Kepler

Kepler


II. Astronomia Nova

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—No, no lo sé —replicó Kepler.

Tycho frunció el entrecejo y bebió un sorbo de cerveza. Miró atentamente a Kepler unos segundos.

—Cuídese de mi familia, intentará entorpecer su labor. Póngase en guardia con Tengnagel, que es tonto pero ambicioso. Y proteja a mi pobre enano. —Hizo una pausa—. Acuérdese de mí y de todo lo que he hecho por usted. Que no parezca que he vivido en vano.

Kepler subió sonriente a su habitación. ¡Todo lo que ha hecho por mí! Barbara se le había adelantado y estaba revolviendo sus cosas. La rodeó hasta llegar a la mesa y, sin dejar de protestar, se lanzó sobre sus papeles.

—¿Cómo está? —preguntó Barbara.

—¿Qué? ¿Quién?

—¡Vaya preguntas!

—Ah, no es nada. Se excedió con el vino.

La mujer guardó silencio unos instantes, permaneció detrás de Johannes cruzada de brazos y acumuló resentimientos. Finalmente añadió:

—¿Cómo puedes… cómo puedes ser tan… ser tan…?

Kepler se volvió para mirarla.

—¿De qué estás hablando?

—¿Se te ha ocurrido pensar qué será de nosotros cuando muera?

—¡Mujer, por Dios! Estuvo cenando con sus amigos elegantes, bebió más de la cuenta, como de costumbre, tuvo pereza de ir a mear y se fastidió la vejiga. Mañana lo habrá superado. Permíteme que te diga que sé lo suficiente de asistencia a enfermos como para reconocer una enfermedad mortal de necesidad cuando…

—¡Tú no reconoces nada! —Al chillar Barbara, un fino rocío de saliva humedeció la cara de Kepler—. Crees que estás vivo con tus estrellas, tus queridas teorías y tus leyes de esto, aquello y lo de más allá… —Los lagrimones escaparon de sus ojos, se le quebró la voz y escapó corriendo del cuartucho.

Tycho empeoró vertiginosamente. Una semana más tarde Kepler volvió a visitarlo en sus aposentos. Estaba rodeado de familiares, discípulos y emisarios de la corte, suspendidos y mudos como los reunidos en la penumbra de las aristas del sueño. Tycho estaba entronizado en su alto lecho, rodeado por la luz de una antorcha. La piel le colgaba en bolsas alrededor del rostro encogido y tenía la mirada perdida. Aferró la mano de Kepler.

—Acuérdese de mí y que no parezca que he vivido en vano.

A Kepler no se le ocurrió respuesta alguna y sonrió sin poderse controlar, asintiendo y volviendo a asentir. Doña Christine tironeó del paño de su vestido y miró atontada a su alrededor, como si intentara recordar algo. Cubierto de lágrimas, el enano intentó saltar sobre la cama, pero alguien se lo impidió. Kepler reparó en que Elizabeth Brahe estaba encinta. Tengnagel se ocultaba detrás de ella. Se oyó una baraúnda al otro lado de la puerta y Félix entró hecho una tromba, hablando en italiano por encima del hombro con alguien que permanecía fuera. Se acercó a la cama y, apartando a Kepler, tomó la mano del danés. Pero Tycho Brahe ya había muerto.

Después del oficio utraquista, lo enterraron en la Teynkirche de Praga. La casa del Hradschin estaba rodeada por un halo de dolida sorpresa, como si un ala se hubiese derrumbado brusca y silenciosamente. Una mañana descubrieron que el italiano había partido y se había llevado a Jeppe. Nadie supo dónde fueron. Kepler también pensó en largarse pero ¿adónde podía ir? Después llegó un mensaje de palacio, en el que le informaban que lo habían nombrado sucesor del danés como matemático imperial.

Todos decían que el emperador Rodolfo era inofensivo, a pesar de que estaba un poco loco. Cuando por fin llegó el momento de que Kepler lo viera por primera vez, un espasmo de temor atenazó el corazón del astrónomo en su puño ígneo. Aún faltaban diez meses para la muerte del danés. Para entonces Kepler llevaba casi un año en Bohemia, pero los modales grandilocuentes de Tycho no hacían casi de indirectas. Se encogía de hombros y empezaba a tararear cada vez que Kepler osaba decirle que había postergado demasiado su presentación.

—Su majestad es… difícil.

