, el italiano celebró la ocurrencia. ¡Por Cristo, claro que era falso!

Visitaron otra taberna y luego una tercera. El serbio se perdió por el camino y Félix y el enano se alejaron del bracete en la oscuridad, acompañados por las tres meretrices. Krump y el astrónomo regresaron tambaleantes al Hradschin, se cayeron, gritaron y entonaron canciones lloriqueantes de Württemberg, su patria chica. Entre gallos y medianoche, cuando por fin encontró su esquiva morada, Kepler —con la imaginación al rojo vivo y fija en la imagen de una zorra retozona— intentó, con muchos susurros y risillas, colocar en una postura exótica el cuerpo rígido de Barbara. Al despertar esa mañana reseca y angustiada, ya no recordaba los propósitos de la noche anterior, si bien algo quedaba del experimento abandonado en el perfil de la gruesa cadera de Barbara y en el aroma picante de su pis en el orinal de barro que estaba bajo la cama. Durante una semana Barbara no le dirigió la palabra.

Más tarde, cuando se despejaron de su cabeza los vapores del osario, cual un coleccionista sin blanca al que le han robado su tesoro, Kepler analizó el entendimiento que le fue concedido, según el cual el principio de la velocidad orbital uniforme era un dogma falso. Era la única respuesta, la más evidente, al problema de Marte, probablemente al de todos los planetas, pero durante más de dos mil años había eludido a los más grandes inquisidores de la astronomía. ¿Y por qué le fue concedida esa anunciación? ¿Qué ángel llegado de los cielos se la susurró al oído? El proceso lo maravilló, le fascinaba que una parte de su mente hubiese trabajado en secreto y en silencio mientras el resto de su persona se emborrachaba, hacía el loco y deseaba a aquellas putas sifilíticas. Se sintió abrumado por una insólita humildad. Debía ser mejor persona, portarse bien, hablar con Barbara y oír sus quejas, tener paciencia con el danés y rezar… por lo menos hasta el advenimiento de nuevos problemas.

Los problemas no tardaron en presentarse. Su rechazo de la velocidad uniforme lo puso todo patas arriba y se vio obligado a empezar de nuevo. No se desalentó. Al fin y al cabo, era un trabajo real, profundamente digno de su persona. Donde antaño habían existido especulaciones abstractas, en el Misterium, hogaño estaba la realidad propiamente dicha. Se trataba de observaciones precisas de un planeta visible, coordenadas fijas en el tiempo y en el espacio. Eran acontecimientos. No por casualidad le habían encomendado el estudio de Marte. Christian Longberg, el idiota celoso, había insistido en quedarse la órbita lunar. Kepler rió e imaginó las puntas temblorosas de las alas angelicales, el dedo alzado. En ese momento supo que Marte era la clave del secreto del funcionamiento del mundo. Sintió que estaba suspendido en el aire tenso y brillante, convertido en un nadador celestial. Y siete meses se convirtieron en diecisiete.

Tycho le dijo que estaba loco: el principio de la velocidad uniforme era incuestionable. ¡Al cabo de pocos días afirmaría que los planetas no trazan círculos perfectos! Kepler le restó importancia. Fueron las observaciones del danés las que mostraron la falsedad del principio. No, no,

no. Tycho meneó su cabezota calva y sostuvo que debía existir otra explicación. Kepler estaba sorprendido. ¿Por qué buscar otra respuesta cuando había dado con la correcta? En la escotilla de su mente había un facturador con la pizarra, la pluma y el hígado enfermo, un facturador que no daba pie a pensar lo mejor. Tycho Brahe desesperó: se habían ido al traste las pocas posibilidades de que ese orate suabo resolviera los problemas que planteaba Marte. Kepler lo animó: espere, mire… ¿dónde está mi brújula?, ¡la he perdido!, ¡la cuestión está prácticamente resuelta! Aún suponiendo una tasa de velocidad variable, para definir la órbita le bastaba con determinar el radio del círculo, la dirección con respecto a las estrellas fijas del eje que conectan afelio y perihelio y la posición de dicho eje en relación con el sol, el centro orbital y el

punctum equans, que de momento mantendría como instrumento de cálculo. Claro que sólo podía realizarse mediante un proceso de tanteo, pero… ¡espere un momento! Tycho se largó mascullando entre dientes.

Hizo setenta intentos. Al final, de las novecientas páginas de cálculos escritas con letra pequeña extrajo un conjunto de valores que, con un error de sólo dos minutos de arco, daban la posición correcta de Marte según las observaciones de Tycho. Abandonó las temibles profundidades y comunicó su éxito a cuantos estuvieron dispuestos a escucharlo. Escribió a Longberg a Dinamarca y reclamó el pago de la apuesta. En ese momento lo dominó, como si fuera un enamorado demente, la fiebre que había logrado mantener a raya con promesas y plegarias. Cuando ésta se agotó, retomó a los cálculos e hizo una prueba definitiva. En realidad, no era más que un juego, un regodeo en su propio triunfo. Escogió otro grupo de observaciones y las aplicó a su modelo. No encajaron. Hiciera lo que hiciese, siempre aparecía un error de ocho minutos de arco. Se apartó del escritorio pensando en puñales, en la copa de veneno, en arrojarse por los aires desde la alta muralla del Hradschin. En un escondrijo secreto de su corazón, crecía una felicidad disparatada ante la posibilidad de arrojar por la borda todo lo que hasta entonces había hecho y empezar de cero. Era el gozo del fanático en su celda: en la mano el látigo de la flagelación. Y diecisiete meses se convirtieron en siete años para cumplir la tarea.

Su cerebro sobrecargado lanzó chispas de energía excedente y se figuró todo tipo de empresas originales e ingeniosas. Desarrolló el método para medir el volumen de toneles de vino mediante secciones cónicas: el conservador de las bodegas imperiales quedó cautivado. Johannes sometió a prueba su vista y se fabricó unas complicadas gafas con lentes esmeriladas en Linz por su viejo amigo Wincklemann. El prosaico milagro del agua siempre lo había fascinado: inventó relojes de agua y diseñó un nuevo tipo de bomba que impresionó a los ingenieros imperiales. Algunos de sus proyectos provocaron la risa de los Brahe. Diseñó una barredora automática, que funcionaba por succión a partir de un fuelle de doble válvula adosado a las ruedas de trinquete del utensilio. Consultó a las fregonas para su proyecto de una máquina de lavar: una tina enorme con paletas impulsadas a pedal. Las fregonas escaparon riendo solapadamente. Fueron pasatiempos divertidos y al final de la jornada lo aguardaba el sempiterno problema de Marte.

Le gustaba trabajar de noche y gozaba del silencio, el brillo de las velas y la despierta oscuridad; el alba siempre lo sorprendía con la sensación de entrever el otro extremo de las cosas, todavía nuevo e inmaculado. En casa de Curtius se había refugiado en un cuartucho del ático, donde podía aislarse. Pasó el verano. A primera hora de una mañana de octubre oyó pisadas al otro lado de la puerta, se asomó y vio a Tycho Brahe en el pasillo, con los brazos cruzados y mirando pensativo sus enormes pies desnudos. Vestía camisa de dormir y una capa apenas echada sobre los hombros. Tras él, junto a la pared de enfrente, se agazapaba el enano Jeppe. Semejaban buscadores agotados y desalentados en pos de una nadería definitivamente perdida. Tycho miró a Kepler sin inmutarse.

—El sueño —dijo el danés—, no consigo conciliar el sueño.

Como si se tratara de una señal, afuera estalló un sonido vehemente. Kepler aguzó el oído y sonrió.

—Campanas —dijo.

Tycho frunció el ceño.

El cuarto de Kepler era una caja marrón y repleta, provista de jergón, taburete y una mesa destartalada y plagada de papeles. Tycho se sentó pesadamente y se acomodó la capa. Jeppe se deslizó bajo la mesa. Súbitamente la lluvia azotó la ventana: el cielo se rajaba y caía sobre la ciudad en vendas ondulantes. Kepler se rascó la cabeza y, casi sin darse cuenta, se miró las uñas: de nuevo tenía piojos.

—¿Ha hecho progresos? —preguntó Tycho y señaló los papeles enmarañados.

—Sí, algunos.

—¿Sigue aferrado al sistema copernicano?

—Como base de cálculo no está mal… —Con eso no era suficiente—. Sí, sigo a Copérnico —añadió con gravedad.

Daba la sensación de que el danés no lo había oído. Tenía la mirada perdida en dirección a la puerta, de cuyo gancho colgaba un uniforme cortesano enmohecido, incluidos el sombrero emplumado y la faja, fláccido espectro del anterior dueño de casa, el difunto vicecanciller. Jeppe se movió bajo la mesa y masculló.

—He venido a hablar con usted —añadió Tycho.

Kepler se dispuso a escucharlo, pero el danés guardó silencio. Miró los enormes pies amarillos de Brahe, aferrados a las tablas del suelo como un par de animales cortos de entendederas. En su época Tycho Brahe había establecido la posición de mil estrellas y creado un sistema del mundo más elegante que el de Tolomeo. Su libro sobre la nueva estrella de 1572 le había procurado fama a lo largo y ancho de Europa.

—He hecho… —explicó Kepler, alzando la pluma y observándola con el ceño fruncido—, he hecho un modesto descubrimiento relativo al movimiento orbital.

—¿Es posible que, después de todo, sea invariable? —Tycho rió inopinadamente.

—No —respondió Kepler—. Sin embargo, parece que el radiovector de cualquier planeta barre superficies iguales en el mismo tiempo. —Miró a Tycho—. Lo tengo por una ley.

—Moisés Matemático —dijo Jeppe y rió.

Aunque seguía lloviendo, hacia el este las nubes mostraban una hendedura luminosa. Se oyó un súbito aleteo junto a la ventana. La pluma de acero de Kepler, que no estaba dispuesta a ser derrotada por el diluvio exterior, depositó sobre sus papeles, con un crujido parturiento, un manchón de tinta.

—Campanas —musitó Tycho con voz queda.

Esa noche lo trasladaron borracho a su morada después de cenar en la ciudad, en casa del barón Rosenberg, y orinó en la chimenea del salón principal, despertando a todos con sus alaridos y con el hedor de su meada farfullante. Pateó al enano y se tambaleó escaleras arriba hasta su cama, de la que doña Christine, protestando rabiosa, ya había escapado. La casa entera acababa de conciliar el sueño cuando el amo volvió a despertarla reclamando lumbre, a su bufón y una comida compuesta de huevos de codorniz y coñac. Al mediodía siguiente exigió la presencia de Kepler junto a su lecho.

—Estoy enfermo.

Tycho tenía una jarra de cerveza en la mano y el lecho estaba cubierto de migas de pasteles.

—Tal vez no debería beber tanto —osó decir Kepler.

—¡Tonterías! Algo ha reventado en mi tripa: ¡mire! —Con profundo orgullo señaló la palangana de orina ensangrentada que reposaba en el suelo, a los pies de Kepler—. Anoche, en casa de Rosenberg, aguanté la vejiga llena tres horas, no me levanté de la mesa por temor a ser descortés. Ya sabe cómo son esos festines.

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