Subieron penosamente por el Hradschin y giraron entre las altas murallas que conducían a la puerta. A su alrededor se extendía la economía de la nieve: una blancura infinita y sólo los surcos negros del camino, la pared sin color. El cielo había adquirido el matiz del pellejo de una liebre. El caballo tropezó sobre el hielo acumulado y un mendigo rastrero se acercó corriendo y los miró boquiabierto a través de la ventanilla del carruaje, como en una muda imprecación. Resbalaron pesadamente hasta detenerse sobre el puente de madera que llevaba a la puerta. El caballo piafó y bufó, arrojando conos de vapor por los ollares ensanchados. Kepler asomó la cabeza por la ventanilla. El aire era cortante. El portero, un individuo gordo y envuelto en pieles salió de la caseta, habló con el cochero y les franqueó el paso. Tycho le arrojó una moneda.

—Ah —suspiró el danés—, ah, cuánto detesto este país. —Acomodó la piel de oveja con que se cubría las rodillas. Se habían internado por los jardines palaciegos. Los árboles negros se deslizaban despacio, alzadas las ramas desnudas como asombradas del frío—. ¿Por qué me fui de Dinamarca?

—Porque…

—¿Por qué? —Tycho lo miró funestamente y lo desafió a que siguiera hablando.

Kepler suspiró.

—No lo sé. Cuéntemelo.

Tycho dirigió su mirada a la brumosa atmósfera exterior.

—Nosotros, los Brahe, hemos sido maltratados por la familia real. Mi tío Jorgen Brahe evitó que el rey Federico se ahogara en el Sund, en Copenhague, y murió en el intento, ¿no lo sabía? —Kepler lo sabía. Se trataba de una anécdota narrada a menudo. Poco a poco el danés montaba un buen rapto de ira—. Y el jovencito Cristian tuvo el descaro de desterrarme de mi santuario isleño, de mi fabuloso Uranienburg, que me fue concedido por cédula real cuando él aún era un mocoso lloriqueante en el regazo de su ama de cría… ¿sabía

esto? —Oh, lo sabía, sabía esto y mucho más. Tycho había gobernado en Hveg como un turco despótico, hasta que se volvió intolerable incluso para una persona tan moderada como el rey Cristian—. ¡Ay, Kepler, la perfidia de los príncipes! —Miró furibundo el palacio que se aproximaba a su encuentro en medio de la luz gélida de la tarde.

Los hicieron esperar a las puertas de la sala de audiencias. Otros habían llegado antes, figuras difusas, deprimidas y propensas a suspirar y a cruzar y descruzar las piernas. Hacía un frío impío y Kepler tenía entumecidos los pies. Su aprensión dominó el peso gris del tedio cuando el ayuda de cámara —un hombrecillo fofo e inmaculadamente vestido— se acercó deprisa y habló en voz baja con el danés. El pecho de Kepler ya estaba dominado por un ardiente estrangulamiento, como si sus pulmones, asustados una fracción de segundo antes de la llegada del momento tan anhelado y temido, hubiesen aspirado una rápida bocanada de aire para amortiguar la sorpresa. Necesitaba hacer pis. Creo que debo irme y… ¿me disculpáis…?

—¿Sabe… sabe qué nos ha dicho uno de nuestros cuatro matemáticos? —preguntó el emperador—. Nos dijo que si se trasponen los dígitos de cualquier número doble y el resultado de la trasposición se resta del original, o a la inversa, según cuál tenga mayor valor, en todos los casos el resultado es divisible por nueve. ¿No le parece una operación maravillosa? Siempre por nueve. —Era un hombre bajo, rollizo y maduro, de mirada melancólica. La barbilla voluminosa nidificaba como una paloma en una especie de barba rala. Su actitud era una mezcla de impaciencia y de cansina indiferencia—. Señor, sin duda usted, en su condición de matemático, considera que no hay nada extraordinario en el hecho de que los números se comporten de una manera que para nosotros resulta extraña y maravillosa.

Kepler estaba ocupado, trasponiendo y restando mentalmente. ¿Acaso se trataba de una prueba a la que sometía a todos los que visitaban la corte por primera vez? De mandíbula fofa y jadeando suavemente el emperador lo contempló con desconcertante avidez. Kepler tuvo la impresión de que lo devoraban lenta y meditabundamente.

—Matemático, pues sí, su majestad, eso soy. —Sonrió inseguro—. De todas maneras, reconozco que no puedo explicar ese fenómeno… —¡Hablaba de matemáticas con la cabeza visible del Sacro Imperio Romano, el ungido de Dios y el portador de la corona de Carlomagno!—. ¿Podría su majestad ofrecemos la solución?

Rodolfo negó con la cabeza. Durante unos instantes meditó en silencio, palpándose el labio inferior con el índice. Finalmente suspiró.

—Los números contienen una magia que está fuera de toda explicación racional. Sin duda, es consciente de ello cuando realiza su trabajo. ¿Es posible que en ocasiones utilice esta magia?

—Jamás pretendería —replicó Kepler con un ímpetu y una brusquedad que lo sorprendieron—, jamás pretendería demostrar algo a través del misticismo de los números, ni me parece posible hacerlo.

En medio del silencio que se instauró, Tycho Brahe tosió a su espalda.

Rodolfo llevó a su visitante de paseo por el palacio y sus prodigiosas estancias. Mostraron a Kepler todo tipo de aparatos mecánicos, figuras de cera que parecían vivas, muñecos de cuerda, monedas y estampas raras, tallas exóticas, manuscritos pornográficos, un par de macacos y una enorme bestia larguirucha procedente de Arabia, con joroba, pelaje pardo y una imborrable expresión de melancolía; inmensos y oscuros laboratorios y cavernas alquímicas, un hermafrodita y una estatua de piedra que cantaba si se la exponía al calor del sol. A Kepler le dio vueltas la cabeza de sorpresa y de alarma supersticiosa. Al pasar de una maravilla a la siguiente, a su paso acumulaban un séquito de cortesanos murmurantes, hombres delicados y mujeres emperifolladas a los que el emperador ignoraba, pero que dependían de él como los hilos de las marionetas; aunque se mostraban exquisitamente cómodos, pese a su fina languidez Kepler tuvo la sensación de que estaba muy estirada una cuerda de dolor sordo, a través de la cual cada uno producía, lo mismo que el cristal golpeado, una suave nota que armonizaba con el tono de los gritos ahogados de los macacos y la mirada muda del andrógino. Prestó suma atención y creyó oír, procedente de todos los recovecos del palacio, los débiles cantos lastimeros de todos esos prisioneros encantados por el hechicero real.

Llegaron a una amplia estancia con colgaduras, muchos cuadros y un extraordinario techo abovedado. El suelo era un dibujo a cuadros de baldosas de mármol blanco y negro. Las ventanas daban a la ciudad bloqueada por la nieve, de la que el suelo embaldosado era un eco curioso, salvo que afuera, bajo la brumosa luz invernal, parecía existir una maraña de ruinas. Había unas pocas personas, inmóviles como figurillas, maravillosamente ataviadas en amarillo, azul cielo, tonos de color carne y encaje: era la sala del trono. Sirvieron copas de un licor marrón pegajoso y bandejas con dulces. El emperador no probó bocado ni bebió. Parecía incómodo y miraba el trono de soslayo, haciéndole fintas, como si se tratara de algo vivo y agazapado que debía pescar con la guardia baja y someter antes de tomar asiento.

—¿Está de acuerdo en que, más que por las instituciones y las costumbres, los hombres se diferencian por la influencia de los cuerpos celestes? Señor, ¿está de acuerdo con esta opinión? —preguntó el emperador.

Había algo conmovedor en ese hombrecillo regordete, de boca floja y mirada atormentada, en esa ávida atención. ¡Y era el emperador! ¿Era tal vez un poco sordo?

—Sí, sí, estoy de acuerdo —contestó Kepler—. Pero le aseguro, su majestad, que preparar horóscopos y esas cosas es un trabajo desagradable y sucio. —Calló. ¿Qué estaba diciendo? ¿Quién había hablado de horóscopos? Según el danés, Rodolfo ya había accedido a la petición de Kepler de contar con remuneración imperial. Pero el emperador debía comprender que un puñado de florines anuales no comprarían otro genio que sumar a su colección. Retomó la palabra—: Sí, claro que creo que los astros nos influyen y es permisible que, ocasionalmente, se permita al gobernante aprovechar dicha influencia. Sin embargo, señor, si me lo permite, existen algunos peligros… —El emperador aguardó, sonriendo apenas y asintiendo, pero ingeniándoselas para transmitir un débil e inequívoco escalofrío de advertencia—. Su majestad, quiero decir que existe… —hizo gran hincapié en sus palabras, mientras Tycho Brahe mezclaba los ingredientes de otra tosecilla admonitora—, existe el peligro de que el gobernante se deje dominar por quienes lo rodean y que hacen de la magia de los astros su oficio. Estoy pensando en los ingleses, Kelley y el conjurador de ángeles Dee que, por lo que me han dicho, últimamente engañaron a su… a su corte… con sus supercherías.

Rodolfo había girado lentamente, sin abandonar la sonrisa hueca y dolorida, sin dejar de asentir. Tycho Brahe intervino deprisa y se puso a hablar estentóreamente de otro tema. ¿Qué esperaban de él? ¡No era un cortesano rastrero, de los que se dedican a besar manos y a hacer reverencias!

Se desplomó la tarde, encendieron las teas y sonó la música. Por fin Rodolfo ocupó el trono. Era el único asiento de la sala. A Kepler le dolían las piernas. Se había hecho tantas ilusiones y todo salía mal. Hizo todo cuanto pudo por mostrarse honrado y honesto. Aunque tal vez no fuera eso lo que querían. Johannes Kepler no encajaba en ese imperio de ceremonias imposibles y espectáculos sin fin. Cual un crujido discreto, los instrumentos de cuerda suspiraban.

—Fue la predictibilidad de los acontecimientos astronómicos lo que me atrajo de esta ciencia porque, como es lógico, vi que esas predicciones serían muy útiles para navegantes y creadores de calendarios, así como para reyes y príncipes… —decía el danés, pero sus esfuerzos eran vanos porque Rodolfo hundía la barbilla en el pecho y no prestaba atención.

El emperador se incorporó, tomó a Kepler del brazo y lo llevó hasta el ventanal. A sus pies la ciudad se fundía con los últimos fulgores del crepúsculo. Guardaron silencio unos instantes, contemplando las lucecillas que palpitaban acá y acullá. Súbitamente Kepler sintió una ráfaga de ternura por ese hombre débil y tristón, el deseo de protegerlo de las perversidades del mundo.

—Nos han dicho que ha realizado obras maravillosas —murmuró el emperador—. Esas cuestiones son de nuestra incumbencia. Si hubiera tiempo… —suspiró—. El mundo me desagrada. Siento cada vez más el ansia de trascender estas… éstas… —abarcó con ademán displicente la sala que se extendía a sus espaldas—. En ocasiones pienso que podría vestir harapos y mezclarme con el pueblo. Como comprenderá, nunca lo veo. Y ahora dígame, ¿qué puedo hacer para encontrar harapos aquí? —miró a Kepler con una ligera sonrisa culpable—. Hágase cargo de nuestras dificultades.

—Por supuesto, lo comprendo.

Rodolfo frunció el ceño, molesto consigo mismo más que con su invitado.

—¿Qué decía? Ah, sí. ¿Considera una empresa digna de atención las tablas que

Herr Brahe se propone redactar?

Kepler se sintió como un malabarista chapucero que hacía denodados esfuerzos para impedir que las pelotas se le escaparan de las manos.

—Su majestad, abarcarán todo cuanto nuestra ciencia conoce.

—¿Se refiere a hechos, a cifras?

—A todo lo que se sabe.

—¿De verdad?

—Las tablas ticónicas serán la base de la nueva ciencia celeste.

Herr Brahe es un observador sutil y diligente. El material que ha reunido es un tesoro inapreciable. Las tablas deben redactarse, se redactarán y los que nos sucedan bendecirán el nombre de todo aquel que haya participado en su elaboración.

—Comprendo, claro, comprendo —tosió—.

Herr Kepler, ¿es usted austríaco?

—Vi la luz en Suabia, pero pasé varios años en Graz antes de…

—Ah, en Graz.

—Me expulsaron. El archiduque Fernando…

—Graz —repitió Rodolfo—. Sí, nuestro primo Fernando es tenaz.

Kepler cerró los ojos: su primo, naturalmente.

Cesó la música y ofrecieron una última copa. Tycho tomó a Kepler del brazo, como si pretendiera rompérselo. Hicieron una reverencia y retrocedieron hacia las puertas que se abrían lentamente tras ellos. Kepler hizo un alto, frunció el ceño y, mascullando entre dientes, se adelantó antes de que el danés pudiera impedírselo.

—¡Los nueves, por supuesto, los nueves! Su majestad, aguarde un momento. Verá, señor, tiene que ver con los nueves, mejor dicho con los dieces, porque contamos de a decenas y, por consiguiente, el resultado siempre es divisible por nueve. Si contáramos por nueves, sería por ocho, quiero decir, divisible por ocho y así sucesivamente. ¿Se da cuenta?

Dibujó triunfal un ocho en el aire, pero el emperador Rodolfo se limitó a mirarlo con cierta tristeza y permaneció callado. Cuando volvieron a encaminarse hacia la salida, Tycho Brahe apretó los dientes y atacó airadamente a Kepler.

—¡Ha dicho algo erróneo, siempre dice algo erróneo!

Al llegar a la puerta vieron caer unos pocos y desganados copos de nieve. Los cascos del caballo rebotaron en el empedrado helado y la guardia preguntó quién vive. El danés bufaba y temblaba junto a Kepler, intentando dominar el voluminoso fardo de su cólera.

—¿No tiene el menor sentido de de de de de… —jadeó—, no entiende… absolutamente nada? Hoy hubo momentos en los que pensé que intentaba…

intentaba encolerizarlo.

Kepler guardó silencio. No era necesario que Tycho le contara lo mal que había actuado. Pero no podía enfadarse consigo mismo pues ni era él quien infligió los daños, sino ese otro Kepler que se arrastraba a sus pies, el demente, cuyas improntas en su vida eran las negras heridas que aparecían inevitablemente en los puntos donde Johannes el Moderado apenas había dejado una huella de protesta.

—En última instancia, no tiene importancia —concluyó Tycho cansino—. A pesar de su torpeza, le convencí de que usted debe trabajar conmigo en la compilación de las tablas. Las llamaré Tabulae Rudolphinae. ¡Está convencido de que los que nos sucedan bendecirán su nombre!

—¿En serio?

—Le ha concedido doscientos florines anuales, aunque sólo Dios sabe si alguna vez los verá, ya que no es famoso por su generosidad ni su prontitud.

El carruaje se detuvo en el puente y durante largo rato Kepler paseó la mirada por el ilusorio vacío exterior. ¿Cuál sería su futuro atado a un protector que estaba necesitado de protección? Pensó en ese monarca inconsolable, emparedado bajo una eterna vigilancia en su gélido palacio. Furioso, Tycho le asestó un codazo en las costillas.

—¿No tiene nada que decir?

—Oh… gracias. —El carruaje avanzó en la oscuridad—. El mundo no le gusta.

—¿Cómo?

—El emperador me dijo que el mundo no le gusta. Ésas fueron sus palabras. Me parecieron extrañas.

—¿Extrañas?

¿Extrañas? Señor, está usted tan loco como él.

—Es verdad, en algunos sentidos nos parecemos…

Aquella noche enfermó. Una fiebre insidiosa se originó en su vesícula biliar, rodeó las entrañas y llegó a la cabeza. Barbara lo obligó a darse un baño caliente, pese a que Johannes opinaba que la inmersión total era una práctica antinatural y temeraria. Para gran sorpresa suya, esa medida le produjo un alivio momentáneo. Sin embargo, el calor le oprimió las entrañas, por lo que tomó un potente purgante y se practicó una sangría. Después de un minucioso examen de sus excrementos, llegó a la conclusión de que era uno de esos casos en los que la vesícula biliar desemboca directamente en el estómago. Aunque fue un descubrimiento interesante, sabía que, por regla general, las personas de esas características viven poco. En ese período el cielo era catastrófico. ¡Y aún le quedaba tanto por hacer! El emperador hizo votos por su recuperación. Ese hecho lo llevó a tomar una decisión: no moriría. Finalmente la fiebre cedió. Se sintió como una de esas moscas perfectamente cortadas que adornan las telarañas. La parca lo reservaba para un festín futuro.

¿Acaso esa última enfermedad le había dado una lección? Sabía que no vivía como debía. Su yo racional insistía en que aprendiera a contenerse de pensamiento y de palabra: a ser servil. Se puso a trabajar diligentemente en las Tablas rudolfinas, organizando y transcribiendo infinitas columnas de observaciones extraídas de los papeles de Tycho. En el fondo, para él la predictibilidad de los fenómenos astronómicos no tenía el menor significado. ¿Qué le importaban navegantes o fabricantes de calendarios, príncipes y reyes? El iluso demente que había en él se rebeló. Recordó la visión que tuvo en el jardín del barón Hoffmann y otra vez lo dominó el misterio de los tópicos.

¡Dad al ángel las loas de este mundo! Apenas tenía de lo que eso significaba. También recordó la disputa que estalló cuando conoció a Tycho, la farsa de la partida de Benatek y el retomo ignominioso. ¿Ocurriría lo mismo con Rodolfo? Escribió a Maestlin:

No hablo como escribo, no escribo como pienso, no pienso como debería pensar y por eso todo transcurre en la más negra oscuridad. ¿De dónde procedían esas voces, esos extraños decires? Era como si el futuro hubiese encontrado expresión a través de él.

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